La lucidez realista del pesimismo El ministro, título de estreno de esta película en la Argentina y en otros países, pone el foco sobre el protagonista, titular de la cartera de transportes del gobierno francés, en un contexto de crisis laboral y déficit presupuestario. El ministro Bertrand Saint-Jean está interpretado por el infalible belga Olivier Gourmet, actor de varias películas de los hermanos Dardenne, que son productores de este film dirigido por Pierre Schöller. Sin embargo, el ministro Saint-Jean no es el protagonista absoluto de El ministro , por eso el título de estreno en Francia y Bélgica, L'exercice de l'État , es decir, "El ejercicio del Estado", es más justo con el planteo narrativo del film. El ministro comienza con un sueño que combina poder, sexo y fauna (y que se basa en una fotografía de Helmut Newton), y enseguida estamos ya metidos en el desgaste del trabajo ministerial: un accidente de un micro lleno de adolescentes en la ruta pone en funcionamiento de emergencia la maquinaria del Estado. La actividad del ministro es frenética, es capaz de sostener dos conversaciones por celular al mismo tiempo en la que una depende de la otra, y sus tareas son una mezcla desgastante de consuelo a víctimas, declaraciones, pedidos de disculpas, peleas internas en el gabinete, reuniones con asistentes, firmas, planes diversos de financiación, etcétera. Pero el punto de vista del relato no es de manera excluyente el del ministro Saint-Jean: la película cuenta situaciones que lo afectan directamente en su trabajo y que lo excluyen. Y, además, el personaje de Gilles, mano derecha del ministro, es crucial. Es crucial por un lado porque está interpretado por Michel Blanc, y por otro porque es un personaje que actúa de contrapeso: mientras el ministro es flamígero, ambicioso, voluble y, según se nos dice, una nueva figura con carisma y futuro político, Gilles es el empleado dedicado, estable, diplomático: un político de tradición, un profesional gris -digno del cine de Michael Mann- que mientras cocina con placer escucha como si fuera su música preferida un discurso de André Malraux que nos transporta a épocas de política francesa más grande, menos impotente o, al menos, comunicada con mayor gloria. El ministro puede empezar con un sueño fascinante, mostrar a Gilles cocinando, detenerse en las consecuencias crudas de un accidente en la nieve, usar las pantallas de los hiperactivos celulares sobreimpresas encima de los personajes, poner una canción cantada por Pete Yorn y Scarlett Johansson, narrar con empatía una escena de sexo cotidiana y, sobre todo, sorprender y estremecer con un accidente que irrumpe y que -además de una muestra cabal de pericia cinematográfica- es fundamental en el devenir del protagonista. El ministro relata con variantes, con cercanía, con energía y hasta con lo que algunos podrían llamar "onda": no hay necesidad de quietismo, lentitud o tedio para contar temas políticos complejos. Tampoco hay necesidad de establecer héroes y villanos con falsa nitidez: El ministro , con recursos seductores, se presenta como un thriller político fascinante hecho con la lucidez realista del pesimismo. No deja de resultar llamativo que, luego de varios atrasos, El ministro terminara estrenándose el mismo día que Néstor Kirchner, la película , un endeble panfleto que parece estar construido, punto por punto, como el opuesto de esta producción franco-belga. Y así El ministro , por simultaneidad en la cartelera, suma a sus méritos el de ser un film-antídoto.
Belleza que no convence Una nueva adaptación del escritor francés Guy de Maupassant, uno de los autores más adaptados en la historia del cine. Entre otros logros felices de Maupassant llevados al cine están Une partie de campagne, de Jean Renoir; Masculino-femenino, de Jean-Luc Godard y hasta cierta influencia no acreditada del todo en La diligencia de John Ford. Una nueva adaptación de Bel Ami -una de las pocas novelas de Maupassant- con varias versiones previas en cine y en televisión. En este caso, la historia del joven pobre que asciende vía su poder de seducción en la vibrante París de fines del siglo XIX tiene como protagonista a Robert Pattinson, un actor ciertamente de moda pero por ahora de escasos méritos más allá de cierto parecido en el rostro (las patillas, la boca) con Sandro (sí, el de Rosa, Rosa ). La imagen de Pattinson no desentona en una película de época: hay algo de antiguo en su rostro, en su porte, pero no logra sostener la idea de ser un imán absoluto e infalible con cuanta mujer exista en el relato, en parte porque parece difícil sentirse atraído por alguien tan desorbitado en su forma de actuar, sin centro que organice gestos, intensidades, explosiones de enojo, ira o deseo. Y no hablemos de su incapacidad para llorar de forma convincente, o para manejar diversos aspectos del sufrimiento en la pantalla en esta pantalla de bellos colores, bella luz, bella música extra intensa, bellos decorados y bellas mujeres que nos presenta Bel Ami . Tanta belleza, por momentos, se vuelve como una torta de casamiento recargada, aunque hay algunos elementos para disfrutar en el trío de actrices protagónicas: siempre vale la pena ver a Uma Thurman y a Kristin Scott Thomas (aunque a esta última el atropellado guión la haga infatuarse de pasión en imposible interacción gritona con Pattinson). Por su parte, Christina Ricci es la única que, a fuerza de simpatía, carnalidad y ojos vivos, entendió el juego de máscaras que proponía la historia, la que supo transcender la banalidad de un entramado débil, en el que todo suena apresurado, corto, atolondrado: las intrigas político-periodísticas, las alianzas y rupturas entre el "Bel Ami" (Pattinson) y las mujeres. Lo que en una novela puede explicarse en uno o dos párrafos, en el cine es menester transmitirlo de alguna manera, sobre todo si pasan muchas cosas y los personajes se reposicionan en deseos, emociones y ambiciones. Una película de una hora y media puede ser más tediosa que una de tres horas si las motivaciones de las acciones no se sienten genuinas debido a una puesta en escena que descansa en puros diálogos demasiado cargados y en la capacidad de los actores para manejar oscilaciones melodramáticas sísmicas. Este esquema, con mejores diálogos cruciales, que podría haber sido una tarea difícil para un gran actor joven, para Pattinson se vuelve una misión imposible.
De Toronto a La Quiaca Santiago Amigorena es un guionista, escritor y director de origen argentino radicado en Francia. Otros silencios transcurre entre Canadá y la Argentina: de Toronto a Buenos Aires y luego hacia el norte argentino, hasta la frontera con Bolivia. El periplo, del Norte al Sur en avión y luego hacia el Norte por tierra, lo hacen dos personajes, perseguidora y perseguido. La perseguidora, canadiense, es Marie, una mujer policía de pasado menos legal. El perseguido es un asesino, Pablito, argentino, que convirtió en tragedia la vida de la mujer. La mujer policía está interpretada por la actriz canadiense (pero de Montreal) Marie-Josée Croze, flaca, tensa, fibrosa, segura. El asesino es Ignacio Rogers, actor de varias películas del nuevo cine argentino, que aquí pasa de su habitual distancia emocional a algún estallido final poco convincente. Pero ésta no es una película centrada en las performances actorales, sino en lo que podríamos llamar la persecución, en la tenacidad de una búsqueda. Y en esos aspectos la película es débil: sí, se entienden la furia de la mujer policía y su anhelo de venganza (las motivaciones son básicas, universales), el problema está en la lógica de esa búsqueda, en la verosimilitud del asunto. Marie llega a La Boca, a un bar, dice que no habla castellano: el mozo habla inglés y hablan inglés muchos otros personajes con los que se cruza, en algo así como un milagro educativo del que no estábamos al tanto. Sin embargo, luego Marie también habla al menos el castellano necesario como para pedir cosas más complicadas que un agua. Así, la película peca de inconsistencia y de blandura en el armado: Otros silencios podría haber enfatizado la búsqueda de pistas o la dificultad del viaje, pero Marie encuentra los datos con alguna repregunta, alguna amenaza, un par de tiros o un poco de dinero, de forma demasiado lineal. Los maleantes caen bajo sus movimientos veloces, de superheroína, lo que encajaría mejor en una propuesta diferente, más pop, o más festiva, pero no en una película de este tono apagado, serio. Y en cuanto al viaje, lo peor que le sucede a Marie es que "no hay colectivo hasta mañana", ni siquiera la acosa nadie por algunas calles y descampados no muy amigables de La Boca. Otros silencios , segunda película como director de Santiago Amigorena (la primera fue Algunos días en septiembre ), tampoco se conforma con la simplicidad de un personaje que viene con una misión y la cumple e intenta profundizar en la visión del mundo de Marie mediante una absurda y extemporánea invitación a un pueblo y a un funeral de una niña, tan arbitraria como un tiro salvador en el instante justo, también digno de otra clase de película. Otros silencios -más allá de algunos planos poderosos del paisaje del Norte y la fotogenia de Croze- flaquean en sus mecanismos narrativos, en la credibilidad de sus situaciones y, así, en su consistencia general.
Locos por los votos es una película de chistes. Bah, así es como la quiero recordar. Porque además es una sátira política con final edificante, un cierre que no cuaja del todo con las salvajadas diversas que venía ofreciendo. Algunos de los chistes funcionan por el absurdo y por el crescendo: el inicio del primer debate y el consejo de “decir alguna grosería” genera un peloteo salvaje entre Galifianakis y Ferrell. Y Galifianakis y Ferrell están preparados –o, mejor dicho, hasta genéticamente diseñados- para sostener un chiste tras otro (con variedad de estilos, formas y bases, y con diversos de grados de agresión). La película dirigida por Jay Roach a veces va más allá de los protagonistas, y arma situaciones cómicas con otros personajes, como los perros. Uno de los chistes que volvería a ver muchas veces termina en una mirada de desencanto, hasta de dolor, de despecho, por parte de los dos bulldog franceses de Galifianakis. Uno de esos chistes “de montaje” que la industria estadounidense hace con una facilidad no tan habitual en otros cines. Hay películas de las que recordaré menos momentos pero que seguramente podré volver a ver en su totalidad: a Frankenweenie y a Locos por los votos prefiero fragmentarlas para una posible revisión. Incluso prefiero seleccionar esos fragmentos para rememorarlas. No todas las películas pueden ser homogéneas y consistentes: hay otras de las que atesoramos retazos, partes que anidan, en un mix mayor, en nuestra memoria cinéfila. Una memoria que adquiere nuevas formas según las nuevas tecnologías. Hoy es muy sencillo volver a ver fragmentos de películas, sobre todo si esos fragmentos son valorados por mucha gente en el mundo. Con saber usar un buscador ya es suficiente. Y cada vez será más fácil armarse incluso un greatest hits cinematográfico con montaje propio. La tecnología muta, el cine muta, y nosotros reforzamos nuestros afectos cinematográficos desde posibilidades que eran inimaginables hace algunos años.
Momentos Vi Frankenweenie, de Tim Burton. Vi Locos por los votos (o sea, The Campaign). Son dos películas que no volvería a ver completas. Y sin embargo, me gustan, por momentos me gustan mucho. Eso, momentos. Hay películas que me han gustado menos que Frankenweenie y Locos por los votos y estoy dispuesto a verlas de vuelta completas. Pero no todo el disfrute que puede proporcionar el cine tiene que ver con la cohesión o la homogeneidad. A veces uno se encandila con fragmentos, cree –durante algunos momentos- que está ante grandes películas, y luego la sensación se disipa ante el avance del relato. El comienzo de Frankenweenie exhibe un mundo que se describe con seguridad, clara identidad y estética ya depurada (y todo ya probado en un corto de hace décadas). Y, además, juega fuertes cartas emocionales. El segmento final de la película, con una galería de monstruos fascinantes y monerías varias, es festivo, explosivo. Volvería a ver esas partes de Frankenweenie muchas veces, pero no el segmento del medio, una meseta con esa displicencia narrativa de Burton presente en Sombras tenebrosas (y que llegó a un punto máximo, burocrático, en Alicia) que se intenta disimular con citas cinéfilas.
Búsquedas y encuentros Éste es un documental sobre la tía de la directora. La oración anterior es verdadera, y también sosa, incompleta: no da cuenta de la riqueza de Sibila, una película que se destaca con nitidez en la profusa oferta de documentales, sobre todo argentinos, de la cartelera de estos meses. Sibila es una producción chileno-española rodada entre Chile, Perú y Francia. La directora y guionista (y sobrina de la señora del título) es Teresa Arredondo, que nació en Perú, de padre chileno exiliado y madre peruana. Sibila, hermana de su padre, es la tía que estuvo presa 15 años por su vinculación con Sendero Luminoso (cómo era ese vínculo y qué implicó no se resuelve en la película). Hay más datos relevantes sobre Sibila (como que es la viuda del escritor peruano José María Arguedas) y sobre el resto de la familia de la directora, pero parte del atractivo de la película es descubrir las diversas relaciones familiares, las implicancias de "lo de Sibila" en una y otra rama de la familia, las posiciones políticas, las emociones que se ponen en juego en los diversos vínculos, incluso los reclamos o las perplejidades de una generación frente a otra; en ese sentido, en algunos pasajes Sibila es comparable a Los rubios , aunque sin su collage estilístico pop. La película de Arredondo tiene dos partes, claras, bien diferenciadas. En la primera la figura de Sibila es rodeada, narrada, mentada, analizada desde diferentes ángulos. Así, desde múltiples entrevistas en diversos lugares en Chile y Perú, Arredondo busca entender -o conocer, ahora como adulta- a su tía. Primos, padres, abuelos y otros tejen una historia conflictiva y, gracias a la claridad expositiva del relato y a su calidez, nunca tediosa, Arredondo no tiene miedo de informar ni de mostrar: su documental no es un ejercicio férreo de alguna clase de dispositivo formal. Así, entre las entrevistas o durante ellas la cámara se puede detener a observar alguna comida en preparación, o describir de forma cercana una artesanía, un retablo de enorme dramatismo. La segunda parte, que ocupa el último tercio, tiene como centro el encuentro entre la cineasta y su tía. Sibila no se arrepiente de nada: ni siquiera quiere hablar sobre muchos detalles de su pasado. Es una comunista convencida, fascinante y también recalcitrante. Sibila es una presencia fuerte, que se intensifica aún más por la decisión del punto de vista de Arredondo. La cámara está "en sus ojos", la directora es la que pregunta, la que ve, la que recibe el mundo que aparece y es descripto ante ella. Incluso esa decisión formal es saludablemente quebrada justo antes de pasar a la segunda parte, cuando la directora se refleja en un espejo, a través de unos barrotes. El resto del tiempo vemos lo que ve Arredondo. De esa manera, al situarnos en sus preguntas y sus búsquedas, nos enfrentamos a su singularidad, que no se puede transferir, pero sí compartir en forma de documental fecundo, de esos que buscan y también encuentran.
Ciudad chica, cárcel grande Documental de los "performativos", es decir, de esos en los que aparece el documentalista en escena, como protagonista y narrador omnipresente (como por ejemplo los de Michael Moore, o La televisión y yo, de Andrés Di Tella). Rawson, en realidad, es en todo caso semiperformativo, porque aparece en escena uno solo de los directores: Nahuel Machesich, impulsor del proyecto (el otro es Luciano Zito). Machesich ahora vive en Buenos Aires, pero es "nacido y criado" en Rawson, ciudad que alberga una cárcel (la U-6) de alta seguridad, un edificio de grandes proporciones en una ciudad pequeña en el que durante los años 70 estuvieron detenidos miembros de Montoneros, el ERP y las FAR. Hay dos hechos alrededor de los cuales pivotea la película. Uno es que el 15 de agosto de 1972, cuando en una fuga de miembros de las mencionadas organizaciones armadas fue asesinado el guardiacárcel Juan Valenzuela. Y el otro, menos puntual, pero más extendido, son las violaciones de los derechos humanos cometidas durante la última dictadura en la U-6. Sin embargo, lo que organiza el relato es la relación de Machesich con su ciudad natal o, mejor dicho, con su idea actual de lo que fue y es su ciudad natal: lo que se sabía y lo que se ocultaba, cómo circuló la información después del regreso de la democracia, cómo vivieron los ex represores en Rawson y qué hizo la gente de la ciudad. Interesante punto de partida volver a la ciudad, hablar con los padres, con amigos, con otra gente de esta capital provincial con dinámica pueblerina: así, Machesich guía las entrevistas con la intención de terminar hablando de la represión, principalmente del ex guardiacárcel Jorge Tomasso, algunas con buen resultado narrativo (la del ex jugador de fútbol, la del funcionario local que estuvo en la cárcel), otras más inconducentes (las que realiza en el cementerio). Las dos entrevistas más interesantes son la del hijo de Valenzuela, el guardiacárcel asesinado en 1972, y la del profesor, más abierta, que plantea otros caminos posibles para la película. Caminos que Rawson no toma, o lo hace parcialmente, como cuando en la entrevista a un guardiacárcel de tareas administrativas se cuela, en el lenguaje, una construcción de la historia distinta a la de Machesich, quien por momentos, sobre todo al final, frente al encargado del club, cae en el lugar del periodista inquisidor y petulante que tiene razón a priori. Esa figura no le convenía a la película, como tampoco le convenían los montajes oníricos y la ostensible falsedad de la imagen de Machesich dormido, ni tanto acento en la historia individual del director que aparece en cámara. Poner el eje en cómo una ciudad chica lidia con una cárcel grande de historia turbulenta es el gran acierto del planteo de Rawson. Pero este documental, nada desdeñable, podría haber crecido notablemente con mayor ascetismo estilístico y mayor posibilidad de desvío de las ideas previas.
¡Viva el cine! Sí, hay que ver Argo, la tercera, la mejor película como director de Ben Affleck. ¿Por qué? Porque es excelente. ¿Y por qué es excelente? Ben Affleck ya había demostrado ser un director a tener en cuenta. Alguien que entendía la tradición del cine americano, la herencia del clasicismo, no pocas enseñanzas de Clint Eastwood, de Michael Mann, del cine de los setenta. Escribí sobre sus dos primeras películas en su momento en El Amante, aquí pueden leer esas notas: del número 187 (2007) y del número 221 (2010). Argo es una de esas películas casi imposibles de hacer bien: política internacional, historia real de época, relación Estados Unidos-Irán, rehenes, CIA, la organización de un rescate, una producción falsa de una película: combinación de peligro y humor. Affleck no solamente logra unir los elementos sino que además consigue que la unión sea realmente una amalgama y no un mero rejunte. Los momentos de humor y acidez, sobre todo concentrados en la acción que transcurre en ambas costas de Estados Unidos (los poderes relacionados: el gobierno en el este, el cine en el oeste) no solamente no debilitan la tensión de lo que ocurre en Irán sino que interactúan de forma dinámica: estas dos sociedades (o tres, porque John Goodman y Alan Arkin son una sociedad brillante que debería ser destacada del resto), conectadas por el montaje, son realidades que coexisten en el tiempo. Claro, eso es obvio. Lo que no es obvio es el modo cinematográfico de integrarlos, estas idas y vueltas entre los dos países (y dentro de un país, entre las dos costas) pueden hundir una película que no tenga en claro su propósito. Y el propósito de Affleck es narrar. Y lo hace con una sublime fluidez, con la capacidad y la osadía de encadenar momentos de tensión, que se acumulan de forma casi festiva al final: múltiples salvatajes en el último segundo, como si fueran el final de Crimen verdadero de Clint Eastwood. Como si fueran ese final, pero multiplicado. En esa película de 1999, con la que el Eastwood despedía el siglo XX, el siglo del cine, se homenajeaba a Griffith, el pionero. En Argo, Affleck sigue la senda de Eastwood mediante la exacerbación de los procedimientos de una de sus películas menos prestigiosas (aunque excelente). El final de Argo es, así, una celebración en cascada del suspenso cinematográfico, del placer de la tensión que podemos sentir como espectadores: se propone la empatía con los personajes, con varios, en varios escenarios. Como pasaba en el final de El regreso del Jedi, de lo que suceda en un escenario dependerá lo que suceda en otro. Pero, además, tenemos empatía, o al menos la tengo, con una noción del cine clásico-setentista-eastwoodiana. Larga vida al cine. Larga vida a este cine. Un par de agregados del día del estreno: 1. Leo la crítica de Argo de Juan Pablo Cinelli en Página/12. Estoy en desacuerdo con su evaluación de la película, pero eso es irrelevante. Estoy muy en desacuerdo con su reclamo de que la película sea una especie de paper progre de la UBA Sociales, y también estoy en desacuerdo con su interpretación política. Me dan ganas de escribir algo para debatir, pero sigo leyendo críticas, y leo este excelente texto de Leonardo D’Espósito en Bae y veo que con su crítica ya le contestó a al texto de Cinelli (no de manera directa sino con su concepción del cine y de la crítica). 2. Veo los carteles publicitarios en vía pública de Argo en Buenos Aires. En ningún lado dice que el director es Ben Affleck. Sí se lee “del director de Atracción peligrosa”. Si usted sabe que Atracción peligrosa (The Town) la dirigió Ben Affleck, se entera de quién es este director no mencionado. Si no, no. Es que en la distribuidora deben saber que todavía hay gente que tiene prejuicios contra el mejor director surgido en Hollywood en el siglo XXI.
Una mirada clara sobre la adopción Documental. Tema: la adopción. Formato: mayormente entrevistas centradas en el tema con especialistas, padres adoptivos, hijos adoptivos, actores que interpretan -también en formato declaración, aunque con mayor histrionismo- historias relacionadas con adopción. Apenas una hora de duración. Su estreno es en una única sala (el Incaa km 0 Gaumont) en dos horarios por día. Alumbrando en la oscuridad pertenece a esa clase de documentales que bien podrían ser emitidos en televisión y no estrenados en el cine. Sobre esto, dos consideraciones. En primer lugar, en general las películas buscan visibilidad, llegada, amplificación: para eso aprovechan las posibilidades de estreno en una sala de cine. En segundo lugar, si bien es cierto que este tipo de propuestas suelen ser programación televisiva, lo son en ciertos canales europeos (por ejemplo arte, en Francia) y no tanto acá. El cine argentino, entonces, incluye este tipo de documentales que de esta forma pasan a formar parte de los estrenos en salas. Y así hay que considerarlos, entonces: estrenos cinematográficos. Al umbrando en la oscuridad tiene una organización elaborada: las declaraciones se montan mediante proximidad temática, las entrevistas se fragmentan, no se presenta un entrevistado completo tras otro. No hay indolencia en la organización narrativa, tampoco hay separaciones tajantes entre lo que dicen los entrevistados y las situaciones que interpretan los actores. En otra decisión acertada, los actores aparecen en escenarios claramente artificiales (infinitos), mientras que el resto de los entrevistados hablan en lo que parecen sus hogares. Así, en el caso de los actores, se llama la atención sobre la interpretación: importan sus palabras, no identificar el lugar donde las profieren. Con claridad expositiva, Alumbrando en la oscuridad presenta ideas sobre la adopción con las que es sencillo estar de acuerdo: se acumulan declaraciones correctas con amor, comprensión y lucidez, tanto en los momentos más emocionales como en aquellos más científicos. Declaraciones que se apoyan las unas a las otras, que arman una película que se convierte así en una buena propaganda (y dicho este término sin connotaciones peyorativas) de la adopción, de la comprensión, de la tolerancia. Sin embargo, la claridad y contundencia de la exposición termina limitando la película: al no haber prácticamente voces disonantes (salvo en lo que algunos entrevistados dicen que opinan o hacen otros), que pongan en tela de juicio lo que se expone, Alumbrando en la oscuridad reduce su potencial: el segmento actuado por Osvaldo Laport y Celina Font, la pareja que quiere adoptar por las razones equivocadas y con el discurso equivocado, dota fugazmente a la película del dinamismo del conflicto. Ese breve momento deja entrever las mayores posibilidades que albergan los documentales como Alumbrando en la oscuridad si ampliaran mediante otras declaraciones, otros entrevistados, incluso otras situaciones interpretadas por actores el espectro de su mirada, si la fortalecieran mediante más oportunidades de contradecirla..
El camino del efectismo No es ninguna novedad que Sigourney Weaver es excelente para interpretar científicas, lo saben desde James Cameron hasta Rodrigo Cortés. El gallego Cortés -nacido en la provincia de Orense, Galicia-, director de Luces rojas , es el de Enterrado , también hablada en inglés. Enterrado era apenas astuta, muy efectista y desplegaba una alta dosis de trampas, como los planos violando el espacio cerrado autoimpuesto y el falso final imaginario. Aunque Luces rojas es una película con buena parte del equipo técnico español, Cortés vuelve a hacer cine que luce estadounidense, ahora con más elenco y mayor producción. Y, hasta cierto punto, logra una película con fallas, pero de planteo sustancioso. Weaver y el protagonista Cillian Murphy son dos científicos dedicados a desenmascarar lo que se presenta como paranormal: espíritus persistentes, sanadores gritones, niños que son poseídos artísticamente por pintores muertos. Los dos científicos son apasionados por lo que hacen: viven para que la ciencia triunfe sobre las supercherías. Esa es la mitad de "acción general de la película", la del planteo, anterior a la concentración en el enfrentamiento con "el psíquico principal", el interpretado por Robert De Niro. En toda la película son visibles e identificables los claros defectos de la puesta en escena del director, guionista y montajista Cortés (o los defectos industriales de baja estofa que permite): travellings desde o hacia los personajes ostensiblemente puestos para intentar sumar dinamismo superficial, explicaciones que se imponen y automatizan las conversaciones (y eso va in crescendo) y, sobre todo, esos golpes orquestales para generar tensión efímera y que dejan un regusto a deshonestidad narrativa. Pero en el segmento Murphy-Weaver (la primera mitad) esos ripios son parcialmente disimulados ante la lógica de las acciones y la exposición sencilla y eficaz de las disputas científicas. Cuando llega el segmento Murphy-De Niro, el efectismo de Cortés queda desnudo ante informaciones amontonadas, elementos dispuestos para que después, al final, se nos "sorprenda" con una revelación al estilo M. Night Shyamalan e incluso con una secuencia de montaje de lo que ya vimos "ahora visto con una nueva luz" (mismo recurso, aunque no misma revelación, que en Sexto sentido ), una luz que incluye la tremenda molestia de la siguiente revelación (o confirmación): a Cortés le interesa menos ser un narrador que un vendedor de películas "de concepto". Al igual que Enterrado , Luces rojas muestra a un realizador que parece identificarse con el estilo gritón, efectista y autoindulgente de los shows de los sanadores. Y es una lástima, porque en la primera de las dos secuencias con Leonardo Sbaraglia (protagonista de Concursante , primera película del director), Cortés demuestra que no carece de habilidades, que puede construir tensión con elementos nobles, esos que lo ayudan, brevemente, a crear algunos climas que no dependen de fugaces trampas retóricas.