Con Conocerás al hombre de tus sueños (You Will Meet a Tall Dark Stranger), Woody Allen juega otra vez al artista expatriado. Estamos otra vez en Londres, y con coproducción española. Y juega otra vez, y esta vez quizás con más intensidad que nunca, a recalentar restos. Es decir, Conocerás al hombre de tus sueños es una mescolanza poco feliz de Maridos y esposas, Poderosa Afrodita, Alice, Crímenes y pecados y otros Allen. Varios personajes, divorcios, envejecimiento, una adivina, un robo artístico, frustraciones varias y mezquindad constante (salvo en el personaje de Banderas, y tal vez por eso Allen lo abandona antes que al resto). Sí, antes que al resto, porque los abandona a casi todos, y en cualquier lado: llama la atención, en una película de sentidos tan clausurados como ésta, que al final los largue a la deriva después de haberlos descripto a repetición, con una voz en off que en la abrumadora mayoría de los casos no hace más que repetir lo que vemos en la imagen, como si estuviéramos ante una narración para ciegos (o para sordos). El nivel de obviedad de lo que le pasa al personaje de Josh Brolin con su novela (que se ve venir a mucha distancia), la manera de presentar la mínima vuelta de tuerca del tipo muerto y el tipo en coma, la insultante previsibilidad de la historia del personaje de Anthony Hopkins (que es un señor rico que sabe de negocios pero que es, según nos muestra Allen, un idiota irremediable que no ve lo que tiene ante los ojos), el retrato estilo Midachi de su nueva mujer, las conversaciones de los señores en el gimnasio y una larga lista de etcéteras me llevan al siguiente exceso interpretativo: Allen maltrata a sus personajes y a sus películas porque en estos tiempos se desprecia profundamente como creador. Sinceramente, no encuentro otra explicación para otra película más que evidencia las enormes distancias a las que actualmente está Allen del director que supo ser, ese que contaba su universo neoyorquino con neurosis, orgullo y filo, y no era este turista misántropo que hace de Londres el escondrijo para sus peores películas.
Lazos de sangre (Winter’s Bone) de Debra Granik, es una historia de ambiente oscuro, nublado, tremendo, corroído. Ree es una adolescente que se hace cargo de su familia (o de lo que queda de ella) en un paraje espantoso y degradado de Missouri. Pero, lejos de ser apenas un retrato de la miseria y las dificultades, la película plantea una intriga, un conflicto, algo a resolver, que tensa el relato y permite que la descripción del ambiente se vea enriquecida por la narración. Winter’s Bone construye un mundo con sus propias reglas, en el que, por ejemplo, no hay celulares y no se sabe bien la temporalidad de la acción; en el que toda pulsión sexual brilla por su ausencia; en el que los roles de las mujeres y de los hombres se delimitan de formas particulares. Hay una organización social en esta suerte de tribu especialmente aislada, una organización que parece condenar a todos a la violencia, al embrutecimiento, al maltrato, a la locura. La inteligencia de Granik es construir este mundo y evitar toda tentación de simplificación: aún en la negrura (y hay momentos realmente duros) puede aparecer un destello de solidaridad, de amistad, de responsabilidad (el sólido sentido de la responsabilidad de la protagonista; la responsabilidad “en construcción” del tío). Con todo esto, Granik nos mete en un mundo extraño y nos hace transportar hacia él con armas cinematográficas: imágenes consistentes y potentes; diálogos, gestos y actitudes que nos hacen creer en los personajes; y la responsabilidad de la cineasta frente a ellos y frente a su propia voz como perteneciente a un lugar en particular: “esta historia –parece decir Granik–, sólo puede ocurrir aquí donde ocurre, y asumo mi lugar en el mundo al contarla, mi responsabilidad como cineasta, mi identidad”.
Dos a uno En enero se estrenaron muchas películas, justo en un mes en el que no tuve demasiadas oportunidades de ir al cine, por lo menos a ver estrenos. El trailer de Gulliver y la abrumadora mayoría de comentarios en contra me hicieron descartarla. Y lo mismo ocurrió con El turista, en este caso con el agregado del nombre del director (el mismo de La vida de los otros). Pero había varias películas que quería ver y sólo un día para verlas. Así que me armé un triple programa. Volví a ver Más allá de la vida, de Clint Eastwood, y fue otra vez un placer. Un placer ligeramente distinto. Cuando uno ve las películas por segunda vez, no hay tanta atención sobre el argumento y se suele observar más y mejor los detalles. Claro, hay películas que quedan secas luego de verlas una vez (o uno no sabe o no puede extraerles más). Pero la película de Eastwood (y del extraordinario guionista Peter Morgan, y de los extraordinarios actores) pone en juego mucho más que un argumento, y forma un entramado de elementos solidarios, puestos en secuencias de apariencia simple pero que evidencian una maestría y una seguridad en la escritura fílmica que están lejos de ser comunes en el cine contemporáneo. Es casi injusto destacar una secuencia por sobre otra, pero un director que puede narrar como narra el tsunami y esas clases de cocina es alguien en pleno manejo de su arte, alguien que domina diferentes tonos y las más mínimas implicancias de un gesto o una inflexión de la voz de sus dirigidos, es un maestro completo, es uno de los grandes. Vi Somewhere, de Sofia Coppola. Y sigo considerando que su única gran película hasta el momento es Perdidos en Tokio. Somewhere es una película negativa. No, me corrijo; no es negativa, es más bien nula. Las películas negativas no son así de lánguidas, displicentes, apáticas, apagadas. Las películas negativas tienen furia, rabia, pueden aspirar a la poesía. Million Dollar Baby de Eastwood es una película negativa, y Más allá de la vida una positiva, pero están lejos de ser nulas. Otro día quizás desarrolle esta idea, pero volvamos a la nulidad de Somewhere, que muestra los días que pasan en la vida de un actor de Hollywood, su hastío, su hastío, su hastío, su relación con su hija. Sofia insiste en hacer un cine opuesto al operístico y pasional de su padre. Lo malo de esto es cuando cree que eso implica vaciar sus películas de pasión y de gracia y entonces queda en la mera pose, como en este caso y en Maria Antonieta (su padre Francis, incluso en sus películas más pequeñas, como la injustamente olvidadas Jardines de piedra y Jack, se entregaba a las pasiones). En Somewhere Coppola despliega las rutinas de un muerto en vida (su padre lo hizo con la virulencia de su poética pasión en Drácula): un actor con poder, popularidad y dinero, un adolescente eterno, indolente, nulo. Pero el problema de la película no es su tema sino su forma (como siempre, el qué es el cómo): apenas unas viñetas en general estáticas que ilustran abundancia, languidez, hastío, aburrimiento, indolencia, lujo, y otra vez lo mismo en loop (de ahí, nos explica Sofia en la primera secuencia, esas vueltas estériles en coche). La presencia de la hija del actor aporta un poco de vida, pero su módica energía se diluye en este film plano, chato, que puede resultar desesperante porque consume, aniquila nuestro tiempo, lo evapora sin dejar sedimentos. No, Somewhere no es una película horrible. Es, otra vez, una película nula. Me la imagino con una duración de dos minutos, convertida en una buena secuencia de montaje sobre el hastío de este actor pajarón en una película mayor, en el sentido de más generosa y perdurable, como Sofia supo hacer en Perdidos en Tokio. El día iba uno a uno, y lo desempató a favor (muy a favor) Imparable de Tony Scott. Hay muchas películas de Scott que no me gustan: Hombre en llamas me parece espantosa, Juego de espías tediosa, su remake del Pelham 123 una tontería, y Deja Vu no me gusta tanto como a otros críticos. Pero Scott puede hacer grandes películas: pocas semanas atrás volví a ver Enemigo público y no sólo es el vibrante thriller político con grandes personajes que recordaba, sino además una reflexión muy entretenida y punzante sobre la sociedad de la vigilancia que se adelanta a su época (la película es de 1998 y parece describir los Estados Unidos pos 2001). Imparable es algo así como la corrección de Rescate del metro 123. Ahora no es un subte sino un tren. Un tren sin control, no un subte secuestrado por los villanos. Los villanos acá son más difusos (apenas algún jefe arrogante, amarrete, acomodaticio, con poco sentido de la dignidad y la aventura), o más bien inexistentes. Se trata de una aventura contra una máquina desbocada, una aventura sobre la tenacidad, una historia americana, estadounidense hasta la médula, que celebra algunos pilares de esa sociedad industriosa, en movimiento, y hasta exhibe algunas de sus contradicciones. Es, por otra parte, una película sobre el heroísmo de los trabajadores, a quienes ensalza mucho más –y con más energía, y con más músculo y con más variantes, y con mejor forma cinematográfica– que tantos documentales bienpensantes y limitados. Imparable es cine político. Y no a pesar de ser “un entretenimiento bien armado”. De hecho, aumenta su potencial político por pertenecer a ese gran cine narrativo y comunicativo que conoce la tradición y la hace estallar (los planos de Scott tienen poco de clásicos) para fortalecerla con inyecciones de adrenalina y contemporaneidad.
Dos a uno En enero se estrenaron muchas películas, justo en un mes en el que no tuve demasiadas oportunidades de ir al cine, por lo menos a ver estrenos. El trailer de Gulliver y la abrumadora mayoría de comentarios en contra me hicieron descartarla. Y lo mismo ocurrió con El turista, en este caso con el agregado del nombre del director (el mismo de La vida de los otros). Pero había varias películas que quería ver y sólo un día para verlas. Así que me armé un triple programa. Volví a ver Más allá de la vida, de Clint Eastwood, y fue otra vez un placer. Un placer ligeramente distinto. Cuando uno ve las películas por segunda vez, no hay tanta atención sobre el argumento y se suele observar más y mejor los detalles. Claro, hay películas que quedan secas luego de verlas una vez (o uno no sabe o no puede extraerles más). Pero la película de Eastwood (y del extraordinario guionista Peter Morgan, y de los extraordinarios actores) pone en juego mucho más que un argumento, y forma un entramado de elementos solidarios, puestos en secuencias de apariencia simple pero que evidencian una maestría y una seguridad en la escritura fílmica que están lejos de ser comunes en el cine contemporáneo. Es casi injusto destacar una secuencia por sobre otra, pero un director que puede narrar como narra el tsunami y esas clases de cocina es alguien en pleno manejo de su arte, alguien que domina diferentes tonos y las más mínimas implicancias de un gesto o una inflexión de la voz de sus dirigidos, es un maestro completo, es uno de los grandes. Vi Somewhere, de Sofia Coppola. Y sigo considerando que su única gran película hasta el momento es Perdidos en Tokio. Somewhere es una película negativa. No, me corrijo; no es negativa, es más bien nula. Las películas negativas no son así de lánguidas, displicentes, apáticas, apagadas. Las películas negativas tienen furia, rabia, pueden aspirar a la poesía. Million Dollar Baby de Eastwood es una película negativa, y Más allá de la vida una positiva, pero están lejos de ser nulas. Otro día quizás desarrolle esta idea, pero volvamos a la nulidad de Somewhere, que muestra los días que pasan en la vida de un actor de Hollywood, su hastío, su hastío, su hastío, su relación con su hija. Sofia insiste en hacer un cine opuesto al operístico y pasional de su padre. Lo malo de esto es cuando cree que eso implica vaciar sus películas de pasión y de gracia y entonces queda en la mera pose, como en este caso y en Maria Antonieta (su padre Francis, incluso en sus películas más pequeñas, como la injustamente olvidadas Jardines de piedra y Jack, se entregaba a las pasiones). En Somewhere Coppola despliega las rutinas de un muerto en vida (su padre lo hizo con la virulencia de su poética pasión en Drácula): un actor con poder, popularidad y dinero, un adolescente eterno, indolente, nulo. Pero el problema de la película no es su tema sino su forma (como siempre, el qué es el cómo): apenas unas viñetas en general estáticas que ilustran abundancia, languidez, hastío, aburrimiento, indolencia, lujo, y otra vez lo mismo en loop (de ahí, nos explica Sofia en la primera secuencia, esas vueltas estériles en coche). La presencia de la hija del actor aporta un poco de vida, pero su módica energía se diluye en este film plano, chato, que puede resultar desesperante porque consume, aniquila nuestro tiempo, lo evapora sin dejar sedimentos. No, Somewhere no es una película horrible. Es, otra vez, una película nula. Me la imagino con una duración de dos minutos, convertida en una buena secuencia de montaje sobre el hastío de este actor pajarón en una película mayor, en el sentido de más generosa y perdurable, como Sofia supo hacer en Perdidos en Tokio. El día iba uno a uno, y lo desempató a favor (muy a favor) Imparable de Tony Scott. Hay muchas películas de Scott que no me gustan: Hombre en llamas me parece espantosa, Juego de espías tediosa, su remake del Pelham 123 una tontería, y Deja Vu no me gusta tanto como a otros críticos. Pero Scott puede hacer grandes películas: pocas semanas atrás volví a ver Enemigo público y no sólo es el vibrante thriller político con grandes personajes que recordaba, sino además una reflexión muy entretenida y punzante sobre la sociedad de la vigilancia que se adelanta a su época (la película es de 1998 y parece describir los Estados Unidos pos 2001). Imparable es algo así como la corrección de Rescate del metro 123. Ahora no es un subte sino un tren. Un tren sin control, no un subte secuestrado por los villanos. Los villanos acá son más difusos (apenas algún jefe arrogante, amarrete, acomodaticio, con poco sentido de la dignidad y la aventura), o más bien inexistentes. Se trata de una aventura contra una máquina desbocada, una aventura sobre la tenacidad, una historia americana, estadounidense hasta la médula, que celebra algunos pilares de esa sociedad industriosa, en movimiento, y hasta exhibe algunas de sus contradicciones. Es, por otra parte, una película sobre el heroísmo de los trabajadores, a quienes ensalza mucho más –y con más energía, y con más músculo y con más variantes, y con mejor forma cinematográfica– que tantos documentales bienpensantes y limitados. Imparable es cine político. Y no a pesar de ser “un entretenimiento bien armado”. De hecho, aumenta su potencial político por pertenecer a ese gran cine narrativo y comunicativo que conoce la tradición y la hace estallar (los planos de Scott tienen poco de clásicos) para fortalecerla con inyecciones de adrenalina y contemporaneidad.
Fuck the Fockers Comienza el año. En enero, como de costumbre. Y el público, luego de abandonarlos en octubre, noviembre y especialmente diciembre, vuelve masivamente a los cines. Se sabe en el ambiente: las comedias funcionan muy pero muy bien en enero y febrero. Y si encima es una comedia con personajes conocidos, mejor aún. Los cines ofrecen aire acondicionado y, en Buenos Aires, una posibilidad cercana de escape de una pringosa ciudad poco benévola en el verano. Así las cosas, Los pequeños Fockers (la tercera comedia de esta serie con Robert De Niro como suegro y Ben Stiller como yerno) es un lamentable gran éxito. Si bien las dos películas anteriores de esta serie, La familia de mi novia (Meet the Parents, 2000) y Los Fockers: la familia de mi esposo (Meet the Fockers, 2004) nunca estuvieron entre lo mejor del cine de o con Ben Stiller (Zoolander, Tropic Thunder y Mi novia Polly, por ejemplo, son mucho mejores), eran comedias más o menos armadas, profesionalmente realizadas, con cierta dignidad industrial. Pero esta tercera parte es –no andaré con vueltas– una porquería. Hagamos una lista de algunos de los defectos de este artefacto hecho con un llamativo desgano, con una enojosa desidia: 1. Si uno ubica su nivel de atención en el 10 o el 15 por ciento de su capacidad, y tiene unas diez o veinte películas vistas en toda su vida, es altamente probable que vea venir los chistes de Los pequeños Fockers a unas veinte cuadras. Acá no hay sorpresas posibles, no hay timing alguno, todo está cosido más o menos, ningún elemento nos distrae como para que otra situación nos pesque desprevenidos. En una rara excepción en comedias hollywoodenses de este nivel de producción, todo está en primer plano, nunca hay dos situaciones paralelas en el mismo cuadro. Pensada para un público excesivamente haragán y adormecido, sólo pasa una cosa por vez, y con un detenimiento y una subestimación equivalentes a leer letra por letra una frase como “mi mamá me mima” (y arrastrando las emes). 2. Para que la película pase de una situación a otra, se introducen peripecias de una arbitrariedad llamativa, una tras otra, dignas de esas ficciones televisivas que van matando o mandando de viaje a personajes si los actores que los interpretan no renuevan el contrato. Un par de ejemplos entre decenas: el accidente del nene en el patio y la foto subida a My Space. Me imagino a los guionistas diciendo, con demasiada asiduidad, “ma’ sí, metemos esto y vamos para adelante”. 3. El desgano, la molicie, la apatía, el desinterés son verdaderamente evidentes. Para más pruebas, los implicados en este desastre tienen algunos buenos antecedentes. El director Paul Weitz fue corresponsable de la dirección de la maravillosa Un gran chico, y el coguionista John Hamburg dirigió Mi novia Polly y fue coguionista de Zoolander. Una demostración más de que en la industria son pocos los nombres que garantizan calidad por sí solos. Los pequeños Fockers es un paquete muy mal armado desde todos los ángulos (a excepción del marketing), y por más nombres que se sumen los resultados son oprobiosos (o son más oprobiosos aún por el alto nivel de desperdicio). 4. Si Ben Stiller está en piloto automático, De Niro está aún peor. Su última década como actor ha sido entre mala y desastrosa (chequeen los títulos), con un catálogo de gestos limitado y repetido hasta el hartazgo: es triste ver a uno de los grandes actores de la última parte del siglo XX pertrechado de este catálogo de muecas pavotas que se están convirtiendo en su marca registrada en el XXI. Ah, acá aparece Harvey Keitel en dos escenas (hay que decir que su remera de Kiss es simpática). Para películas con De Niro y Keitel, vean Calles peligrosas, Taxi Driver o Cop Land. 5. Las referencias a El padrino o Tiburón en Los pequeños Fockers deben estar sacadas del “Manual de citas para analfabetos cinematográficos”, del que desconocía su existencia pero esta película parece indicar que en algún lado alguien lo debe tener y lo usa como guía. La cantidad de música “padrinosa” que se pone acá es directamente vomitiva. Y la cantidad de planos-tiburón-música de Williams en el pelotero es altamente ofensiva. ¿Cuán idiotas creen que somos? Hay mucho más, entre otras cosas la nulidad de Jessica Alba como actriz (la chica linda sin carisma), o las tonterías andaluzas sin gracia que hace Dustin Hoffman (comparen con Buzz Lightyear en Toy Story 3), la pavada del corte del pavo, o los hijos maltratados como meros objetos cómicos (digamos que no habría tanto problema con esto si la película no lo pusiera en contradicción con su conservadurismo emocional de base) y, pecado de pecados, Laura Dern desaprovechada. En fin, una experiencia horrible. Para borrarla, les recomiendo ir al ver Volver al futuro en los cines, que gracias a la gente del sitio cinesargentinos se reestrena en el país a pesar de que la distribuidora había decidido no hacerlo. Sí, le dieron muy pocos horarios a la película (sobre las razones de esto lean www.cinesargentinos.com.ar). Ojalá se llenen las funciones de la querida película de Robert Zemeckis –una demostración de gran cine de gran recaudación– y se vacíen las de los Fockers. Fuck the Fockers.
Hay que ver Más allá de la vida Más allá de la vida (Hereafter) pone en escena el más allá. Epa. Eastwood se anima a todos los temas. Claro, dirán, a los ochenta está preocupado por la cercanía de la muerte. Yo diría que más bien le preocupa qué hacer con lo que le queda de vida. Y de hecho, la película está mucho más centrada en qué hacen los personajes con sus vidas que con el más allá (representado con una simplicidad extrema). Eastwood piensa en esta vida, en este mundo. En esta ocasión, los protagonistas se relacionan por sus distintas experiencias con la muerte: y la película los sigue, y se fija en cómo viven con esa cercanía, cuáles son sus cambios, sus anhelos, sus deseos. Enmarcado en un comienzo devastador y espectacular pero de una sobriedad muy Eastwood, y un final intenso emocionalmente, la parte central del relato es reposada, reflexiva, con la fluidez que otorga el manejo experto del clasicismo narrativo del maestro Eastwood. Así, el director hace una película de personajes en sufrimiento y de ideas en conflicto. Aunque Eastwood sigue haciendo un cine que tiene como uno de sus temas recurrentes el peso de las decisiones que se toman –un poco como John Huston en muchas de sus películas–, reflexiona sobre lo que podría considerarse un cambio brusco en su filmografía. Quizás por eso, para comentar él mismo este cambio, incluye en la película a personajes como el editor de Marie (la periodista francesa), que se hecha atrás y hasta la desprecia soterradamente en cuanto ella cambia el tema de su libro (pasa de una biografía sobre Mitterrand a una investigación, a partir de la experiencia de haber estado muerta unos segundos, sobre el más allá), o como la médica (la científica que habla de evidencias). Lejos de hacer una película religiosa, Eastwood plantea reflexiones de otro orden, que pasan sin quiebres de la búsqueda más cotidiana de una pareja a grandes reflexiones sobre la existencia (nunca explicitadas sino integradas a la narración, que esto no es un cine de tesis). La película ha sido polémica para la crítica internacional (hasta hubo varios textos desdeñosos) y lo será seguramente en la nacional (en El Amante, por ejemplo, ha motivado extensas discusiones). Por mi parte, creo que es una demostración cabal del gran talento de Eastwood, un cineasta de una capacidad narrativa y una valentía singulares, alguien que en los últimos años se preocupa por su legado como artista: en Gran Torino (una película política a fin de cuentas y la última en la que ha aparecido como actor) planteaba un final sacrificial, que desde lo individual comentaba algunos males sociales; Invictus fue política en un sentido más directo, y dividió aguas mucho más (para mí estuvo entre lo mejor de 2010). Ahora, con Más allá de la vida, Eastwood hace un nada corriente cine de meditación, y hasta remueve la carga de banalidad que suele tener adosada ese habitualmente maltratado sustantivo.
Disfrutes y decepciones Y Machete, si bien es una película con unos cuantos buenos momentos, algunos buenos chistes, algunas actuaciones regocijantes, es bastante menos de lo que pudo haber sido. Vamos por partes, por cortes, que parece ser lo indicado en una película con tanto filo de cuchillos, espadas, tijeras y, obviamente, machetes. Machete comienza con una secuencia en México, con un color setentoso, un coche y un ambiente que hacen recordar a la gran película de Sam Peckimpah Traigan la cabeza de Alfredo García, un título fundamental en cuanto a decapitaciones se refiere. Justamente, Machete empieza con una decapitación, con una chica desnuda y con un celular perfectamente ubicado, y con el principio del show de Steven Seagal, uno de los villanos. Luego de ese comienzo rutilante y prometedor, la película avanza un poco a los tropezones, con secuencias con demasiada autonomía, sin tensión, con una estructura demasiado pop, demasiado deudora de la idea de segmentos que puedan ser cortados por tandas televisivas. Es cierto, la apuesta de Rodriguez y Maniquis va por ese lado: por los seriales, por la clase B, por muchos componentes trash. El problema es que Machete tiene una línea política seria, de denuncia, con algunas buenas frases (“nosotros no cruzamos la frontera, es la frontera la que nos cruzó”) que dan cuenta de forma comprimida de las injusticias actuales e históricas sufridas por los mexicanos en y frente a los Estados Unidos. Esta línea política no es mala per se –de hecho, creo que Machete podría haber sido una buena película seria y sombría, o un gran artefacto pop cargado de ideología, si hubiera tenido, entre otras cosas, un tono más decidido– pero se resiente con tanta estructura episódica, con tanto fragmento, y también con alguna obviedad, como cuando el personaje de Jessica Alba dice que “va a hacer lo correcto” cuando el silencio y la acción habrían sido menos redundantes y más elocuentes y límpidos. Con todo, la estructura de fragmento, de disparate sanguinolento, podría haberse atenuado si el fragmento final, la lucha colectiva de cierre, hubiera formado un todo compacto, hubiera sido una set piece de acción bien planificada. Pero es el momento más flojo: Rodriguez y Maniquis se preocupan por el look de los contrincantes (los planos de Lindsay Lohan y la hermosa Michelle Rodriguez), por mostrar explosiones que detienen la acción, por la fragmentación un tanto incomprensible del espacio (véase a un maestro del relato de luchas en varios frentes como a James Cameron en la batalla final de Avatar para comparar) y por una fascinación por los efectos digitales (¿cuántas veces tiene gracia mostrar esos coches que se paran en dos ruedas?). A pesar de toda esta lista de defectos, debo decir que tengo más simpatía que antipatía por Machete. Sin embargo, la mejor película de Rodriguez sigue siendo Del crepúsculo al amanecer: una película verdaderamente festiva, endiabladamente clase B y con el gran protagónico de George Clooney. Del crepúsculo al amanecer es, además, mucho más carnalmente erótica –recordar el baile de Salma Hayek– que Machete (salvo el principio, demasiado prolija en este aspecto, y hasta con un desnudo “digital”: el de la ducha). Y la mejor película de Danny Trejo con Robert De Niro sigue siendo Fuego contra fuego, la obra maestra de Michael Mann.
Mal cine como deporte extremo Hay películas malas por doquier: películas malas adocenadas; películas malas muertas, hechas burocráticamente; películas malas con altos ímpetus artísticos; películas malas irrelevantes; películas malas importantes como El origen, de las que ayudan a definir una época (las “malas películas clave” de las que hablaba Pauline Kael); películas malas que mejor dejar pasar... y películas malas extraordinarias, únicas, singulares. Un buen día pertenece a esta última categoría, y es todo un desafío. “Mina” argentina conoce “tipo” argentino en Long Beach, California, Estados Unidos. Andan por ahí, caminan mucho, charlan mucho, finalmente se encaman. Hay más para contar sobre el argumento con obvios ecos de las Antes de... de Linklater, pero ¿quién puede prestarle atención al rumor del mar cuando te tiran petardos en el oído? Porque Un buen día no es de esas películas malas que transcurren sin sacudirnos. Demencialmente mala, Un buen día está llena de detalles, o más bien groseros componentes, imposibles de parodiar: difícilmente se pueda ir más lejos en ciertos aspectos. Lucila Solá, la protagonista, es, al menos en esta película, una actriz imposible. Bonita de forma convencionalmente aceptada, a pesar de ello carece de fotogenia. Es decir, la cámara no la embellece y su mirada no tiene los destellos, la fuerza, la vivacidad y la expresividad que el cine busca (o, tal vez, la dirección de la película no haya sabido encontrar esa mirada). Igualmente, un gran director en un muy buen día tal vez pueda encontrar la manera de filmar a esta chica, pero solamente un hechicero con grandes poderes quizás pueda lograr que diga bien sus parlamentos (el grito repetido de “loser”, o sea lúuuuser, es antológico). A la chica, por otro lado, no la ayudan los diálogos, que son definitivamente lujosos, ricos en innumerables taras; son diálogos de tanto exceso, de tanto derroche... Ahora, ¿en qué exceden?, ¿qué derrochan? Acá hay ciertamente inventiva, una inventiva pocas veces vista. El “tipo”, llamado Manuel (Aníbal Silveyra) intenta averiguar el nombre de la “mina”, diciéndole “¿Señorita...?”. Los puntos suspensivos y la entonación indican efectivamente que le está preguntando su nombre, a lo que ella responde, furibunda: “¿me estás preguntando si soy virgen?” (¡!). Lucila Solá es la novia de Al Pacino, uno de esos datos que no me parecen relevantes a la hora de encarar una crítica, pero en Un buen día, tal vez como “guiño” al espectador conocedor de esa información, se menciona a Pacino y hasta se lo hace dentro de lo que en el intenso y alienígena universo de esta película puede considerarse un chiste. Lo que no se sabe bien si es un chiste es que la “mina” (su personaje se llama Fabiana) haga referencia unas cuantas veces a que tiene tetas muy chicas. La película es bastante alucinante en sentido literal (uno bien puede sentir que está alucinando al verla y escucharla, al entrar en el mood repetitivo de unos diálogos inanes sobre canciones infantiles, o sobre un concurso de disfraces, o sobre la parte más estúpida de “la argentinidad en el extranjero”) pero lo que se ve es que ella NO TIENE TETAS CHICAS (más bien son de la variante “grandes”, más aún si consideramos la delgadez de la chica), y además están realzadas por la ajustada remera azul que utiliza. Un buen día es en algún sentido perverso una experiencia recomendable, un deporte extremo, una degustación de comida riesgosa (se estrenó en noviembre y por lo menos hasta hoy, 5 de enero, tenía sólo dos funciones en el Gaumont, INCAA Km 0). Pero si no van a ver la película para comprobar el tema mamario de la protagonista, simplemente busquen sus fotos por Internet. ¿Será todo un chiste? Es decir, ¿será una película hecha mal a propósito? No podemos saberlo, pero vemos al protagonista al final –con una camisa digna del Sandro de los setenta– descular el misterio de las varias vueltas de tuerca XXL frente a Andrea del Boca (que nació en el mundo real en 1965), que hace de madre de Fabiana (que nació en el mundo de la película en 1970). Pero meros detalles como estos son apenas un aderezos entre tantos “orgasmos del alma”, “hacer, hacer, hacer el amor”, músicas ominosas cuando está por irrumpir alguna revelación tenebrosa del pasado, planos con decenas de variantes para definir lo chapucero, parpadeos de estilo sub-sub-Suar, “olores del dolor”, un plano antológico de “pastillas para suicidarse”, un cuadro de Marilyn narigona, un protagonista que sale a correr con la camiseta de la AFA filmado como si esa actividad fuera una de sus costumbres diarias pero con un físico que indica que esa es la primera o a lo sumo segunda vez que sale a correr, y un larguísimo etcétera. Y si nos rebeláramos y reveláramos las revelaciones finales podríamos entrar en interrogantes muy reveladores, que combinarían las máximas atrocidades con las máximas ridiculeces. El trailer de esta película ya lo recomendé hace un tiempo aquí mismo; pero déjenme decirles que ese trailer (que hizo furor en Internet) es sobrio en comparación con la película completa. Si no me creen que a veces es una buena experiencia ver una película extraordinaria y demencialmente mala, quizás esta increíble crítica a favor, que califica a los diálogos de “muy buenos”, los convenza. Éramos tres espectadores en la función del martes 4 de enero a las 14.40 en el Gaumont. Uno de ellos, una señora mayor, elegantemente vestida, al bajar las escaleras me miró con cara de desasosiego y desazón y me dijo “¿qué película rara rara, no?” Noté que no se animaba del todo a dar una opinión más definitiva. Le respondí, con aplomo, “más que rara, es una de las películas más malas de la historia”. Y enseguida la señora entró en confianza y se largó, empezando por las actuaciones “¿por qué son tan espantosas?”. Yo la miré con cara de “hay misterios insondables” y empecé a caminar. Ah, me olvidaba, la película está dirigida por Nicolás del Boca. Pero en los créditos iniciales se lee “una película de Anabella Del Boca y Enrique Torres”, lo que da a entender que esta es una película de la productora ejecutiva y del guionista. Y al final, en un plano antológico de orgullo de guionista, en la tipografía tamaño un millón de una notebook, vemos que el nombre del protagonista (que se nos dice que “está escribiendo un guión para una película”) muta en Enrique Torres, que se adueña así de Un buen día. Y sí, está muy bien que el que escribió estos diálogos se haga cargo.
¿Qué hacen los críticos de cine? Qué sé yo qué hacen los críticos de cine. ¿Qué hago yo? Bueno, depende. En esta última semana vi muchas películas (vaya novedad), y varios fragmentos. ¿Llegaremos a alguna conclusión? No sabemos, pero al final se comenta brevemente uno de los estrenos de la semana, que es una gran película. El miércoles de la semana pasada partí para Tucumán para participar como jurado de la competencia digital de Tucumán Cine, un festival de cine argentino. Que exista un festival de cine argentino que tiene una competencia en 35mm y otra en digital, cada una con cerca de veinte películas (y que esto no sea ni de lejos la totalidad de la producción anual), habla de un cine muy prolífico. Y que en ambas competencias haya más o menos un cincuenta por ciento de películas al menos interesantes, habla de un cine de alta calidad. Y que entre los premios y menciones de las digitales hayan estado Los labios, Hacerme feriante, El pasante, Familia tipo y TL-2 La felicidad es una leyenda urbana habla de un cine muy variado: ficción con impronta documental, documental de observación, ficción climática y minimalista, documental-diario en primera persona y ficción cinéfila desatada y múltiple. En Tucumán vi unas diez películas, algunas que no había visto, y algunas que revisé porque no las recordaba con precisión. Volví de Tucumán, el lunes revisé un fragmento –el principio– de Drácula de Coppola que pasé en una clase. Cine voraz cine vampírico cine pasión. Este Drácula debería reestrenarse todos los años, para poder disfrutarlo en una pantalla gigante. Tiene sabor al cine de la infancia, a ese momento en que nos sorprendíamos con mayor facilidad. Lo grandioso de este Drácula es que logra sorprendernos en cada revisión, por más mundiales de fútbol que hayamos vivido. Más tarde, revisé otra película para pasar en otra clase. Otra película de Coppola: la muy subvalorada y muy olvidada Jardines de piedra, un relato elegíaco sobre militares que se encargan del ceremonial fúnebre de los soldados muertos en Vietnam. La película no transcurre en Vietnam sino en Washington, y puede verse, en la carrera del director, como la contracara reposada de Apocalipsis Now. En los créditos de Jardines de piedra puede leerse “dirigida por Francis Coppola”, sin el Ford. Si bien ese Ford de su nombre no es por John Ford, me gusta pensar que está ausente de los créditos porque, ante una película tan fordiana, no era necesario. Antes y después de todo esto vi varias películas para el Bafici 2011, pero de esas no puedo dar detalles públicamente. Y el martes fui al cine, a ver Ágora, de Alejandro Amenábar. Algunos en El Amante y en otros medios habían dicho que “estaba bien”. Con esas referencias y la promesa de ver a Rachel Weisz, me metí a ver la película. Aguanté diez minutos. Sí, es injusto, pero no la aguantaba. No tengo el chip que me permita disfrutar de películas de la antigüedad en las que se habla demasiado de religión, en las que el inglés me suena tan artificial (los actores hablaban en inglés casi con culpa; si vamos a aceptar la convención, hablen en inglés con más ganas, incluso con acento, pero con ganas). Para ser simple y burdo, tengo un especial desinterés por las películas de gente con túnicas y sandalias. No me gustó nada La última tentación de Cristo de Scorsese, y La pasión es la única de las películas dirigidas por Mel Gibson que no me parece muy buena (aunque la prefiero frente a la de Scorsese). Así que me escapé de Ágora y fui a ver otra vez Red social. Confirmé que es una película extraordinaria, que nos pide una mirada y una escucha inestables, ágiles, seducidas y abandonadas, en la que los personajes son muchas cosas al mismo tiempo (inteligentes, arrogantes, tiernos, odiosos, y mucho más), y no siempre lo que uno espera (entre los “villanos” Winklevoos y su amigo Divya Narendra hay mayores lazos de amistad que del lado de los protagonistas). La identificación no es con los personajes, o por lo menos no está fija en uno de ellos o en un grupo de ellos, no todas las películas tienen esa estrategia. Esta es una película que avanza por tácticas de seducción parciales, en la que los diálogos se arman como set pieces de acción, y en la que el momento más lento aquél de suspenso más tradicional: el de la entrada de los policías a la fiesta. Confirmo: Red social es una de las películas fundamentales de estos tiempos. Antes de ver Ágora, es decir, de no ver Ágora, vi el trailer de Un buen día, una película argentina, que lo pueden ver acá. Todavía no salgo de mi asombro. Y hay algo curioso, la película está dirigida por Nicolás del Boca, y así dicen los créditos. Pero en los créditos se lee también “una película de Anabella Del Boca y Enrique Torres”, lo que da a entender que esta es una película de la productora ejecutiva y del guionista. Mientras escribo esta columna, me entero de que murió Dino de Laurentiis, alguien que produjo películas de Mario Bava, Federico Fellini, Sidney Lumet, Ingmar Bergman, John Milius, Michael Mann, David Cronenberg y David Lynch, entre muchos otros. Qué amplio que es el mundo del cine. Y hoy, jueves, veo algunos estrenos de la fecha. Aguanté veinte minutos de la comedia aguachenta Papá por accidente con mi ex amada Jennifer Aniston (ahora parte de la cara no se le mueve). Y me metí a ver Jackass 3D, una de esas películas que no son para todos los paladares pero que demuestran que, como decía Horacio Quiroga, el cine puede tratar todos los temas, incluso estos desafíos físicos, escatológicos, cómicos. Con un uso muy imaginativo del 3D (ver la maqueta y el disparo, por ejemplo), Jackass es una sucesión de viñetas cómicas, sí, pero algunas de ellas (como la del avión) deberían figurar en cualquier historia de la comicidad cinematográfica. Bah, no en cualquier historia, pero sí en las que sean desprejuiciadas, que sepan ver en esta película todo lo que hay en ella de la tradición de los grandes cómicos atletas (Buster Keaton, Jackie Chan), de los grandes transgresores (John Waters, algo de los hermanos Farrelly) y, por último, de amor por el cine y por su modo de ser realista. Cualquier musicalizador debería ver esta película. Y también aquellos que estén intrigados. Y, sobre todo, aquellos que quieran agregar años a su vida, o al menos hacer abdominales a carcajadas (yo, literalmente, lloré de risa). Como el Drácula de Coppola, otra película que nos sorprende a cada paso y que nos demuestra, otra vez, lo ancho y variado que puede ser el cine.
LA COMEDIA COMO FORMA INTELIGENTE DE LA SOCIEDAD Hay que ver Todo un parto Se dice por ahí que el sentido común es el menos común de los sentidos. No podría decir si estoy o no de acuerdo. Sí, es cierto, veo gente que toma líquidos de falso dulzor y colores intimidantes porque “no tienen calorías” (¡el agua tampoco!), otros que usan palabras inventadas de muchas sílabas para sonar solemnes... En fin. Pero no quiero hablar del sentido común, sino de un sentido hermoso: el sentido del humor. Por razones a veces desconocidas y en general altamente nocivas, mucha (pero mucha) gente desprecia las comedias. O no las desprecia. Pero sí, las desprecia. Es decir, dice que le gustan las comedias pero íntimamente las desmerece, y en sus listas de mejores películas siempre estarán primeras las películas serias, las solemnes, las que tienen colgada la credencial de “film importante”. Esta gente rescatará todo lo que huela a prestigio y nada de lo que huela a Hollywood (y en Hollywood, hoy en día, es en donde se hacen las mejores comedias). Hace poco, revisando con enorme placer Un gran chico (About a Boy, con Hugh Grant, de 2002), me dije: ¿la habré votado entre las mejores películas del año? Tuve miedo de no haberlo hecho, la película se había estrenado en 2002 y vaya uno a saber cuánto más equivocado que hoy estaba yo en ese entonces. Me tranquilicé (y me felicité): ahí estaba Un gran chico en el puesto número 8 de mi lista de mejores del año. Me felicité y me reté: tendría que haber estado más arriba. Un gran chico está basada en un libro de Nick Hornby, y libro y película (y todos los libros de Nick Hornby) saben contar los temas más peliagudos y profundos (depresiones, intentos de suicidio, separaciones, dolores de maduración y un largo etcétera) con un enorme y brillante sentido del humor (hagan la prueba de analizar los temas y frustraciones y miedos tratados por Hornby en sus libros y en las películas basadas en sus libros y van a descubrir que ahí, en esas tremendas comedias, están algunas de las variantes de la verdadera profundidad en el cine, y no necesariamente en La cinta blanca o La vida de los otros). En fin, esta introducción es para decir que... ¡Todo un parto es una de las grandes películas del año! Sí, lo es. Ah, usted se pregunta qué es Todo un parto. ¡Es Due Date, la nueva película de Todd Phillips! Ah, sí, Todd Phillips: el director de Road Trip (Viaje censurado), Old School (Aquellos viejos tiempos), Starsky & Hutch y The Hangover (¿Qué pasó ayer?). The Hangover es una gran comedia (como otras grandes comedias) que tuvo la suerte de que buena parte de la crítica mundial decidió que era buenísima. Y entonces gente que habitualmente no ve comedias la vio, y la disfrutó con la “autorización” de unos cuantos que tal vez ni se habían molestado en ver Zoolander o A Night at The Roxbury (El triunfo de los nerds), dos ejemplos de grandes comedias menos valoradas. Bueno, ya saben, Todd Phillips es el de The Hangover. Y ahora se estrenó Todo un parto, una película que: 1. Confirma un estilo de humor, que es parte de un estilo de autor. Un humor desfasado, irreverente y sorpresivo: allí cuando uno no espera el chiste, está el chiste. Y no se trata de chistes necesariamente nuevos (ver el párrafo final de esta nota), sino de su ejecución en un momento inesperado, que los hace sonar distintos, deslumbrantes. El humor de Phillips busca tomarnos desprevenidos con chistes agazapados, ejecutados con un timing perfecto aunque no convencional (ver esta nota sobre el asunto). 2. Muestra a dos actores en su esplendor: Robert Downey Jr. tiene un carisma incandescente, y una enorme versatilidad (vean cómo George Clooney demuestra, en El ocaso de un asesino, que no le va necesariamente bien cualquier película en la que no se haga el canchero). Zach Galifianakis (el “colado” de The Hangover) es la mayor revelación cómica en varios años, y casa perfectamente con el estilo de humor de Phillips porque es otro humorista agazapado, desfasado, que explota en los momentos menos esperados. 3. Prueba que en el cine la originalidad no es, ni de lejos, lo más importante. Y eso nos lleva al último párrafo. Todo un parto no es una película original. La originalidad, luego de 115 años de cine, puede llegar a ser un valor muy difícil de alcanzar, y no es algo que se disfruta por sí mismo. Todo un parto se enmarca, en general, en la road movie y en la buddy movie (la “pareja despareja”). Y, en particular, es una relectura de Mejor solo que mal acompañado (1987), de John Hughes, con John Candy (que murió en 1994) y Steve Martin (puede decirse que murió como comediante cuando su rostro, remixado, dejó de moverse). Una relectura actual, potenciada, mejorada, más seca, emotiva pero con menor necesidad de apelar a resortes clásicos (hay menos música de comentario, no hay grandes revelaciones al final). Ya lo sabemos, lo mejor del Hollywood actual no pasa necesariamente por ser el pionero sino por la capacidad de reescribir con gracia, con la capacidad narrativa bien aprendida. Y con sentido del humor, el más extraordinario de los sentidos.