PATINANDO A LA GLORIA Pasaron los Oscar, pero quedaron algunos estrenos en el tintero. Si creciste durante la década del noventa, seguramente, alguna vez, te cruzaste con el “E! True Hollywood Story” de Tonya Harding. Uno de esos ‘escándalos’, más mediáticos que otra cosa, que adornaban los titulares de los pasquines norteamericanos, al menos, hasta que otra noticia bomba venía a robarle el protagonismo. Para el director Craig Gillespie (“Lars y la Chica Real”) y el guionista Steven Rogers (“Navidad con los Cooper”) había mucho más para contar sobre esta patinadora, la segunda en la historia (la primera mujer) en completar un salto de triple axel durante una competición. Este no es un dato menor: Tonya Maxene Harding estaba destinada a la gloria del hielo, pero su condición socioeconómica siempre fue un factor que se interpuso en su camino al triunfo olímpico y el estrellato… aunque igual logró acaparar la atención de lo opinión pública de la forma menos pensada. Los realizadores se deciden por una estética y un enfoque muy particular (mucho ‘VHS’ a tono con la época), un tanto vertiginoso y pseudo documental, que recopila los eventos desde puntos de vista muy diferentes: principalmente, el de Tonya (Margot Robbie) y el de su ex marido Jeff Gillooly (Sebastian Stan), acusado de ser uno de los artífices del atentado que sufrió Nancy Kerrigan en 1994, amiga y principal rival de Harding durante las instancias previas a los Juegos Olímpicos de Lillehammer. Todos tienen su versión, y sus justificaciones. Al espectador le toca decidir de qué lado quiere pararse, aunque los realizadores un poco se olvidan de la verdadera víctima de estos acontecimientos. Claro, esta no es la historia de Kerrigan, sino de Harding, pero esta deja de ser una de las tantas falencias y omisiones de la película. Arrancamos en la década del setenta con una pequeñita Tonya, impulsada por su estricta mamá LaVona (Allison Janney), destinada a hacer historia en las pistas de patinaje de Portland (Oregón) y más allá. Todo lo que le sobra de talento, le falta en gracia y condición social, un tanto opacada por su mala reputación de “white trash” (basura blanca) –término totalmente despectivo que engloba a cierto sector de la sociedad norteamericana, de bajos recursos y nivel cultural-. Tonya no encaja y, además, debe aguantar los abusos físicos y psicológicos de mamá, y más aún tras la partida de papá, el único que parece tenerle cariño. A pesar de sus estrambóticos trajes hechos en casa, y sus controvertidos gustos musicales a la hora de elegir los temas para ejecutar, Tonya logra salir adelante de la mano de su entrenadora Diane Rawlinson (Julianne Nicholson), y su propia tenacidad. En el medio abandona la escuela por recomendación de LaVona, pero también comienza su relación con Gillooly, un romance que, obviamente, su mamá desaprueba. Hay amor y pasión entre estos dos tortolitos, pero también la necesidad de Harding de escapar de su casa y, sobre todo, de su madre. Por eso decide casarse con Jeff, y sin darse cuenta, cambia una relación abusiva por la que sigue. De ahí todo es cuesta abajo, y aunque el oro olímpico esté cada vez más cerca, la carrera y la vida de Tonya empiezan a desmoronarse, en parte, por su propia autosabotaje. Tras quedar afuera de los juegos de invierno de 1992, Tonya da un paso al costado y vuelve derrotada a Portland para convertirse en camarera. Lillehammer 1994 parece ser la luz al final del túnel, pero es ahí donde Jeff y su estrambótico amigo Shawn Eckhardt (Paul Walter Hauser) van a idear ese plan que se sale de control y, en definitiva, termina por hundir la carrera de la Harding. “Yo Soy Tonya” (I, Tonya, 2017) no intenta ser una dramedia biográfica del montón que se sube a la ola de la ‘nostalgia’. Al igual que “American Crime Story: The People v. O. J. Simpson” (2016), excede un poco la noticia policial, e intenta bucear en la época, las circunstancias de los implicados, y el lugar preferencial que ocuparon la sociedad y los medios en dichos casos. Si tomamos distancia, Tonya es una víctima más de este entramado, incapaz de asimilar su condición y entender realmente lo que está pasando a su alrededor. ¿O sí? Ese es nuestro trabajo como espectadores, decidir con quién queremos empatizar, y a quién le queremos creer el cuento. Gillespie asume la tarea desde la comedia más ácida, pero deja escapar el drama del abuso cuando es realmente necesario. Lo malo es que abandona un punto importantísimo: Kerrigan y el atentado en sí que, en definitiva, nunca tienen el lugar que se merecen. No olvidemos que Nancy es la verdadera víctima dentro y fuera de los titulares, pero para los realizadores éste resulta ser un hecho menor, porque al igual que la prensa amarillista, es más fácil golpear al que está en el suelo. No es un detalle menor, pero tampoco desluce una magnífica película que llega un tanto atrasada a las salas locales, tras una gran temporada de premios que destacó las actuaciones de Robbie (aunque nadie le cree que puede aparentar 15 años) y, sobre todo, la de Janney como LaVona, tan estricta como desagradable, quien tranquilamente podría ganarse el premio “a la peor madre de todos los tiempos”. “Yo Soy Tonya” también destaca desde su vestuario y puesta en escena noventosa tan reconocible, un montaje espectacular a cargo de Tatiana S. Riegel (lamentablemente le tocó competir contra “Dunkerque”), una gran selección de canciones para todos los gustos y ese tipo de efectos especiales que, justamente no se notan, para crear la ilusión en las pistas de patinaje. Pero lo mejor sigue siendo el análisis sociocultural de esta época particular, alejadísima de la locura de las redes sociales, aunque no ajena al escrutinio público y los circos mediáticos que acusan con el dedo primero, defenestran y luego preguntan, olvidando que detrás de los titulares y los ratings hay seres humanos con defectos y virtudes. Tonya sólo tenía un sueño y una habilidad para destacarse. Muchas veces la sociedad, sus hipocresías, elitismos y discriminaciones, nos impiden compartir el patio de juegos sin medir las consecuencias, ni el daño (colateral) que pueden causar con ello. LO MEJOR: - Margot demostrando que es mucho más que una cara bonita. - El análisis sociocultural de la época. - La conjunción de todos sus elementos técnicos. LO PEOR: - Que deja de lado a la verdadera víctima. - Algunos personajes demasiado caricaturescos.
CABALLO DE GUERRA Otra de yanquis salvando al mundo occidental..., ¿y van? Si vieron la pasada entrega de los premios Oscar (y ese montaje tan innecesario), entienden que los yanquis tienen un mambo importante con las guerras, los veteranos y el patriotismo, sin importar el tiempo o el espacio. Nadie discute el coraje de estos hombres y mujeres en el campo de batalla, pero el cine (sea de la latitud que sea) poco y nada se detiene a analizar los verdaderos efectos y consecuencias de semejantes conflictos armados. Claro que hay grandes excepciones, pero no es el caso de “Tropa de Héroes” (12 Strong, 2018), una historia basada en hechos reales que intenta buscar el equilibrio entre las partes… aunque mucho no le sale. La película del casi debutante Nicolai Fuglsig nos mete de lleno en los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001, y las acciones inmediatas que tomó la milicia estadounidense contra Al Qaeda y los talibanes para evitar nuevos ataques en suelo norteamericano. Acá, un grupo de operativos de las fuerzas especiales súper entrenados, liderados por el inexperto capitán Mitch Nelson (Chris Hemsworth), deben infiltrarse en Afganistán y hacer equipo con un señor de la guerra local –el general Dostum (Navid Negahban)- para atacar algunas ciudades puntuales donde se esconde el enemigo. Ninguno confía en el otro, ambos tienen sus motivaciones, pero también se necesitan para cumplir sus objetivos. Los doce hombres del ejército norteamericano tienen que cumplir la peligrosa misión en apenas tres semanas, después el clima invernal se va a poner demasiado crudo e intenso, impidiendo su paso por las montañas. Nelson les hace esta proposición a sus superiores, confiadísimo de sus hombres y sus tácticas, además de la promesa de volver a casa sano y salvo. Dicen que las primeras impresiones son las que más cuentan, y Nelson no deja la mejor ante el general afgano. Igual, emprende la tarea con apenas seis hombres y el ejército de Dostum, “a caballo” por los complicados paisajes de la zona. Al parecer, esta es la única manera de llegar a territorio enemigo, una opción que Nelson no tuvo en cuenta a la hora de hacer sus planes. Lo que sigue son una serie de enfrentamientos con las huestes de Mullah Razzan, líder militar talibán y un verdadero déspota a los ojos de Dostum. El objetivo final es la ciudad de Mazar-i Sharif, que también está en la mira de otros señores de la guerra, rivales de Dostum que podrían poner en riesgo la cooperación con los norteamericanos. Todo es acción, explosiones y bastante violencia explícita. Ah, y no nos olvidemos de los pobres equinos que no le huyen ni a las bombas ni a las balas (¿?). Fuglsig intenta dejar espacio para algunas reflexiones sobre la vida en Medio Oriente en contraposición con el “american way of life”, pero sus puntos más interesantes se pierden entre el constante patriotismo de Chris Hemsworth y el sacrificio del afgano como si no existieran puntos intermedios. Es fácil identificar a los “buenos” y a los “malos” de la Primera y la Segunda Guerra Mundial, después todo se vuelve nebuloso, y más arraigado a cuestiones políticas que a “defender al mundo de la tiranía” y esas cosas. El cine y la TV casi siempre nos devuelven estereotipos a la hora de hablar de terrorismo y los conflictos de Medio Oriente. “Tropa de Héroes” no aporta mucho a la discusión reflexiva, pero Negahban logra conmover (por momentos) con su postura en esta guerra –más interna que externa- que parece eterna. Después todo cae en lugares comunes, heroísmo y momentos con golpe de efecto que ya hemos visto en otras películas como “Vivir al Límite” (The Hurt Locker, 2009). La narración se diluye en acción desenfrenada, bien filmada sí, pero totalmente vacía de sustancia. Al final todo es ‘buenos contra malos’, y una victoria triunfante. Victoria que no le puso freno a los ataques terroristas, ni a la guerra que estaba comenzando. “Tropa de Héroes” recopila una de esas tantas misiones secretas que no pueden darse a conocer hasta que pasa determinado tiempo. Hoy, los doce oficiales involucrados tienen su monumento como tantos otros miembros de la “montada”, pero en algún momento de la película, Fuglsig se olvida de los caballos por completo. “Tropa de Héroes” no exuda el patriotismo infumable de Michael Bay, pero no se aleja demasiado con la mirada constante del productor Jerry Bruckheimer. En definitiva, termina siendo una película bélica de súper acción con un gran elenco a la cabeza (sumemos a Michael Shannon y Michael Peña haciendo de buenos tipos), con reflexiones de manual y más de dos horas de insurgentes volando por los aires. Esto ya lo vimos, una y mil veces; la diferencia es el “basado en hechos reales” y ese atisbo de tratar de empatizar con el otro. Una película 100% masculina y recargada de testosterona (como si a estos soldados no se les permitiera expresar ningún sentimiento), donde a las mujeres sólo les queda el rol de esposas abnegadas que esperan el regreso de sus maridos, o aún peor, las pobres musulmanas asesinadas por transgredir alguna ley estúpida, que sirven de “ejemplo” para demostrar que estos tipos son unos salvajes. Ciertas cosas podemos deducirlas por nosotros mismos, el problema siempre es el punto de vista, en este caso, presentado desde el lugar de los “ganadores”. LO MEJOR: - El despliegue visual. - Michael Shannon hace de buen tipo. LO PEOR: - Esa veta patriótica que no se puede evitar. - Una historia con pocas reflexiones. - Aunque lo intenta, no puede evitar los lugares comunes.
ADIÓS A LAS ARMAS Seguimos sumando historias intrascendentes de terror al repertorio. Cuando pensábamos que el subgénero de “casas embrujadas” se había agotado, los hermanos Michael y Peter Spierig -responsables de la última entrega de la saga “Saw”, “Jigsaw: El Juego Continúa” (Jigsaw, 2017)-, arremeten con esta historia de fantasmas centrada en la mansión del título (no, nada que ver con Sam y Dean), esta famosa casona ubicada en San José (California), perteneciente a Sarah Winchester (Helen Mirren), viuda del magnate inventor del rifle de repetición William Wirt Winchester. Estamos en 1906, y tras la muerte de su marido, Sarah decide recluirse en la mansión mientras sigue siendo dueña de más de la mitad de las acciones de la compañía. La señora mantiene la casa en constante remodelación, y está convencida de que carga con una maldición por todas aquellas muertes (inocentes o no) a manos de la creación de su esposo. Ahí es donde entra en juego el doctor Eric Price (Jason Clarke), terapeuta que batalla con sus propios demonios y adicciones, obligado a abandonar su año sabático para examinar a la heredera y determinar su estado mental, por orden del resto de la junta directiva que, obviamente, la quiere sacar del camino. Un poco a regañadientes, y porque anda necesitando pagar algunas deudas, Price acepta el encargo y se muda a la mansión inmediatamente. Allí conoce a la sobrina de Sarah, Marion Marriott (Sarah Snookk) y su pequeño hijo, quienes viven un tanto recluidos, pero bien cuidados bajo el manto de su tía. Apenas pone un pie en la casa, Price empieza a experimentar algunos de los hechos sobrenaturales de los que tanto le hablaron, pero les resta importancia, y enseguida lo atribuye a su estado de abstinencia. Pronto descubre que, a pesar de sus supersticiones y creencias, la señora Winchester no tiene un pelo de loca y deberá ayudarla a encontrar las causas que la atormentan a ella, a su familia y a esta casa tan extraña. “La Maldición de la Casa Winchester” (Winchester, 2018) no aporta nada a un género que venía en ascenso durante 2017 y encontró su mejor expresión, en cuanto a casas embrujadas y posesiones, de la mano de James Wan y sus entregas de “EL Conjuro” (The Conjuring). Los Spierig hacen su mejor esfuerzo a la hora de sumergirnos en el misterio que rodea a la mansión y su relato, pero como muchas de estas historias, terminan cayendo en los sustos fáciles y todos esos lugares comunes a los que estamos acostumbrados. Cuesta creer que actores de la talla de Mirren o Clarke se presten para estas cosas, pero desde acá no los vamos a juzgar (ni culpar) por apostar a una narración que podría haber explorado temas más interesantes desde la psicología de sus atormentados personajes, ya que todos cargan con sus propios fantasmas del pasado, que nada tienen que ver con lo sobrenatural. Indirectamente, y creemos que es de pura casualidad (¿o no?), “La Maldición de la Casa Winchester” se relaciona con asuntos más coyunturales. Los fantasmas que pululan por la mansión son almas atormentadas que murieron a causa de la violencia provocada por los rifles, y acá no importa si son víctimas o victimarios. La culpa de estas muertes cae sobre los hombres de la viuda que, en última instancia, cree que el invento de su finado esposo es la verdadera maldición de su familia, y hace hasta lo imposible por redimirse y otorgarle a los muertos la paz que andan necesitando. La película se estrenó días antes de la masacre de Florida, el ataque a una escuela secundaria que dejó 17 víctimas fatales, y volvió a iniciar el debate sobre el uso de las armas en el país del Norte. Los hermanos Spierig, también guionistas, dejan escapar la oportunidad de sumarse a la discusión desde un género que, con sus mejores exponentes, siempre abogó por las reflexiones sociopolíticas y económicas enmascaradas en zombies, fantasmas y engendros varios. La gran protagonista de “La Maldición de la Casa Winchester” es, justamente, la mansión en constante cambio. Una estructura enorme repleta de habitaciones, pasadizos extraños y escaleras que no van a ninguna parte, cuya construcción (y destrucción) se extiende a lo largo de las veinticuatro horas del día. A pesar de los escenarios y la cuidada puesta en escena victoriana, algunos climas bien llevados y una idea de base que podría haber sido explorada con mejores (mucho mejores) resultados; esta nueva propuesta terrorífica cae en el tedio del género y sus clichés más explotados, relegando la importancia de los protagonistas y de esos fantasmas que buscan descanso o venganza, a un segundo o tercer plano. Todo termina en artificio, con un desenlace apresurado y agarrado de los pelos, adornado con algunos “efectos especiales” dignos de las más jocosas películas clase B. Queremos preocuparnos por los personajes y su padecimiento, pero los realizadores prefieren los espejitos de colores y la musiquita tenebrosa, antes que concentrarse en el desarrollo de los mismos y de una trama bastante floja. Nos gusta ver a estos grandes actores comprometidos con los géneros, pero no alcanza con los nombres famosos en los títulos; necesitamos de un gran relato de peso para que la inversión (monetaria y emocional) valga realmente la pena, y no nos quedemos con la “historia de fantasmas” vacía de calidad y contenido. LO MEJOR: - La casa como protagonista. - La puesta en escena. - Bueno, a Helen Mirren le perdonamos cualquier cosa. LO PEOR: - Una historia más del montón, plagada de clichés. - Una idea interesante que se cae minuto a minuto.
DE RUSIA CON DOLOR JLaw se la juega por una historia de espías bastante truculenta. El género de espionaje nunca parece agotarse, ya sean películas de época, adaptaciones varias o historias ambientadas en la actualidad donde los agentes secretos siguen teniendo cabida. Jennifer Lawrence vuelve a juntarse con el director Francis Lawrence (no, no hay ningún parentesco), responsable de las últimas entregas de “Los Juegos del Hambre” (The Hunger Games), para una empresa muy diferente, y mucho más subidita de tono, que nos lleva a la Rusia de hoy en día donde todavía creen que la Guerra Fría no llegó a su fin. En “Operación Red Sparrow” (Red Sparrow, 2018), basada en la novela homónima de Jason Matthews, JLaw se pone en la piel de Dominika Egorova, bailarina del Bolshói que trata de mantenerse alejada de los problemas y hacer hasta lo imposible para cuidar de su madre enferma. Todo se le complica cuando ya no puede bailar, y la única forma de mantener su hogar y seguir con el tratamiento de su madre es aceptar una propuesta de su tío Vanya Egorov (Matthias Schoenaerts), jefe de inteligencia ruso que quiere acercarse a uno de sus enemigos. La idea es utilizar los poderes de seducción de la chica, pero algo sale mal y ahora Dominika debe convertirse en sparrow –agentes especiales entrenados, justamente, para seducir y otras cosas-, y así evitar una muerte segura por haber atestiguado algo que no debía. El entrenamiento es duro y humillante, pero al final Dominika logra sobrevivir y aceptar su primera misión: viajar a Londres e interceptar al agente de la CIA Nate Nash (Joel Edgerton), ganarse su confianza y descubrir quién es el doble agente que filtra información desde Rusia, cuyo nombre es el secreto mejor guardado del norteamericano. Lo que sigue es un juego de ida y vuelta, todos conocen las verdaderas identidades del otro y, justamente, van a utilizar esta ventaja para lograr sus objetivos. Dominika, por su parte, quiere mantenerse con vida y hará lo que sea necesario; mientras que Nash debe proteger a su hombre, y si es posible, convencer a la chica para que se sume a su bando. El argumento que propone “Operación Red Sparrow” no es nada nuevo y se relaciona directamente con las películas más clásicas del género, llenas de intriga, traiciones, mucha acción y aventura a través de diferentes locaciones. No es diferente a la trama de cualquiera de las entregas de James Bond más modernas, “Misión Imposible”, o Jason Bourne; pero su acento está puesto en Egorova como arma secreta, cuyo cuerpo (¿y sumemos inteligencia?) es el medio para lograr sus objetivos y los del estado. Cuesta asimilar una película como esta en épocas del #MeToo, #NiUnaMenos y Time’s Up porque, a diferencia de “Atómica” (Atomic Blonde, 2017), por ejemplo, no es tan claro el empoderamiento de su protagonista, sobre todo cuando atraviesa todo tipo de sufrimientos, humillaciones y todos los ultrajes que se les ocurran. Hay poco disfrute cuando el personaje principal debe someterse a violaciones, torturas, violencia física y psicológica… y no olvidemos que está obligada a participar de estas misiones, ya que la alternativa es su muerte y la de sus seres queridos. El realizador y el guionista Justin Haythe plantean una Rusia súper patriota de mentalidad retrasada, donde los norteamericanos vienen a ser los enemigos del pueblo, o los salvadores liberales para aquellos que no comparten ideología. Todo es extremo, sin muchos matices, pero recargado de golpes de efecto cuando se trata de mostrar la vulnerabilidad (o los desnudos) de la protagonista. Eso sí, no esperen ni a un solo ruso hablando en ruso, ya que esta es una historia hollywoodense donde todos se comunican en inglés (¿?), esbozando marcados acentos que, de tanto en tanto a lo largo de la película, se olvidan de impostar. Entendemos que es parte del “negocio”, pero rompe constantemente el artificio y el universo que intenta construir el film. Este es uno de los tantos detalles que nos alejan de una narración, de por sí, demasiado recargada de personajes superfluos y actores desperdiciados como Charlotte Rampling, Mary-Louise Parker, Jeremy Irons y Ciaran Hinds; y diferentes tramas y subtramas, más concentradas en la sensualidad y la exposición, que la acción y el misterio que trata de develar. Ojo, los dos personajes principales están bien delineados, con sus motivaciones, habilidades y espíritu de supervivencia. Acá no hay agentes tontos, sino todo lo contrario, todos parecen estar un paso delante de sus enemigos, lo que contrasta con ese desenlace bastante predecible dentro de un género que parece no tener muchas alternativas de donde elegir, al fin y al cabo. En definitiva, lo más importante de “Operación Red Sparrow” no es su trama, por momentos ganchera y por momentos tediosa (son dos horas y veinte que se notan). Todo parece reducirse al riesgo que toma, principalmente Jennifer Lawrence, ya que es la cara (y el cuerpo) más expuesta. Podemos aplaudir su valentía, y la de los realizadores para contar una historia más cruda que se corre de la simple súper acción, pero no el simple hecho de que se convierta en excusa para toda la película. La Rusia que decide mostrar Francis Lawrence es decadente, tanto o más que sus militantes más extremistas. El subtexto social y político se pierde en demagogia (y en el contraste con los Estados Unidos), así que sólo nos queda el thriller y el suspenso que, en definitiva, también fallan si sólo se concentran en las características físicas de su protagonista femenina. Valoramos el esfuerzo JLaw, pero no era necesario exponerse a tanto si, al final, del otro lado sólo queda un vacío argumental e imágenes truculentas que no todos van a poder soportar. LO MEJOR: - El riesgo de contar una historia más jugada. - Que JLaw le ponga el cuerpo (literalmente) a la situación. - Que el género de espionaje no pierde vigencia. LO PEOR: - Estamos en Rusia y nadie habla en ruso, ¿en serio? - Que la forma sea más importante que el contenido.
CRECIENDO CON AMOR (Y DOLOR) Siguen llegando candidatas al Oscar, películas chiquitas con un corazón enorme. Como muchos actores, Greta Gerwig (“Frances Ha”) decidió dar ese pequeño paso al costado y colocarse detrás de las cámaras. Claro, ya lo había hecho junto a Joe Swanberg en “Nights and Weekends” (2008), pero debe ser mucho más emocionante (y escalofriante por partes iguales) hacerlo en solitario con esta ópera prima con la que cualquiera puede llegar a identificarse. Gerwig lo hace parecer sencillo y familiar, demasiado familiar. Hay un romanticismo y una forma de narrar (y comunicar) tan particular y directa que casi no vemos el artificio y nos perdemos en su “cotidianeidad”. Este el mejor cumplido que podemos hacerle a “Lady Bird” (2017), una dramedia, con más comedia que drama, que sabe enarbolar su espíritu independiente y enmascarar lo “arty” con esa sensación de naturalidad que cuesta describir, pero casi nada experimentar. Greta nació en Sacramente (California), asistió a una escuela católica y hoy vive en Nueva York, pero a pesar de todos estos puntos que tiene en común con su joven protagonista, Gerwig no es Christine "Lady Bird" McPherson (Saoirse Ronan); Marion McPherson (Laurie Metcalf) no es un reflejo de su madre, y esta no es su historia: es la historia de todas (y todos) las que alguna vez fuimos adolescentes con un atisbo de rebeldía, y ese constante tire y afloje en la relación con nuestras progenitoras. No podemos evitar reírnos (de puro nervios e incomodidad) con cada frase, con cada escena y encontronazo que estas dos mujeres protagonizan porque parecen salidas de nuestras propias autobiografías jamás escritas. Y a pesar de que la mayoría de nosotras (y las mujeres del resto del mundo) no comparte absolutamente nada con una adolescente de Sacramento, creciendo durante los dos mil tras los ataques del 11 de septiembre: todas fuimos Lady Bird en algún punto. [Perdón que hable en femenino, pero se me complica ponerme en los zapatos masculinos] Estamos en el año 2002 con los ecos, las secuelas y la paranoia post 11/9 todavía resonando en las cabezas de los norteamericanos. Sacramento parece el lugar más aburrido sobre la faz de la Tierra, al menos para Christine –quien decidió rebautizarse como Lady Bird-, adolescente de 17 años que transita su último año de secundaria con miras a alcanzar alguna meta superior, claro está, lejos de esta ciudad, posiblemente en la costa Este, específicamente en Nueva York. Anhelo de jovencita en busca de universidades, pero cuyo rendimiento académico (y posición económica) es demasiado pobre como para aspirar a algo mejor que algún colegio estatal. Lady B asiste a una escuela católica privada por el simple hecho de que mamá y papá no querían verla expuesta a la violencia de las instituciones del estado. Vive bajo la sombra de los pequeños logros de su hermano mayor (adoptado), y en constante confrontación con su mamá, como cualquier adolescente normal. Diferente es la relación con papá Larry (Tracy Letts), más amigo que educador, porque en esto de la paternidad siempre hay un policía bueno y un policía malo, y el papel de “villano”, generalmente le toca a mamá. Gerwig no descubrió América, no nos cuenta nada que hayamos visto mil veces, incluso en nuestra vida cotidiana, pero es la forma en qué nos lo cuenta lo que deslumbra y conmueve, de la mano de un elenco insuperable. Ronan tiene apenas 23 años, tres nominaciones al Oscar (incluyendo una por esta película) y un marcadísimo acento irlandés que acá ni hace acto de presencia. Cada una de sus escenas con mamá Metcalf son para poner en un cuadrito, arrancándonos carcajadas, culpas y lágrimas por igual porque, al fin y al cabo así es la vida, y más aún, la vida de una adolescente que cree que todo el mundo está en su contra y es un obstáculo para cumplir todos sus anhelos (¿se acuerdan cuando pensaban igual?). Acá no hay dramas exacerbados ni conductas extremas. Christine es una más del montón buscando su lugar en el mundo, a veces entre las chicas “normales” como su mejor amiga Julie (Beanie Feldstein), y otras entre las populares donde, obviamente, no encaja aunque quisiera. La atracción, el despertar sexual, las dudas, decepciones y frustraciones, todo ocupa un lugar específico en la historia de Gerwig (también responsable del guión), pero es la tensa relación con su mamá la que prevalece, aunque no esté todo el tiempo en pantalla. Esta es la “sombra” que cubre cada decisión de Lady Bird, aunque ella misma no lo sepa. No como algo malo, sino como esa sensación de “hacer lo correcto o rebelarse contra el sistema” que enarbola cada adolescente como su bandera. Christine explora, se enamora –primero del chico “bueno” (Lucas Hedges), después del “marginado” (Timothée Chalamet)-, se choca constantemente contra la pared de la realidad, o mejor dicho, la empujan contra ese muro, ya sean sus padres o sus maestros, no porque sean seres horribles que se interponen en su camino al estrellato, sino “por su propio bien”, porque la conocen (y conocen las circunstancias) mejor que ella. Igual, LB piensa seguir insistiendo con ese empuje y perseverancia adolescente que dura lo que dura ¿un pedo? porque nadie es tan maduro a los 17 años. “Lady Bird” no es triunfalista en ese sentido, no intenta demostrar que uno puede alcanzar las metas a pesar de las pequeñas adversidades, moraleja tan propia de algunas comedias yanquis. Es un ensayo de prueba y error para su joven protagonista, y ese doloroso paso de la niñez a la adultez que perseguimos con empeño, pero no somos conscientes de cuánto duele hasta que tenemos que tomar las riendas de esta nueva etapa. Ojo, el dolor no es algo malo y forma parte de cualquier cambio significativo, por lo que se deja atrás, lo que se pierde para siempre y no se puede recuperar, aunque sí recordar con cierta nostalgia y cariño. Lo que verdaderamente asusta es el futuro, tan incierto y desconocido. Ahí es donde volvemos a mirar alrededor y buscar esa red de seguridad que rechazamos sin miramientos: los consejos desoídos de mamá y papá, los retos justificados. Todo aquello contra lo que nos rebelamos porque venía de los adultos, eso mismo en lo que nos vamos convirtiendo. El relato de Gerwig triunfa con muy poco (un presupuesto acotado, pero una elegancia única y naturalista para la narración) porque nos habla desde un lugar común y conocido; su lugar común y conocido que es también el nuestro. Ese que recordamos con risas nerviosas y un poquito de tristeza, pero saboreamos y disfrutamos porque nos vemos reflejados en cada uno de sus momentos, ya sea de uno o del otro lado de la vereda. LO MEJOR: - Una ficción que no se siente como ficción. - Todo su elenco, en especial, madre e hija. - Su capacidad para convertir lo ordinario en extraordinario. LO PEOR: - Que se va a ir de los Oscar con las manos vacías. - Que estas películas no puedan abandonar el mote “indie” y triunfar también económicamente.
UN AMOR COMO EL NUESTRO... NO DEBE MORIR JAMÁS Siguen llegando las nominadas al Oscar, esta vez, una historia de amor con Italia de fondo. El director Luca Guadagnino (“A Bigger Splash”) tiene una sensibilidad especial a la hora de retratar relaciones humanas, siempre desde una intimidad particular y sin demasiados efectismos. “Llámame por tu Nombre” (Call Me by Your Name, 2017) es el ejemplo perfecto, una historia que conmueve desde los personajes, explorando sus deseos, sus incertidumbres y, por qué no, cierta histeria (bah, mucha histeria), ligada a ese jugueteo que trae aparejado el enamoramiento. La adaptación de la novela homónima de André Aciman nos lleva al Norte de Italia, año 1983, donde Elio (Timothée Chalamet), adolescente de 17 años, y su familia (una culturosa mezcla de franco-judíos-norteamericanos) suelen pasar las vacaciones de verano. Elio es un chico introspectivo, cariñoso y prodigio musical en pleno despertar sexual que verá su vida profundamente afectada con la llegada de Oliver (Armie Hammer), rl nuevo estudiante de posgrado que viene ayudar a su papá (un Michael Stuhlbarg increíble que se merece varios premios) con sus investigaciones arqueológicas. Oliver es todo lo opuesto, un atractivo veinteañero (¿?) de personalidad despreocupada y avasallante que no parece llevarse muy bien con el jovencito de la casa. Más bien, lo evita cada vez que puede, pero esa actitud poco y nada tiene que ver con el desdén, sino todo lo contrario. Desde el primer minuto que Oliver pone un pie en el hogar de los Perlman, la atracción es inevitable, pero las dudas de Elio, y su miedo al rechazo, van retrasando el acercamiento y una relación “prohibida” (en su mente, y a los ojos de los demás) que, se sabe, no podrá prosperar más allá de estas semanas de descanso. Guadagnino se mete de lleno en la confundida cabecita de Elio y su constante búsqueda de identidad. Las relaciones con el sexo opuesto, su amorosa y comprensiva familia, la religión y la adultez, todo pasa por un arduo debate interior que Chalamet deja escapar mediante pequeños y grandes gestos. El guión de James Ivory es fundamental, pero al final todo se reduce a las imágenes y, sobre todo, los tiempos para cada acción y cada palabra, convirtiendo a “Llámame por tu Nombre” en una experiencia tan sensorial como narrativa. Las callecitas italianas sin duda ayudan, tanto como la frescura del agua, la calidez del sol o la dulzura de las frutas de verano. Todo refuerza los sentidos de este primer amor, y estas primeras experiencias para el joven Elio, cada vez más pendiente a las señales de Oliver. Guadagnino jamás abusa de las referencias de la época. Los ochenta se destilan a través de la música (y la gran banda sonora de Sufjan Stevens), la puesta en escena en general, el vestuario y los tapujos. Porque a pesar de que los europeos parecen más adelantados y modernos, los prejuicios son los prejuicios, y Oliver (el “adulto” de esta relación) sabe que hay que cuidar las apariencias, tanto acá como en los Estados Unidos. Oliver lucha constantemente contra sus impulsos más ¿predatorios?, pero nunca se registran de esta manera. Se sienten su culpa y su contención, traducidas en ese menosprecio inicial, y la inmutable sensación de que está en falta si comienza una relación con alguien tan inexperto como Elio. Claro que choca un poco el hecho de saber que Hammer es bastante mayor a su personaje, pero Guadagnino se encarga de que no haya morbo y que lo “prohibido y pecaminoso”, pronto se convierta en impulso y romance. De eso trata esta “coming of age”, de ese primer amor que nos marca y nos duele de tan profundo que es. En el caso de Elio, también se corresponde con su búsqueda de identidad sexual en una época donde las relaciones homosexuales no estaban muy bien vistas, ¿o sí? El naturalismo de la narración, la belleza y cotidianeidad de sus imágenes, la actuación de Chalamet (todos queremos adoptarlo, ¿no?) y esos momentos finales (no, no hay spoilers) hacen de “Llámame por tu Nombre” una gran historia de amor, de descubrimiento y madurez con la que todos, de una u otra manera, podemos identificarnos. Guadagnino la convierte en universal y nos conmueve porque todos pasamos por las dudas, los miedos y el dolor de un primer romance apasionado. LO MEJOR: - Timothée Chalamet tiene un brillante futuro. - Todos queremos a Michael Stuhlbarg de papá, ¿no? - Vieron que no es necesario abusar de los ochenta para contar una buena historia. LO PEOR: - La edad de Hammer molesta, muchachos. - El ritmo de Guadagnino no es para todos.
AMOR SIN PREJUICIOS Guillermo del Toro y una historia de amor y monstruos. Guillermo del Toro ya nos tiene acostumbrados a sus “cuentos de hadas para adultos”, historias fantásticas, desde lo visual y argumental que, la gran mayoría de las veces, esconden metáforas sobre la guerra, la condición humana, y en el caso de “La Forma del Agua” (The Shape of Water, 2017), temas tan simples y complejos como el amor y la soledad. De los “tres amigos” (los otros dos vendrían a ser Alfonso Cuarón y Alejandro González Iñárritu), del Toro es el que más dejó volar su imaginación a lo largo de su filmografía, plasmando en cada proyecto esas obsesiones y experiencias que lo marcaron desde chico, ya sea su pasión por los monstruos o su férrea crianza cristiana, amalgamando simbolismos e imágenes hermosas, aunque rompan con cualquier canon de belleza. “La Forma del Agua”, que podría darle su primer Oscar como director –además de convertirse en la Mejor Película del año-, se centra en Elisa (Sally Hawkins), una mujer retraída que sueña constantemente con el océano, ese lugar vasto e insondable donde las cosas (y los problemas) no tienen peso, donde hay silencio infinito y esa soledad que todo lo rodea. Elisa sigue una rutina desapasionada pero estricta, antes de despertar cada noche para ir a trabajar como empleada de limpieza en un laboratorio secreto del gobierno donde, obviamente, se llevan a cabo todo tipo de experimentos, experimentos que no le interesan en lo más mínimo. A Elisa le interesa cuidar de su vecino Giles (Richard Jenkins), un artista que se dedica a la publicidad y uno de sus pocos amigos; fantasear con los clásicos de Hollywood, especialmente los musicales; y hacer su trabajo en tiempo y forma mientras escucha la cháchara de su compañera Zelda (Octavia Spencer), sólo para poder volver a su humilde hogar (una habitación destartalada arriba de una sala de cine), a su rutina y a sus sueños acuosos. Básicamente, a su mundo solitario sin palabras, ya que Elisa es muda debido a un accidente que tuvo de bebé, y a la autocomplacencia para llenar esos vacíos y deseos de la naturaleza humana. Estamos en Baltimore, a principios de la década del sesenta, en medio de la paranoia de la Guerra Fría y la amenaza constante de los rusos y sus bombas atómicas. Todo empieza a cambiar cuando al laboratorio llega el “activo” (Doug Jones, claro, siempre poniéndole el cuerpo y el alma a los monstruitos de Guillermo), una extraña criatura anfibia procedente de América del Sur que, de inmediato, se convierte en el objeto de análisis de los científicos, con el doctor Robert Hoffstetler (Michael Stuhlbarg) a la cabeza, y de los odios del coronel Richard Strickland (Michael Shannon),patriota salvador de pura cepa y el verdadero monstruo de esta historia. Elisa, consciente de su propia rareza y “discapacidad”, casi de inmediato se siente fascinada por esta criatura e intenta establecer algún tipo de comunicación, más allá de que los dos no puedan comunicarse por las vías más convencionales. Así, sin miedos ni prejuicios de por medio, a diferencia de todos en el laboratorio, la mujer y el activo entablan una extraña y bella relación que va creciendo solo a los ojos de algunos pocos. A pesar delos deseos y el compañerismo de Elisa, la criatura sufre bajo los constantes ataques y experimentos. El bicho tiene los días contados ya que el gobierno necesita resultados inmediatos, antes de que pueda caer en manos de un supuesto espía ruso. Con el tiempo en su contra, Elisa urde un plan para rescatar a la criatura y liberarla en las aguas más cercanas, pero las sospechas y la impaciencia de Strickland se a cruzar constantemente en su camino. Lo que hace del Toro es, básicamente, invertir los papeles de clásicos como “El Monstruo de la Laguna Negra” (Creature from the Black Lagoon, 1954). Acá, la criatura no es el ser maligno que secuestra a la chica que, por consiguiente, debe ser rescatada por el muchacho musculoso y rubio, sino todo lo contrario, es Elisa quien lo rescata a él de las garras de Strickland, el hombre que no puede ver (ni sentir) más allá de sus propios ojos y raciocinio, y ve enemigos por todas partes. Claro que también es un hombre de doble moral que acomoda las reglas a su gusto y piacere. Un espécimen que rescata la peor ideología de aquella época, y puede relacionarse con lo peor de la nuestra. El director no es nada tímido a la hora de las analogías con los tiempos que corren, pero decide creer en el amor y, sobre todo la empatía, algo que puede sonar ingenuo, pero estrictamente necesario. “La Forma del Agua”, sin duda alguna, es su obra más madura (¿y naturalista?), concebida desde el corazón junto a la guionista Vanessa Taylor. Un cuento de hadas, sí, pero también una historia que bucea en la desesperación de la soledad, la necesidad de conexión, el miedo a lo diferente y los prejuicios que no nos logramos sacudir por completo. Todos los elementos visuales y sonoros (también sus silencios) se conjugan para dar forma y sustancia a esta fábula que, a diferencia de “El Laberinto del Fauno” (2006), no toma tantos riesgos estéticos, y se decide por el “clasicismo” de su puesta en escena y la banda sonora de Alexandre Desplat, dos puntos fuertes que, seguramente, también serán recompensados con estatuillas doradas. Pero vamos a lo importante. Sally Hawkins es el centro y el corazón de esta historia; todo comienza y termina con ella, una protagonista que no necesita hablar para expresar cada uno de sus sentimientos y frustraciones. Solitaria, soñadora, pero determinada y segura cuando se trata de tomar decisiones. Strickland tiene muchos puntos en común con ella, pero sus acciones están viciadas por el miedo, sobre todo al fracaso y la humillación, algo de lo que Elisa se fortalece a cada momento. El resto del elenco funciona a la perfección, pero a diferencia de los miembros de la Academia que prefieren a Spencer y Jenkins, acá creemos que es Stuhlbarg el que se lleva los laureles de la mano de un personaje tan humano como ambiguo. Hoffstetler es el científico entre la espada y la pared, el que quiere seguir sus instintos más curiosos y entender a la criatura, pero al mismo tiempo debe obedecer órdenes, aunque estas impliquen acabar con este hermoso objeto de estudio que es mucho más que una “cosa”. Como gran parte de la filmografía de Guillermo del Toro, “La Forma del Agua” no es para cualquiera. Es indispensable meterse de lleno en este universo que nos plantea el realizador, abrazar la fantasía y elegir, como dice él, siempre el amor por encima del odio. LO MEJOR: - Que a pesar de la fábula, su historia sea tan universal. - Denle a Sally Hawkins todos los premios. - Que el género trascienda el terreno infantil. LO PEOR: - Que el villano sea tan villano. - Que nadie se tome tan en serio a la fantasía.
CON EL BARRO HASTA EL CUELLO Una candidata al Oscar que no encuentra lugar en las salas locales. Dee Rees (“Pariah”) tiene una tarea descomunal: es mujer, es negra y, así y todo, logró que esta, su segunda película, recibiera cuatro nominaciones al Oscar, a pesar de ser una producción original de Netflix, no tan bien visto por la Academia. Igual, y a pesar de las buenas críticas, “Mudbound: El Color de la Guerra” (Mudbound, 2017) falló a la hora de las categorías principales, dejando fuera al film y a su directora, pero asegurándole una nominación a Mejor Guión Adaptado (junto a Virgil Williams), y a Mejor Fotografía, consagrando a Rachel Morrison como la primera mujer que en estos 90 años aspira a dicho galardón. Algo es algo. La adaptación de la novela homónima de Hillary Jordan nos lleva al corazón de Mississippi, a los principios de la Segunda Guerra Mundial, épocas de racionamiento y algunas penurias económicas, y por supuesto, del racismo a flor de piel en esta ciudad de granjeros norteamericana (y tantas otras). El drama de Rees se concentra en varios personajes cuyas vidas van chocando antes y después del conflicto bélico. Diferentes puntos de vista que nos dejan entender sus motivaciones, disyuntivas, razones y, muchas veces, un destino del cual no pueden escapar, aunque quisieran. Henry McAllan (Jason Clarke) y Laura McAllan (Carey Mulligan) conforman un matrimonio un tanto desapasionado, pero fiel y amoroso cuando se trata de sus hijas. La pareja decide mudarse a una granja en Marietta, un lugar inhóspito y tosco, bastante diferente a los sueños citadinos de la esposa. Las cosas no salen como lo tenían planeado, y pronto se ven habitando una humilde casita junto a Pappy (Jonathan Banks) -el padre de él, todo un racista declarado-, y trabajando una tierra que no da descanso, entre el lodo y las lluvias. Cerca de ahí viven Hap (Rob Morgan), Florence Jackson (Mary J. Blige) y sus hijos, una familia de afroamericanos que sueña con tener su propia parcela, mientras trabaja sin descanso la de sus empleadores. Pronto llega la guerra y el más grande de sus muchachos, Ronsel (Jason Mitchell), debe partir para unirse al ejército, dejando más trabajo para su padre, y una angustia tremenda para la madre. En Europa conforma las “Panteras Negras”, dedicados a comandar los tanques aliados como primera línea de ataque. A pesar de que la discriminación lo sigue hasta el frente de batalla, Ronsel disfruta de cierta camaradería, igualdad, y de un fogoso romance como una mujer alemana. Por su parte, Jamie McAllan (Garrett Hedlund), hermano menor de Henry, se une a la fuerza aérea piloteando losB-52 que bombardeaban al enemigo desde las alturas. Ambos hombres vuelven a casa ilesos, pero cargando sus culpas y traumas. En Marietta las cosas no son diferentes para el condecorado Ronsel, pero las experiencias en el frente ya no le permiten dejarse humillar por los habitantes más ignorantes y racistas. Jaime no la pasa mejor, y aunque se une a su hermano para trabajar en la granja, desperdicia gran parte de su día en el alcohol, rebuscando en sus propias miserias. El paso por el frente va a terminar de unir a estos dos extraños, tan diferentes entre sí. Ronsel con ganas de buscar un futuro mejor lejos del odio, y Jaime, simplemente intentando encontrar su verdadero lugar. Nada de esto le cae bien a sus respectivas familias, y el resto de los habitantes, que no ven con buenos ojos esta amistad en épocas vengativas, violentas y cobardes, donde el Ku Klux Klan va a dejar su marca. Esta es una de las tramas de “Mudbound”, que salta de familia en familia, de conflicto en conflicto. A veces desde la perspectiva de Laura, una mujer desdichada que no eligió vivir entre el barro; las penurias de Hap para cumplir con los tiempos de la cosecha; o las de su esposa, que muchas veces debe elegir entre cuidar los hijos de otros, antes que preocuparse por los propios. Rees pinta el peor escenario social, incluso de forma literal, gracias a las crudas imágenes que consigue Morrison. Una paleta de castaños y sepias que, al final, ya no distingue entre negros y blancos. Todo es barro, y bastante suciedad, pero en la desdicha y el odio también surge la esperanza y la empatía. Una vez más, temas coyunturales que están a la hora del día, aunque se trate de una época un tanto distante. El racismo y las desigualdades sociales predominan en “Mudbound”, pero también están presentes las secuelas de la guerra y el legado familiar que, muchas veces, se puede cambiar, o al menos intentar escapar de ese destino que parece inevitable. La Mississippi de la década del cuarenta puede haber cambiado significativamente desde entonces, pero Rees sabe que estos temas son necesarios y deben mantenerse en el candelero, justamente, para no volver a repetir los errores o, en su defecto, aplacar los focos xenofóbicos que siguen explotando en la era Trump. No hay un solo protagonistas en “Mudbound”, por el contrario, todos conviven dentro de la historia y se relacionan de forma coral, aprovechando sus momentos en pantalla, saltando de su historia particular -contada con su propia voz y desde su propia perspectiva-, a una más general donde confluye con las del resto. Ahí se destacan Blige (nominada como Mejor Actriz de Reparto), Mulligan, Mitchell y Hedlund, uno de esos elencos que funciona como mecanismo de reloj y conmueve desde diferentes aspectos. “Mudbound” es como “Detroit: Zona de Conflicto” (Detroit, 2017), una de esas películas que hay que ver aunque cueste –lamentablemente, el estreno local se postergó a último momento-, y aunque sus historias nos resulten un tanto ajenas. No, no lo son. Son relatos sobre la naturaleza humana, la cultura y la civilización, de cómo a veces involuciona y, otras tantas, va evolucionando muy lentamente. LO MEJOR: - Los saltos y puntos de vista narrativos. - Un elenco que se complementa a la perfección. - La importancia coyuntural del relato. LO PEOR: - Que la Academia la ignore por ser de la gran N. - Que acá no tenga fecha de estreno.
WAKANDA FOREVER El MCU da un gran paso para el género superheroico, y para la industria en general. En muchos aspectos, que poco y nada tienen que ver con lo narrativo, “Pantera Negra” (Black Panther, 2018) se asemeja a “Mujer Maravilla” (Wonder Woman, 2017). Sus mayores logros: contar una historia consistente sin necesidad de anclarse a ninguna franquicia (aunque, justamente, de allí provenga), y triunfar dentro de su propio universo, único, diferente a lo ya concebido, abriendo las puertas a la diversidad, la inclusión y a muchas de esas culturas que quedan en segundo plano cuando se habla de blockbusters hollywoodenses. La representación importa, mucho más de lo que imaginamos desde nuestro lugar de “clase media baja privilegiada”, a veces, un poco ciegos y ensimismados en nuestros problemas, diferentes a los de otras minorías, religiones, etc. Todos quieren verse reflejados en la pantalla, hinchar por un ídolo a su imagen y semejanza, y no hablamos simplemente de dramas o comedias. Cuando llega el momento de arriesgarse con las superproducciones, los estudios suelen ser bastante renuentes a invertir sus millones en protagonistas o historias que no les aseguren buenos dividendos, de ahí la escasez de heroínas, el whitewashing, y otros tantos retrasos que se están tratando de revertir poco a poco. La importancia de “Pantera Negra” va más allá de perpetuar el éxito del MCU o allanar el camino hacia “Avengers: Infinity War” (2018). Además de contar una aventura entretenida, intenta saldar una de las tantas deudas pendientes del género superheroico y la representación de la riquísima cultura africana en la gran pantalla, derribando, de paso, más de un estereotipo fallido, perpetuado a lo largo de décadas y décadas en el cine y la TV. T'Challa (Chadwick Boseman) ya había demostrado de qué estaba hecho en “Capitán América: Civil War” (Captain America: Civil War, 2016). Un personaje mucho más complejo, íntegro y consciente de su rol como “héroe”, que los dos papanatas que se peleaban en aquella ocasión. Pero “Pantera Negra” no tiene tanto que ver con la odisea de este superhéroe de traje felino, sino con el monarca que debe asumir su posición de liderazgo y tomar las decisiones más difíciles, justamente, porque no le conciernen sólo a él, sino a toda la nación de Wakanda, su gente, y su lugar el en mundo. El realizador Ryan Coogler, responsable de “Fruitvale Station” (2013) y “Creed: Corazón de Campeón” (Creed, 2015), acepta esta enorme responsabilidad y retoma la historia donde nos habíamos quedado en “Civil War”. Tras la muerte de su padre T'Chaka (John Kani), T'Challa regresa a Wakanda para asumir su lugar en el trono y recoger el manto de Pantera Negra. A los ojos del mundo, Wakanda es otra pobre nación africana sumida en la miseria y las guerras civiles, nada más alejado de la vedad, teniendo en cuenta que se trata de un estado avanzadísimo en materia tecnológica gracias a sus reservas de vibranium, un poderoso mineral de origen extraterrestre base, entre otras cosas, del escudo del Capitán América. Para que no caiga en las manos equivocadas, Wakanda decidió cerrar sus fronteras y aislarse del resto del mundo, dejándoles creer que Ulysses Klaue (Andy Serkis) había robado todo el preciado material años atrás. Así siguió creciendo y evolucionando bajo el reinado de T'Chaka, haciendo oídos sordos a los problemas de otras naciones africanas que bien podrían beneficiarse de semejante tecnología. Por ahí pasan los verdaderos conflictos de la película. Por un lado, T'Challa asumiendo la responsabilidad como líder, buscando proteger a los suyos, pero cayendo en esta disyuntiva de compartir sus avances con el resto del mundo en beneficio de los que menos tienen. Por el otro, la amenaza de fuerzas externas con el regreso de Klaue y un nuevo aliado: el joven Erik Killmonger (Michael B. Jordan), wakandiano criado en un barrio poco coqueto de Oakland (California), que no guarda mucho cariño por su nuevo rey. Killmonger no es el típico antagonista, más bien la contracara del “héroe” (no, no es lo mismo). Sus ideas pueden ser un tanto radicales, pero no están erradas, tal vez sólo su accionar extremo que, en definitiva, puede poner en jaque a la nación y al resto del mundo. Erik llega a Wakanda con la intención de remover el pasado y reclamar el trono (algo que puede hacer según las tradiciones locales), pero también con la certeza de que es hora de demostrar el poderío de su país, sin importar cuantos perezcan por el camino. Coogler nos da las herramientas, y los motivos de unos y otros, para que nosotros decidamos de qué lado queremos estar. Ambos argumentos son convincentes, pero el verdadero reto de la historia es encontrar ese balance, ese punto medio que, de alguna manera (y sabiendo que es casi imposible), pueda dejar a todos contentos por igual. El argumento de “Pantera Negra” no atraviesa el clásico camino del héroe porque T'Challa debe ser mucho más que eso, y visto a la distancia no es su protagonista excluyente. Es más, “Wakanda” le sienta mucho mejor como título a esta historia, que se adentra en la amalgama de costumbres y tradiciones africanas con toda su mística y colorido, y la alta tecnología que protege e impulsa a la nación, además del trajecito del felino. El elenco de “Pantera Negra” funciona como un todo donde cada engranaje encaja a la perfección y hace avanzar la historia. Todos se destacan por igual y tienen sus grandes momentos, aunque claro que hay que destacar la fantástica presencia femenina resumida en la Dora Milaje (fuerzas especiales que protegen al rey y la nación conformada íntegramente por mujeres de diferentes tribus), liderada por Okoye (Danai “Michonne” Gurira); además de Nakia (Lupita Nyong'o), mucho más que un ex interés amoroso del monarca; y Shuri (Letitia Wright), hermana menor de T'Challa, una geniecito encargada de diseñar el traje de Pantera Negra y todos los artilugios tecnológicos que se les ocurran. Incluso Ramonda (Angela Bassett), madre de T'Challa y reina de Wakanda, que todo el tiempo se debate entre el bienestar de su familia y su nación. Mujeres poderosas que no retroceden ante el peligro, y luchan de igual e igual (incluso mejor) con sus contrapartes masculinas. Lo mejor y más destacado de “Pantera Negra” son sus contrastes. Los “paisajes africanos” (aunque originalmente se trate de Atlanta y Corea), cortesía de la fotografía de Rachel Morrison -primera mujer nominada al Oscar este año por “Mudbound”-, en oposición a la mega tecnología de la ciudad. Las diferentes tribus, con acento en diferente, que mantienen sus tradiciones, alianzas o enemistad según el caso, como W'Kabi (Daniel Kaluuya) y su Tribu Fronteriza, primera línea de defensa de Wakanda, o M'Baku (Winston Duke), líder de los Jabari, exiliados en las montañas. Hasta la música de Ludwig Göransson, cargada de esos sonidos tribales tan característicos, que acá se cruzan con los temas originales de Kendrick Lamar. Todo dotado de una belleza única, y pocas veces vista en el género superheroico. La mitología y las costumbres siempre están presentes, ya sea en la ceremonia de coronación; la figura de Zuri (Forest Whitaker) y las propiedades de la hierba de corazón que suma fuerza y habilidad a la Pantera; o en los enfrentamientos cuerpo a cuerpo, las mejores escenas de acción que tiene la película (no por nada es el director de “Creed”). En oposición, lo que más falla nos las secuencias grandilocuentes cargadas de efectos especiales y CGI, imposibles de evitar en este universo, pero que le restan perfección al conjunto visual porque ponen en evidencia el artificio. Una lástima. Por lo demás, todo funciona. La incorporación de Klaue (a pesar de sus chistes) y el carisma de Serkis, una de las pocas veces donde le vemos su verdadera cara; y la de Everett K. Ross (Martin Freeman), única conexión con el MCU y ese mundo exterior que no tiene la menor idea de lo que pasa en Wakanda. “Pantera Negra” plantea un argumento sencillo con algunos puntos predecibles y apresurados, sí, pero plagado de conflictos y decisiones que no lo son. Decisiones que, al fin y al cabo, le corresponden a su protagonista, pero que no dejan de ser una metáfora de cada uno de nosotros reaccionando y empatizando ante los otros, el resto del mundo que se aparta de nuestro querido y seguro microcosmos. Coogler maneja sensibilidad, pero no sentimentalismos (aunque ya hablaremos del momento “Rey León”), y jamás planta a sus protagonistas en la vereda de las víctimas para demostrar algún punto. En cambio, nos muestra una cultura empoderada que no se maneja por revanchismos y, de alguna manera, intentará abrir la cabecita y corregir los errores del pasado. Un consejo que le viene muy bien a Hollywood y a todos aquellos que (todavía en pleno siglo XXI) rechazan las nociones de igualdad, diversidad, inclusión y representación, reduciendo y desmereciendo todo el asunto a la apretada agenda política del momento. LO MEJOR: - El mensaje, y la posibilidad de que llegue hasta los más “escépticos”. - Un elenco insuperable. - Wakanda, todo Wakanda, el despliegue visual y sus contrastes. LO PEOR: - Esos personajes y peleas en CGI. Ay, ay, ay. - Que no van a faltar los comentarios racistas.
QUE EL ÚLTIMO APAGUE LA LUZ Ya denle a Gary su Oscar y punto. Cada tanto, aparece esa película que tiene todos los elementos que le gustan a la Academia. Eso no significa que sea una gran obra cinematográfica, sólo una historia correcta que no se sale de las convenciones, ni arriesga lo suficiente para destacar en otras áreas. Generalmente están basadas en hechos y personajes reales, son el vehículo para que se luzcan sus actores y, sí, son muy inglesas. En seguida se nos viene a la cabeza “El Discurso del Rey” (The King's Speech, 2010), este año tenemos “Las Horas más Oscuras (Darkest Hour, 2017). Si lo pensamos bien, la película de Joe Wright (“Orgullo y Prejuicio”, “Expiación, Deseo y Pecado”) funciona como ‘precuela’ de “Dunkerque” (Dunkirk, 2017), contando los acontecimientos previos a la evacuación de las playas francesas del otro lado del charco, desde los cómodos sillones del parlamento británico donde, como diría el señor Dawson (Mark Rylance) en la película de Christopher Nolan: “Los hombres de mi edad dictan el curso de esta guerra”. La guerra en cuestión, es la Segunda Guerra Mundial, y “Las Horas más Oscuras” se enfoca en la polémica figura de Winston Churchill (Gary Oldman), político del partido conservador no muy bien visto por sus colegas ni el monarca de turno, en este caso Jorge VI (Ben Mendelsohn), empujado a convertirse en Primer Ministro, justamente, para afrontar estos tiempos de conflicto. Estamos en mayo de 1940, en los primeros meses de la guerra, donde los ingleses se creían muy confiados y descartaban el poderío (y la amenaza) alemana. Cuando Hitler invade Francia cambia las reglas del juego, obligando a los británicos a tomar una decisión: rendirse bajo sus condiciones o afrontar el destino que les espere en las playas de Dunkerque donde terminaron concentradas casi todas sus fuerzas. Esta es la disyuntiva por la que atraviesa Churchill, a días de asumir su cargo, lidiando con la oposición de sus propios colaboradores y miembros de su partido que buscan la “conciliación” y la salida más fácil. Wright se mete en la cabeza de Winston, en los salones y los bunkers, describiendo al personaje mucho más que a la persona; un papel que, obviamente, le garantiza a Oldman todos los galardones, mucho más por su verborragia y sus peculiaridades, que por ser un protagonista que emocione más allá de sus discursos bien armados. “Las Horas más Oscuras” es la típica película histórica donde destacan la puesta en escena y el vestuario de época, pero poco y nada puede lograr con la empatía y los sentimientos. Churchill tiene de elocuente lo que tiene de desagradable, aunque el director lo presente bajo una luz más romántica. Wright sabe cómo filmar (recordemos ese gran plano secuencia, justamente en Dunkerque, de “Expiación, Deseo y Pecado”), pero su historia cae en todos los lugares comunes, y casillas, que necesita la Academia para aprobar a una nominada. Más allá de eso, y la actuación de Gary Oldman, poco y nada se puede sumar a una película que ya vimos una y mil veces. Lo más destacado, tal vez, es mostrar a Churchill en sus momentos más cotidianos, y otros tantos vulnerables. Situaciones que lo humanizan y lo despegan de esa imagen de manual de historia, donde podemos ver el verdadero peso que recae sobre sus hombros en este momento crucial para los acontecimientos del siglo XX. Curiosamente, la escena más “emotiva” (cortesía del guionista Anthony McCarten) es pura ficción y no se atiene a los verdaderos hechos, pero igual resume y sirve para ejemplificar esta necesidad del político de despertar el espíritu patriota del pueblo británico, en parte, para justificar sus propias decisiones. “Las Horas más Oscuras” se liga directamente a ese patriotismo creciente, a esa resistencia contra el enemigo aunque la guerra llegue hasta la puerta de casa, y el clásico discurso de Churchill (“Lucharemos en las playas…”) que, de alguna manera, justifica la derrota victoriosa de Dunkerque. Toda la película está diseñada para llegar a ESE momento, el lucimiento de Winston/Oldman, que debe convencer a partidarios y opositores de que la suya, fue la decisión más sensata. Es una época de hombres, por eso, Wright desaprovecha a sus pocos personajes femeninos, ya sea la joven Elizabeth Layton (Lily James), la maltratada secretaria de Churchill; o Kristin Scott Thomas como su esposa Clemmie, el apoyo moral que necesita cuando vuelve agobiado a casa. “Las Horas más Oscuras” funciona mucho mejor como contracara política de “Dunkerque” para aquellos interesados en la época. Por lo demás, es una historia correcta con buenas atmósferas y actuaciones, pero nada que vaya a perdurar en el tiempo salvo como “la película por la que Gary Oldman finalmente ganó el Oscar”.