YVAN EHT NIOJ A Clint Eastwood se le terminó soltando la cadena republicana. Clint Eastwood nunca escondió su corazoncito patriótico y republicano. “Francotirador” (American Sniper, 2014) es una prueba irrefutable de ello, pero con “15:17 Tren a Paris” (The 15:17 to Paris, 2018) decide exaltar la figura de otro tipo de héroe, “fortuito”, aunque el objetivo propagandístico sigue siendo el mismo: el del norteamericano (barón, blanco, católico) dispuesto a dar la vida por otros porque, de alguna manera, se preparó toda la vida para eso. El realizador toma como punto de partida un hecho real, un frustrado ataque terrorista durante el trayecto del Thalys #9364, un tren con destino a París desde la ciudad de Ámsterdam el 21 de agosto de 2015, cuando tres jóvenes turistas de Estados Unidos evitaron que un hombre fuertemente armado abriera fuego contra los pasajeros. Estas son las circunstancias sobre las cuales se desarrolla de la película, pero en los ojos de Eastwood, son más bien el resultado (¿el destino?) de estos tres muchachitos. Cuando uno piensa en este tipo de acontecimientos dramáticos, que celebran el heroísmo del individuo común y corriente en circunstancias llenas de peligro y tensión, en seguida se le viene a la cabeza “Vuelo 93” (United 93, 2006) de Paul Greengrass: seres anónimos y con caras no reconocibles con los que terminamos empatizando porque su historia nos resulta muy palpable y real. En “15:17 Tren a Paris” Eastwood refuerza esta idea prescindiendo de intérpretes profesionales y utilizando a los verdaderos protagonistas: Spencer Stone, Alek Skarlatos y Anthony Sadler, tres pibes sin ninguna experiencia actoral que, a pesar de lo que vivieron, no logran trasmitir el dramatismo del momento. Bah, no logran transmitir absolutamente nada, pero no podemos echarles la culpa. El director se decide por esta suerte de docudrama que recrea gran parte de su vida y su paseo por Europa, culminando en este atentado que los convirtió en héroes, de una manera muy desapasionada y abúlica. Arrancamos en el año 2005, en la ciudad de Sacramento, donde los jovencitos Stone y Skarlatos se preparan para terminar la primaria con varias dificultades de aprendizaje y temitas de conducta. Hijos de madres solteras más afectas a los rezos que a la disciplina, bastante problemáticos y antisociales, los chicos pasan su tiempo fascinados con las armas de juguete y el ejército, fantaseando con unirse a sus filas cuando les llegue la hora. Tras cambiar de escuela conocen a Sadler, un nene afroamericano y extrovertido que conecta con ellos a pesar de las diferencias. Los tres amigos van tomando caminos diferentes, pero nunca pierden el contacto. No sabemos mucho de Anthony porque Clint no se molesta en mostrarnos sus intereses o su familia, en cambio se concentra en Spencer, quien hace hasta lo imposible por unirse al cuerpo de rescatistas de la Fuerza Aérea, pero no cesa de fracasar en sus exámenes, sin importar cuanto lo intente. Mientras tanto, su amigo Alek logró llegar hasta Afganistán, pero la poca acción del “campo de batalla”, ya no lo emociona como aquellos juegos de chicos. Aprovechando algunos días libres de licencia, los tres amigos deciden encontrarse en Europa y pasear por sus ciudades como cualquier turista. Así los retrata el director, entre selfies, museos y paisajes conocidos, sin sumar gran cosa al relato, más allá de esta idea que se repite Stone a cada momento de que él “está predestinado para hacer algo importante”, como si supiera lo que el destino le tiene preparado a la vuelta de la esquina. Todo es muy azaroso ya que el trío no está convencido de pasar por Francia, pero cuando llega el momento de actuar, es Spencer el que toma la iniciativa. Nadie les quita lo heroico a estos pibes, un momento casi desapercibido en la pantalla. Una “anécdota” del tercer acto donde consiguen entre todos reducir al terrorista, pero que no logra convertirse (a los ojos del espectador) en esa culminación que nos vienen anticipando. No hay emoción, ni tensión, solo engaño, y tarde nos damos cuenta que estamos ante una vil propaganda del “make America great again”, donde todos esos jovencitos con poca educación y sin rumbo pueden encontrar satisfacción empuñando un arma por su país… y una buena causa. Ese es, en definitiva, el mensaje de “15:17 Tren a Paris”. Madres que no pueden controlar a sus hijos y prefieren rezarle a dios antes de que escuchar los consejos de los maestros. Sin otro lugar a dónde recurrir (y en oposición a los muchachitos de Columbine), estos adolescentes hacen catarsis empuñando un arma por su país y aprendiendo a luchar a mano a mano, aunque la excusa sea la de ayudar y rescatar sin necesidad de violencia. Eastwood filma como un amateur, metiendo en su historia una sucesión de hechos cotidianos que no nos causan ninguna emoción o reacción. Incluso su paso por Medio Oriente no tiene mucho sentido, aunque él crea que de esta forma nos está señalando el carácter (más bien, la torpeza constante) de los protagonistas. Estos pibes son corpulentos, blanquitos, rubios y atléticos, pero la cabeza no les da para mucho más. Igual, se convierten en salvadores porque el heroísmo no discrimina. A diferencia del realizador, que se olvida completamente de Sadler, reducido al personaje canchero y menos involucrado en la hazaña. “15:17 Tren a Paris” es la respuesta republicana a todas esas grandes películas que vimos durante el 2017 que celebran la diversidad y el heroísmo desde diferentes lugares. Un retroceso, un volver al status quo que intenta representar una realidad (social) y resaltar el naturalismo con sus personajes reales y cotidianeidad, pero que termina creando un híbrido demasiado extraño e indiferente. LO MEJOR: - Los paisajes europeos. - El atisbo de tensión del tercer acto. LO PEOR: - La propaganda es más importante que los héroes. - Eastwood se pierde en su propia ideología. - Personajes femeninos reales, ¿qué es eso?
PROBLEMAS DE RICOS Ridley Scott sigue filmando sin parar, pero no le sale nada memorable. La última película de Ridley Scott levantó más polvareda por sus “escándalos mediáticos” que por su argumento en sí. Todos nos enteramos de que Kevin Spacey fue reemplazado por Christopher Plummer tras las denuncias de abuso sexual, o que Mark Wahlberg cobró significativamente mucho más que su compañera de reparto Michelle Williams, a la hora de los reshoots, sumando más leña al fuego. Estas circunstancias resultan casi más interesantes que la historia de “Todo el Dinero del Mundo” (All the Money in the World, 2017), un drama policial basado en hechos reales sobre el secuestro de John Paul Getty III (Charlie Plummer), nieto del magnate petrolero multimillonario Jean Paul Getty (Christopher Plummer) quien, debido a sus “convicciones”, de entrada se negó a pagar el rescate. Estamos en Roma, en el año 1973, y tras secuestrar al jovencito mientras disfrutaba de la vida nocturna de la ciudad, los captores finalmente se contactan con la familia para pedir un cuantioso rescate. En un principio, Gail (Williams), madre de John, cree que se trata de una broma, pero al entender la gravedad del asunto recurre al único lugar que conoce: la fortuna de su ex suegro, tan audaz para los negocios como avaro. El patriarca de la familia se rehúsa a soltar un solo billete aunque se trate de la vida de su nieto favorito. En cambio, recurre a los servicios de Fletcher Chace (Wahlberg), hombre de confianza y encargado de la seguridad, que ahora tiene la tarea de negociar con los secuestradores y descubrir que extraña trama se esconde detrás de este crimen, suponiendo que la haya. Scott se centra mucho más en la figura de Gail, que lucha constantemente por recuperar a su hijo, y el trabajo en conjunto con Chace, más que en los pormenores del secuestro y el padecimiento del chico. Básicamente, convierte el relato en un tire y afloje entre ella y el viejo Getty, mucho más apegado a su dinero que a su parentela. “Todo el Dinero del Mundo” termina siendo la historia de esta “relación”, con algunos vistazos al pasado para entender el peso de papá Getty y su fortuna. Gail y su esposo vivían bastante alejados de los lujos y la familia, pero en épocas desesperadas tuvieron que recurrir al dinero del patriarca a cambio de que el hijo se uniera a la empresa familiar. Obviamente, el matrimonio se fue al tacho y la mujer renunció a cualquier indemnización para poder quedarse con la custodia de sus hijos, la única ‘propiedad’ de la que Getty, en definitiva, no pudo echar mano. Estos resentimientos vuelven a aflorar en la actualidad y en vísperas del secuestro, un hecho que la policía y Chace intentan minimizan, pero que no deja de inundar todas las primeras planas de los diarios internacionales. Scott explora el circo mediático, la actitud impasible de Getty, las banales motivaciones de los “malos” y el callejón sin salida al que se enfrenta Gail, pero nunca logra que empaticemos con ninguno de los protagonistas, arquetipos sin alma en una historia aún más fría. Ni el drama familiar, ni el calvario del adolescente, ni siquiera la trama policial tienen suficiente peso para llevar adelante el conjunto de un relato que nos atrape. Nada resalta realmente, aunque la ejecución es correcta, ni siquiera la celebrada actuación de Plummer, reemplazando a Spacey en tiempo record. “Todo el Dinero del Mundo” es una historia tan banal como sus personajes, un hecho anecdótico que intenta bucear en justificaciones, pero siempre se queda a mitad de camino. Su metraje es demasiado largo, incluso denso y cíclico; y más allá de la autenticidad de los hechos, termina en una nota demasiado hollywoodense. Scott se esfuerza para mostrarnos este mundo tan particular y alejado de la realidad: el de los ricos y sus problemas, pero no logra humanizar a sus protagonistas, en definitiva, lo que tienen que convencernos para que invirtamos emociones en sus dramas personales. Y es ahí donde más falla el conjunto.
SE VIENE EL ESTALLIDO Una película necesaria para entender que los problemas raciales no son sólo cosa del pasado. Hasta la fecha, Kathryn Bigelow sigue siendo la única mujer en la historia que levantó el Oscar a Mejor Director. Se hizo su buen nombre e incursionó en casi todos los géneros, generalmente, reservados para el sexo masculino; y en los últimos años dejó su huella con este tipo de historias basadas en hechos reales, y/o con trasfondos políticos que suelen levantar controversia, o al menos, invitar a la discusión. “Detroit: Zona de Conflicto” (Detroit, 2017) toma como eje una serie de disturbios desencadenados en dicha ciudad en el año 1967. Reclamos sociales por parte de la comunidad afroamericana en una ciudad con poca tolerancia, desmadres violentos y saqueos ocasionaron la intervención de la Guardia Nacional, pero la directora se concentra en un confuso episodio que terminó con tres jóvenes afroamericanos muertos y otros nueve heridos y torturados a manos de la policía, durante la noche del 25 de julio en el Algiers Motel. Sabemos que siempre hay dos lados de una misma historia. Bigelow y el guionista Mark Boal, con quien ya hizo equipo en “Vivir al Límite” (The Hurt Locker, 2008) y “La Noche más Oscura” (Zero Dark Thirty, 2012), intentan ser imparciales y, en un principio, parase en amabas veredas guiándose más que nada por archivos televisivos y testimonios de los involucrados porque, al fin y al cabo, todo terminó siendo la palabra de unos contra los otros. Los amotinamientos, la violencia, los destrozos no pueden ser justificados, pero mucho menos la opresión de la policía y el abuso de la autoridad local que nunca pudo (ni supo) manejar una situación que se les salió de control rápidamente. Estamos en épocas de segregación, de lucha por los derechos civiles, pero también de una larguísima ola de violencia que se extendió desde 1964 hasta 1968 por varias zonas de los Estados Unidos. No todos los ciudadanos de color estaban dispuestos a acatar las reglas y sentarse en la parte trasera de los autobuses. Cuando la gota rebalsa el vaso comienzan los desmanes, y muchas veces, los reclamos de justicia se convierten tragedias. “Detroit: Zona de Conflicto” se centra en un hecho puntual, pero engloba un sentimiento que todos conocemos, aunque muchas veces nos cueste asimilar. El racismo/xenofobia existió y NUNCA va a dejar de existir (lamentablemente), y así es como esta película se convierte en un documento necesario para estos tiempos, aunque sea una historia lejana y ajena para cualquiera de nosotros. Bigelow recrea a su manera, con crudeza y una cámara vertiginosa casi documental. Arranca con la redada a una fiesta privada que desencadena los primeros disturbios; sigue con el despliegue de la policía y la Guardia Nacional; nos presenta a Krauss (Will Poulter), un oficial de gatillo fácil y sus compañeros; The Dramatics, una banda de R&B que debe cancelar una gran oportunidad para el estrellato a causa de los desmanes; y Melvin Dismukes (John Boyega), guardia de seguridad que intenta mantener el orden a su alrededor. En un punto, todos confluyen en el Algiers, pero los verdaderos problemas comienzan cuando uno de los huéspedes dispara un arma de salva contra los soldados atestados al otro lado de la cuadra. Sí, malísima idea, pero uno no esperaría que una broma de mal gusto termine en semejante masacre. La policía irrumpe en busca de la pistola y del responsable, pero sólo encuentra a jóvenes afroamericanos y dos chicas blancas pasando un buen rato. La tensión sube más rápido que la temperatura en verano, y una vez que se desatan las golpizas y las amenazas, ya no hay vuelta atrás porque los policías, entre ellos Krauss, no tienen la forma de encubrir su accionar. Bigelow se pone detallista y no se contiene a la hora de la violencia. Nunca lo hace, y acá, aunque muchas veces se excede y roza el morbo, está dejando bien clara su postura sobre el abuso de poder, la desigualdad, los miedos y el “no te metas”. Imposible no empatizar con todos estos personajes y la injusticia a la que están sometidos. La directora también se encarga de señalar a los “villanos”, pero también a ese sistema imperfecto y un tanto prejuiciosos que les permite salirse con la suya. “Detroit: Zona de Conflicto” avanza, como muchas de las películas de Bigelow, impulsada por la tensión de los hechos. No deja de ser un thriller cargado de violencia y dramatismo, pero pesa mucho más (y duele) cuando lo ponemos en contexto. Una de esas películas difíciles de mirar, pero que hay ver para seguir cultivando la empatía. LO MEJOR: - La contundencia de las imágenes. - Un elenco más que sólido. - La relevancia que alcanza en este momento. LO PEOR: - No hay necesidad de ser TAN explícitos, ¿o sí? - Bigelow se olvida de los grises.
ES PREFERIBLE REÍR QUE LLORAR Humor, drama, romance, quilombos familiares. Todo en la misma película balanceado a la perfección. Walt Disney solía decir “Por cada risa debe haber una lágrima”. A sus clásicos se le escaparon varias cataratas lacrimógenas (y traumas infantiles), pero Emily V. Gordon y Kumail decidieron hacer algo muy diferente con su propia historia romántica: convertir la tragedia en una de las comedias más “deliciosas” (¡que palabra TAN cursi!) del año pasado. “Un Amor Inseparable” (The Big Sick, 2017) nos llega un tanto atrasada y con una traducción poco feliz, pero bien vale su disfrute en la pantalla grande, aunque ya hayan recurrido al amigo Torrentín. ¿Por qué? Porque las buenas comedias no abundan, sobre todo una que se siente tan concreta y cercana a pesar de sus “personajes”; en realidad una ficcionalización del mismo Kumail (interpretado por Kumail) y su ahora esposa Emily (Zoe Kazan), atravesando altibajos románticos, problemas de identidad, dos familias muy diferentes y una compleja enfermedad. Sí, a pesar de estos temas tan dramáticos, la película dirigida por Michael Showalter (un realizador más cercano a la tele), y con guión de la verdadera parejita, se las ingenia para sacarnos unas cuantas carcajadas, mejor dicho, encuentra el equilibrio perfecto entre las risas y las lágrimas sin caer en lugares comunes, ni golpes bajos. De entrada Kumail aclara que nació en Pakistán y se mudó a los Estados Unidos junto a los suyos a la edad de 18 años. A pesar de vivir el “sueño americano”, Nanjiani no puede escapar a la presión y los preceptos de su adorable familia musulmana que, como bien dicta la tradición, hacen lo imposible para concretar ese retrasado matrimonio… por supuesto, arreglado. Kumail pasa sus días como chofer de Uber y prueba suerte en los escenarios de stand-up de Chicago, soñando con hacer carrera en esto de la actuación, mientras papá y mamá esperan que su hijo se convierta en abogado. Así conoce a Emily, estudiante de psicología de espíritu libre, de la que se enamora casi inmediatamente, yendo en contra de todos los designios. La relación va viento en popa, pero Kumail no se decide a sincerarse con sus padres que, constantemente, insisten en presentarle simpáticas parejitas pakistaníes. A Emily tampoco le gustan los secretos, y decide terminar el amorío tras darse cuenta que no puede llegar a una instancia más seria. La cosa se complica un poco más cuando la chica se enferma, y Kumail acepta la tarea de cuidarla, al menos, hasta que lleguen sus padres. Lo que sigue es un relato absolutamente tierno. Él lidiando con los padres de su ex novia (geniales Holly Hunter y Ray Romano), su futuro en la comedia mientras atraviesa esta situación tan dramática, y el enfrentamiento con su familia que, obviamente, no aprueba nada de nada. Mientras Emily está en coma, Kumail debe tomar un montón de decisiones que le conciernen solo a él y a su futuro, apartándose de la seguridad y contención familiar, entre otras cosas. Nanjiani y su frescura son el alma de esta historia que jamás deja que la tragedia y la enfermedad tomen las riendas, ni siquiera los convencionalismos de la comedia romántica. Kumail es un personaje en sí mismo, que utiliza el humor como arma de defensa, pero que no tiene miedo en quebrarse y demostrar sus emociones atolondradas cuando la ocasión lo requiere. Cada diálogo con sus “suegros” -una pareja que a pesar de los altibajos se quiere mucho-, cada enfrentamiento con sus padres…, no podemos evitar conectarnos con la historia de Gordon y Nanjiani, porque casi todos estuvimos en alguna situación parecida, más allá de que no seamos musulmanes cuyas novias están en coma. Los temas de “Un Amor Inseparable” son universales y tocan esa fibra tan íntima a través del humor, sin necesidad de hacer análisis sociopolíticos, aunque las diferencias de credo no pasan desapercibidas. La película se concentra en contarnos una historia concreta y muy “auténtica”, la de estos dos individuos (y su entorno particular) que encontraron el amor a pesar de tantas piedras en el camino. No, no es spoiler porque están casados desde hace más de una década, y decidieron transformar su experiencia (en manos de cualquier otro, una tragedia digna del mejor Oscar de los ochenta) en un relato que logra el balance perfecto entre todas esas emociones enfrentadas. “Un Amor Inseparable” no es la típica comedia romántica, ni la “feel good movie” de esta temporada, es una reflexión sobre las relaciones, ya sean amorosas o familiares, y de cómo se pueden encontrar las conciliaciones, sean de la naturaleza que sean. LO MEJOR: - Mostrar que se pueden hacer comedias románticas diferentes. - La ternura y autenticidad de sus personajes. - Convertir el drama en humor es toda una alquimia. LO PEOR: - Más allá de un premio consuelo, la ignoraron en los Oscar. - Que confundan a Nanjiani con Ansari o algún otro (emoji de facepalm).
A CORRER QUE SE ACABA EL MUNDO Otra saga distópica llega a su fin, pero no esperen que les vuele la peluca. Estamos en 2018 y, aunque no lo crean, todavía quedan franquicias young adult por explotar. Si vamos a ser honestos, la saga literaria de James Dashner había quedado un tanto inconclusa, y necesitaba cerrar el círculo antes de que el fandom se olvidara completamente de ella. “Maze Runner” (2014) resultó una propuesta interesante en medio de heroínas distópicas como Katniss Everdeen (“Los Juegos del Hambre”) y Beatrice ‘Tris’ Prior (“Divergente”), pero la segunda entrega ya no convenció tanto y cayó en todos los lugares comunes, sembrando la duda sobre el destino de esta trilogía. Tras algunos retrasos, llega “Maze Runner: La Cura Mortal” (Maze Runner: The Death Cure, 2018), el desenlace de la historia de Thomas (Dylan O'Brien) y su lucha/venganza contra WCKD (CRUEL), la organización secreta que lo metió en aquel laberinto con la intención de hallar finalmente la cura para la epidemia que está transformando a toda la población en zombies, básicamente. Estos muchachitos, inmunes a la “llamarada”, ahora tienen la misión de rescatar a Minho, y a cualquiera que lo necesite. Para ello se van a tener que aventurar hasta “la última ciudad”, justamente eso, una metrópoli amurallada y bien custodiada donde CRUEL realiza sus experimentos, y donde los más poderosos sigan con sus vidas como si nada, un poco ajenos al apocalipsis que se encuentra detrás de los muros. La enfermedad llegó a su pico más alto y muchos creen que el fin justifica los medios. De ahí que Teresa (Kaya Scodelario) haya decidido traicionar a los chicos y colaborar con Ava (Patricia Clarkson) y Janson (Aidan Gillen), torturar a unos cuantos, e intentar sintetizar la tan esperada salvación. “Maze Runner: La Cura Mortal” no se anda con rodeos y comienza al mejor estilo Mad Max de súper acción. Igual, no tarda mucho en demostrar que es sólo eso, una historia adolescente post-apocalíptica, con crítica social de manual y un poquito de romance. Al director Wes Ball (mismo de las entregas anteriores) no le importa utilizar todo el tiempo del mundo para trasladarnos de un lugar al otro, recargarnos de escenas de acción y persecuciones, reencuentros y traiciones a lo largo de dos horas y media de película. Hay que destacar que algunas secuencias valen realmente la pena, al igual que sus atmosferas caóticas en contraste con la pulcritud de la última ciudad, pero en definitiva no deja de ser una historia condescendiente para los fans, más allá de que se apegue, o no, al relato original. “La Cura Mortal” no ofrece nada novedoso, y si somos sinceros, nos trae un final bastante predecible. Ninguno de sus personajes tiene el peso emocional de esos otros protagonistas ya mencionados dentro del género, aunque acá siempre se destaca el trabajo en equipo por sobre todas las cosas. Los villanos se diluyen en estereotipos y el héroe nunca termina de decidirse. En pocas palabras, la trilogía tenía que cerrarse y Ball decidió ir por el lado más fácil: el de la acción desenfrenada, los conflictos amorosos y esas decisiones que deben ser tomadas. Disparos, explosiones, experimentos, algunos zombies… un poco de todo para llenar cada una de las casillas que le corresponden a este género que estuvo en auge apenas unos años atrás, pero quedó casi en el olvido para el público en general. LO MEJOR: - La estética apocalíptica es digna del mejor Mad Max (bueh, tampoco exageremos). - La secuencia del principio promete una película que nunca llega. - Da concesiones, pero no tantas cuando se trata de algunos personajes y la violencia. LO PEOR: - Una historia demasiado cíclica. - La falta de personajes con verdadero carisma.
UN BUEN NOMBRE ES LO MÁS VALIOSO QUE UNO PUEDE… Aaron Sorking debuta con una gran historia y un gran personaje femenino. Aaron Sorkin se hizo de su buen nombre con la creación de series como “The West Wing” o “The Newsroom”, pero más que nada por los afiladísimos guiones de “Red Social” (The Social Network, 2010) o “Juego de Poder” (Charlie Wilson's War, 2007), solo para nombrar algunos. Lo crean o no, “Apuesta Maestra” (Molly's Game, 2017) es su debut tras las cámaras, la adaptación de la biografía de Molly Bloom (cosas que le salen de taquito), ex esquiadora a nivel olímpico que se convirtió en una experta en apuestas de alto riesgo, organizando los juegos de póker más exclusivos. Jessica Chastain se pone en la piel de Bloom, joven atleta, bastante presionada por papá Larry (Kevin Costner) y el legado de dos hermanos mayores que la superaron desde hace rato. Todos sus sueños olímpicos se frustran después de un accidente en la pista, y decide dejar todo atrás en Colorado para mudarse a Los Ángeles y buscar la independencia familiar y económica. Molly arranca como camarera (obvio), pero se consigue un segundo trabajo como secretaria full time de Dean Keith (Jeremy Strong), un tipo bastante desagradable que, entre otras cosas, organiza partidas de póker entre celebridades, deportistas, empresarios y cualquier miembro de elite que pueda desembolsar altas cantidades de billetes. Bloom oficia de mera asistente, pero en el ínterin observa, investiga y aprende todo lo que puede sobre el juego porque a los ojos de todos será “una chica linda”, pero resulta ser mucho más inteligente. Cuando Molly le quita protagonismo, Keith decide despedirla y es ahí donde ella toma coraje y con la ayuda del Jugador X (Michael Cera) –una estrella de Hollywood que vive buscando grandes contrincantes-, decide organizar sus propias veladas. Todo legal, todo muy refinado, todo viento en popa…, hasta que le toca lidiar con los problemas económicos de algunos jugadores, y decide mudarse a Nueva York con la cola entre las patas, pero dispuesta a retomar esa independencia que la alejó de su hogar en un primer momento. La Gran Manzana le ofrece oportunidades únicas, pero también peligros, asociaciones no deseadas, la debacle y, finalmente, la pone en la mira del FBI que no duda en arrestarla y quitarle todas sus posesiones. Así arranca “Apuesta Maestra”, con un arresto casi cinematográfico, una (anti)heroína en busca de representación legal y un abogado (Idris Elba) que decide juzgar al libro por su portada, literalmente hablando. Molly se convirtió en una celebrity de pasquín con su autobiografía recién editada, una especie de “madama” que se relacionó durante años con estrellas de todo tipo, empresarios multimillonarios y hasta la mafia rusa (sin saberlo), y es ahí donde las autoridades quieren meter la mano. Pero Molly no es nada de lo que parece a simple vista, con esa apariencia exuberante de por medio, sigue siendo esa mujer inteligente y dispuesta a seguir aprendiendo que, además, se aferra a su inquebrantable moral, y no piensa divulgar ninguno de los nombres de sus clientes. Por ahí viene todo el tire y afloje legal de la historia de Sorkin, la relación de Bloom con Charlie Jaffey (su abogado, un tanto renuente al principio), y los propios fantasmas de la chica, que nunca duda (ni miente) en reconocer que llegó a tocar fondo y, en última instancia, traspasó la línea de la ilegalidad. “Apuesta Maestra” es un drama biográfico que destila el estilo verborrágico de Sorkin desde el guión hasta la estética visual. La primera hora, el recuento de la historia de Molly “llegando a la cima” es vertiginoso, lleno de datos y momentos hilarantes que ni nos permiten parpadear un segundo. Es su marca registrada, y acá le calza como anillo al dedo, pero Chastain es en definitiva el alma de todo lo que sucede en la pantalla, componiendo uno de los personajes femeninos más interesantes de los últimos tiempos. Sorkin no fuerza el humor, ni los momentos emotivos, y a pesar de los lujos y las situaciones ‘espectaculares’, Molly se nos presenta como un personaje humano y real con una temática tan antigua como universal: la mujer haciéndose un lugar en un mundo de hombres, si les gusta aún más, en un juego de hombres, donde no siempre es bienvenida ni bien vista, y donde al final le quieren hacer pagar el precio. Pueden ir y leer lo que pasó con los cargos en su contra (acá no lo vamos a spoilers aunque sea de conocimiento público), pero lo interesante es conocer su historia de primera mano (narrada por Chastain), y aunque siempre se suma cierta ficcionalización y dramatismo, nadie duda de las peripecias de Molly ni por un segundo, justamente, por esa sinceridad que exuda. El punto más flojo, sin duda alguna, son esos daddy issues que intentan justificar todo, o al menos, confundir sus motivaciones y logros personales con una postura más revanchista contra los hombres que siempre la superaron. Hay lecturas y lecturas, y preferimos celebrar su ética intachable y su lucha por la verdad en este caso, su posición de “empresaria” y mujer que se construyó a sí misma, antes de esa imagen frívola y despreocupada que devuelven los diarios más amarillistas. Molly quiso jugar en el mismo patio que los chicos, con las mismas reglas de juego y condiciones, pero al momento de ser juzgada (por el FBI y la opinión pública) su condición femenina siempre se vuelve relevante, en la mayoría de los casos, para mal. Sorkin y Chastain se aseguran de que el personaje (y la persona real que está detrás) se presente de forma casi transparente en la pantalla, porque Bloom nunca esconde sus errores, aunque tampoco deja que la menosprecien. LO MEJOR: - Chastain, siempre Chastain. - La estética visual tan acorde con el relato de Sorkin. - Que a pesar de su espectacularidad, resulta muy relevante para estos tiempos de empoderamiento femenino. LO PEOR: - La sobreinformación puede marear a más de uno. - No toda la culpa la tienen los padres, ¿o sí?
UN CÍRCULO VIOLENTO Y VICIOSO Una ganadora de premios que no la pega en la tecla más justa. La última película escrita y dirigida por el inglés Martin McDonagh –“Escondidos en Brujas”, “Sie7e Psicópatas”- se plantó muy fuerte para la temporada de premios, recolectando galardones por aquí y por allá, más que nada gracias a las interpretaciones de Frances McDormand, Woody Harrelson y Sam Rockwell, entre otros. McDonagh nos vende un drama pueblerino donde la violencia va escalando rápidamente. Una historia “provocadora” enmascarada por un humor muy oscuro que, en apariencia, debe incitar al debate, pero pasa por alto un factor importantísimo: suponer que lo que ocurre en la pantalla nos resulta “divertido” hasta cierto punto, y no algo totalmente desagradable. De ahí viene la provocación, y la incomodidad, ya que tenemos que lidiar con personajes nefastos y un argumento que no deja ningún lugar a los puntos medios. Cuando se habla de humor negro siempre se distingue esa línea divisoria bastante clara. Esto no ocurre con “Tres Anuncios por un Crimen” (Three Billboards Outside Ebbing, Missouri, 2017), pero ese es el menor de sus problemas. O el principio de todos. Con toda la objetividad del mundo, no puedo más que rechazar el planteo de McDonagh, cuya “ideología” (sospecho) se transpira a través de su relato, más allá de que estemos ante una obra 100% de ficción. Ojo, a lo mejor soy yo la que está equivocada, pero desde hace rato me cuesta empatizar con este tipo de historias que confunden su mensaje. Estamos a las afueras de Ebbing, Missouri, como bien lo dice su título original. Uno de esos pueblitos norteamericanos que, si bien no llegan a ser la “américa profunda”, tampoco se destacan por el ‘nivel cultural’ de sus habitantes, o eso es lo que nos hacen creer desde la pantalla chica y la grande. Hay un poco de verdad en todo eso, evidenciada en documentales como como “Making a Murderer”, pero en la generalización es donde reside el problema, y es esa estereotipación del ‘redneck’ donde “Tres Anuncios por un Crimen” me hace tanto ruido. Mildred Hayes (McDormand) es una madre trabajadora que decide tomar medidas extraordinarias cuando la investigación por la violación y el asesinato de su hija adolescente no avanza para ningún lado, a siete meses del crimen: contratar los servicios publicitarios de Red Welby y colocar tres anuncios muy elocuentes y directos sobre una ruta poco transitada, que igual logran llamar la atención de la prensa local y del querido jefe de policía de Ebbing, William Willoughby (Harrelson). Este es el desencadenante que pone en alerta a la policía, y un tanto furioso al inmaduro oficial Dixon (Rockwell), un nene de mamá conocido por su temperamento volátil, y su afición por repartir golpes gratuitos cuando se trata de sospechosos afroamericanos. Sí, Dixon es un racista (entre muchas otras cosas) avalado por sus compañeros que no mueven un pelo ante sus exabruptos. No es gente ‘mala’, solo ignorante, al menos ante los ojos de McDonagh. Cuando Mildred se rehúsa a retirar los carteles e insistir en que Willoughby (que además acarrea una enfermedad terminal) no mueve un pelo, la ciudad y el propio Dixon se le ponen en su contra desatando una espiral de violencia cada vez más peligrosa y absurda. El foco de “Tres Anuncios por un Crimen” no está puesto, justamente, en resolver dicho asesinato. Es solo la excusa para examinar estos “raros especímenes” de la raza humana, tan exóticos como desagradables. McDonagh convierte a su elenco en una fauna que acciona y reacciona, se ataca, se denigra y ni siquiera lo hacen por instinto. Sus motivaciones, en última instancia, tienen poco que ver con la justicia y muchísimo más con la catarsis y la revancha. Motivos nefastos, llevados a cabo por personajes aún más nefastos de los que no se salva, ni siquiera, esta madre afligida que solo sabe insultar y romper cosas, incluyendo la autoestima de esa hija asesinada. Nadie duda de las geniales actuaciones de McDormand o Rockwell, dos actores magistrales. Pero resulta imposible relacionarse con sus personajes, mucho menos con sus causas a medida que avanza la película. McDonagh nos quiere convertir en cómplices y, en mi caso, solo provoca el distanciamiento y el rechazo. La fotografía de Ben Davis es preciosa, la música de Carter Burwell también, y ambas juegan en función de sumergirnos en estos paisajes del Medio Oeste tan característicos. Pero una película no se puede quedar es lindas imágenes y buenas interpretaciones, sus mensajes son igual de importantes, y es ahí donde mi voto es no positivo. Vivimos momentos de cambio donde la empatía juega un papel primordial. A mi entender, “Tres Anuncios por un Crimen” logra el efecto contrario a otras películas que, como “¡Huye!” (Get Out, 2017) o la mayoría del repertorio de los hermanos Coen, manejan un humor negro muy particular; pero no por ello hay que dejar de ir al cine y juzgarla cada uno por sí mismo.
LA NOCHE DEL DEMONIO: LA ÚLTIMA LLAVE Aunque no lo crean, siguen encontrando historias para intentar asustarnos. “La Noche del Demonio” (Insidious, 2010) logró despegar una nueva franquicia terrorífica de bajo presupuesto de la mano de James Wan. Las críticas fueron desparejas, pero logró ganarse a su público y generar unas cuantas secuelas, que fueron perdiendo atractivo (y calidad) a medida que perdieron a Wan detrás de las cámaras. Por algún motivo (económico, seguramente) llega esta cuarta parte que nos lleva un poquito atrás en el tiempo, incluso antes de los acontecimientos de 2010, para centrarse en la historia particular de Elise Rainier (Lin Shaye), la psíquica que se volvió casi protagonistas y el hilo conductor a lo largo de estas películas. Arrancamos en 1953 con una joven Elise que debe lidiar con su “don” y un padre irascible y violento que no lo entiende. En cambio, decide castigar a su hija y encerrarla en el sótano tras ver un fantasma, donde la nena descubre una puerta y libera un demonio que desata la tragedia familiar. Durante su adolescencia, Rainier termina abandonando su hogar, y a su pequeño hermano que quedó al cuidado de papá. Muchos años después, la señora recibe uno de esos tantos llamados de auxilio de un hombre (Kirk Acevedo) que asegura que su casa de Nuevo México está invadida por un ente maligno. Curiosamente, es aquella casa de su infancia y, aunque un tanto renuente en un principio, Elise decide ayudarlo, en parte, para expiar sus propios fantasmas del pasado. Hasta allí se dirige con sus compañeros de aventuras paranormales, Specs (Leigh Whannell) y Tucker (Angus Sampson), sabiendo que el hogar está infectado de espíritus. Pero lo que descubre es algo más espeluznante, y un secreto familiar que, en última instancia, termina poniendo en riesgo a sus propias sobrinas. “La Noche del Demonio: La Última Llave” (Insidious: The Last Key, 2018) no suma nada nuevo a esta franquicia que sólo repite la fórmula y, en este caso, también agrega un poco (bastante) de drama familiar y una trama policial que se enreda con los sucesos sobrenaturales. Adam Robitel es el director designado, un casi debutante tras las cámaras que ya se paseó por el género con “La Posesión de Deborah Logan” (The Taking, 2014), y si bien hace un gran esfuerzo con la puesta en escena del pasado –una estética muy parecida a la de Wan, aunque alejado de su maestría estética-, nos entrega esos sustos de manual y unas cuantas actuaciones exageradas. El interés se va perdiendo entre varias tramas y personajes que entran y salen de la historia sin mucho peso. Está claro que la clave de todo es Elise y el argumento se esfuerza por conectar puntos con el resto de la franquicia, pero nunca nos terminan de contar en profundidad de qué la va este demonio (Key Face) que sale de la nada -o, suponemos, como resultado de la prisión que se encontraba cerca de la casa, donde muchos de los condenados murieron en la silla eléctrica, una de las tareas de papá Rainier- para crear caos. “La Noche del Demonio: La Última Llave”, como muchas de sus antecesoras y compañeras de Blumhouse Productions, saca provecho de su relación bajo presupuesto/buena taquilla, pero se queda muy corta a la hora de influenciar en un género que, durante 2017, demostró que todavía tiene tela para cortar y la manera de reinventarse a sí mismo. Claro que este no es el caso, pero tampoco esperábamos algo distinto. La película de Robitel cumple con sus propias expectativas y ambiciones, suma sustos fáciles y una opción dentro de todo entretenida, aunque demasiado genérica para que nos sacuda un poco.
¿LO BUENO VIENE EN FRASCO CHICO? Matt Damon se hace chiquito y ni así zafamos del bostezo. Alexander Payne nos dio grandes historias como “Entre Copas”, “Los Descendientes” y “Nebraska”, pero con “Pequeña Gran Vida” (Downsizing, 2017) pretende abarcar demasiadas reflexiones y se pierde entre la sátira social, el drama y algunos mensajes confusos. Estamos en un futuro no muy lejano donde científicos noruegos encontraron la solución a uno de los grandes problemas ambientales de la humanidad: la sobrepoblación. La idea es reducir a los humanos a un tamaño pequeñísimo de apenas 12 centímetros, y ubicarlos en ciudades especiales donde pueden vivir cómodamente y producir muchos menos desperdicios. Quince años después, el proceso de reducción irreversible (downsizing) es todo un éxito a pesar de sus detractores, y Paul (Matt Damon) y su esposa Audrey Safranek (Kristen Wiig) deciden esquivar sus penurias económicas, y ayudar al planeta en el proceso, sometiéndose al mismo y dejando todo atrás para mudarse a Leisureland, una de estas nuevas comunidades muy populares. Con poco dinero en el banco, los Safranek se pueden asegurar un muy buen pasar y acceder a lujos que “en el mundo real” sólo pueden soñar. El problema es que Audrey se arrepiente a último minuto, y Paul termina solo, divorciado y con un departamentito en la ciudad, llevando una vida pequeña bastante miserable. Todo cambia cuando se empieza a codear con su vecino Dusan Mirkovic (Christoph Waltz), un comerciante playboy y millonario que consigue que cruce su camino con Ngoc Lan Tran (Hong Chau), una activista vietnamita que fue reducida en contra de su voluntad, y terminó como una refugiada en Leisureland, ahora, realizando tareas de limpieza. Payne nos habla del “sueño americano” y lo confronta con la realidad, curiosamente, dentro de este idílico (¿utópico?) mundo pequeño que, más allá de su tamaño, no guarda ninguna diferencia con el real. Hay trabajos mundanos, muros, inmigrantes en desventaja, gente que se aprovecha de las circunstancias, y otros que no lo pasan tan bien como dice el folleto; una realidad que parece ir golpeando a Paul de a poquito, hasta transformarlo en un idealista de manual. En vez de abogar por ella, “Pequeña Gran Vida” se burla un poco de la ecología, trasformando a sus defensores en hippies sin cabeza. Por el contrario, se preocupa en destacar las diferencias sociales en medio de lo que debería ser una fantasía, pero nos presenta la misma realidad que atestiguamos día a día como si fuéramos tan inmunes como el protagonista. La ciencia ficción siempre funciona muy bien cuando se trata de metáforas sociales. Payne nos muestra detalladamente el proceso de reducción y nos divierte por un rato, pero no aprovecha las circunstancias que plantea en su propio relato. La película se hace demasiado extensa (toda una paradoja, ¿no?), y sí, se va por las ramas, contando demasiadas cosas de la mano de un Matt Damon que no emociona a absolutamente nadie. Por el contrario, el personaje de Ngoc Lan Tran (y todos sus lugares comunes), resulta más auténtico y conmovedor pero, al final, también se diluye en este mar de críticas superpuestas que decepciona bastante. Alexander Payne sabe cómo filmar y “Pequeña Gran Vida” tiene imágenes impresionantes. Acá se las arregla de sobra con un presupuesto medio, escapándole a la margen independiente, aunque falla ahí donde siempre se luce: las conexiones humanas en sus relatos. No es una mala película, pero cuesta encontrarle algo verdaderamente destacable. LO MEJOR: - Hong Chau y la “autenticidad” de su personaje. - Un planteo original que se pierde en la práctica. - Los palitos a la política norteamericana. LO PEOR: - El mensaje se convierte en banalidad. - Basta de Matt Damon y sus caras de nada.
LOS QUE SE VAN NUNCA NOS ABANDONAN Pixar se despacha con una historia familiar bien a la mexicana, y nos emociona hasta las lágrimas. No vamos a negar que gran parte de las películas de Pixar se rigen por un mismo formato. La misma que comparten otras historias animadas, y aquellas que no lo son, porque “el viaje” en sí, es una de las estructuras (y metáforas) más antiguas de la narrativa. Los protagonistas del estudio de la lamparita (ya sean juguetes, autitos, peces o emociones) suelen perderse, y alejados de su hogar encuentran aventuras, pero en esa búsqueda por encontrar el camino de regreso, también encuentran identidad y ese propósito que andaban necesitando, muchas veces, sin siquiera saberlo. Lo más importante no es tanto el cómo, sino los temas que estas odiseas traen aparejados. En el caso de “Coco” (2017), Lee Unkrich (“Toy Story 3”) y el debutante Adrian Molina se la juegan e introducen el concepto de la muerte como celebración y no tanto como golpe bajo, al que tan mal nos tiene acostumbrados la compañía del ratón. Para ello, los realizadores tuvieron que mirar para otro lado, y otra cultura, y quienes mejores que los mexicanos con sus tradiciones y su Día de los Muertos para ambientar una de las aventuras más coloridas y emotivas del estudio. El tema de la muerte y esta celebración tan particular ya habían sido explorados por Jorge R. Gutiérrez en “El Libro de la Vida” (The Book of Life, 2014), pero a pesar de lo que muchos quieren creer, “Coco” no guarda similitudes con esa gran película animada, más allá de algunas referencias culturales. Desde su título, “Coco” (la bisabuela del pequeño protagonista) nos dice que esta historia viene por el lado familiar, el legado muchas veces imborrable, y esas costumbres que no podemos dejar pasar, aunque hagamos nuestro mayor esfuerzo. Los Rivera son una familia enorme y muy unida dedicada a la fabricación de zapatos, una “tradición” que comenzó con mamá Imelda tras ser abandonada por su marido, un músico que partió para hacer realidad sus sueños. De ahí, que las melodías de cualquier tipo estén prohibidas en la casa Rivera desde hace varias generaciones, una negativa que va en contra de todos los impulsos de Miguel, pequeñito que anhela con convertirse en estrella, al igual que su ídolo Ernesto de la Cruz (Benjamin Bratt), el músico más grande de la historia mexicana, justamente, oriundo de Santa Cecilia, este ficticio pueblito. Miguel está dispuesto a romper las reglas y probar suerte en un concurso de talentos que se lleva a cabo el Día de los Muertos, un día especial para pasarlo en familia y recordar (y reencontrarse) con aquellos que ya no forman parte del mundo de los vivos. La tradición dicta que en la ofrenda deben estar las fotos de los seres queridos, así pueden encontrar el camino a casa. Pero sin querer queriendo, el nene descubre un supuesto secreto sobre el pasado de los Rivera, y decide robar la guitarra del fallecido De la Cruz para participar en el concurso. Ahí es donde entra en juego la fantasía pixariana. Con el primer acorde, Miguel queda atrapado entre los dos mundos, y debe viajar a la Tierra de los Muertos para recibir la bendición familiar y poder volver a casa con los suyos. Nada fácil, ya que la aprobación tiene que venir de parte de mamá Imelda, que no pudo visitar a su familia por culpa de Miguel y quien, obviamente, no aprueba su gusto por la música. El nene pasa al plan B: conseguir la ayuda de Héctor (Gael García Bernal), un simpático esqueleto embustero quien promete llevarlo con De la Cruz (para Miguel, su tatarabuelo), a cambio de que ponga su foto en la ofrenda y que no “muera” en el olvido. Las reglas son simples, si del otro lado no hay nadie que los recuerde, los espíritus se van para siempre, y por eso el tiempo de Héctor es crucial, así como el del nene que debe volver a casa antes del amanecer, si no quiere convertirse en esqueleto. Lo que sigue es pura aventura llena de colores, rancheras y referencias mexicanas. Pixar se la juega de lleno con la cultura latinoamericana con un respeto poco visto, más si tenemos en cuenta la estereotipada historia de Walt Disney. Michael Giacchino, Kristen Anderson-Lopez y Robert Lopez son los responsables de cada una de las canciones, cruciales para esta historia, la más musical en el repertorio del estudio. Pero la idiosincrasia latina, la unión familiar tan propia de nuestra parte del continente, y los aspectos más tradicionales son la verdadera columna vertebral de este relato que no nos puede resultar indiferente. Lo de Anthony Gonzalez como Miguel es maravillosamente auténtico, pero lo mejor de todo es cuando su protagonismo se convierte en nexo entre presente y pasado, con la intensión de cambiar el futuro. “Coco” tiene un poco para cada uno: humor (aunque esta vez la cultura pop queda reemplazada por la mexicana de forma genial, incluyendo artistas y su propia historia del cine), canciones pegadizas y lacrimógenas, un poco de misterio (¿y trama policial?) y esta hermosa ventana hacia algunas tradiciones que no conocemos. La Tierra de los Muertos es caótica, colorida e imparcial, tanto así que Unkrich y Molina se atreven a poner pequeñines tan curiosos e hiperquinéticos como cuando estaban con vida. Tal vez, la estructura sigue siendo la misma –el viaje y el regreso a casa-, pero son los pequeños detalles que van apareciendo por el camino, lo que sigue aportando originalidad, ternura y reflexión (ni hablemos de los pañuelos que gastamos en el proceso) a un género que, en su versión más mainstream, no logra escapar de los animalitos parlanchines, las moralejas deslucidas y todos los lugares comunes.