Los juguetes siguen invadiendo la pantalla, aunque esta vez con ínfulas más diabólicas. Annabelle vuelve para cerrar un círculo que comenzó junto con la franquicia de "El Conjuro". Blumhouse Productions tendrá sus exitosas sagas terroríficas de bajo presupuesto, pero Warner Bros. no se quedó atrás y, de paso, creó un universo compartido de relatos clásicos cargados de sustos y artefactos endemoniados. Sin darnos cuenta, llega la tercera entrega de la muñeca más maldita después de Chucky, una continuación que, de alguna manera, cierra el círculo que arrancó con “El Conjuro” (The Conjuring, 2013). Ahí, en la primera película de James Wan dentro de esta mega franquicia, conocimos superficialmente la historia de Annabelle, antes de que Ed (Patrick Wilson) y Lorraine Warren (Vera Farmiga) aceptaran el caso de los Perron. Después vendría la primera aventura en solitario de la muñeca poseída, un caso ambientado en Santa Monica, a finales de la década del sesenta, protagonizado por una parejita muy afecta a coleccionar estos juguetes antiguos; y “Annabelle 2: La Creación” (Annabelle: Creation, 2017), precuela donde David F. Sandberg cuenta sus orígenes, allá por mediados de la década del cincuenta. Ahora, todo vuelve al principio (¿o es al final?), ya que la historia nos vuelve a transportar a principios de los años setenta, cuando Annabelle llega por primera vez al hogar de los Warren para dejar de causar problemas. O eso es lo que nos quieren hacer creer. De entrada, Lorraine comprende que este no es un “artefacto” más de su colección de objetos malditos. Annabelle no está estrictamente poseída, sino que es un conducto para que otros entes malignos hagan de las suyas; por eso deciden resguardarla bajo una serie de protecciones en el sótano de su casa, incluyendo su famosa caja de vidrio sagrado y unas cuantas bendiciones de un sacerdote. Así, la muñeca ya no puede hacer daño, al menos que alguien meta la pata. Como el terror más banal no puede evitar estos lugares comunes, “Annabelle 3: Viene a Casa” (Annabelle Comes Home, 2019) deja de lado a los Warren para concentrarse en su pequeña hija Judy (Mckenna Grace), quien en vísperas de su cumpleaños se siente un tanto contrariada, ya que sus compañeritos de la escuela le tienen un toque de miedo al descubrir a qué se dedican sus papás. Mientras la opinión pública y los vecinos, deciden si Ed y Lorraine son héroes o puro fraude, la nena tiene varias experiencias sobrenaturales que no la ayudan mucho a sociabilizar. Mamá y papá deben salir durante el fin de semana y ahí es cuando Judy se queda al cuidado de Mary Ellen (Madison Iseman), la niñera que, a pesar de todo, la va a hacer pasar un buen rato. Pero también de la metiche Daniela Rios (Katie Sarife), amiga de Mary, muy interesada en los artefactos de los Warren. Resulta que la chica acaba de perder a su padre y anda necesitando comunicarse con el más allá para mitigar su dolor y sus culpas. Ya se imaginarán lo que viene. Daniela se autoinvita a la casa de los Warren y empieza a meterse donde no la llaman. Tras revolver la oficina de Ed descubre las llaves del sótano, donde el matrimonio guarda los objetos más malignos que tuvieron que enfrentar. No importa que la puerta tenga veinte trabas y cerraduras, la chica hace caso omiso y empieza a toquetear cada uno de los objetos hasta llegar a la vitrina de Annabelle, la cual dice expresamente: “No abrir bajo ninguna circunstancia”. Error, la cajita de cristal queda abierta y así los espíritus mala onda se empiezan a desmadrar, incluyendo muchos de estos artefactos diabólicos. Qué inquieta que resultó la muñeca “Annabelle 3: Viene a Casa” es una historia de terror demasiado convencional, incluso, dentro de la franquicia. Gary Dauberman, guionista de “It (Eso)” (It, 2017) y “La Monja” (The Nun, 2018), debuta detrás de las cámaras y no deja cliché con cabeza. El director logra armar un microcosmos terrorífico dentro del acotado espacio de la casa, jugando en las diferentes habitaciones con las consecuencias de estos objetos embrujados que empiezan a influir en las chicas. Lo sobrenatural se apodera del escenario, pero no evita los clásicos jump scares y los lugares comunes del género con sus linternas y luces que se apagan, elementos que levitan, nieblas misteriosas y alguna fantasmal aparición ocasional. Las motivaciones narrativas de la historia, al igual que su desenlace, son bastante pobres y torpes, y sólo nos demuestran la estupidez adolescente -tan bien llevada en “La Cabaña del Terror” (The Cabin in the Woods, 2012)-. Annabelle termina siendo un ente que se mueve de acá para allá alterando el orden de la casa, con la clara intención de poseer a alguno de sus ocupantes. Lo más rescatable de esta entrega es la breve intervención de Farmiga y Wilson; la pequeña Grace, que este año hizo acto de presencia como la joven Carol Danvers en “Capitana Marvel” (Captain Marvel, 2019), y la recreación de época con sus programas de TV y su musiquita. Por lo demás, el guión de Dauberman resulta una propuesta aburrida, aunque sepa mantener el ritmo y entretener a los amantes de terror menos exigentes. A Carol Danvers también le toca lidiar con espíritus malignos “Annabelle 3: Viene a Casa” es una buena excusa para seguir expandiendo este universo con historias baratas y sencillas que duplican y triplican su dinero en las taquillas del mundo. Suponemos que este es el cierre definitivo para la trayectoria de la muñeca, ya que acá queda bien en claro que no hay mucho más para contar sobre este “personaje” que generó más de una pesadilla en la audiencia.
Pensábamos que no necesitábamos una cuarta entrega de la pandilla juguetera, pero Pixar sabe cómo conquistar nuestros corazones y entregar una historia tan tierna como divertida y, ovbio, cargada de grandes reflexiones. Con el final de “Toy Story 3” (2010), Pixar lograba cerrar su primera trilogía de manera perfecta. La historia de Andy y sus juguetes llegaba a su fin de forma satisfactoria para los críticos y los fans, los mismos que habían compartido las aventuras de estos entrañables personajes a lo largo de 15 años. No había mucho más para contar ahora que el “nene” se marchaba a la universidad y Woody, Buzz y compañía pasaban al cuidado de Bonnie, una pequeñita cariñosa e imaginativa, dispuesta a darles el cuidado y el tiempo de juego necesario. Básicamente, “all was well”. Y ahí es cuando nos hacemos la pregunta crucial: ¿había necesidad de reflotar la saga con una nueva entrega? La primera respuesta que nos viene a la cabeza es “Y no”, pero quien se puede resistir a estos personajes. No vamos a negar que en la industria, el dinero de las taquillas siempre manda, pero tampoco que el estudio de la lamparita se tomó su tiempo para encontrar la historia adecuada y volver a conquistarnos. “Toy Story 4” (2019) llega casi una década después de aquella lacrimógena despedida entre Andy y Woody, y funciona como epílogo perfecto que cierra y expande este universo juguetero por partes iguales. Ya sin John Lasseter a la vista, ni Lee Unkrich (director de “Toy Story 3” y “Coco”) como parte del estudio, Josh Cooley -responsable del corto “Riley's First Date?” (2015)- se planta detrás de las cámaras para debutar a lo grande. La presión no es menor, pero se siente su entusiasmo y su respeto hacia estos íconos que se ganaron su merecido lugarcito en la cultura pop. Andrew Stanton (veterano de Pixar, ganador del Oscar por “Buscando a Nemo” y “Wall-E”) y Stephany Folsom pergeñaron un guión que se centra en el vaquero y esta nueva etapa que le toca atravesar con una nueva dueña, en una nueva habitación, compartiendo su tiempo de juego con nuevos muñecos. La experiencia de Woody lo preparó para casi cualquier situación, menos para afrontar su incipiente síndrome del nido vacío, ni lo que está por venir. La cosa es así: Bonnie está por empezar el preescolar, una experiencia que la aterra. El sheriff entiende que necesita estar ahí para la nena y decide colarse en la mochila para acompañarla en el día de orientación escolar. Resumiendo, gracias a su pequeña intervención, Bonnie crea un simpático lapicero al que bautiza como Forky, un extraño ¿muñeco? creado a partir de un tenedor-cucara, limpiadores de pipa y plastilina que Woody rescató del tacho de basura para ella. De esta manera, Forky (voz de Tony Hale) se convierte en la propiedad más preciada para la pequeñita, ese objeto transicional que la va a ayudar a atravesar estos cambios en su día a día. Lo que nadie puede anticipar es que el “cuchador” cobra vida, por supuesto, sin entender absolutamente nada, mucho menos lo que significa ser un juguete. Woody acepta la tarea de guiarlo en esta nueva etapa, enseñándole su propósito como compañero de juegos a un “utensilio” que, en realidad, está convencido de que su lugar en el mundo está entre los desperdicios. Los momentos entre los dos son hilarantes, pero frustrantes para el vaquero que se toma muy a pecho su misión. Tanto, que resuelve ponerse en peligro cuando Forky escapa durante un viaje por la ruta. Las diferentes entregas de “Toy Story” pueden resultar un poco reiterativas cuando se trata de la premisa “juguete perdido que hay que rescatar” o similar. Pero, si nos ponemos a pensar, dentro de este universo no hay nada peor para estos personajes que estar lejos de la seguridad de su hogar y de sus dueños. “Toy Story 4” viene a proponer otra cuestión, ya no poniendo el acento en los muñecos dejados de lado o abandonados como ya atravesó con Jessie o los habitantes de Sunnyside, sino con un planteo más independiente y aventurero que Woody jamás imaginó. Woody haciéndola de niñero Para aminorar la ansiedad de la nena, los papás de Bonnie deciden salir unos días de paseo en casa rodante por pueblitos pintorescos con sus ferias itinerantes y sus riesgos para cualquier juguete que ande solo por ahí. Forky no tiene mejor idea que escapar durante este trayecto, y Woody va detrás para llevarlo de regreso a los confortantes brazos de su dueña. El recorrido está plagado de peligros y distracciones, como una tienda de antigüedades donde el vaquero cree reconocer a una vieja amiga. Hagamos un paréntesis para recordar a Bo Peep (Annie Potts), la pastorcita de porcelana que formaba parte de una lámpara en el cuarto de Molly, la hermana de Andy. Betty ya no es parte de la pandilla durante los hechos de “Toy Story 3”, por eso Cooley y compañía se toman el tiempo para contarnos que pasó con ella, unos nueve años atrás. Y sí, el momento es bastante triste, pero de entrada nos muestra que la filosofía de Bo y Woody es un tanto diferente. El destino quiere que esta dupla de “enamorados” se vuelva a juntar, removiendo sentimientos e ideologías jugueteras. No vamos a anticipar mucho más, pero deben saber que “Toy Story 4” es la más aventurera de la saga, una búsqueda física y psicológica para todos sus personajes principales. Los realizadores hacen foco en los “cambios”, los de Bonnie y los de Woody (que ya no es el juguete principal de la habitación, mucho menos el preferido de una nena que juega de manera muy diferente a la de Andy), y los propósitos de cada uno de estos protagonistas que siempre anteponen sus necesidades a las de sus dueños. ¿Quién es el mejor acróbata de Canadá? Director y guionistas plantean la cuestión de “¿qué es ser un juguete?” en todas sus formas y colores, mostrándonos muñecos sin dueño que disfrutan de su libertad, y muñecos que nunca los tuvieron y sólo sueñan con ese ideal de compartir un abrazo con un pequeñito. Sí, las cuestiones existenciales se ponen a la orden del día, demostrando más que nuca que Pixar no sólo piensa en los chicos cuando pergeña sus historias. En este caso, una cargadas con bastantes elementos terroríficos cuando nos introducimos en los recovecos de la polvorienta tienda de antigüedades y algunos de los “siniestros” personajes que la habitan -pesadillas con muñecos de ventrílocuo en 3…2…1…-; o la hilarante irreverencia de un par de peluches de feria que no saben cómo comportarse en el mundo exterior porque pasan sus días atestiguando la mala conducta de los humanos que pasan por su cabina. Como las entregas anteriores, “Toy Stoy 4” introduce nuevos escenarios y personajes que siempre están en función del relato. Desde una hermosa muñeca parlanchina llamada Gabby Gabby (Christina Hendricks), hasta los trucos de Duke Caboom (Keanu Reeves), un experto motociclista, basado en el mejor acróbata de Canadá. Los peluches en cuestión son Ducky y Bunny (Keegan-Michael Key y Jordan Peele), una dupla no tan apta para películas ATP, que acá entregan los momentos más divertidos (y bizarros) de la película. Cada uno tiene su momento para brillar y sus motivaciones, de esas que nos hacen pensar que, tal vez, acá no hay un verdadero villano. Desde la factura técnica y visual, no hay estudio animado (sorry) que pueda competir con las imágenes que nos entrega la compañía de la lamparita. El nivel de detalle y las texturas son imposibles de distinguir de una imagen verdadera, de ahí la necesidad de que sus personajes humanos carezcan de realismo (aunque no de ternura). Pero Pixar siempre hizo hincapié en sus ideas y los temas que plantean desde la pantalla (no hay nada más genial que todo el concepto de Forky), y es ahí donde “TS4” se vuelve un poquito más relevante para entender más profundamente a este grupo de protagonistas. Que no nos falte la aventura y la amistad Esperen un sinfín de referencias y guiños escondidos por todas partes, también una gran aventura por nuevos escenarios y esos momentos lacrimógenos, que no son intrínsecamente tristes, pero sí melancólicos y emotivos cuando se trata de relacionarnos con estos personajes que conocemos desde hace 24 años.
Mads Mikkelsen es el protagonista absoluto de esta aventura de supervivencia, ambientada en las remotas y heladas tierras del Círculo Ártico. Dentro del género dramático y la aventura, hay un lugarcito especial para las historias de supervivencia, muchas basadas en hechos reales (que casi siempre terminan medio mal) como “Everest” (2015), “En el Corazón del Mar” (In the Heart of the Sea, 2015) o “127 Horas” (127 Hours, 2010). La idea de estos relatos es meternos de lleno en las arduas experiencias de los protagonistas que le hacen frente a condiciones extremas, para poder compartir (y probar) un poquito de esos peligros y peripecias desde la comodidad de la sala de cine, sin sufrir riesgo alguno a nuestra integridad física. La islandesa “El Ártico” (Arctic, 2019) va por ese lado, desplegando una historia minimalista que rescata el férreo espíritu de lucha del ser humano para seguir adelante, incluso durante las condiciones más adversas. El brasileño Joe Penna debuta en la pantalla grande después de una exitosa serie de cortos en YouTube, y se despacha con un relato más que intenso delante y detrás de las cámaras, ya que esta ópera prima la llevó a cabo a lo largo de sólo 19 días en uno de los rodajes más difíciles, según cuenta su estrella Mads Mikkelsen. El actor danés es el protagonista absoluto de esta aventura que lo encuentra varado en las frías tierras del Círculo Ártico (dah), a la espera de algún tipo de ayuda o rescate. Para cuando conocemos a Overgård (Mikkelsen), el aventurero ya lleva un tiempo atascado en este deshabitado y helado lugar, supuestamente, después de un accidente aéreo. Desde entonces, decide refugiarse en los restos de la avioneta que lo transportaba, y seguir una serie de rutinas para mantenerse vivo y ocupado sin perder la razón o las esperanzas. Regido por el reloj, el hombre chequea constantemente sus líneas de pesca para procurarse el mínimo alimento, explora las cercanías de la caída tratando de delinear un mapa de su entorno, e insiste con las señales de auxilio que no parecen encontrar respuesta. Así son sus días, desde que se levanta hasta que se acuesta y empieza otra vez, manteniéndose a resguardo de las implacables condiciones climáticas y los feroces animales que pululan cada tanto a su alrededor. Una de estas jornadas, finalmente aparece un helicóptero de rescate, pero este termina estrellándose en medio de una tormenta. Las esperanzas de Overgård vuelven a disiparse, pero igual resuelve ir a ayudar a los ocupantes: el piloto (Tintrinai Thikhasuk) que muere durante el choque, y una joven mujer (Maria Thelma Smáradóttir) gravemente herida. Ahora, a sus tareas cotidianas, nuestro héroe suma los cuidados de la rescatista que apenas se mantiene consciente. Cura sus heridas como puede, la alimenta y la ampara, esperando que venga el auxilio. El tiempo pasa, la salud de la mujer va empeorando y Overgård debe tomar una decisión: mantenerse a salvo en la seguridad de los restos del avión esperando el rescate, o salir a la intemperie en busca de ayuda a una base que parece estar a un par de días de distancia. Acá es donde empieza la verdadera aventura de este héroe, que va a poner en juego todas sus habilidades para la supervivencia, arrastrando a su compañera por los hostiles paisajes del Ártico, que no siempre colaboran a lo largo de su travesía. Se nota que Overgård tiene cierta experiencia, pero hasta sus fuerzas y su voluntad tienen un límite cuando debe hacerles frente a las inclemencias, los animales salvajes que no discriminan o la propia naturaleza que no le da respiro. Penna y su coguionista Ryan Morrison, se concentran en todo los pequeños detalles sin abusar del dramatismo del momento. El resultado es una historia 100% humana cargada de frustraciones, que no necesita de diálogo alguno (apenas se dicen un par de líneas a lo largo de sus 98 minutos), posando todo el peso de la narrativa en los hombros de Mikkelsen, que convierte la película en un “one man show”. Hasta la victoria, siempre El magnífico trabajo del actor se complementa con la desoladora visión de Penna y su director de fotografía Tómas Örn Tómasson, que no pierde oportunidad de mostrar la majestuosidad y peligrosidad del paisaje, las despiadadas tormentas que pocas veces anticipan el golpe, la dureza e infertilidad de las volcánicas tierras de Islandia y la crudeza del entorno que deben enfrentar los protagonistas si quieren sobrevivir. Esta angustia se contagia inmediatamente en el espectador, aunque no siempre encuentra la mejor reacción ante un relato un tanto cíclico y repetitivo que empieza a abusar de sus artilugios narrativos hacia el final. El resultado es mucho más una experiencia emotiva y sensorial que una historia dramática, la cual hace hincapié en los instintos y las necesidades más básicas, incluso la de conectar con otro ser humano cuando la soledad empieza a pegar duro. Este parece ser el obstáculo más grande que Overgård debe enfrentar en un punto, y de ahí su resolución de arriesgarlo todo. En conclusión, “El Ártico” es una propuesta interesante dentro del subgénero, pero se queda corta a la hora de terminar de redondear sus ideas y entregar un desenlace satisfactorio que no frustre al espectador ni caiga en convencionalismos.
Sin Will Smith ni Tommy Lee Jones, la saga extraterrestre vuelve a los cines con nuevos protagonistas y aventuras, pero con bastante menos chispa. Son varias las razones por las que un estudio decide rescatar/rebootear una franquicia después algunos años y fracasos. La plata que pueda llegar a recaudar es una de ellas, por supuesto, pero también hay una clara intención de utilizar la nostalgia para atraer al viejo público, al mismo tiempo que se genera la expectativa suficiente para sumar nuevos seguidores. Por suerte, nadie recuerda el estreno de “Hombres de Negro III” (Men in Black III, 2012), lo que le da cierto changüí a esta nueva instancia que cambia completamente de protagonistas y director, convirtiendo la saga fantástica de Barry Sonnenfeld en una historia de “espías” cosmopolita, con alienígenas de por medio. Como bien lo dice su título, “Hombres de Negro: MIB Internacional” (Men in Black: International, 2019) nos lleva de paseo por varios continentes sin un propósito muy claro. Ya no tenemos a Tommy Lee Jones y Will Smith para salvar al mundo (apenas una pequeña referencia por aquí y por allá a aquella primera y exitosa película de 1997), pero sí una nueva pareja despareja que hace las veces de agente novato/agente experimentado, que debe hacer yunta para frenar una amenaza del espacio exterior. Acá no hay muchas novedades en cuanto a argumento, incluso se sigue alejando a pasos agigantados del material original -el cómic homónimo de Lowell Cunningham-, olvidándose completamente de esa lectura entre líneas sobre los inmigrantes ilegales en los Estados Unidos. No, no esperen nada de eso (bah, no esperen mucho), en cambio sí rebosa de acción, efectos especiales y saltos de país en país, para que veamos que lindos que son los paisajes de Londres, Italia, Marruecos y Nueva York. F. Gary Gray, quien tiene cosas descerebradas como “Rápidos y Furiosos 8” (The Fate of the Furious, 2017), pero también películas interesantes como “Letras Explícitas” (Straight Outta Compton, 2015), toma el testigo de la franquicia para contarnos uno de sus capítulos más carente de narrativa. Todo arranca en 2016, en París, cuando High T (Liam Neeson) y el Agente H (Chris Hemsworth) consiguen salvar al mundo de la invasión de La Colmena, convirtiéndose en héroes de la división MIB de Londres. Muchos años antes, la pequeña Molly tiene un extraño encuentro cercano con una criatura alienígena, lo que va a marcar para siempre su futuro. En la actualidad, Molly (Tessa Thompson) intenta unirse a ESA agencia en particular que se dedica a lidiar con misterios del espacio, pero ni la CIA, ni el FBI la toman muy en serio, rechazando su solicitud, a pesar de contar con todos los requisitos. Su perseverancia da frutos cuando finalmente se cruza con los Hombres de Negro y logra convertirse en la Agente M, un efectivo a “prueba” que debe viajar al país británico para su primera asignación. Como muchos/as en la oficina, la chica queda absolutamente cautivada por el Agente H, un langa irreverente y negligente que se las sabe todas pero que, admitámoslo, también hace muy bien su trabajo. Después de que una de sus misiones encubiertas no sale según lo planeado, H queda bajo la estricta supervisión de su mentor (Hgh T) y debe hacerle de niñera a un extraterrestre con muchas credenciales. Acá es donde empiezan los problemas: por un lado, una extraña amenaza alienígena que va dejando demasiados cadáveres y destrucción por el camino; por el otro, la posibilidad de que haya un infiltrado dentro de MIB, propiciando el regreso de La Colmena. Tenemos nueva dupla para la franquicia Olvídense del misterio, “Hombres de Negro: MIB Internacional” no deja mucho a la imaginación y se despacha con una historia demasiado sosa y predecible. Matt Holloway y Art Marcum, responsables de este guión y del de “Transformers: El Último Caballero” (Transformers: The Last Knight, 2017) (ups), sólo encuentran excusas para llevarnos de aquí para allá y desplegar todos los efectos digitales en aparatosas escenas de acción y aventura cosmopolita, pero poco se concentran en el desarrollo del conflicto (uno inexistente) y sus personajes, apenas un poco más que meros arquetipos. Todo ese encanto y química que Hemsworth y Thompson despliegan en “Thor: Ragnarok” (2017), acá no da señales de vida inteligente, dejando que ella haga todo el trabajo duro dentro de esta pareja, mientras él pone caritas de canchero y tipo lindo. Espero que estén contentos porque rompieron una gran dupla cinematográfica, que nunca encuentra esos grandes momentos para destacarse. ¿Lo mejor? Las breves intervenciones de Emma Thompson como la Agente O, y Kumail Nanjiani prestándole la voz a Pawny, un simpático y diminuto extraterrestre que aporta casi todo el humor a esta insulsa entrega. La cuidadosa presentación de los diferentes escenarios y personajes de este extenso universo, y el hecho de que, a pesar de todo, sus casi dos horas de duración se hacen llevaderas porque la acción nunca para, saltando de situación en situación, sin detenerse a pensar en cosas básicas como las motivaciones de los protagonistas. La vieja fórmula del novato y el agente experimentado Claro que “Hombres de Negro: MIB Internacional” no aporta absolutamente nada (ni a la saga ni a un mercado plagado de películas olvidables), y desaprovecha la posibilidad de hacer un cambio radical en la franquicia teniendo a Thompson como fuerte protagonista. En serio, dejen de forzar feminismo y, en cambio, desarrollen buenos personajes femeninos. Se ve que la intención es captar a esa nueva audiencia más familiarizada con las caras de Chris y Tessa gracias a sus aventuras superheroicas más recientes, y no preocuparse por contar historias atrapantes y llamativas sobre este simpático universo que muestra la convivencia pacífica (y secreta) entre humanos y alienígenas. Una lástima. Nos vemos en el próximo reboot.
Desde Rusia llega una historia de terror que trata de sorprendernos mezclando el mundo de los sueños comaprtidos y algunos entes malévolos. Spoiler alert: no lo logra. El terror ruso quiere encontrar su lugarcito en las pantallas del globo, con historias y ambientaciones muy diferentes. Svyatoslav Podgaevskiy trató de hacer lo propio con “La Novia” (Nevesta, 2017), una propuesta que se quedó en el camino con algunos sustos malogrados. Ahora, los productores de este fallido relato redoblan la apuesta con “Pesadilla al Amanecer” (Rassvet, 2019), debut del realizador Pavel Sidorov que mezcla sectas, demonios sin rostro y el mundo de los sueños dentro una producción con aristas interesantes, pero mucha incoherencia narrativa. Se nota el entusiasmo de Sidorov en cada una de las imágenes y climas que va construyendo casi, casi desde el comienzo, rescatando esa austera y fría arquitectura soviética tan característica; pero los planteos e intenciones del guión de Evgeny Kolyadintsev no siempre están claros y pasan del facilismo y los lugares comunes, a la preguntas sin respuesta del final. Todo arranca durante el cumpleaños número veinte de Svetlana (Alexandra Drozdova), día un tanto agridulce ya que también conmemora el fallecimiento de su mamá, quien murió dándole a luz. La chica festeja con amigos recientes porque se mudó a su nuevo departamento compartido unos seis meses atrás, pero recibe la inesperada visita de su hermano mayor Anton (Kuzma Kotrelev), que trae regalitos y recuerdos de la infancia para compartir. Después de la celebración, Anton decide quedarse a pasar la noche, pero algo extraño sucede y termina quitándose la vida. El suceso conmueve a Sveta, quien comienza a experimentar pesadillas bastante terroríficas y vívidas. Revisando las pertenencias de su hermano, empieza a descubrir el oscuro pasado de su mamá, quien fue parte de una secta adoradora de una entidad maligna relacionada con los sueños. Al parecer, Anton estaba siguiendo varias pistas con la ayuda del profesor Stepan Laberin (Valery Kukhareshin) y sus clases, pero nada muy conclusivo. Con esta nueva información entre sus manos y la imposibilidad de dormir sin pasarla mal, Svetlana decide someterse a las terapias del profesor en el Instituto de Somnología, donde se llevan a cabo experimentos que inducen a los pacientes dentro de un sueño lúcido compartido que puede curar sus males, ya sean fobias o miedos varios. A la chica le toca compartir la experiencia con Kirill (Aleksandr Molochnikov), un periodista con claustrofobia; la sonámbula Lilya (Anna Slyu) y Vitaly (Oleg Vasilkov), ex técnico de submarino que sobrevivió a una tragedia. La prueba comienza, pero al rato los pacientes despiertan suponiendo que algo salió mal. De pronto se encuentran solos en las instalaciones del instituto sin nadie a la vista, pero perseguidos por sus recuerdos y sus culpas de forma bastante vívida y terrorífica. Queda claro que nunca despertaron y siguen compartiendo la pesadilla en la que están inmersos, pero acá es donde la historia empieza a desbarrancar, sumando lugares comunes, jump scares gratuitos, actuaciones MUY malas y situaciones que no siempre encuentran una explicación, más o menos, coherente con el resto del relato. Nunca un sueño tranquilo, ¿no? Director y guionista meten tantos elementos dentro de la narración que, al final, no les queda otra que cerrar a las apuradas, dejando demasiadas inconsistencias y cabos sueltos por el camino. No siempre nos queda claro si estamos viviendo la realidad o la pesadilla de los protagonistas, un recurso interesante para la narración, hasta que se convierte en algo confuso y sin sentido. El problema principal es que mezcla el mundo de los sueños compartidos y el surrealismo que esto trae aparejado, con una trama de terror que mete sectas y demonios a los ponchazos, creando un poco más de desconcierto en el espectador. Ojo, la historia de Sveta, su hermano y su mamá, viene bastante bien encaminada desde las imágenes y los indicios dosificados, hasta que los realizadores introducen este nuevo grupo de personajes, cuya función no queda tan clara. Todo lo que Sidorov logra crear desde la puesta en escena, sus planos cinematográficos y la atmósfera terrorífica, se borra de un plumazo cuando estos cuatro personajes interactúan, entregando algunas de las peores actuaciones que hayamos visto en la pantalla. Así se borran los últimos atisbos de esperanza para este relato con buenas intenciones y planteos, pero poca experiencia para llevarlos a buen puerto sin caer en lugares comunes o resoluciones a medias. Lamentablemente, “Pesadilla al Amanecer” no es la película de terror que va a poner a Rusia en el candelero, pero seguro va a generar un mínimo de interés en el público local, siempre dispuesto a darle una oportunidad a cualquier historia que los haga saltar en la butaca.
La saga mutante llega a su fin con la adaptación de uno de sus mejores arcos comiqueros. Lástima que esa calidad narrativa no se traduzca a la pantalla. Más allá de la incomodísima herencia que nos dejó Bryan Singer, no podemos esquivar el hecho de que la franquicia mutante abrió el juego superheroico en la pantalla grande durante este nuevo milenio. Posiblemente, hoy no tendríamos MCU, DCEU o trilogía de Nolan, si 20th Century Fox no se la hubiese jugado con “X-Men” en el año 2000… y triunfado en el proceso. Dicho esto, y dándole todo el crédito a gente como Richard Donner y Lauren Shuler Donner, la saga comiquera pasó por sus altos y bajos, pero parecía haber encontrado el equilibrio con sus nuevas y jóvenes encarnaciones en “X-Men: Primera Generación” (X: First Class, 2011) de la mano de Matthew Vaughn, o con el regreso de Singer detrás de las cámaras con “X-Men: Días del Futuro Pasado” (X-Men: Days of Future Past, 2014). La alegría no duró mucho, y tras las compra del estudio por parte de Disney (que de esta manera adquiere casi todos los derechos de los personajes de Marvel), la historia debía llegar a su fin antes de que los mutantes se sumen al bando de Kevin Feige. Para cerrar a lo grande, Simon Kinberg -productor de este universo cinematográfico- debuta como director, tomando como punto de partida “La Saga de Fénix Oscura” (The Dark Phoenix Saga), celebradísima creación de Chris Claremont y John Byrne, que ya había tenido su fallida adaptación en “X-Men: La Batalla Final” (X-Men: The Last Stand, 2016). “X-Men: Apocalipsis” (X-Men: Apocalypse, 2016) había dejado la puerta bien abierta para la odisea de Jean Grey (Sophie Turner), pero… No queremos aguarles la fiesta, pero “X-Men: Dark Phoenix” (Dark Phoenix, 2019) sufre del mismo malestar que películas como “Los 4 Fantásticos” (Fantastic Four, 2015) o “Liga de la Justicia” (Justice League, 2017), historias demasiado toqueteadas en el proceso, cuyos desacuerdos entre las partes se notan en la pantalla. Kinberg, director y guionista, es el principal responsable de este naufragio que no cumple ni las mínimas expectativas de una aventura superheroica: un relato que vuelve a repetir los errores (y los acontecimientos) de la versión anterior, y ni siquiera puede ofrecer algún tipo de espectáculo visual para compensarlo. Todo arranca en 1975, con una pequeñita Jean incapaz de controlar sus poderes telequinéticos. Estos dones terminan causando el accidente automovilístico que mata a sus padres, por lo cual el profesor Charles Xavier (James McAvoy), decide acogerla en su escuela para “chicos especiales” y darle la guía necesaria para manejar sus habilidades y dejar los traumas detrás. El presente de 1992, encuentra a los X-Men muy amigados con el gobierno, dispuestos a responder a un llamado de auxilio desde el transbordador espacial Endeavour, dañado por culpa de una erupción solar. Así, los superhéroes se aventurar hacia la atmósfera, sin saber que la anomalía es mucho más peligrosa. Mientras el equipo -Raven (Jennifer Lawrence), Hank (Nicholas Hoult), Scott (Tye Sheridan), Ororo (Alexandra Shipp), Peter (Evan Peters) y Kurt (Kodi Smit-McPhee)- ponen a salvo a los astronautas, Grey decide hacerle frente a esta amenaza, poniendo su propia vida en riesgo. Sus extraordinarios poderes le permiten absorber toda esa energía, aparentemente, sin ningún tipo de daño físico. Los cambios empiezan a aparecer casi inmediatamente y las habilidades psíquicas de Jean se amplifican, rompiendo esas barreras mentales que Charles colocó en su cabecita, creyendo que le estaba haciendo un favor. La verdad sobre su pasado sale a la luz, provocando la ira de la chica que huye de la mansión en busca de algunas respuestas. Esta odisea no termina nada bien y, de repente, tanto sus compañeros mutantes como las autoridades se ponen en campaña para frenar su accionar destructivo. "Así que Bran es elk nuevo rey de Westeros" Nos vamos a ser malos y achacarle toda la culpa a Jean Grey, pero tampoco a revelar el misterio que esconde el personaje de Jessica Chastain, más allá de que anda en busca de los poderes aumentados de nuestra joven heroína. Así, “X-Men: Dark Phoenix” se convierte en una cacería constante, una persecución desde varios frentes, sin muchos matices ni motivaciones, que no parece acabar nunca. Claro que acaba y con el tercer acto llega “el enfrentamiento final”, un despliegue de efectos especiales clase Z que intenta resolver este monstruo de Frankenstein sin demasiadas explicaciones. La película de Kinberg es sólo una sucesión de acciones carentes de causas y consecuencias de peso. En ese desenlace es donde más se notan los recortes de la trama, imposibilitada para dejar a nadie satisfecho. Ni las actuaciones de Turner y McAvoy -los personajes con más tiempo (y diálogos) en la pantalla- pueden revertir la catástrofe que inicia casi desde el comienzo, porque el guión nunca entiende cuáles son las verdaderas motivaciones de sus protagonistas. Situaciones incoherentes y melodramáticas, personajes que contradicen su propia filosofía, actuaciones desaprovechadas -se nota que Lawrence y Michael Fassbender ya no quieren estar ahí-, momentos “feministas” forzados salidos de la cabeza de un señor que no entiende absolutamente nada, y un despliegue visual más digno de Syfy Channel que del final de una saga que ya lleva 12 películas (siete del equipo mutante) son algunos de los clavos de este ataúd. Ni la banda sonora de Hans Zimmer logra brillar en medio de este relato simplista y apresurado que no guarda ni un poquito de ese espíritu oscuro, intransigente y de planteos sociales que caracterizan a la franquicia. Jessica Chastain en modo misterioso ¿Dónde queda el “mutantes y orgullosos” si Mystique prefiere pasearse en su ‘piel humana’ en vez de exhibir su belleza natural (no obstante, la preferimos así, en vez del peor maquillaje de la historia)? ¿Dónde metemos los conflictos entre Charles y Erik a la hora de defender a los suyos? Obviamente, en recuerdos de tiempos más felices donde los mutantes representaban problemáticas más profundas como la discriminación y la falta de pertenencia. Quedémonos con esas viejas memorias (aunque signifique aceptar la visión del nefasto de Singer) y crucemos los dedos para que los hombres y mujeres X renazcan de sus propias cenizas (sí, como el Fénix) en un futuro cercano o lejano.
Pedro Almodóvar se pone más autorreferencial que de costumbre con esta dramedia que mezcla ficción y realidad, sin dudas, una de sus mejores películas. Todo artista (sea de la disciplina que sea) siente, en algún momento de su vida y su carrera, la necesidad de exteriorizar su propia historia, sus influencias y esas experiencias que lo convirtieron en lo que es, consciente o inconscientemente. Pedro Almodóvar lo fue haciendo con destellos a lo largo de casi toda su filmografía, pero ninguna de sus películas se siente tan personal y particular como “Dolor y Gloria” (2019), que acaba de pasar por la competencia oficial del Festival de Cine de Cannes, recolectando premios a Mejor Actor para Antonio Banderas y Mejor Banda Sonora para Alberto Iglesias. No alcanzan los halagos cuando se trata de la historia de Salvador Mallo (Banderas), reconocido y aclamado realizador cinematográfico que, debido a varias dolencias físicas (pero también psicológicas), no siente los impulsos de volver a plantarse detrás de las cámaras por el momento. Sus días pasan en soledad y oscuridad -para hacerle frente a las migrañas-, pero también en retrospección, cuando los recuerdos de la infancia y la juventud llegan desordenados para acompañarlo. Así, entre flashes, vamos descubriendo su niñez en Paterna (Valencia), su relación con su madre Jacinta (Penélope Cruz), su acercamiento y enamoramiento por el séptimo arte, su prodigio para la escritura y la música, su desdén por la iglesia. De a poco, podemos ir descifrando a ese pequeño (interpretado por Asier Flores) que hoy enfrenta sus seis décadas con muchos miedos, fobias y ganas de enmendar algunos errores cuando la filmoteca de Madrid viene a ofrecerle una función especial con el reestreno de su primera película, “Sabor”. El problema es que Mallo no se habla con su protagonista, Alberto Crespo (Asier Etxeandia), desde hace más de treinta años, una falta que quiere subsanar en medio de este “viejazo” que atraviesa. El reencuentro sorprende a los dos hombres, abre algunas heridas y rencores, pero también nuevas experiencias para Salvador que, después de evitarlo por muchos años (de ahí las diferencias con el actor), decide sumergirse en el mundo de las drogas pesadas (hablamos de heroína), un poco para mitigar sus dolores y otro tanto para entender este trance adormecedor que provocó más de un conflicto con su primer gran amor, en una Madrid desbordada en la década del ochenta. Mallo se rehúsa a compartir sus escritos, hermosas piezas que recopilan estos momentos de su vida y funcionan como cable a tierra, pero de apoco va cediendo, dejando que Crespo convierta una de ellas en un dramático unipersonal teatral que va a seguir extendiendo las brechas entre el pasado y el presente. “Dolor y Gloria” es una de las películas más sinceras y directas del realizador español. Claro que mantiene su sello personal y su atención a cada uno de los detalles que componen el cuadro (los colores, la música, la puesta en escena, la posición de la cámara), pero hay algo que se da y nos llega de manera más natural, que se aleja de sus artificios, (melo)dramatismos y extravagancias más frecuentes. Imposible determinar cuánto hay de autorreferencial en cada una de estas imágenes, pero como Mulder, queremos creer, y aceptar que el realizador atravesó gran parte de esta vida fascinante La palabra que utiliza el realizador para definir esta obra es “autoficción”, un relato que va mezclando hechos reales y ficticios, creando un hermoso entramado, imposible de desenmarañar, posiblemente, incluso para él mismo. Y quien mejor que Antonio Banderas para convertirse en su alter ego, un personaje que jamás exagera sus padecimientos, ni se convierte en víctima de su propia historia. Una que se guarda una última sorpresa bajo la manga, que termina llenando cualquier alma y corazón cinéfilo. Banderas y Cruz están en su mejor elemento cuando trabajan bajo las órdenes de Almodóvar. Lo de Etxeandia es un gran hallazgo (tiene una carrera más prominente en la pantalla chica), y siempre se disfruta la presencia de Cecilia Roth (¿haciendo de sí misma?) y un Leonardo Sbaraglia que viene a arrancarnos lágrimas y suspiros. A Pedro no se le escapa nada, ni los contrastes entre las callecitas de la actual Madrid y los paisajes de la infancia del protagonista en la década del sesenta, hasta su incondicional apoyo a la causa feminista, una lucha que se potenció tras “El caso de la Manada”. Todo está ahí y confluye de manera perfecta entre el drama, el humor y todo lo que está en medio (¿lo agridulce?), porque “Dolor y Gloria” juega con los matices y nunca con los extremos, como otros films del director. Se puede pensar esta película como la “Roma” (2018) de Almodóvar, aunque igual hay un abismo entre ambas obras y sus realizadores, pero es la personalidad y la autenticidad que se desprende, lo que más atrae y conmueve de esta historia.
Si tienen abtinencia de monstruos gigantes, la nueva película de Godzilla tiene épica de sobra y una gran imaginería visual. Falla en algunas cosas, pero... MONSTRUOS GIGANTES DÁNDOSE MASA. En el año 2014, y con el visto bueno de los estudios Tōhō, Legendary Pictures se empecinó en hacernos olvidar el mal rato que pasamos con “Godzilla” (1998) de Roland Emmerich, iniciando un nuevo universo cinematográfico compartido de la mano de este kaiju legendario. Así, la versión de Gareth Edwards dio el puntapié inicial para el MonsterVerse, un rejunte de criaturas gigantes a las que no les queda otra que compartir pantalla con algunos humanos y sus dramas personales. En este equilibrio reside el éxito o fracaso de estas películas que ofrecen espectáculo y una historia de fondo para sostenerlo. “Godzilla” (2014) fue un gran comienzo, pero muchos le reclamaron la poca participación del monstruo. “Kong: La Isla Calavera” (Kong: Skull Island, 2017) decidió ir mucho más allá, rescatando a ‘la octava maravilla del mundo’ con vistas a enfrentarse, tarde o temprano, con el rey de los lagartos mutantes. Antes de que se venga este choque de titanes durante 2020, había que demostrar quién es el macho alfa, de ahí que Michael Dougherty se haga cargo de esta secuela y tire toda la carne al asador, creando un espectáculo épico, visualmente insuperable, pero que vuelve a fallar cuando se trata de los protagonistas de carne y hueso. ¿Será que a nadie le importan? Dougherty es un realizador que viene del género terrorífico con cosas como “Terror en Halloween” (Trick 'r Treat, 2007) y “Krampus: El Terror de la Navidad” (Krampus, 2015). También es un fan muy respetuoso de la creación de Ishiro Honda, una consideración que se traduce en la pantalla. Su problema principal es no haber explotado del todo su faceta más humorística y tomarse algunas cuestiones demasiado en serio, conflictos familiares que entorpecen la trama más que llevarla adelante, dejando de lado los mejores elementos del cine catástrofe que sí exploró Edwards en la entrega anterior. Igual, acá lo más importante son los bichitos con ganas destructivas, y en ese aspecto nadie le gana a “Godzilla II: El Rey de los Monstruos” (Godzilla: King of the Monsters, 2019). La historia arranca durante la batalla de San Francisco, la misma en la que Godzilla derrotó a los MUTO, destruyendo la ciudad a su paso (no le vamos a andar pidiendo que esquive edificios, ¿no?). En medio del desastre, Mark (Kyle Chandler) y Emma Russell (Vera Farmiga) perdieron a su pequeño hijo, una tragedia que los marcó y distanció para siempre. Cinco años después, la doctora y su hija Madison (Millie Bobby Brown) se encuentran en la selva de China investigando a uno de los tantos “titanes” que se hallan en profunda hibernación, en este caso, una larva gigante conocida como Titanus Mosura, o Mothra para los amigos. Hay que aclarar que, mientras Mark le guarda un profundo rencor y odio a las criaturas gigantescas y, al igual que el gobierno, lucha para que sean extingan completamente, Emma tiene su propia filosofía, y su espíritu aventurero y científico la empujan a proteger estas especies, y a querer entenderlas y comunicarse con ellas. De ahí, la creación de ORCA, un aparatito que puede rastrear las frecuencias de estos bichos a lo largo y ancho del planeta, entre otras cosas. Un artefacto muy codiciado por Jonah Alan (Charles Dance), mercenario y bioterrorista que trafica con el ADN de estas bestias. Dougherty y su coguionista Zach Shields no se andan con vueltas y van derechito a los bifes. Ni tiempo tenemos de conocer a los miembros distanciados de esta familia, antes de que las chicas caigan en manos del villano y partan con un rumbo muy específico: “despertar” a uno de los especímenes más misteriosos del conjunto, conocido como “Monstruo Cero”, con la intención de devolverles la Tierra a estos titanes que la habitaron y la gobernaron hace miles y miles de años. ¿¡Qué les pasaba!? Draco Dormiens Nunquam Titillandus Se podrán imaginar que esta resulta ser la peor idea del universo, porque a pesar de los esfuerzos se hace imposible controlar a un bicho temperamental de tres cabezas como el magnánimo King Ghidorah, autoproclamado machito alfa ante el cual se inclinan las demás criaturas… o casi todas. Y ahora, ¿quién podrá defendernos? Se preguntan desde el gobierno y desde Monarch, la organización secreta que viene estudiando y conteniendo a estos monstruos dormidos desde hace décadas. La solución obvia es Godzilla, enemigo natural de esta hidra, quien ya demostró que suele estar del lado de los humanos. Al menos, por ahora. Este es el planteo más básico de la película, pero Dougherty va un poco más allá con las extremistas y no tan alocadas motivaciones de los “malos”. De paso, se anima a un par de giros inesperados que refrescan bastante la trama (no, no se los vamos a decir), y le presta detallada atención a ampliar la mitología de estas criaturas, cuyo origen es muy diferente al de 1954. Pero aunque el realizador se aleja de las consecuencias de los ataques nucleares al final de la Segunda Guerra Mundial, la devastación causada por el hombre siempre está presente, como la constante necesidad de devolverle los esfuerzos a la naturaleza. Acá, esa naturaleza está representada por Godzilla, que va a necesitar alguna ayudita de los seres humanos, si quieren derrotar al gigante tricéfalo. Mucha filosofía ambientalista, mucho drama familiar entre los Russell pero, al fin y al cabo, esta es una película de criaturas gigantes y mega poderosas dándose de piñas, y es ahí donde “Godzilla II: El Rey de los Monstruos” no nos defrauda ni un momento. Dougherty y su equipo d eefectos especiales (vayan anotando esa nominación al Oscar) crean imágenes bellísimas entre la destrucción y el caos, dejando que nos maravillemos y nos aterroricemos por partes iguales cada vez que Rodan, por ejemplo, arrasa con todo a su paso; o cuando Mothra demuestra que es mucho más que un par de alas bonitas. Hay poesía en cada uno de sus movimientos, y un peso mitológico del que nos gustaría aprender mucho más. Cada uno tiene sus características y su personalidad, aunque no siempre se le presta la debita atención. Estos humanos siempre rompiendo algo Cada enfrentamiento eleva la apuesta, pero el ritmo y la trama se entorpecen (y muchas veces se ralentizan) cada vez que alguno de estos humanos entran en escena. Todo bien con Kyle Chandler, amor eterno por Ken Watanabe y sus discursos, aplausos para todas esas mujeres científicas, pero ninguno tiene el peso específico necesario para hacerles sombra a sus coprotagonistas en CGI. A “Godzilla II” le faltan unos cuantos toques de humor desperdiciados y dejar de tomarse las cosas tan en serio todo el tiempo, un camino que es necesario (la empatía humana es lo que nos conecta con los personajes), pero termina siendo lo que más falla en esta secuela, justamente, por su intrascendencia. Nada que desluzca completamente la épica de la acción y el despliegue visual que se abre ante nuestros ojos y que, además, nos deja con muchas ganas de seguir enganchados con este universo, gracias a los indicios pocos sutiles (y escena post-créditos) de “Godzilla vs. Kong” (2020). No, no estamos listos para esto.
Octavia Spencer se la juega delante y detrás de las cámaras con un thriller psicológico que la tiene en el papel de villana. Los esfuerzos del cine de terror independiente siempre se valoran, mucho más cuando detrás de un proyecto está la mismísima Octavia Spencer haciendo fuerza para que todo salga viento en popa. Blumhouse Productions nos trajo un sinfín de franquicias terroríficas y ahora le apuestan a “Ma” (2019), un thriller psicológico dirigido por Tate Taylor, quien ya había trabajado con la oscarizada actriz en “Historias Cruzadas” (The Help, 2011), una película bastante diferente. No caben dudas de que a Taylor le gusta trabajar con personajes femeninos, pero no siempre los sabe llevar por el buen camino como ocurrió con la adaptación de “La Chica del Tren” (The Girl on the Train, 2016). Lamentablemente, “Ma” retoma algunos tropos gastados de esta última, y del cine en general, donde la villana desbarranca emocionalmente, sin verdaderas razones de peso que justifiquen semejante accionar. O sea, apenas te descuidás, Octavia te hierve el conejo. La historia escrita por Scotty Landes (“Who Is America?”) arranca con la joven Maggie (Diana Silvers) y su mamá Erica (Juliette Lewis), quienes después de muchos años de vivir en California regresan a Ohio para asentarse y comenzar una nueva vida. Maggie es la chica nueva de la escuela, un poco tímida, pero en seguida logra hacer buenas migas con Haley (McKaley Miller) su grupete de compañeros, al cual también pertenece Andy Hawkins (Corey Fogelmanis), quien le echa el ojo a la recién llegada. Los chicos son chicos y les gusta parrandear, pero las leyes no les permiten comprar alcohol para sus sábados de joda. Así es como cruzan camino con Sue Ann (Spencer), una veterinaria un tanto solitaria que se ofrece a hacerles este peculiar favor. A partir de acá algo hace clic en la cabecita de la señora que, sabemos, ya se trae algo macabro entre manos. La cortesía se repite varias veces y, al final, Sue les termina ofreciendo el abandonado sótano de su casa para que puedan divertirse “de manera segura”, y evitar salir a la ruta con algunas copitas encima. Claro que los chicos sospechan de entrada, pero la amabilidad y la buena onda de la señora los conquista con papitas, música y fiestas durante los fines de semana. Pronto, la relación se transforma en “amistad”, una cargada de recelos, obsesiones y acciones revanchistas cuando las cosas se empiezan a salir de control en el seno de un pueblo donde todos se conocen. De apoco nos vamos enterando de un pasado un tanto oscuro, donde a la joven Sue Ann le tocó vivir humillaciones y bullying, muchas de ellas por parte de los padres de su nuevo grupo de amigos. Un rechazo social que cargó hasta la adultez y que está a punto de explotar de una forma más que violenta. Mensajes y llamadas a deshoras, mucha intervención (sin invitación) en las redes sociales y una fijación con los jovencitos que pone en alerta a sus papás, termina desestabilizando la poca sanidad de la señora que, sabemos, va a terminar por explotar en algún momento. Desconfíe de la señora que quiere parrandear con los pibes No podemos decir nada malo de la magistral y descontrolada actuación de Spencer que nos descoloca escena tras escena. Tampoco de los adolescentes que no pueden dejar de meter la pata -aunque no nos vendría mal un grupito con más luces para la próxima-, ni siquiera de la breve intervención de Lewis o Luke Evans, en modo papá de Andy. El problema de “Ma” es su historia flojita de papeles, una trama demasiado retorcida que no siempre cae bien parada a la hora de justificar sus vueltas y su violencia desmedida. Landes pretende achacarle todas las respuestas a los traumas del pasado, pero ninguno tiene el peso suficiente que respalde narrativamente todos estos comportamientos extremos. Tampoco nos presenta un desarrollo coherente, o el por qué, justo ahora, se le dio por la venganza. Muchos detalles agarrados de los pelos, incluso para este tipo de películas. Se aplaude que “Ma” sea uno de los pocos films de terror encabezados por una protagonista femenina y afroamericana -metamos a “Nosotros” (Us, 2019) en esa escueta listita-, aunque lo de terror es muy debatible, ¿acaso podemos encasillar a “Atracción Fatal” (Fatal Attraction, 1987) dentro de este mismo género? Por ahí, viene la cuestión con esta película, y cómo nos acercamos a las antagonistas sin caer en el estereotipo de “loca vengativa”. En realidad, no podemos evitarlo, porque los realizadores no nos dan las herramientas necesarias. Hay mucho de Alex Forrest en Sue Ann, pero las percepciones que tenemos de estos personajes están distorcionadas. Al igual que la película de Adrian Lyne, “Ma” no se detiene a examinar a la víctima convertida en victimario, en cambio, explota cualquier conducta psicológica medianamente errática con fines dramáticos, al servicio de un relato que, de entrada, la bautizó como la mala. Así de abrazable es Sue Ann Tal vez es profundizar demasiado dentro los confines de un thriller que sólo busca el entretenimiento, pero hay muchas formas de encarar estos temas centrales para delinear a los personajes de una película y salir muchísimo mejor parados con los resultados finales. La única novedad de “Ma” es, justamente, Sue Ann como fuerza motora. Por lo que resta, no es más que un grupo de adolescentes que encontraron el peligro cuando buscaban diversión, un cliché demasiado gastado, ahora sí, dentro del género de terror.
Después del éxito (y la controversia) con "Bohemian Rhapsody", llega la biopic de Elton John, una historia más sincera y extravagante, por dónde se la mire. Parece que se nos hace imposible evitar las comparaciones entre “Rocketman” (2019) y “Bohemian Rhapsody: La Historia de Freddie Mercury” (Bohemian Rhapsody, 2018), un poco por su proximidad musical y otro tanto por la participación del director Dexter Fletcher, realizador no acreditado en la biopic de Queen -quien llegó para terminar el trabajo tras la partida de Bryan Singer- y amo y señor de este drama musical hecho y derecho. Sí, podrá haber muchas similitudes entre ambas películas, pero son más grandes sus diferencias, de entrada, el formato que eligen Fletcher y el guionista Lee Hall, el mismo de “Billy Elliot” (2000). Si somos sinceros, “Rocketman” es más cercana -en cuanto a estructura- a historias como “Mamma Mia!” (2008), donde las canciones se convierten en partes fundamentales del relato. En este caso, para contar el ascenso a la fama de Reginald Kenneth Dwight, prodigio musical más conocido como Elton John, quien a los 25 años ya era toda una estrella mundial y un millonario solitario en busca de un poquito de amor. A diferencia de “Bohemian Rhapsody”, acá el artista sí da concesiones y, a pesar de las licencias (porque siempre hay licencias), permite que el espectador se inmiscuya en todos los aspectos de su existencia, sobre todo los excesos (el sexo, las drogas, el alcohol) que marcan el punto de inflexión, tanto en su vida como en este recorte de su historia. Todo comienza en una sesión de rehabilitación, donde el pasado viene a recordarle el vertiginoso camino recorrido desde su tierna infancia en Pinner (Londres), criado por una madre bastante desapegada (Bryce Dallas Howard), un padre frío y ausente (Steven Mackintosh) y una abuela que siempre creyó en él (Gemma Jones). El pequeño Reggie tiene talento natural para tocar el piano y pronto consigue una beca para estudiar en la Royal Academy of Music. Su amor por el rock and roll no tarda en llegar, como las influencias del blues y el jazz que heredó de los gustos de papá. Y así, entre “The Bitch Is Back”, “I Want Love”, “Saturday Night's Alright for Fighting”, “Thank You for All Your Loving”, “Border Song”, “Your Song” y tantas otras, el nene va creciendo y convirtiéndose en el adulto Elton interpretado por Taron Egerton, estrella indiscutida de esta biopic que, además, se atreve a cantar cada una de las canciones junto al resto del elenco. Fletcher y Hall mapean una historia que se mueve entre ese presente donde el artista tocó fondo, y cada una de las etapas de su carrera. Las presentaciones en los pubs locales pronto se transforman en la banda de soporte Bluesology, la posibilidad de encontrar el éxito junto a Dick James (Stephen Graham) y sus primeras colaboraciones con Bernie Taupin (un genial Jamie Bell). Este es el punto de partida para una gran amistad y el suceso arrollador que van a encontrar al otro lado del charco cuando sus hits penetren en los oídos de los espectadores de Los Ángeles, ávidos de nuevos sonidos. Desde ahí todo va cuesta arriba para este dúo que debe atravesar algunos baches antes los celos de Elton y la interferencia de John Reid (Richard Madden), amante y manager de la estrella que todo el tiempo busca compensar esa falta de amor en su niñez, sin ver a aquellos que lo rodean. “Rocketman” salta de concierto en concierto, hit detrás de otro hit, y las inseguridades de Elton que lo impulsan a abrazar la extravagancia en el escenario y en la vida real. Este llamado constante de atención también se da en la intimidad, donde la mala influencia de Reid lo empuja a un torbellino de excesos y vicios varios que empiezan a afectar su salud y sus relaciones sociales. El abismo está a un solo salto de distancia, y no hay momento en el que John no coquetee con un final melodramático. And I think it's gonna be a long long time... Así es la película de Fletcher: colorida y extravagante por momentos, oscura y melancólica en tantos otros, y entre los brillos, la energía y las canciones (que obviamente no se pueden dejar de tararear) va encontrando el equilibrio entre el drama desbordado del artista, imposibilitado para manejar todo el éxito repentino, y la necesidad de encontrar un poco de monotonía en una vida que no tiene absolutamente nada de ordinario. “Rocketman” nunca pretende ser realista, sino contagiarnos con su magia y conmovernos con los momentos más íntimos de su protagonista, que poco y nada tienen que ver con los escenarios. Acá hay mucho de “All That Jazz” (1979), aunque sin la maestría y el surrealismo inundado de Bob Fosse, pero igual hay que aplaudir la puesta en escena de Fletcher y su equipo -ovación de pie para el vestuario de Julian Day y los arreglos musicales de Matthew Margeson-, un realizador con poca experiencia en la materia. Sus números musicales son casi anárquicos y se disfrutan de principio a fin, creando una narración orgánica que funciona la gran mayoría de las veces. Taron/Elton no es tan hipnótico como Freddie/Rami, aunque este detalle (no casual) sirve para profundizar en sus conflictos internos, un tanto maquillados, pero más auténticos y emotivos que los de Mercury con su banda. La intención de los realizadores (y el propio artista que colaboró codo a codo en la producción) es clara desde el primer momento: contar la verdad o, al menos, una verdad más cercana e íntima que no tiene miedo al qué dirán. Obviamente que “Rocketman” no escapa al artificio y la teatralidad, pero se siente la sinceridad detrás de todos los responsables, además de una búsqueda estética mucho más interesante. Te estamos mirando a vos, biopic de Tolkien.