Tarantino en estado puro La esperadísima novena película de Quentin Tarantino llega a los cines locales y no todo es color de rosa para el realizador y la historia de este actor y su doble que buscan un lugarcito en un Hollywood cambiante. El estreno de una nueva película de Quentin Tarantino siempre es motivo de celebración cinéfila, y momento de debate, porque este niño maldito (y prodigio) de Hollywood siempre da qué hablar con sus historias recargadas de violencia, diálogos verborrágicos, humor negro, ironía, narrativa no-lineal y múltiples referencias a la cultura pop, entre tantas cosas. Curiosamente, “Había una Vez… en Hollywood” (Once Upon a Time in... Hollywood, 2019) se saltea varias de estas normas, aunque no por ello deja de ser un producto 100% Quentin. Pero, en este caso, la pregunta es: ¿a quién intenta satisfacer con esta oda sobre los entretelones de la meca del cine? ¿A su público, o a su propio ego? Nos inclinamos un poco más por la segunda opción, ya que “la novena película de Tarantino” celebra a la mayoría de sus ídolos y varios de sus berretines, pero muchas veces se pierde en su propia narrativa, alargando momentos que no siempre encuentran los mejores desenlaces. Esta primera producción alejado -por obvias razones- del ala protectora de Harvey Weinstein y The Weinstein Company (productor y compañía ligados estrechamente a su carrera y su éxito), nos lleva al Hollywood de 1969, más precisamente al mes de febrero, donde el actor Rick Dalton (Leonardo DiCaprio), una vieja estrella de los westerns televisivos de la década del cincuenta, intenta mantener su carrera a flote agarrando cualquier papelito que se le presente, siempre arrastrando a su doble de acción (amigo y confidente) Cliff Booth (Brad Pitt), un ex veterano de guerra con un oscuro pasado. Para Dalton, las glorias quedaron atrás y ahora sus opciones son cada vez más escasas. Creyendo que su imagen se está viendo afectada por una seguidilla de interpretaciones villanescas, el productor Marvin Schwarz (Al Pacino) le ofrece una salida: viajar a Europa y sumarse a la fiebre de los Spaghetti Westerns, una oferta que Rick no duda en rechazar, asegurando que no están a su altura. Y sí, el ego juega un papel fundamental en esta historia, aunque Dalton no parece darse cuenta. Su vida sigue siendo la de una estrella, rodeado de pequeños lujos, una mansión en Cielo Drive y Cliff como compinche y compañero de copas, que también hace las veces de chofer y mandadero, siempre que su amigo (y empleador) lo necesite. Al margen de sus desventuras, Tarantino suma un componente más cuando la actriz Sharon Tate (Margot Robbie) y su marido Roman Polanski (Rafał Zawierucha) se mudan a la casa contigua, meses antes de que los seguidores de Charles Manson (Damon Herriman) cambien el curso de su historia. El sueño de Rick, sin dudas, es fraternizar con sus nuevos vecinos y, con suerte, cambiar un poquito su estatus laboral. A pesar de lo que pudiéramos creer, estas dos historias toman caminos separados y es ahí donde “Había una Vez… en Hollywood” sufre uno de sus tantos reveses en la trama. La historia de Tate/Robbie resulta sólo una excusa (¿un Macguffin?) para los caprichos narrativos de Taranta que, sabemos (y somos cómplices de ello), tiene sus propias fantasías y sus giros bajo la manga. No vamos a entrar en detalle porque estaríamos revelando momentos fundamentales de la película, pero esta vez, su “visión de los hechos” puede dividir las aguas. Sharon Tate versión Margot Robbie La relación Rick/Cliff es lo más entretenido de este estrambótico detrás de escena hollywoodense que nos presenta su peculiar versión de celebridades como Bruce Lee (Mike Moh), Steve McQueen (Damian Lewis) o James Stacy (Timothy Olyphant), personajes que atraviesan el día a día de esta dupla, así también como muchos de los miembros de la familia Manson. Ahí es donde entran en juego, casi azarosamente, “Pussycat” (Margaret Qualley), Charles ‘Tex’ Watson (Austin Butler), Lynette ‘Squeaky’ Fromme (Dakota Fanning) y Catherine ‘Gypsy’ Share (Lena Dunham), entre otros, los “hippies” tan odiados por Dalton y con los que Booth tendrá un extraño encuentro en el rancho Spahn. La historia de Tarantino resulta más una anécdota de la época que una película con principio, nudo y fin. El realizador rompe varias de sus estructuras preferidas para contarnos el “fin de esta era dorada del cine norteamericano”, siempre a través de su mirada nostálgica, sus pasiones y sus fetiches. Acá, incluso más que en “Los 8 Más Odiados” (The Hateful Eight, 2015), Quentin hace lo que quiere porque sabe que se puede salir con la suya, aunque esto también implique su complicidad con el espectador. “Había una Vez… en Hollywood” tiene demasiados momentos contemplativos (no para el director, claro) que afectan al ritmo y al conjunto de la trama. Si bien, DiCaprio nos da una nueva clase de actuación y nos cautiva con su encanto y patetismo, es el personaje de Pitt el que se lleva los laureles cada vez que aparece en la pantalla. No podemos decir lo mismo de Robbie, un lindo adorno dentro de la narración que, en la mayoría de los casos, no aporta absolutamente nada. ¿Una autocensura en la era del #MeToo para no herir susceptibilidades? Así de canchero es Cliff Booth Igual, el poder cinematográfico de Tarantino está intacto. Nos alcanza con ver cuantos actores se prestan a pequeños cameos por el sólo deleite de hacerle el aguante a su amigo y continuar esta tradición con “la pandilla”. Lamentablemente, su carrera nos entregó hitos más interesantes, donde la provocación no se ponía al frente del relato, e incluso, dentro de sus tramas no-lineales, la desprolijidad no resultaba un problema. “Había una Vez… en Hollywood” se desborda en el peor de los sentidos: no el del joven y posmoderno realizador que hizo de la democratización un arte y un espectáculo visual, sino la de un cinéfilo que está queriendo ponerle fin a su carrera, como él mismo declaró, tras el estreno de su décima película.
La Odisea de los Giles podría ser otro éxito del cine argentino Sebastián Borensztein y Eduardo Sacheri hacen yunta para traernos esta comedia dramática que mezcla crisis económicas, revanchas y mucha idiosincrasia argenta. No sabemos (todavía) qué tan beneficiosa o perjudicial puede ser la actualidad sociopolítica y económica de nuestro país para “La Odisea de los Giles” (2019), pero nadie le puede reclamar a Sebastián Borensztein su timing cinematográfico, tan azaroso como vigente. La quinta película del realizador -y su tercera colaboración con Ricardo Darín después de “Kóblic” (2013) y “Un Cuento Chino” (2011)- parte de la novela “La Noche de la Usina” (2016) de Eduardo Sacheri, coguionista junto a Borensztein, tarea que ya había realizado con “El Secreto de sus Ojos” (2009), también basada en una de sus obras. La idiosincrasia argentina vuelve a estar en el centro de la historia, a la par de estos “giles” que, como tantos otros, cayeron en las “trampas” de la realidad cuando el corralito hizo de las suyas allá por finales de 2001. La historia de Fermín Perlassi (Darín) y sus vecinos de Alsina comienza un tiempito antes de la debacle, cuando varios de ellos unen fuerzas (y todos sus ahorros) para rescatar un silo abandonado y formar una cooperativa agrícola que puede reflotar su propia economía y dar trabajo a muchos de los habitantes de este pueblito, como tantos otros de la provincia de Buenos Aires. En primera instancia, la idea parece una utopía pero, de apoco, este ex jugador de fútbol con pocas glorias va consiguiendo adeptos para la causa, incluyendo a Luis Brandoni (un mecánico bastante anarquista); los Gómez (Alejandro Gigena y Guillermo Jacubowicz), dos hermanos albañiles; Rita Cortese y Marco Antonio Caponi, empresaria de transporte y su hijo mal llevado; Daniel Aráoz, Carlos Belloso y Verónica Llinás, la compinche y soñadora esposa de Fermín. La plata recaudada apenas alcanza para un enganche, pero las esperanzas mantienen a flote este emprendimiento. Para lograr que el banco les apruebe el crédito que necesitan para cerrar este trato, Perlassi acepta los consejos del banquero local que lo alienta a colocar todos sus dólares en una cuenta corriente. Nosotros ya sabemos que el que depositó verdes no recibió lo mismo, y al día siguiente la cooperativa en formación descubre que sus (ahora) pesos, ya no valen absolutamente nada. A pesar de la mala sangre y un país en plena crisis política, los socios deciden no llorar sobre la leche derramada… hasta que descubren que el simpático empleado bancario y un abogado de Alsina (Andrés Parra) aprovecharon los rumores de “lo que se venía” para estafar a sus vecinos y encanutarse esos dólares antes de la formación del corralito. Los impulsores de este sueño acorralado Así, “La Odisea de los Giles” borra de un plumazo todas las sonrisas de sus protagonistas y nos sumerge en el drama más contundente, sumando una serie de eventos desafortunados que van a cambiar el juego de esta historia. Al principio, Fermín no está muy motivado, pero la revancha y el “reclamar lo que les pertenece” van a impulsar uno de los planes más descabellados y complicados que haya visto Alsina y sus alrededores. La misión es rescatar sus ahorros y los de muchos otros, pero más que nada, pegarle a los estafadores donde más les duele: el bolsillo. A partir de acá, Borensztein y Sacheri se meten de lleno en el mundo de las ‘heist movies’ (películas de atraco) como “La Gran Estafa” (Ocean's Eleven, 2001), siguiendo detalladamente los pormenores de esta venganza, sus ensayos y errores. Claro que no hay nada de glamoroso en el grupo de Perlassi y sus compañeros (para eso tienen a Brad Pitt y George Clooney), pero sí un conjunto de personajes queribles y empáticos con los que nos podemos relacionar, y apoyar, más allá del crimen que van a cometer. Ni Clooney ni Pitt se atrevieron a tanto Las características de cada uno de estos protagonistas -algunos más caricaturescos que otros, pero todos muy bien delineados-, el ritmo de la narración, el humor y la ironía bien llevados (un poquito nos recuerda a lo mejor de los hermanos Coen), y la mezcla de ‘fantasía revanchista’ con una realidad que nos afectó y nos afecta a todos, hace de “La Odisea de los Giles” una gran propuesta con diferentes aristas, que no necesita caer en cuestiones políticas para demostrar su punto. Los realizadores eligen un villano concreto, demasiado desagradable como para que nos importe su disyuntiva. Tal vez, el único personaje categórico y sin matices, pero acá lo importante es nuestro conjunto de “giles”. En apenas dos horas que se pasan volando, Borensztein logra delinear un retrato bastante acertado de nuestra sociedad, tan lejano en el tiempo como actual, además de sumar entretenimiento y aventura pasatista. Por primera vez, el Chino Darín comparte pantalla con su papá (justamente haciendo de Rodrigo, hijo de Fermín), redondeando un gran elenco que, en definitiva, es el alma de esta historia destinada (sí, nos la jugamos) a convertirse en el éxito cinematográfico nacional de 2019. Avengers, ¿quién los conoce?
Anna es puro espectáculo del director de Lucy y Valerian Luc Besson vuelve a la carga con sus thrillers de súper acción y sus heroínas femeninas, pero esta vez el tiro le sale por la culata. Vendrá medio de capa caída con sus últimos proyectos pero, alguna vez, Luc Besson fue catalogado como “el más hollywoodense de los directores franceses”, y ese es uno de los mejores cumplidos que se le puede hacer al parisino. Sin dudas, el realizador dejó una marca indeleble en el cine de acción posmoderno, revolucionando y afinando, no sólo los métodos de producción (con su propia compañía EuropaCorp), sino el aspecto estilístico de un género que andaba pidiendo a gritos un poco de aire fresco. En su filmografía encontramos thrillers híper violentos, historias cargadas de adrenalina, asesinos despiadados y heroínas, un poco de romance, y fantasías futuristas que, con alguna que otra excepción, no dejan de ser impecables obras comerciales, pero no por ello carentes de una riqueza y belleza visual propia de la imaginación del cineasta. Así, Besson logró destacarse no sólo como director, guionista y productor de sus películas, sino de todos aquellos proyectos en los que se involucra, con esa mezcla de excesos, sordidez y estrambóticos efectos especiales que -y este no es ningún secreto- pidió prestados del cine de acción hongkonés. Este abanderado del llamado “Cinéma du look” -movimiento que se extendió entre principios de la década del ochenta hasta los albores de los noventa, y cuyos exponentes compartían una cualidad visual que favorece el estilo sobre la sustancia y el espectáculo por sobre lo narrativo- supo enamorarnos con “Subway” (1985), “Azul Profundo” (Le grand bleu, 1988), “Nikita - La Cara del Peligro” (Nikita, 1990) y, por supuesto, “El Perfecto Asesino” (Léon, 1994) y “El Quinto Elemento” (The Fifth Element, 1997). A partir de este punto, la obra de Luc se empieza a desdibujar entre dramas fallidos como “Juana de Arco” (Joan of Arc, 1999), la saga de “Arthur y los Minimoys” (Arthur et les Minimoys) y “Lucy” (2014), su regreso al terreno conocido de la acción sin respiro con una gran protagonista femenina: Scarlett Johansson. Un terreno que se rehúsa a abandonar, y al que regresa sin escrúpulos tras el fracaso estridente de “Valerian y la Ciudad de los Mil Planetas” (Valerian and the City of a Thousand Planets, 2017) y la cuasi bancarrota de EuropaCorp, con “Anna: El Peligro Tiene Nombre” (Anna, 2019), un thriller reciclado y mal llevado, con demasiado tufillo a la década del noventa y su propia Nikita. Anna Poliatova (Sasha Luss) es una bella y mortal asesina que realiza misiones secretas para la KGB, mientras se hace pasar por modelo en las pasarelas de París. La vida de Anna no siempre fue tan glamorosa, y cuando tocó fondo, tuvo la posibilidad de elegir servir a su gobierno, un contrato de cinco años antes de abrazar su libertad. Al menos, es lo que le asegura Alex Tchenkov (Luke Evans), encargado de reclutarla y entrenarla para las tareas comandadas por la inescrupulosa Olga (Helen Mirren). Lo de Anna parece infalible, pero tras sus pasos está el agente de la CIA Lenny Miller (Cillian Murphy), quien busca vengar la muerte de sus operativos cinco años atrás, cuando Vassiliev -director de la KGB- dio la orden para eliminarlos. La historia de Besson arranca en 1985, y va y viene en el tiempo de manera un tanto desprolija y redundante; satisface varias de sus fantasías (por supuesto), y nos presenta un contexto y un personaje principal bastante inverosímiles. El Moscú de mediados de los ochenta (o en su defecto, el de 1990) ni se condice con la mínima realidad de un país al borde de la debacle comunista, y se nota que al realizador no le importa sacrificar cierta autenticidad para contar un relato vacío y sin matices que guarda demasiadas similitudes con el de Anne Parillaud. De armas tomar Su Anna se nos presenta como una superheroína invulnerable, la cual nunca parece estar en verdadero peligro, aunque esta disyuntiva sea la motivación del relato y la de su propio comportamiento, que va a sumar una infinidad de giros narrativos. Besson quiere jugar con el espectador, pero lo subestima a cada momento (mejor dicho, nos toma por zonzos), cayendo en la previsibilidad constante y en todos los clichés conocidos del género. De esta manera, “Anna: El Peligro Tiene Nombre” se coloca en lo más bajo de la filmografía de Besson, justamente, por su falta de originalidad, su incoherencia contextual (ese nivel de tecnología en 1990, ¿really?) y una estructura narrativa que intenta ser novedosa, pero sólo consigue disimular algunos de sus defectos. Por su parte, la pobre Luss carece del carisma de sus antecesoras, y no hace mucho más que pasearse por la pantalla con su esbelta figura y repartir patadas y balazos a troche y moche. Sí, Besson desperdicia un grandísimo elenco con Mirren, Murphy y Evans a la cabeza, y emparcha su fallido relato con un montón de escenas banales de súper acción (mal coreografiadas y poco creíbles), y una linda protagonistas que puede, por momentos, distraer y engañar al espectador. Mejor nos ahorramos la platita de la entrada y volvemos a ver “Nikita”.
Diane Keaton es lo único bueno de Mejor que Nunca Diane Keaton encabeza un elenco de intérpretes adultos mayores que, aburridos de la rutina, deciden perseguir algunos sueños del pasado. Los estrenos cinematográficos de esta semana, lamentablemente, vinieron recargados de todos los lugares comunes conocidos por el séptimo arte. Películas correctas, llevaderas y entretenidas hasta ahí, pero carentes de originalidad y valor artístico. Una lástima, ya que en el caso de “Mejor Que Nunca” (Poms, 2019), además, tenemos que sumar el desaprovechamiento de un gran elenco encabezado por Diane Keaton y Jacki Weaver. Zara Hayes ya tenía algo de experiencia en el terreno documental y televisivo, pero esta es su primera incursión en la pantalla grande de la mano de un guión de Shane Atkinson, otro debutante. La historia arranca con Martha (Keaton), quien decide vender casi todas sus pertenecías, abandonar la gran ciudad y mudarse a Sun Springs, una comunidad de retiro en Georgia. Martha no sólo deja su vida atrás, sino también su tratamiento contra el cáncer para poder pasar sus últimos días en este coqueto “centro de jubilados”. Martha no parece tener mucho en común con este tipo de lugares y su gente (ni hablar de esos extraños acentos sureños), pero igual le piensa dar una oportunidad a esta existencia aislada y tranquila, mientras decide qué pasará con sus restos mortales. Desde la dirección le exigen formar parte de alguna de las cientos de actividades extracurriculares que se ofrecen en las instalaciones, pero nada nos indica que sea una mujer apasionada por el golf o a las clases de costura. La paz que tanto anhela se ve pronto interrumpida por su vecina Sheryl (Weaver), una mujer extrovertida y entusiasta que todavía tiene mucha vitalidad acumulada. Martha se da cuenta que no puede seguir ignorando sus invitaciones y visitas, y la amistad entre las dos empieza a florecer. Con el tiempo, Sheryl descubre que, de jovencita, su compañera anhelaba con convertirse en porrista, pero tuvo que abandonar antes de su primera presentación para cuidar a su madre enferma. Esto da pie para que Martha tenga una idea descabellada: formar su propio club y enseñarles a otras mujeres con ganas de revolear los pompones. Lo que de entrada parece un chiste, pronto se vuelve realidad. Para que el “club de porristas” se haga efectivo necesitan reclutar a otras seis compañeras y así también poder así participar de la presentación anual en Sun Springs. Todo esto bajo la estricta supervisión de Vicki (Celia Weston), directora de la comunidad y bruja de tiempo completo. A pesar de los achaques, el grupo empieza a ensayar con un poco de ayuda de Ben (Charlie Tahan), el nieto de Sheryl. Como se imaginaran, “Mejor Que Nunca” intenta celebrar la vitalidad de estas septuagenarias -sumemos a Rhea Perlman, Phyllis Somerville, Pam Grier, Patricia French, Ginny MacColl y Carol Sutton- que buscan cumplir sus sueños tardíos contra todos los pronósticos, pero también se burla de sus movimientos torpes y el maltrato de sus propios hijos, o el de un grupo de bellas y jóvenes porristas que ni se imaginan que también van a llegar a viejas. No hay edad para pomponear La película de Hayes es una historia predecible de manual que, seguramente, cae muy bien entre el público adulto que puede llegar a sentirse mínimamente identificado. Pero más allá de la “hazaña” en sí (que este grupo de señoras pueda presentarse, finalmente, en un concurso de porristas sin hacer el ridículo), poco celebra la vida y la energía de estas mujeres, más cercanas a un arquetipo caricaturesco que a personajes bien desarrollados. Ni Keaton hace el esfuerzo para diferenciarse de otros tantos papeles parecidos que le tocó interpretara lo largo de extensa carrera. Aplaudimos que las pantallas grandes y chicas les den oportunidad a estos/as grandes intérpretes que no siempre siguen las normas de “juventud y belleza” que suele imponer Hollywood, pero también somos conscientes de que hay mil historias mucho mejor llevadas. Sin ir más lejos “Chicas de Calendario” (Calendar Girls, 2003), “El Divino Ned” (Waking Ned, 1998) o cualquiera donde Helen Mirren patee traseros, que no tienen la necesidad de arrancarnos carcajadas a costa de ridiculizar a sus personajes. “Mejor Que Nunca” es una acumulación de clichés, estereotipos y algunos golpes bajos que, igual, se puede disfrutar, pero está demasiado lejos como para poder considerarse cine de calidad.
El girl power toma el control Las chicas toman el control del barrio, y de la mafia irlandesa, en esta adaptación del cómic homónimo, cortesía de la debutante Andrea Berloff. Cuando hablamos de mafias varias, rara vez hay mujeres involucradas, salvo que sean esposas trofeo, amantes, o conyugues abnegadas que se encargan de cuidar a los hijos, pero poco saben de los “negocios familiares”. “The Kitchen”, la serie comiquera de Ollie Masters y Ming Doyle para Vertigo, cambia un poco esta concepción y se convierte en la base para el correcto debut cinematográfico de Andrea Berloff, una de las guionistas de “Letras Explícitas” (Straight Outta Compton, 2015), por la que fue nominada al Oscar. A simple vista, “Las Reinas del Crimen” (The Kitchen, 2019) parece guardar algunas similitudes con “Viudas” (Widows, 2018), aunque la obra de Steve McQueen y Gillian Flynn se acerca muchísimo más al thriller y a las películas de atracos como “La Gran Estafa” (Ocean's Eleven, 2001). Pero si queremos buscar un punto de unión entre ambas historias, ese sería, sin dudas, sus protagonistas femeninas. Berloff encuentra en Melissa McCarthy, Tiffany Haddish (bastante alejada de sus papeles más humorísticos) y Elisabeth Moss a sus “reinas”, tres grandes actrices que se cargan el relato al hombro y lo llevan a buen puerto, incluso cuando la trama y la ejecución tienen sus tropiezos. Estamos en la Nueva York de 1978, un lugar bastante diferente al destino turístico que ofrece hoy la Gran Manzana. Más precisamente en Hell's Kitchen, un barrio asociado a la marginalidad y al crimen, más allá de la mala fama que le hicieron Mario Puzo y Daredevil desde la ficción. En esta zona al Oeste de Manhattan mandan los irlandeses, ofreciendo sus servicios de protección y otros chanchullos que los ponen en la mira del FBI. A la cabeza de todo está Kevin O'Carroll (James Badge Dale) y su madre Helen (Margo Martindale), una señora de carácter que nuca aprobó el matrimonio de su hijo con Ruby (Haddish). Sus compinches principales son Jimmy Brennan (Brian d'Arcy James), esposo de Kathy (McCarthy) y padre de dos hijos; y el violento Rob Walsh (Jeremy Bobb), quien no duda en maltratar a su esposa Claire (Moss) cada vez que le da la gana. Las mujeres están bastante al tanto del oficio de sus conyugues, pero nunca se involucraron directamente, hasta que el agente Gary Silvers (Common) decide jugar sus cartas y mandar al trío derechito a la cárcel. Para algunas de las esposas esto es un alivio, pero sin los hombres en casa los ingresos se hacen insuficientes. Mientras sus maridos enfrentan cinco años en prisión, las señoras deciden tomar el toro por las astas y hacerse cargo de Hell's Kitchen, poniéndose al frente y al centro de la mafia irlandesa. La nueva administración Como es de esperarse, los lugartenientes masculinos no ven este cambio de mando con muy buenos ojos y oponen resistencia, pero gracias a la inteligencia de Kathy, el empuje de Ruby y la ayuda de Gabriel O'Malley (Domhnall Gleeson), ex veterano de Vietnam y asesino psicópata que vuelve al barrio para proteger a Claire, poco a poco empiezan a ganar adeptos, intimidar a los indecisos e incomodar a la competencia, sobre todo a los italianos que ejercen su influencia desde Brooklyn. Un juego bastante peligroso que no va a terminar del todo bien para los involucrados, y se va a complicar un poco más cuando los esposos queden en libertad antes de tiempo y quieran recuperar su territorio. Berloff (también responsable del guión) no se priva de la violencia desmedida, pero pierde la oportunidad de jugar con la estética del cómic, aunque hace un gran trabajo con la reconstrucción de la época circunscribiendo todo al barrio y la idiosincrasia de sus habitantes. Tal vez abusa demasiado de una gran banda sonora setentosa, y delega todo en sus protagonistas femeninas desperdiciando, en la mayoría de los casos, a sus actores. Igual, acá lo más importante es poder juguetear con las concepciones y tropos establecidos en cuanto a un género propiamente masculino, poniendo el foco en las fortalezas de sus personajes principales, muchas veces subestimados por el resto. "¿A quién le dijiste linda?" “Las Reinas del Crimen” no es una obra pretenciosa y cumple con todos los objetivos que se propone: nos entrega una historia entretenida que incluye algunos giros, aunque torpes, siempre servida en bandeja para el lucimiento del trió femenino protagonista, personajes bien definidos en cuanto a sus características y motivaciones. Lamentablemente, y suponemos que se debe a su inexperiencia detrás de las cámaras, Berloff no experimenta mucho con sus planos ni su estética, logra meter algunos pasajes de humor, pero se entiende que ahí no está fuerte. Lo mejor de la experiencia, además de un llevadero relato criminal, es el cambio de roles con el que juega, primero desde el cómic y después desde la película, demostrando qué difícil puede ser el mundo para las mujeres en cualquier ámbito y época, muchas veces vistas como personajes de segunda categoría a las que no se las toma muy en serio. Claro que el timing y la coyuntura les caen como anillo al dedo, desmitificando a la clásica damisela en peligro y dejando bien en claro que la mafia no es un ambiente exclusivamente masculino.
Mi Amigo Enzo es un dramón para los amantes de los perros Un dramón familiar que nos deja ver el mundo y sus situaciones cotidianas a través de la sabiduría de un sumpático can. Eso sí, está Milo Ventimiglia. El mundo se divide entre los espectadores que disfrutan con estas películas sobre animalitos, y aquellos a los que les resultan indiferentes. “Mi Amigo Enzo” (The Art of Racing in the Rain, 2019) es, claramente, para los del primer grupo: permeables a las historias recargadas de lugares comunes y golpes de efecto que buscan arrancar lágrimas con cada fotograma. Simon Curtis (“La Dama de Oro”) transforma estos tropos y clichés en un verdadero arte para llevar a la pantalla la adaptación de la novela homónima de Garth Stein, título que hace referencia a la habilidad automovilística de nuestro protagonista humano, pero también a su capacidad de hacerle frente a todos los obstáculos que la vida pone en su camino. Y no son pocos. Curtis y el guionista Mark Bomback nos regalan el punto de vista de Enzo, un simpático perrito con la voz de Kevin Costner, que adora a su dueño Denny Swift (Milo Ventimiglia) y cree en la leyenda mongola de que los caninos que ‘están preparados’ van a poder reencarnar como humanos en su próxima vida. Todo arranca cuando el cachorrito es adoptado por este corredor de autos que sueña con su gran oportunidad y la Fórmula Uno europea. La dinámica de esta pareja irrompible pronto se desbalancea con la llegada de Eve (Amanda Seyfried), el matrimonio y, no mucho después, la pequeña Zoe. Cartón lleno para el perrito y para Denny, que hace lo imposible para mantener a su familia (y sus anhelos) tomando cualquier oportunidad que se le presenta, aunque tenga que ausentarse constantemente, algo que no les cae muy bien a sus suegros metiches. Pero en el hogar de los Swift todo es felicidad, hasta que la enfermedad los golpea. Desde ahí, todo es cuesta abajo para ellos y para la película que empieza a acumular desgracia tras desgracia, mala onda tras mala onda, y en el medio el relato de Costner que no puede hacer mucho… porque sólo es un perro. Acá, la idea es que Enzo (apodado así por Ferrari) aprende constantemente de las acciones de los seres humanos que lo rodean con la esperanza de poder ayudar cuando lo necesiten. Tal vez sea debido a la voz en off que le tocó en suerte, pero cuesta mucho encariñarse con este peludo protagonista que se lo pasa filosofando, y cuya única función es dar y recibir amor incondicional y compañía. Ojo, no estamos diciendo que esto sea poca cosa, pero sí lo es cuando se intenta generar todo un argumento alrededor de esta premisa. Como la narración no logra sostenerse más allá de la primera media hora de metraje, los realizadores (y seguramente el material original) deben crear situaciones cada vez más dramáticas y desesperantes para mantener mínimamente el interés del público. Uno bastante masoquista, por cierto. En este aspecto, no podemos evitar la comparación con historias parecidas como “Marley y Yo” (Marley & Me, 2008), una propuesta también basada en un libro, mucho más articulado, interesante, gracioso y emotivo que el de Stein y su traslación cinematográfica. Lo sentimos, pero el gastado humor de “Mi Amigo Enzo” no funciona, al igual que los golpes bajos que buscan nuestra empatía constante. Denny es todo comprensión y ternura como el mismísimo Ventimiglia, uno de los tantos personajes edulcorados, cuya moral intachable contrasta con una de las peores familia política del séptimo arte. ¿Por qué los buenos son tan buenos y los malos son tan malos? Esta falta de matices también afecta a la película que, a pesar de su final feliz, pocas veces le da respiro al drama. Todo es risas hasta que... A pesar de la elección de su peculiar y tierno narrador, “Mi Amigo Enzo” es una historia demasiado predecible y manipuladora, básica desde su puesta en escena y sus personajes, y perezosa desde su estética visual. Cada uno de sus elementos narrativos tiene la función de empujarnos infatigablemente hacia el melodrama de manual, un círculo vicioso del que no pueden escapar ni sus mejores protagonistas que, no importa lo que hagan o cuanto sufran, no nos logran conmover porque forman parte de un relato trillado que ha tenido muchos mejores exponentes. Al final, nos quedan las experiencias de un perrito cuya tarea es pasearnos por este relato, un poco alejándonos emocionalmente de los sucesos que vive la familia Swift. Ahí reside uno de los errores más grandes de la película que, en definitiva, sólo busca movilizarnos con sus dramas y enamorarnos con los simpáticos gestos de Enzo. Shame on you.
Duelo de testosterona entre The Rock y Statham La franquicia tuerca se sigue expandiendo de la mano de otros personajes con la misma "rapidez" y "furiosidad" que sus compañeras cinematográficas. También con sus mismas exageraciones, claro. Después de ocho películas y más de dieciocho años rompiendo cosas, la saga tuerca que comenzó con Rob Cohen en 2001, se corre un poquito de la “Familia” para darles el protagónico a dos de sus estrellas secundarias. No se preocupen que Dominic Toretto (Vin Diesel) y los suyos van a volver ‘a todo gas’ en 2020, pero para mantener la adrenalina bien arriba, a Universal Pictures se le ocurrió sumar este primer spin off, menos rápido y menos furioso (bueh, esto no tanto), pero con la misma intensidad, súper acción y testosterona rebosante que sus compañeras de universo. Tal vez, demasiada. David Leitch, quien de esto sabe bastante, tiene la tarea de juntar a Dwayne Johnson y Jason Statham en la misma película una vez más y, en este caso, lograr que sus personajes se lleven más o menos bien para realizar una misión conjunta. Sabemos que esto es muy poco probable, debido a la historia que comparten después de los sucesos de “Rápidos y Furiosos 8” (The Fate of the Furious, 2017), pero cuando un virus mortal amenaza con destruir a toda la humanidad, deben dejar sus egos de lado por un ratito aunque no quieran. Una labor complicada, y por ahí viene el gran atractivo de “Rápidos y Furiosos: Hobbs & Shaw” (Fast & Furious Presents: Hobbs & Shaw, 2019), una historia que se agarra de la química entre estos dos pelados fortachones, que no paran de tirarse broncas y de medir el tamaño de sus… músculos. Si vamos a ser sinceros, la película de Leitch -ex doble de riesgo devenido en realizador, responsable de aventuras recargadas como “Sin Control” (John Wick, 2014), “Atómica” (Atomic Blonde, 2017) y “Deadpool 2” (2018)- tiene más puntos en común con algunas de las entregas más flojitas de “Misión: Imposible” (Mission: Impossible), que con su propia franquicia, y ahí residen sus problemas más visibles: la falta de originalidad y la repetición de tropos y lugares comunes. Todo arranca en Londres cuando un escuadrón del MI6 intenta detener el tráfico de un virus que puede eliminar a media humanidad de la faz de la Tierra. Las cosas no salen tan bien y son interceptados por un grupo de mercenarios comandados por Brixton Lore (Idris Elba), un ex agente de la misma compañía dado por muerte desde hace años, pero bien vivito gracias a las mejoras cibernéticas de Eteon, una organización criminal mega poderosa, que está detrás de este acto terrorista. Para que el patógeno no caiga en las manos equivocadas, la agente Hattie Shaw (Vanessa Kirby) se inyecta la sustancia y escapa del lugar, quedando como la culpable del ataque, porque Eteon también tiene el poder para manejar la verdad, sobre todo ante la prensa. Brixton, el "Superman negro" Con Hattie a la fuga, la inteligencia británica y la norteamericana unen fuerzas para trabajar en equipo y para ello deben juntar a Luke Hobbs (Johnson) y Deckard Shaw (Statham), que tienen formas de actuar muy distintas. Ahí arranca la verdadera aventura, con el trío a contrarreloj, intentando salvar a la chica (y al mundo), mientras escapan del implacable Brixton, una especie de Terminator incansable. En el medio, explotan y rompen todo lo que se interpone en su camino, reciben y dan golpes sin sufrir consecuencia alguna, y terminan en la remota Ucrania (todo con mucho olorcito a Chernóbil) haciéndole frente a los soldados de Eteon. Nada que no podamos predecir desde el minuto cero, ya que el esquema es bastante conocido. Lo bueno de todo esto, es que la experiencia de Leitch nos permite disfrutar de un montón de peleas bien coreografiadas y secuencias de súper acción, muchas veces inverosímiles, como todo en el universo de “Rápidos y Furiosos”. De paso, el guión de Chris Morgan (habitué de la franquicia) aprovecha para sumar referencias pop de todo tipo (algunas innecesarias), cameos simpáticos (hasta cierto punto, no vamos a spoilearles el momento), y personajes y elementos de otros trabajos cinematográficos de Dwayne y Jason, para divertimento de los “entendidos”. Tres son multitud “Hobbs & Shaw” no aporta nada desde lo argumental -pero encaja bien dentro de la saga y abre un poco más el juego para lo que se viene-, tampoco desde lo visual, donde toma nota de grandes obras modernas como “Mad Max: Furia en el Camino” (Mad Max: Fury Road, 2015). Pero sigue siendo coherente en cuanto a las personalidades de sus protagonistas, dos machos alfa que desbordan testosterona y todo el tiempo deben competir por su pequeño territorio (y su hombría), aunque no dejan de preocuparse por cosas más simples e importantes como la familia. Los realizadores procuran insertar momentos “emotivos”, pero ninguno encaja debidamente en este mar de pochoclo y súper acción non stop que, a lo largo de sus 135 minutos, pierde demasiado tiempo concentrándose en las diferencias y “peleítas” de sus dos personajes principales, mientras Kirby revolea los ojos y logra lucirse en alguna contienda. Un chiste que se repite demasiado y recién nos da respiro en un tercer acto que ya sobra y alarga este festín de aventuras descerebradas, que no busca lo contrario (por supuesto), pero tampoco se esfuerza para hacer una diferencia y dejar su marca en una franquicia que ya lo probó (y lo explotó) todo. ¿Cuándo se van al espacio, muchachos?
Infierno en la Tormenta empieza muy bien, pero se desinfla de a poco Alexandre Aja encuentra el peor lugar del mundo donde podés quedar atrapado en medio de un huracán y una banda de caimanes hambrientos. Un día, los realizadores franceses se cansaron de hacer películas bellas y profundas, y decidieron establecer otro tipo de cine, uno que impacte, que obligue a los espectadores a enfrentar todo aquello que no les gusta y que, de paso, rompa con todos los tabúes establecidos. Desde bien entrado el nuevo milenio, los cineastas del “Nuevo Extremismo Francés” siguen los ejemplos de compatriotas como Georges Franju, el Marqués de Sade o Georges Bataille y, sin sutilezas, se despachan con obras “extremas” (dah) cargadas de vísceras, hemoglobina y un planteamiento artístico bien riguroso, que no deja de tener su encanto. Queda claro que su finalidad no es entretener, sino mostrar las cosas tal cómo son, y para ello se agarran de elementos que rozan el porno, el gore y el cine terrorífico, mezclando temas como la sexualidad, el dolor, el sufrimiento y la violencia en todas sus formas, poniendo a prueba hasta los estómagos más fuertes. Dentro de ese grupo de jóvenes promesas con ganas de revolucionar el género, tenemos a Alexandre Aja, quien irrumpió en nuestras retinas con “Alta Tensión” (Haute tensión, 2003), una historia más apegada a los parámetros del “slasher convencional”, que no tiene nada que envidiarles a clásicos como “Martes 13” (Friday the 13th, 1980) o “Halloween” (1978)… hasta que todo se desmadra y se ramifica hacia lugares mucho más incómodos. Aja se “mudó” a Hollywood con la remake de “Despertar del Diablo” (The Hills Have Eyes, 2006), bajo el patrocinio del mismísimo Wes Craven, y siguió sumando historias terroríficas como “Espejos Siniestros” (Mirrors, 2008) y la nueva “Piraña” (Piranha 3D, 2010). “Infierno en la Tormenta” (Crawl, 209) vuelve a enfrentar a sus protagonistas con criaturas un tanto hambrientas, mezclando horror y tripas, con el azote implacable de la madre naturaleza y cuestiones muy humanas como la necesidad de supervivencia. Lo mejor de esta historia que no deja de generar tensión (y arcadas) a lo largo de sus escuetos 87 minutos de duración, es la facilidad con la que el director logra manejar sus pocos recursos y mantener el ritmo de un relato acotado, casi suscrito a un solo escenario, donde los personajes tienen una única misión: salir con vida. Aja rejunta elementos del cine catástrofe, el acecho de las criaturas en cuestión (acá, caimanes gustosos de la carne humana) y un poco de drama familiar, muy bien llevado por Kaya Scodelario y Barry Pepper. Sí, el soldado Jackson ya está en edad de convertirse en el papá de Effy Stonem. Esto en Skins no pasaba Haley Keller (Scodelario) es una estudiante universitaria cuyo fuerte es la natación. Si no destaca puede perder su beca, así que la presión de la victoria la persigue casi, casi desde la infancia cuando papá Dave (Pepper) se dedicaba a entrenarla. La relación padre-hija se fue desmoronado tras el divorcio de los Keller, pero ambos siguen viviendo cerca, dentro del estado de Florida. Tras una de sus tantas prácticas, Haley recibe la llamada de su hermana preocupada por el paradero de su papá, mientras afuera se desata un huracán de categoría 5. Muy a su pesar, la chica decide evitar los controles policiales e ir en busca de su progenitor, el cual no aparece por ningún lado. Finalmente, resuelve ir a la vieja casa familiar, ahora en venta, ubicada en Coral Lake, una zona propensa a las inundaciones, pero también cercana a una granja de caimanes. Haley encuentra a su papá inconsciente y herido en el bajo fondo de la vivienda, y pronto descubre que no están solos. Aparentemente, un reptil gigantesco se metió a través de los desagües de tormenta, dificultando el escape del lugar. Entonces, la situación es la siguiente: a medida que el huracán avanza, el sótano comienza a inundarse complicando la permanencia de los habitantes humanos, pero favoreciendo la de los feroces cocodrilos que empiezan a reunirse en bandada. Sobre llovido, mojado Aja y los guionistas Michael y Shawn Rasmussen se detienen en cada uno de los detalles, por más truculentos y sangrientos que sean (cuanto más mejor, ¿no?), entregando una narración claustrofóbica cargada de impotencia, más cuando vemos lo mal que lo pasan los protagonistas. “Infierno en la Tormenta” es una historia a contrarreloj que, en medio del terror y los peligros, se da tiempo para concentrarse en las relaciones humanas, sobre todo la de esta hija y su padre que, ante la inminencia de la muerte, aprovechan para descargar todos sus miedos y sus culpas. Sí, un poco predecible y de manual, pero la dinámica de este dúo, las pericias cinematográficas de Aja y los climas que va creando, diluyen un poco los errores narrativos y algunos efectos especiales flojitos de papeles. El realizador se concentra en el aquí y el ahora, pero en un punto se le acaban las ideas y sólo puede seguir agregando situaciones mortales hasta llegar a un desenlace, más o menos esperado. Acá, jugando a "el suelo es lava" No lo culpamos, ya que este tipo de historias cuasi ‘experimentales’ y autocontenidas no tienen muchas salidas posibles si deciden cortar por lo sano y un argumento creíble, cayendo inevitablemente en las repeticiones y en la tortura constante hacia sus protagonistas. “Miedo Profundo” (The Shallows, 2016) es un ejemplo bastante correcto y cercano para ilustrar el éxito de este tipo de films con una premisa muy simple, muchos golpes de efecto y pocos sustos gratuitos, donde lo humano cobra relevancia ahí donde la naturaleza y los elementos externos se empecinan en complicarlo todo.
Jonah Hill hace su debut como director en la excelente En los 90 El actor de "Comando Especial" y otras locuras, debuta detrás de las cámaras con una 'comig of age' muy personal y auténtica. Imposible evitar las comparaciones entre “En los 90” (Mid90s, 2018) y “Lady Bird: Vuela a Casa” (Lady Bird, 2017). Ambos debuts cinematográficos -en el caso de Greta Gerwig, en solitario- rescatan el espíritu ‘coming of age’ de sus historias, pero siempre desde un punto de vista muy personal para sus realizadores, sumando una autenticidad y ‘naturalismo’ que se balancea a la perfección con una narración muy cuidada. Mientras que la premiada ópera prima de Gerwig nos mete de lleno en los confusos primeros años del nuevo milenio, Jonah Hill se para por primera vez detrás de las cámaras para mostrarnos su peculiar visión del “crecer en Los Ángeles a mediados de la década del noventa”. A Hill se le nota (y no lo niega) la influencia de “Kids” (1995) de Larry Clark y Harmony Korine -incluso, el guionista tiene un cameo en la película-, pero el actor devenido en realizador no echa mano del pesimismo extremo, la sordidez y los golpes bajos de este drama adolescente ambientado en la otra costa norteamericana. En cambio, nos pasea por el ‘aquí y ahora’ del pequeño Stevie (Sunny Suljic), un nene de 13 años que, como muchos a esa edad, está tratando de encontrar su lugar en el mundo, a medida que deja la infancia atrás y se sumerge apresuradamente en una adultez sin reglas aparentes. A Stevie le toca lidiar con un hermano mayor (Lucas Hedges) bastante abusivo y una joven madre soltera (Katherine Waterston) que no sabe poner muchos límites. En medio de esta confusión, y falta de contención y de amigos, el jovencito ve en un grupo de skaters de la Motor Avenue, la camaradería y pertenencia que anda necesitando. De a poco se arrima al conjunto de compañeros y empieza a vagar con ellos por las calles de Palm, imitando su estilo de vida, muchas veces excesivo para su corta edad. Imposible evitar las comparaciones entre “En los 90” (Mid90s, 2018) y “Lady Bird: Vuela a Casa” (Lady Bird, 2017). Ambos debuts cinematográficos -en el caso de Greta Gerwig, en solitario- rescatan el espíritu ‘coming of age’ de sus historias, pero siempre desde un punto de vista muy personal para sus realizadores, sumando una autenticidad y ‘naturalismo’ que se balancea a la perfección con una narración muy cuidada. Mientras que la premiada ópera prima de Gerwig nos mete de lleno en los confusos primeros años del nuevo milenio, Jonah Hill se para por primera vez detrás de las cámaras para mostrarnos su peculiar visión del “crecer en Los Ángeles a mediados de la década del noventa”. A Hill se le nota (y no lo niega) la influencia de “Kids” (1995) de Larry Clark y Harmony Korine -incluso, el guionista tiene un cameo en la película-, pero el actor devenido en realizador no echa mano del pesimismo extremo, la sordidez y los golpes bajos de este drama adolescente ambientado en la otra costa norteamericana. En cambio, nos pasea por el ‘aquí y ahora’ del pequeño Stevie (Sunny Suljic), un nene de 13 años que, como muchos a esa edad, está tratando de encontrar su lugar en el mundo, a medida que deja la infancia atrás y se sumerge apresuradamente en una adultez sin reglas aparentes. A Stevie le toca lidiar con un hermano mayor (Lucas Hedges) bastante abusivo y una joven madre soltera (Katherine Waterston) que no sabe poner muchos límites. En medio de esta confusión, y falta de contención y de amigos, el jovencito ve en un grupo de skaters de la Motor Avenue, la camaradería y pertenencia que anda necesitando. De a poco se arrima al conjunto de compañeros y empieza a vagar con ellos por las calles de Palm, imitando su estilo de vida, muchas veces excesivo para su corta edad. Stevie primero conoce a Ruben (Gio Galicia), que pronto lo presenta al resto de su grupo: Ray (Na-Kel Smith), quien quiere convertirse en una skater profesional; ‘Fuckshit’ (Olan Prenatt), quien a pesar de su rebeldía viene de una familia bastante acomodada; y ‘Fourth Grade’ (Ryder McLaughlin), quien va a todos lados con su camarita VHS, fantaseando con ser realizador cinematográfico. La historia de Stevie es la historia de todos estos adolescentes, escapando un poco de sus propias miserias (familias rotas, hogares donde los maltratan o simplemente los ignoran) para encontrar elementos en común con sus pares. En este caso, todo arranca por el skateboarding, deporte que, de alguna manera, los obliga a empaparse de la realidad de las calles. “En los 90” no es una película que siga esquemas clásicos. Acá no hay héroes ni villanos, ni siquiera un conflicto en especial que altere la vida de los protagonistas. Hill, también responsable del guión, intenta pintar una atmósfera que seguro él también experimentó, como tantos otros chicos californianos de los noventa. Primeros acercamientos sexuales, alcohol, drogas, algunos desmanes… nada en extremo ni del todo peligroso, aunque nos choque ver a un nene tan chiquitín dando estos primeros pasos que lo hacen “crecer de golpe”. En realidad no es tan así, pero este cruce con otros congéneres le abre los ojos hacia el mundo que lo rodea, muchas veces velado por su propio privilegio de chico blanco de clase media. Hill juega con estos contrastes y se apoya en su elenco juvenil, muchos de ellos sin experiencia previa actoral. Cada uno de sus protagonistas tiene la oportunidad de lucirse, dejando escapar sus dramas personales y anhelos, incluso en una época y una sociedad que, posiblemente, no los acompañe. Muchos podrán decir que “En los 90” no pasa nada, pero el realizador se une a sus personajes en este ‘viaje iniciático’ que tiene como destino la madurez, emocionando con sus pequeños giros y confesiones, sin abusar de las referencias, los chistes obvios, ni los golpes bajos. Su estética es la de MTV modelo noventa, un poco vertiginosa, un poco artesanal y cruda, como el “documental” que va pergeñando el mismo ‘Fourth Grade’. Hill inunda nuestros oídos con clásicos de Pixies, The Mamas and the Papas, Cypress Hill, Nirvana, y con la excelente banda sonora de los oscarizados Trent Reznor y Atticus Ross para ponerle el moño a un debut que gana desde su sinceridad narrativa y emocional, pero sobre todo porque se siente muy personal sin la necesidad de autoreferenciarse. Hedges sigue sumando grandes actuaciones a su currículum, y a Suljic no hay que sacarle los ojos de encima. Es más, toda esta banda de pibitos la rompe, convirtiéndose en la verdadera alma de esta historia que no necesita agarrarse de la nostalgia, tan de moda por nuestros días, para arrancarnos risas y lágrimas, con un presupuesto mínimo y muchas buenas intenciones y reflexiones sobre la adolescencia y sus pormenores. Imposible evitar las comparaciones entre “En los 90” (Mid90s, 2018) y “Lady Bird: Vuela a Casa” (Lady Bird, 2017). Ambos debuts cinematográficos -en el caso de Greta Gerwig, en solitario- rescatan el espíritu ‘coming of age’ de sus historias, pero siempre desde un punto de vista muy personal para sus realizadores, sumando una autenticidad y ‘naturalismo’ que se balancea a la perfección con una narración muy cuidada. Mientras que la premiada ópera prima de Gerwig nos mete de lleno en los confusos primeros años del nuevo milenio, Jonah Hill se para por primera vez detrás de las cámaras para mostrarnos su peculiar visión del “crecer en Los Ángeles a mediados de la década del noventa”. A Hill se le nota (y no lo niega) la influencia de “Kids” (1995) de Larry Clark y Harmony Korine -incluso, el guionista tiene un cameo en la película-, pero el actor devenido en realizador no echa mano del pesimismo extremo, la sordidez y los golpes bajos de este drama adolescente ambientado en la otra costa norteamericana. En cambio, nos pasea por el ‘aquí y ahora’ del pequeño Stevie (Sunny Suljic), un nene de 13 años que, como muchos a esa edad, está tratando de encontrar su lugar en el mundo, a medida que deja la infancia atrás y se sumerge apresuradamente en una adultez sin reglas aparentes. A Stevie le toca lidiar con un hermano mayor (Lucas Hedges) bastante abusivo y una joven madre soltera (Katherine Waterston) que no sabe poner muchos límites. En medio de esta confusión, y falta de contención y de amigos, el jovencito ve en un grupo de skaters de la Motor Avenue, la camaradería y pertenencia que anda necesitando. De a poco se arrima al conjunto de compañeros y empieza a vagar con ellos por las calles de Palm, imitando su estilo de vida, muchas veces excesivo para su corta edad. Stevie primero conoce a Ruben (Gio Galicia), que pronto lo presenta al resto de su grupo: Ray (Na-Kel Smith), quien quiere convertirse en una skater profesional; ‘Fuckshit’ (Olan Prenatt), quien a pesar de su rebeldía viene de una familia bastante acomodada; y ‘Fourth Grade’ (Ryder McLaughlin), quien va a todos lados con su camarita VHS, fantaseando con ser realizador cinematográfico. La historia de Stevie es la historia de todos estos adolescentes, escapando un poco de sus propias miserias (familias rotas, hogares donde los maltratan o simplemente los ignoran) para encontrar elementos en común con sus pares. En este caso, todo arranca por el skateboarding, deporte que, de alguna manera, los obliga a empaparse de la realidad de las calles. “En los 90” no es una película que siga esquemas clásicos. Acá no hay héroes ni villanos, ni siquiera un conflicto en especial que altere la vida de los protagonistas. Hill, también responsable del guión, intenta pintar una atmósfera que seguro él también experimentó, como tantos otros chicos californianos de los noventa. Primeros acercamientos sexuales, alcohol, drogas, algunos desmanes… nada en extremo ni del todo peligroso, aunque nos choque ver a un nene tan chiquitín dando estos primeros pasos que lo hacen “crecer de golpe”. En realidad no es tan así, pero este cruce con otros congéneres le abre los ojos hacia el mundo que lo rodea, muchas veces velado por su propio privilegio de chico blanco de clase media. Hill juega con estos contrastes y se apoya en su elenco juvenil, muchos de ellos sin experiencia previa actoral. Cada uno de sus protagonistas tiene la oportunidad de lucirse, dejando escapar sus dramas personales y anhelos, incluso en una época y una sociedad que, posiblemente, no los acompañe. Muchos podrán decir que “En los 90” no pasa nada, pero el realizador se une a sus personajes en este ‘viaje iniciático’ que tiene como destino la madurez, emocionando con sus pequeños giros y confesiones, sin abusar de las referencias, los chistes obvios, ni los golpes bajos. Su estética es la de MTV modelo noventa, un poco vertiginosa, un poco artesanal y cruda, como el “documental” que va pergeñando el mismo ‘Fourth Grade’. Hill inunda nuestros oídos con clásicos de Pixies, The Mamas and the Papas, Cypress Hill, Nirvana, y con la excelente banda sonora de los oscarizados Trent Reznor y Atticus Ross para ponerle el moño a un debut que gana desde su sinceridad narrativa y emocional, pero sobre todo porque se siente muy personal sin la necesidad de autoreferenciarse. Hedges sigue sumando grandes actuaciones a su currículum, y a Suljic no hay que sacarle los ojos de encima. Es más, toda esta banda de pibitos la rompe, convirtiéndose en la verdadera alma de esta historia que no necesita agarrarse de la nostalgia, tan de moda por nuestros días, para arrancarnos risas y lágrimas, con un presupuesto mínimo y muchas buenas intenciones y reflexiones sobre la adolescencia y sus pormenores. Stevie primero conoce a Ruben (Gio Galicia), que pronto lo presenta al resto de su grupo: Ray (Na-Kel Smith), quien quiere convertirse en una skater profesional; ‘Fuckshit’ (Olan Prenatt), quien a pesar de su rebeldía viene de una familia bastante acomodada; y ‘Fourth Grade’ (Ryder McLaughlin), quien va a todos lados con su camarita VHS, fantaseando con ser realizador cinematográfico. La historia de Stevie es la historia de todos estos adolescentes, escapando un poco de sus propias miserias (familias rotas, hogares donde los maltratan o simplemente los ignoran) para encontrar elementos en común con sus pares. En este caso, todo arranca por el skateboarding, deporte que, de alguna manera, los obliga a empaparse de la realidad de las calles. “En los 90” no es una película que siga esquemas clásicos. Acá no hay héroes ni villanos, ni siquiera un conflicto en especial que altere la vida de los protagonistas. Hill, también responsable del guión, intenta pintar una atmósfera que seguro él también experimentó, como tantos otros chicos californianos de los noventa. Primeros acercamientos sexuales, alcohol, drogas, algunos desmanes… nada en extremo ni del todo peligroso, aunque nos choque ver a un nene tan chiquitín dando estos primeros pasos que lo hacen “crecer de golpe”. En realidad no es tan así, pero este cruce con otros congéneres le abre los ojos hacia el mundo que lo rodea, muchas veces velado por su propio privilegio de chico blanco de clase media. Hill juega con estos contrastes y se apoya en su elenco juvenil, muchos de ellos sin experiencia previa actoral. Cada uno de sus protagonistas tiene la oportunidad de lucirse, dejando escapar sus dramas personales y anhelos, incluso en una época y una sociedad que, posiblemente, no los acompañe. Muchos podrán decir que “En los 90” no pasa nada, pero el realizador se une a sus personajes en este ‘viaje iniciático’ que tiene como destino la madurez, emocionando con sus pequeños giros y confesiones, sin abusar de las referencias, los chistes obvios, ni los golpes bajos. Amigos son los amigos Su estética es la de MTV modelo noventa, un poco vertiginosa, un poco artesanal y cruda, como el “documental” que va pergeñando el mismo ‘Fourth Grade’. Hill inunda nuestros oídos con clásicos de Pixies, The Mamas and the Papas, Cypress Hill, Nirvana, y con la excelente banda sonora de los oscarizados Trent Reznor y Atticus Ross para ponerle el moño a un debut que gana desde su sinceridad narrativa y emocional, pero sobre todo porque se siente muy personal sin la necesidad de autoreferenciarse. Hedges sigue sumando grandes actuaciones a su currículum, y a Suljic no hay que sacarle los ojos de encima. Es más, toda esta banda de pibitos la rompe, convirtiéndose en la verdadera alma de esta historia que no necesita agarrarse de la nostalgia, tan de moda por nuestros días, para arrancarnos risas y lágrimas, con un presupuesto mínimo y muchas buenas intenciones y reflexiones sobre la adolescencia y sus pormenores.
Peter Parker ya se siente mucho mejor y ahora debe hacerle frente a las concecuencias del chasquido de Thanos y los sucesos de "Avenhers: Endgame", mientras lidia con la pubertad, claro. La Fase 3 del Universo Cinematográfico de Marvel (MCU, de ahora en más) llega a su fin y toda la responsabilidad cae, literalmente, sobre Peter Parker. Después del “cierre” que nos dejó “Avengers: Endgame” (2019), “Spider-Man: Lejos de Casa” (Spider-Man: Far from Home, 2019) y su arácnido protagonistas deben lidiar con las consecuencias del chasquido de Thanos, -SPOILER ALERT-, la muerte de Tony Stark (Robert Downey Jr.) y la falta de liderazgo dentro del grupete vengador. Peter (Tom Holland) sólo quiere recuperar el tiempo perdido, pasear por Europa con sus compañeros y, si la timidez no lo vence, declararle su amor a MJ (Zendaya). La partida de Iron Man y el retiro de Capitán América dejaron un vació demasiado grande para llenar, uno para el cual el joven superhéroe no se siente nada preparado, ni física ni emocionalmente, pero las circunstancias (y casi todos los que lo rodean) lo empujan a tomar las riendas del asunto, o casi. ¿Por qué darle toda esta responsabilidad a un adolescente poco experimentado habiendo tanto ser superpoderoso y más calificado? Caprichos del guión de Chris McKenna y Erik Sommers -dos de los tantos escritores que tuvo “Spider-Man: De Regreso a Casa” (Spider-Man: Homecoming, 2017)- y de este gran universo expandido que no puede soltar. “Spider-Man: Lejos de Casa” tiene mucho a su favor en cuanto a entretenimiento superheroico y aventura juvenil, pero falla al dejar de lado ese mundo arácnido que fue construyendo a partir de “Venom” (2018) y, más que nada, con la maravillosa “Spider-Man: Un Nuevo Universo” (Spider-Man: Into the Spider-Verse, 2018). En cambio, la película de Sony se aferra demasiado a los hechos y personajes del MCU, tanteando la posibilidad de estas realidades paralelas, pero desaprovechando esta gran oportunidad de sumar Spider-Personas y nuevos villanos. Perdón por arruinarles la fiesta de entrada, pero este nuevo capítulo en la vida de Parker no viene por ese lado y, en parte, continúa con los temas de su entrega anterior en solitario, y ese perenne discurso del tío Ben que pesa más que nunca (lo del poder y la responsabilidad). Nueva York, como el resto del mundo, se recupera del chasquido y trata de volver a la normalidad, complicado, cuando la mitad del planeta desapreció durante cinco años y trata de regresar a sus vidas como las dejaron. Le pasó a tía May (Marisa Tomei), a Peter y a la mayoría de sus compañeros que, con la llegada del verano, se preparan para un viaje de “estudios” por varias ciudades de Europa. Mientras tanto, en México, Nick Fury (Samuel L. Jackson) y Maria Hill (Cobie Smulders) deben lidiar con algunas anomalías que andan destruyendo todo a su paso. Una misión que los cruza con Quentin Beck (Jake Gyllenhaal), personaje venido de uno de estos universos paralelos, el cual fue devastado por los llamados “Elementales”, seres que responden a los cuatro elementos de la naturaleza. Con Beck a la cabeza, Fury y su equipo se abocan a detener a estos monstruos, pero para ello necesitan la ayuda de Spider-Man. Ahí es cuando empiezan los conflictos para el adolescente, que no se siente del todo preparado para volver a la acción después de perder a su mentor y, digámoslo de una, su figura paterna. Mientras Peter trata de ganarse el cariño de MJ por los canales de Venecia, uno de los Elementales arruina sus planes, no dejándole muchas opciones a la hora de ponerse el traje y hacerla de superhéroe. Por suerte, congenia bastante bien con Beck -quien termina siendo apodado como Mysterio-, al que no podemos dejar de ver como un nuevo Tony con ganas de guiar al jovencito en su camino justiciero. Más vale malo conocido que bueno por conocer Entre paralelismos y muchas referencias comiqueras (¡y cameos!), vemos como Peter intenta cumplir los deseos de Stark, que chocan inmediatamente con los propios de una vida más tranquila, ayudando al barrio en vez de salvar al mundo entero. Este es el centro emocional de la película de Jon Watts -el mismo de “Regreso a Casa”-, una aventura cosmopolita llena de situaciones divertidas y enredos estudiantiles, que se apega a la perfección a las características del personaje creado por Steve Ditko y Stan Lee. Claro que hay unas cuantas vueltas de tuerca y giros que NO podemos revelar. Algunos muy bien ejecutados y simpáticos (se tienen que quedar hasta el final y la segunda escena post-créditos) y otros que se pueden prestar a la polémica (lo charlamos en una review con spoilers). Holland y su grupo de amigos son lo más refrescante de esta nueva entrega, mezclando problemas hormonales, románticos y de otra índole, aunque no siempre se los siente “realistas”. Igual, lo caricaturesco le queda muy bien a este protagonista que no deja de moverse entre el drama más profundo a la hora de enfrentar la perdida de seres queridos, y los absurdo de ciertas escenas. Gyllenhaal es un tema aparte en el cual no podemos profundizar, pero nada es lo que parece cuando se trata de este ambiguo personaje. Watts se agarra de estas buenas actuaciones y tira la casa por la ventana cuando se trata de efectos especiales y escenas de súper acción. Hay algo burtoniano es su enfoque a la hora de sumergirnos en un mundo más surrealista, pero en ningún momento se aparta de las formulas establecidas (y exitosas) del MCU. ¿El héroe siempre se queda con la chica? Ahí está, tal vez, la desilusión más grande de “Spider-Man: Lejos de Casa”, al menos para aquellos que buscan algo más apartado del tándem Marvel/Disney y más cercano a la locura animada de Phil Lord y Chris Miller. Esto no significa que la nueva aventura del arácnido falle a la hora de entregar entretenimiento comiquero de punta apunta, momentos emotivos y un anclaje constante a ese universo que vienen construyendo por más de una década. La película deja algunas pistas para el futuro, pero no tantas, así que sigue siendo un misterio (je) que le depara el destino superheroico a este y al resto de los Avengers.