La película Los hijos de diablo propone terror en la butaca, con mensaje ecologista. El cine tiene distintas maneras de representar los peligros que acarrea la deforestación. La violencia que el ser humano ejerce sobre la naturaleza puede contarse de muchas formas y una es a través del género fantástico. ¿Cuáles serán las consecuencias de la tala indiscriminada de árboles? ¿Cómo se vengará la Madre Tierra del daño que le estamos haciendo? ¿Cómo reaccionarán los bosques después de ser invadidos por empresas a las que no les importa destruirlos con tal de ganar más dinero? Estas son algunas de las preguntas que subyacen en Los hijos del diablo (el título original es The Woods, es decir El bosque), una coproducción entre Inglaterra, Irlanda y Estados Unidos que tiene como eje la leyenda irlandesa del Hallow, una suerte de bioma que en este caso son monstruos del bosque que salen por las noches a robar lo que más aman las personas: sus hijos. Pero estos monstruos no están solos, vienen acompañados por unas raíces vivientes grasientas que se multiplican y expanden hasta alcanzar a sus víctimas, a las que les inoculan unas células que las convierten en criaturas horripilantes. El joven científico y conservacionista Adam Hitchens (Joseph Mawle) llega al lugar con su mujer (Bojana Novakovic) y su pequeño bebé. Adam se adentra en el bosque para extraer muestras de la flora hasta que descubre una anomalía en el paisaje: un animal muerto en una casa abandonada con restos de raíces negras dentro de su cuerpo. El director Corin Hardy incorpora muchos elementos: hay monstruos, transformaciones, una casa en el medio de un bosque maldito, un libro de la leyenda del Hallow, un matrimonio que lucha por la supervivencia, fenómenos sobrenaturales, supersticiones, persecuciones nocturnas, fantasía. Y lo bueno es que no termina siendo un menjunje sin sentido sino un producto simple y entretenido, con un más que digno manejo del suspenso y cierto dramatismo inverosímil pero efectivo. Y con un plano final que es lo mejor del filme. Los hijos del diablo está dedicada a la memoria del maestro del stop motion Ray Harryhausen y viene con mensaje ecologista. Una película ideal para fanáticos de los monstruos.
Desastre a máxima velocidad Con una fotografía de catálogo, peleas artificiosas y un guion inverosímil, esta nueva heredera de la saga de Jason Statham redondea una película de pésimo gusto. Como alumnos del cine norteamericano de acción, los franceses se la llevan a marzo la materia. Heredera y continuadora de la franquicia creada por Luc Besson e interpretada por Jason Statham, El transportador recargado (de recargado tiene sólo el título) cambia de actor principal e insiste durante 95 minutos en ser desaprobada. La película empieza con un episodio en la Riviera Francesa en 1995 para contarnos el inicio del conflicto de la trama. Karasov (Radivoje Bukvic) es un mafioso ruso que llega al lugar para adueñarse del negocio de la prostitución. Anna (Loan Chabanol) y otras jóvenes más son sus esclavas. Quince años después, y sin explicación alguna, Anna está liberada y lidera una banda de chicas malas que se encarga de asaltar bancos. Juntas planean vengarse de Karasov, hacerle pagar una por una las encamadas que padecieron por su culpa. Para eso contratan a Frank (Ed Skrein), un exsoldado que se gana la vida conduciendo y matando gente a sueldo, muy a lo James Bond. Para asegurarse de que el infalible y estricto Frank colabore hasta el último y hasta las últimas consecuencias, Anna decide secuestrar a su padre (Ray Stevenson), con quien Frank tiene una relación entre afectiva y peleadora, para presionarlo y exigirle que colabore. Es más que evidente la intención de los productores: tratar de encontrar un sucesor para Jason Statham y ampliar el público de la saga en Europa. El resultado es una película del peor gusto: las coreografías de las peleas son de una artificiosidad que roza lo berreta; las persecuciones a toda velocidad por las calles de Montecarlo se parecen a una publicidad de Audi (con sus típicos ralentís pero mal usados); la fotografía es igual a la de un catálogo de agencia de turismo; los diálogos no pueden ser más tontos y fútiles; algunos planos no tienen razón de ser, y la enumeración podría continuar. Los tres guionistas (Adam Cooper, Bill Collage y Luc Besson) que figuran en los créditos no hacen uno. En un momento el padre, estando secuestrado, saca de la galera un chamuyo y besa a su custodia con música romántica de fondo. Cada vez que aparece el mafioso Karasov siempre le está bailando una mujer al lado, como si fuera un videoclip de Don Omar. Y Ed Skrein cree que ser serio es no reírse nunca. Para decir que leyeron un libro (citan todo el tiempo la novela de Alexandre Dumas, Los tres mosqueteros), al director Camille Delamarre no le basta con que uno de los personajes lo diga sino que lo redunda ponchando la portada del objeto, como para que al espectador no le queden dudas. El transportador recargado es una falta de respeto al cine de acción en general y a Jason Statham en particular. No se entiende por qué se estrenan estos malos productos en vez de darle pantalla a películas que sólo tienen lugar en festivales internacionales.
Sin miedo a la vida El 22 de noviembre de 1995 se estrenaba en Estados Unidos Toy Story, la primera película firmada por Pixar, la compañía que venía a cambiar para siempre la manera de hacer dibujos animados. Después de 20 años llega a las salas su filme número 16, dedicado a los animales extinguidos que más aman los niños: los dinosaurios. Si bien la animación vino precedida por una serie de inconvenientes (cambio de director, de intérpretes de las voces, demora en el estreno, entre otros), el resultado es más que digno. Pero en esta oportunidad los dinosaurios de extintos no tienen nada, porque si la historia oficial dice que hace 65 millones de años un asteroide impactó sobre la Tierra provocando la desaparición total de esta especie de reptiles gigantescos, Un gran dinosaurio (dirigida por Peter Sohn y acompañada con el corto Sanjay, el súper equipo) viene a proponer una ucronía, es decir una historia alternativa: el asteroide en cuestión pasa de largo y los dinosaurios quedan vivitos y coleando. La trama se desarrolla millones de años después de que la piedra del espacio exterior pasara rozando el plantea, cuando los Apatosaurus Poppa y Momma presencian el nacimiento de sus tres hijos: Buck, Libby y Arlo. Es Arlo el que más se destaca de los tres hermanos de color verde, pero no por sus virtudes sino por sus defectos: es patoso y súper miedoso. Y es justamente el miedo el que le va a complicar la vida. La familia vive en una granja al lado de las colinas Colmillos. Tienen que sembrar su propia comida y Poppa construye un silo de piedras para que los animales intrusos no les roben. Es en el silo donde también dejan su marca (estampan la huella de su mano con barro en la pared) como un símbolo de distinción, de superación, esfuerzo y valentía. Pero a la marca hay que ganársela con algún trabajo destacado. Todos logran imprimir su mano en la pared, menos el inútil de Arlo. El padre lo ayuda, sabe que en el fondo es un dinosaurio como él. Es así que le encarga la tarea de custodiar el silo con una trampa para el intruso, para que cuando éste se asome a robar la comida, Arlo lo mate con un palo y así pueda ganarse el derecho a dejar su marca en el silo. El problema es que cuando el joven dinosaurio descubre al intruso, se da con que es un niño salvaje, muy agresivo y hábil para escaparse. Un buen día, Arlo se cae en el río que rodea su casa y la corriente lo arrastra hasta un lugar lejano, en el que encuentra al pequeño cavernícola llamado Spot, a quien ve como el culpable de todas sus desgracias y con quien, después de vivir fuertes experiencias extremas, se hace amigo inseparable. Spot pasa a ser la mascota de Arlo. Más que los otros dinosaurios que los quieren cazar, el gran enemigo al que se tiene que enfrentar Arlo es el miedo, el gran tema del filme. Pero también al mal clima que azota a la región cada dos por tres. Un gran dinosaurio es una aventura de aprendizaje, una película de iniciación, en la que la música y el preponderante paisaje realista (se filmó en paisajes reales, insertando los dibujos en él) son tan importantes como sus personajes. La sensación de realismo es un efecto que hace todo más vívido, y convierte al filme en una verdadera experiencia sensorial. La nueva película de Pixar es entretenida, sencilla y emotiva, en la que no faltan guiños para los adultos y ese humor entre inocente e inteligente que caracteriza a la marca.
Amor a quemarropa El filme argentino Contrasangre se inscribe en la tradición del género policial con buenas intenciones y sólidos actores, pero no termina de funcionar. Daniel (Juan Palomino) es guardia de seguridad de un edificio. Está a punto de ser despedido de su trabajo. Atraviesa una crisis matrimonial y se siente un fracasado. Un día, caminando por la calle se le aparece un productor televisivo que le ofrece denunciar a la Policía corrupta en un programa (Daniel es expolicía). Cuando lo están grabando conoce a Analía (Emilia Attias), quien venía por la vereda a las corridas y asustada por un percance con un misterioso hombre. El triángulo está armado: por un lado Daniel, quién además se siente amargado por la pérdida de su hija. Por el otro lado Analía, una joven retraída y obsesiva que fue víctima de una violación (de ahí su miedo a los hombres) y que se dedica a enseñar matemáticas a un vecino en edad escolar. Y como tercero en discordia está Julio (Esteban Meloni), un expresidiario obsesionado con Analía. Cada vez que una película argentina se mete con los géneros el resultado es bastante desparejo. Contrasangre, dirigida por Nacho Garassino, se inscribe en la tradición del policial, y si bien tiene buenas intenciones, que se benefician con la presencia de sus sólidos actores, no termina de cuajar. La trama cuenta con varios errores lógicos que tendrían que haber sido ajustados. Es un thriller pasional con un guion rebuscado, con vueltas de tuerca forzadas para que la historia cierre y sea redonda (es una película circular, que termina donde empieza), sin darse cuenta que va dejando cabos sueltos que los sufre el espectador, a quien no le quedan claras algunas cosas. Las escenas de las peleas, algunos diálogos y los flashbacks para explicar sucesos del pasado de los personajes, por ejemplo, pueden funcionar a la perfección en la televisión (como serie o unitario), pero en el cine se los ve como escenas torpes o mal construidas. En pocas palabras, Contrasangre parece televisión para pantalla grande.
Infancia clandestina La película se inspira en la historia de una pareja de militantes chaqueños que durante la última dictadura militar pasaron a la clandestinidad y se escondieron en el monte chaqueño. En los últimos años, el cine argentino ha empezado a cultivar una sensibilidad propia. Esto es algo positivo, porque recién ahora se puede hablar de un cine que se reconoce en sus planos, en sus movimientos de cámara, en su puesta en escena, en sus actuaciones, en su ritmo. Sin embargo, vale recordar que en materia de cine no alcanza sólo con tener una identidad bien definida. Los del suelo, dirigida por Juan Baldana, está basada en la odisea que vivieron Irmina Kleiner (María Canale) y Remo Vénica (Lautaro Delgado), una pareja de militantes de las Ligas agrarias del Chaco y miembros del Movimiento Rural de la acción Católica, quienes durante la última dictadura militar pasaron a la clandestinidad y se escondieron en el monte chaqueño, donde llevaban adelante la lucha por un modelo más natural de vida. La película se centra en esa huida, con fuerte presencia de la naturaleza y una persecución que por momentos gana tensión y suspenso, pero en la que también se ve la imposibilidad de tratar los géneros a los que se arrima con timidez. A su modo, es una película de aventura clandestina, o una especie de western selvático, en el que hay buenos y malos, y en el que estos últimos tienen que cazar a los primeros. Las dos principales cabezas malvadas son la de Juan Palomino, en el papel del jefe que se cree dios y da las órdenes, y la de Luis Ziembrowski, quien interpreta a un militar temible y despiadado. A Irmina y a Remo se les complica más el asunto cuando ella queda embarazada de Marita, ya que dar a luz en la selva es dificultoso. No obstante, se dan maña para tener a la niña. Pero surge un segundo problema: no la pueden tener con ellos porque si los militares los agarran puede ser peor. Es así que deciden dejar a la beba al cuidado de unos amigos del lugar. Los del suelo también intenta depositar la fe y las esperanzas en las nuevas generaciones, de ahí la importancia de la hija de Marita cuando esta ya es grande (la película va y viene en el tiempo), que aparece en la casa de campo de su abuela Irmina en imágenes que se intercalan con la narración principal. Uno de los problemas de la película es que no existe independientemente del contexto al que se refiere, y el cine siempre tiene que trascenderlo, un filme siempre tiene que poder verse independientemente de su contexto. La ingenuidad ideológica y la anécdota sentimental ganan la partida. El cine se evapora en silencios vacuos, que son los peores, los que no dicen nada.
En busca del destino Dirigida por Fernando Salem, se trata de una película rodada completamente en San Juan. Después de un largo prólogo que sirve para presentar al personaje principal y el paisaje en que está inmerso (paisaje que siempre es el reflejo de su estado de ánimo), la ópera prima de Fernando Salem, Cómo funcionan casi todas las cosas, nos cuenta la historia de Celina, una joven que vive en un lugar ilocalizable del interior argentino. A Celina (Verónica Gerez) se le muere el padre y su madre se fue de casa cuando era chica. Todos los días va en bicicleta hasta el peaje en el que trabaja con otra mujer. Cuando conoce a quien fue el amigo y compañero de trabajo de su padre, un tal Goldberg, quien se dedica a vender una enciclopedia que lleva de título “Cómo funcionan casi todas las cosas, la primera enciclopedia con las respuestas a todos sus interrogantes”, Celina no lo piensa demasiado y decide abandonar el trabajo en la ruta para dedicarse a la venta puerta a puerta de ese material. La joven muchacha tiene un propósito en la vida, un sueño: ahorrar plata para viajar a Italia en busca de su madre. En el medio están el enamorado celoso (Esteban Bigliardi), una compañera de trabajo desagradable (Pilar Gamboa), un niño insoportable (Vicente Esquerre) y Rafael Spregelburd en el papel de Goldberg, un personaje poco desarrollado. La puesta en escena es un verdadero logro. El paisaje desierto y la ruta en medio de la nada refuerzan los sentimientos de abandono y soledad de los personajes. Las imágenes son límpidas y las actuaciones destacables. Cómo funcionan casi todas las cosas es una película sobre el destino que pone en marcha una historia sensible de tristezas y soledades, pero también de pequeñas ilusiones, de modestos sueños y esperanzas. El cine independiente que se hace en este país no aspira a historias grandes, no es ambicioso ni pretencioso. Es más bien un cine que conoce sus límites y trata de aprovecharlos al máximo. Lo malo es que muchas veces cansa ver tantas películas parecidas, como si todas estuvieran condenadas a filmar el mismo paisaje desierto con los mismos personajes desangelados de siempre.
La consagración de Mark Ruffalo El filme encumbra a uno de los mejores actores de Hollywood de su generación. Sentimientos que curan confirma al menos dos cosas: que el cine indie norteamericano es mucho más que un conjunto de películas hechas para festivales al estilo Sundance, como muchos insensatos creen; y que Mark Ruffalo es un actorazo, uno de los mejores de su generación y del actual panorama del cine de Hollywood. Hay un cine de autor y un cine de actor, que sería ese cine cuyas películas son reconocibles más por la labor de sus protagonistas que por la de sus directores. Y Sentimientos que curan es un filme en el que su actor principal la rompe y se impone por sobre todos y por sobre todas las cosas. Ruffalo es enorme como el Increíble Hulk e interpreta el papel de su vida en una película chiquita y conmovedora, que se toma licencias inverosímiles (con trampas y errores) pero que cumple con creces. La voz en off de Amelia, la hija mayor de Cameron Stuart (Mark Ruffalo), cuenta que a su papá le diagnosticaron depresión maníaca a fines de la década de 1960. Sin embargo a Maggie (Zoe Saldana), la madre, no le importó el detalle y se casó lo mismo y tuvieron dos pequeñas, ella (Imogene Wolodarsky) y Faith (Ashley Aufderheide), su hermana menor. Después de esta introducción con imágenes de viejas grabaciones caseras, el relato salta hasta 1978, a la casa de campo donde viven, cuando a Cameron le agarra un típico ataque de maníaco depresivo y bipolar y su mujer se da cuenta de que la situación es inmanejable y que se le escapa de las manos. A Cameron lo internan en un centro de rehabilitación. Maggie se muda a Boston con las niñas para conseguir un mejor trabajo. A pesar de que él viene de familia acaudalada, viven casi en la miseria y Maggie quiere que sus hijas vayan al mejor colegio. Conseguir un buen trabajo para costear los gastos de la casa y de la educación de las nenas se hace difícil sin la ayuda de un esposo. Es por esto que Maggie decide solicitar una beca en la Escuela de Negocios de Harvard. Obtener el título en 18 meses y regresar es el plan. Pero ¿con quién dejará a las chicas? El único que puede cuidarlas es Cam, a pesar de su inestabilidad psíquica. La decisión es dura para los dos. Para él porque tendrá que asumir una responsabilidad mayúscula; para ella porque se tendrá que ir lejos de sus hijas. El gran acierto de la directora Maya Forbes está sin dudas en el casting, porque a Ruffalo lo acompañan dos grandes promesas de la actuación, como las dos actrices que hacen de las hijas. La química que hay entre ellas dos y el actor es de una sensibilidad de otro orden. Y hasta Zoe Saldana está bien, a pesar de que interpreta al personaje menos comprensible de la historia. Sentimientos que curan es una película optimista, que no cae en golpes bajos, que sortea las dificultades con humor, con grandes actuaciones, con ritmo en la narración y con una banda sonora acorde al drama que cuenta. Pero el filme también significa el triunfo de Mark Ruffalo como actor, quien está excesivo, exasperante, desquiciado, desbordante, genial. Hacia el final se llora hasta por los codos al ver a ese inmenso actor mirándonos y entregándonos su arte así como si nada.
Entre fallas y aciertos En “007: Spectre”, Bond se mueve con la elegancia de siempre, pero la película se enreda en pasos de comedia que le quitan eficacia. La apertura de Spectre, la nueva James Bond, es potente, vigorosa, con planos secuencia virtuosos y pulso firme. La acción transcurre en la Ciudad de México durante la celebración del Día de los Muertos, y de entrada quedan expuestos los elementos más representativos de la saga: la elegancia del protagonista trajeado, su debilidad por las mujeres bellas, su agilidad para salir ileso de situaciones complicadas y su destreza con las armas. Antes de los característicos créditos iniciales todo parece prometedor. ¿Podrá Sam Mendes, su director, mantener durante 150 minutos este ritmo vertiginoso? Lamentablemente, después del impresionante arranque la película empieza a desinflarse de a poco. Lo del comienzo es sólo un veranito para el espectador. Lo que sigue es un largo invierno a modo de despedida de la era Daniel Craig (supuestamente es la última vez que estará en la piel del galán del espionaje). Los fanáticos de la franquicia 007 quedarán agradecidos con esta 24ª entrega ya que reaparece la mítica organización criminal Spectre (la Sección de Poder Ejecutivo para Contraespionaje, Terrorismo, Revancha y Extorsión de los primeros filmes), identificada con el logo de un pulpo y liderada por el demente Franz Oberhauser (Christoph Waltz). Spectre es el mal y quiere controlar la seguridad mundial y para eso reúne a varias organizaciones de modo de reducir las probabilidades de que se produzcan atentados terroristas (como si ellos fueran buenos). El trabajo de Oberhauser se basa en instalar el caos en las ciudades para que todos tengan miedo y se sumen a su red de seguridad: un sistema de vigilancia global. Y Bond deberá detener el plan. No hay que olvidarse de que Bond, James Bond, es ante todo un asesino con licencia para matar y en el transcurso de sus misiones secretas, entre encamadas y vodkas Martini, no duda en ejecutar a sus objetivos, siempre con la corbata en su lugar. Esta vez, las mujeres que lo acompañan son la hermosísima Léa Seydoux, en el papel de Madeleine Swann, y Monica Bellucci como Lucía (que aparece sólo unos minutos y no se sabe bien para qué). Hay secuencias de acción destacables en distintos lugares del mundo, con sus paisajes y arquitecturas de fondo. Sin embargo, Spectre tiene muchos puntos muertos en los que su director parece no saber adónde ir. El malo interpretado por Waltz, por ejemplo, nunca llega a meter miedo con sus muecas mecánicas, todo lo contrario de la efectiva maleficencia caricaturesca de Javier Bardem de Skyfall (2012) donde veíamos a un Sam Mendes seguro, convencido de lo que hacía, porque recurría a los elementos de su propio universo cinematográfico. En cambio, en Spectre, no ayuda la incorporación del humor de un modo más consciente debido a que no es un recurso que le pertenezca. Usar la comedia (como se usa acá) y la artificiosidad propia de Bond para contrarrestar el dramatismo de la historia no hace más que perjudicarla. A pesar de ser una película olvidable y una de las más flojas, siempre termina ganando la mística que caracteriza a la saga, y eso puede llegar, incluso, a salvarla del fracaso.
El espíritu de la colmena Es sabido que las abejas trabajan en equipo en la colmena, donde cada una realiza una función determinada bajo las órdenes de la Reina. Nadie puede salirse de la rutina laboral ni omitir el cumplimiento del deber de la comunidad. Son un ejemplo de organización y armonía. Ahora bien, ¿qué pasaría si una de ellas se sale de ese sistema de trabajo perfecto y constante? En La abeja Maya, la animación dirigida por Alexs Stadermann, la propuesta es justamente contar la historia de una abeja que se anima a salir de su colmena para enfrentarse a los peligros del mundo exterior. La abejita llamada Maya es una pequeña alborotadora que no para de cantar y hacer bochinche. Su espíritu libre y feliz la lleva a meterse en problemas con la antipática consejera de la Reina, quien la reta a cada rato por no cumplir con las reglas. Pero Maya no se puede quedar callada y dice lo que piensa. Además cuenta con el aval de la Reina, quien con cariño y comprensión le permite que haga lo que quiera. La consejera no tardará en planificar algo malvado: no darle de beber a la Reina su jalea real para que se debilite y así poder hacerse cargo del reinado y expulsar a quien quiera. Es así que Maya es expulsada de la colmena una vez que la consejera asume el cargo. Ahora tendrá que lidiar con los peligros del prado: el temido monstruo Gorgo y los avispones, los enemigos número uno de las abejas. La película, coproducción entre Alemania y Australia, se ve obligada a incurrir en la sobreexplicación por el público al que apunta (niños de muy baja edad). Para eso usa el método de la pregunta y respuesta. La animación sabe que sus espectadores necesitan que las cosas se expliquen claramente, para que nadie quede afuera. En La abeja Maya todos los personajes están dibujados con rostros simpáticos. No hay ninguno que tenga trazo agresivo, ni siquiera los malos. Y lo más destacable de la película es ese ánimo de rebeldía que tiene, con el que se intenta decir que no está mal salirse de la norma, siempre y cuando se esté siendo uno mismo.
Escalofríos, la nueva película protagonizada por Jack Black, es una historia de aventuras sobre el miedo a la soledad y al poder de la imaginación. No es posible saber qué sería del cine mainstream de Hollywood sin la Poética de Aristóteles. Pero lo que sí se sabe es que le debe mucho. Ese tratado no hizo más que servirle en bandeja la forma en la que se tiene que contar una historia. Es inconcebible hacer un producto para chicos que no contenga la santísima trinidad del relato clásico: principio, nudo y desenlace. Y si a esto se le agrega un actor estrella, efectos especiales, un director que tenga un mínimo sentido de la aventura y el suspenso y el humor, el éxito está asegurado. Escalofríos, la nueva película protagonizada por Jack Black, basada en la serie homónima de libros para niños escrita por R. L. Stine, no sólo respeta a rajatabla estos tres actos de la narración lineal sino que intenta ser una suerte de oda fantástica de la enseñanza de Aristóteles. Zach (Dylan Minnette) es un adolescente que llega con su madre a la ciudad de Madison para empezar una nueva vida. Ella es profesora y se integra como docente en el mismo colegio donde cursará su hijo. Apenas llegan a la casa donde van a vivir, Zach conoce a sus nuevos y misteriosos vecinos: R.L. Stine (Jack Black) y Hannah (Odeya Rush). Lo que Zach no entiende es por qué el padre de Hannah, una niña de su misma edad, no la deja salir ni tener amigos. En el primer encontronazo que tienen, Stine le prohíbe a Zach que se acerque a ellos, advirtiéndole del peligro que implica cruzar la reja que los separa como vecinos. Tras una confusión con la policía, el muchacho decide entrar a la casa de los vecinos raros con un chico del colegio que acaba de conocer, Champ (Ryan Lee), quien será el compañero de aventuras de Zach. La misión es ver por qué tanto misterio y reserva. El asombro de los jóvenes se produce cuando descubren la extraña biblioteca de Stine, con libros con títulos de novelas infantiles y cerradas con llave. Hasta que uno comete el error de abrir un libro. A partir de ahí, Escalofríos se convierte en una mezcla de Jumanji con Los secretos de Harry, de Woody Allen, en donde la fantasía literaria del autor interactuando con sus personajes se hace presente. Monstruos y criaturas que eran reales sólo para Stine cobran vida. Es que de niño, el escritor sufrió una alergia que lo postró en una cama, haciéndolo víctima del bullying de sus pares. Para no estar solo y vengarse del mundo que lo rodeaba, Stine empezó a crear todo tipo de personajes entre espeluznantes y creepy. En el fondo, Escalofríos es una película sobre el miedo a la soledad y sobre el poder de la imaginación. El truco de la película consiste en generar la expectativa del próximo monstruo por aparecer. Va mostrando uno por uno a sus personajes, y siempre el próxima genera más sorpresa. El personaje de Black dice en un momento que una buena historia tiene que tener un principio, un clímax y un desenlace, pero también giros, enredos y sustos que provoquen escalofríos, porque de esa forma no aburrirá y tendrá tensión, drama y pasión. El problema es que la película por momentos tiene dificultades para cumplir con esos requisitos.