El rey del Ártico Norm y los invencibles es una animación con un claro mensaje ecológico y una buena dosis de inocencia. Los osos polares son los íconos del Ártico. Norm es un oso polar que intenta ser ese animal salvaje del Polo Norte, ese cazador feroz que no deja presa viva en su camino. Pero no, Norm es especial, es bueno, considerado, y un pésimo cazador. Y encima tiene la facultad de hablar como los humanos. Tampoco sabe impresionar a los turistas que llegan a sacar fotos, aunque sí sabe bailar y dar espectáculos musicales. Con la llegada de los humanos llegan los problemas. Un magnate malvado e inescrupuloso llamado Greene arriba al lugar con las intenciones de fabricar unas casas especiales para venderlas y poblar el Ártico. Para eso debe recurrir al marketing. La empresa de Greene, ubicada en Nueva York, necesita un actor que se disfrace de oso para grabar una publicidad. “Usar el Ártico para vender el Ártico”, es el lema de Greene. Ahí es cuando Norm se da cuenta de que la única manera de salvar su hogar es viajando a la gran ciudad con sus amigos inseparables, los lemmings (los personajes más graciosos del filme), y detener el plan de Greene. “Usar el Ártico para salvar el Ártico”, es el lema de Norm. La historia se desarrolla con ritmo, con chistes simpáticos y otros no tanto, y siempre manteniendo un mínimo de tensión. Sí, hay algunos tropezones con algunos gags que no son efectivos (el del director que quiere hacer una obra maestra, por ejemplo) y referencias a otras películas que no aportan nada. Norm y los invencibles es una animación con un claro mensaje ecológico, un intento de llamamiento a la toma de conciencia de los espectadores para que cuiden más el medio ambiente, ya que el derretimiento de las masas de hielo del Polo Norte es cada vez más preocupante. La ambición y la codicia del ser humano son capaces de cualquier cosa por dinero, hasta de destruir el planeta. En la película también está presente, lateralmente, el tema de la manipulación mediática, capaz de crear mensajes falsos con tal de coincidir con los intereses económicos de las grandes corporaciones. Quizás los mayores no la pasen tan bien como los más pequeños, ya que la animación no deja de ser un rejunte de otros títulos mejor logrados (como La era de hielo, entre muchos otros) y de pecar, por momentos, de muy inocente.
El ciclo de la mujer lobo Cuando despierta la bestia es un filme de terror que trata un tema trillado de manera diferente. Hay dos cosas que no se pueden evitar: la muerte y la genética. Tanto el fin de la vida como aquello que es transmitido de generación en generación a través de los genes son hechos ineluctables y, por eso mismo, terroríficos. Los dos dan miedo. Los dos son dramáticos. Es justamente el drama de la herencia genética el tema implícito de Cuando despierta la bestia, la ópera prima del director danés Jonas Alexander Arnby. Marie (interpretada por la actriz Sonia Suhl) es una adolescente tímida que vive con su padre y su madre en un pequeño pueblo pesquero de Dinamarca. Algo raro sucede con su cuerpo, una roncha en el pecho la lleva al médico para hacerse un chequeo general. No parece algo grave pero debe tomar una medicación y volver a consulta en dos meses. Mientras tanto, empieza a trabajar en una pescadería, el único trabajo seguro de ese lugar. El ambiente del nuevo empleo es hostil. La presencia masculina es mayoritaria e intimidante. Las miradas pendencieras de sus compañeros se le clavan como una filosísima daga. ¿Por qué Marie despierta tanta animadversión si su aspecto es de lo más inofensivo? De entrada la bautizan con una bienvenida violenta y nauseabunda. Después le hacen bullying por ser la más joven e inexperta. Marie no la pasa bien. Sin embargo allí conoce a un joven que le presume, que la invita a salir. Su madre en silla de ruedas padece una extraña enfermedad. El padre y Marie la cuidan, le dan de comer, la bañan. En el pueblo nadie los mira con buenos ojos, todos tienen una actitud de enemistad hacia ellos. Algo misterioso hay en estas personas, un secreto familiar que todos conocen pero que tratan con discreción y miedo. El director Jonas Alexander Arnby trata el tema (tan trillado) de la licantropía sin caer en la provocación ni en explicaciones psicologistas y redundantes. Todo se cuenta con las imágenes. La puesta en escena es de un laconismo efectivo, en la que la fotografía de Niels Thastum se encarga de darle un tono gris y por momentos irreal al paisaje costero, para resaltar su desolación inherente. Las actuaciones de los protagonistas son gélidas, contenidas, justas. Más que una película de terror, Cuando despierta la bestia es un drama sobre la discriminación (tanto hacia el género femenino como hacia aquel que pertenece a otro linaje) en clave de película de monstruos. Y como en toda película que pertenece a este subgénero, acá también los monstruos son los humanos.
Una película que asusta La película El bosque siniestro falla al concentrar el terror en efectismos. Hay al menos dos tipos de películas de terror: las de susto y las de miedo. Las primeras se concentran en hacer sobresaltar al espectador a la fuerza (como cuando alguien se esconde detrás de la puerta para sorprenderlo con un "¡Bu!"). Las segundas, en cambio, entienden que para "meter miedo" no hay que recurrir al golpe de efecto sino que hay que inocularlo de a poco (con la puesta en escena, la música, los personajes, la atmósfera). El susto es pasajero; el miedo dura. El bosque siniestro es un mal ejemplo del primer tipo de películas, ya que su director, Jason Zada, cree que el terror se reduce a meter abruptamente rostros horripilantes. Y el verdadero terror está más cerca del segundo grupo, donde se encuentran grandes títulos como El exorcista y Te sigue, que, por otra parte, demuestran una seria preocupación por lo cinematográfico. El otro error que comete el filme es también frecuente: pretender un realismo dramático cuando todo es del orden de lo inverosímil. Quizás hayan sido los japoneses quienes mejor respuesta dieron al asunto. Siempre hay que elegir una de las dos cosas, o en todo caso optar por un humor autoconsciente, como lo hacen, por ejemplo, Takashi Miike en Llamada perdida y Sion Sono en Ekusute. La historia es simple: una mujer llamada Sara Price (Natalie Dormer) llega a Tokio para buscar a su hermana gemela, quien se perdió misteriosamente en el bosque Aokikagahara, parte del Monte Fuji. La leyenda dice que es el lugar donde la gente va a suicidarse. Todos son malos augurios, todos dan por muerta a su hermana y todos le advierten no entrar sola al bosque. Pero Sara sabe que está viva. La actriz Natalie Dormer encarna a las dos hermanas, aunque nunca llega a conectarse con la historia ni a transmitir tensión. El bosque está lleno de Yuurei (fantasmas japoneses enojados) y los usa para engañar a los que se adentran en él. De tal modo, el imaginario de la película está lleno de los típicos fantasmas del terror nipón, con sus colegialas mechudas y sus ancianas espeluznantes. El bosque siniestro tiene elementos de El conjuro (hay sótanos, hay pasillos con luces que se prenden y apagan), pero no es El conjuro. Tiene cosas de películas japonesas al estilo La llamada, pero no es La llamada. Todos son intentos inefectivos, mal resueltos. Asusta con caras terroríficas que aparecen de golpe. Y eso es todo.
Mitología en buenas manos Dioses de Egipto es una adaptación libre y entretenida de los mitos. Si había alguien indicado para filmar una película como Dioses de Egipto ese era Alex Proyas. Nacido en Alejandría, Egipto, en 1963, Proyas tiene incorporada la mitología de su país en su ADN. Se hizo famoso en la década de 1990 con dos joyas de culto obligatorias para cualquier cinéfilo: El cuervo (1994) y Dark City (1998). La primera es la adaptación de los comics homónimos de James O’Barr, que cobró fama de maldita después de que en pleno rodaje muriera accidentalmente Brandon Lee, el hijo de Bruce Lee. En la segunda nos entrega un filme de ciencia ficción noir en el que demuestra una cabal comprensión de los géneros que pone en juego. Y ahora se mete con las mitologías y leyendas de la antigüedad, un género difícil y siempre maltratado que mezcla aventura con péplum. Antes que nada es necesario hacer un breve árbol genealógico para que se entienda mejor la historia. Ra, dios del Sol, tiene dos hijos: Osiris, dios de la vida; y Seth, dios del desierto. Osiris tiene un hijo, Horus, dios del aire, quien está en pareja con Hathor, diosa del amor. Osiris designa nuevo rey de Egipto a Horus. En la ceremonia de asunción, Seth llega del desierto y mata a su hermano Osiris delante de todos y le saca los ojos a su sobrino Horus. El ambicioso y tirano Seth asume el poder. Los dioses no tienen sangre (por sus venas corre oro líquido) y viven mezclados con los mortales, quienes son sus esclavos. Bek es un joven mortal, ladrón experto, que está de novio con Zaya, su gran amor. Bek y Zaya son los que ayudarán a Horus a recuperar sus ojos para luchar contra Seth. En el medio está la aventura, con escenas de acción potentes y delirantes y personajes a la altura de las circunstancias, como Tot (el dios de la sabiduría, que aquí es negro y superficial), Apofis (el caos), Anubis (el dios funerario) y la Esfinge, entre otros. Proyas hace lo que quiere con la mitología egipcia, a la que por momentos tergiversa introduciendo sutiles cambios. Y que todo esté como explicado para dummies es otro gran acierto. Dioses de Egipto es buena porque es un entretenimiento de más de dos horas que no decae un segundo, porque su director asume una libertad enorme y porque se da cuenta de que la estética empleada, los efectos especiales y los planos no pueden ser de otra forma. Todo tiene que ser inverosímil. Proyas es inteligente y hace coincidir la puesta en escena con la historia que cuenta.
La vida pasa rápido y los que más conciencia tienen de este hecho son los mayores, quienes además están convencidos de que la vida en la vejez ya no es la misma que en la juventud. Las fotos de apertura de Mi abuelo es un peligro muestran un pasado de compañerismo y amistad entre el abuelo Dick (Robert De Niro) y el nieto Jason (Zac Efron). La complicidad entre ambos parece ser el código de hierro. Pero algo pasó después de esos primeros años juntos; quizás la influencia del padre determinó la actual vida anodina de aquel niño libre y soñador. La película arranca con el velorio de la abuela de Jason, esposa de Dick Kelly, un exintegrante de las fuerzas especiales del ejército. De entrada nomás conocemos la ocupación de Jason y su situación sentimental: es un joven abogado comprometido con la hija de su jefe, una bella mujer judía y asfixiante. El problema se desata al otro día del sepelio, cuando el abuelo Dick quiere que Jason lo acompañe en un viaje a Florida en pleno receso primaveral. Dick quiere visitar a un viejo amigo y, de paso, despejarse. Lo que Jason no sabe es que el abuelo no es esa persona seria que parece, sino un anciano sinvergüenza, degenerado y jodón, que lo único que quiere es acostarse con una universitaria para sentir de nuevo lo que alguna vez sintió de joven. El filme está basado en el engaño. El verdadero plan de Dick es otro. El hecho de que Jason esté por casarse con una mujer que no ama y que se dedique a una profesión que no le gusta, aterra y desmoraliza al viejo Dick. Jason es su último proyecto de redención. De lo que se trata es de “liberar al oprimido”. Es así que emprenden un viaje escandaloso, plagado de situaciones bizarras y momentos comiquísimos, que hacen tambalear el inminente casamiento de Jason. Hay mucha química entre los dos y entre los personajes secundarios, quienes aportan la cuota de humor necesaria. Cantan, bailan, se drogan, se emborrachan, se agarran a las piñas, se enamoran. Sin dudas el que la rompe es Zac Efron, cuyos fans lo van a disfrutar al máximo. Aquí, además, se lo ve prácticamente como Dios lo trajo al mundo. Mi abuelo es un peligro está en sintonía con títulos como ¿Qué pasó ayer? Es una comedia verde, con chistes groseros, “olmedescos”, pero con un par de momentos súper efectivos e inteligentes, que despiertan la carcajada hasta en el más serio de la sala.
Una muy buena película de animación La nueva animación de Disney, Zootopia, cuenta la historia de la coneja Judy Hopps, de cómo quiere cumplir su sueño y de cómo se le complica su camino por lograrlo. De entrada nomás se deja en claro el tema de fondo: en una suerte de prólogo, unos animales–niños representan una obra en la que se habla del miedo como la fuerza que dominaba al mundo hace miles de años. Judy vive con sus padres en un pueblo y quiere ser policía a pesar de la talla. La niña coneja crece, se recibe de oficial con mucho esfuerzo y logra viajar a la gran ciudad para trabajar de lo que más ama. Pero en el primer día de trabajo se da cuenta de que la cosa es mucho más difícil de lo que imaginaba, más aún si se tiene en cuenta su condición de presa en un mundo habitado por depredadores. La ciudad futurista y súper moderna se llama Zootopia, una unión de las palabras Zoo y Utopia, esa sociedad política ideal de la que hablaba Tomás Moro. Lo acertado del filme es que esa ciudad moderna no es perfecta, sino que tiene los mismos problemas que las grandes ciudades actuales. Para el enfado y amargura de Judy, el jefe de departamento de policía, un búfalo enorme, la designa como guardia de tránsito. Y es en la calle donde conoce a Nick Wilde, un zorro estafador que se dedica a la venta ilegal de unos helados que fabrica de manera fraudulenta junto con un cómplice que se hace pasar por el hijo. El problema surge cuando una nutria desaparece misteriosamente. No hay pistas, sólo una foto y las ganas de Judy de hacerse cargo del caso para demostrarle al búfalo que puede ser una oficial hecha y derecha y no una simple repartidora de boletas en la vía pública. Es así que, en sociedad con el zorro Nick, se pone a investigar el asunto, lo que da pie a la aparición de personajes desopilantes (los más graciosos son los perezosos, encargados de la administración pública). Zootopia es una película en la que dos personajes antagónicos (un policía y un ladrón) deben trabajar juntos para resolver un crimen, o capturar a un criminal, mientras se van haciendo amigos. Pero es también una película de aventuras con toques de cine noir y de mafiosos, que viene con un plus musical a cargo de Shakira. En el filme no hay humanos y por momentos parece destinada más para grandes que para chicos, ya que hay muchas referencias cinematográficas y chistes que van desde una parodia a Marlon Brando en El padrino hasta la serie Breaking Bad. Es una apuesta con cierta complejidad, que abre nuevas puertas hasta que la historia cierra con un mensaje claro y preciso.
En el filme “En nombre del amor” hay mucha ridiculez y falta de talento. El argumento se podría repetir de memoria. Los best sellers románticos de Nicholas Sparks llevados a la pantalla grande ya constituyen una especie de género aparte. La intención de En nombre del amor es clara: fomentar el traspaso y la reproducción del habitus de la clase social a la que está dirigida (si papá es médico, el hijo también tiene que serlo). La película cuenta la historia de dos jóvenes que viven solos en casas de campo, ubicadas en la zona del Sur de Carolina, a la orilla del mar. Travis Parker (Benjamin Walker) es un médico veterinario que vive la vida como un bon vivant. Trabaja con su padre, quien también es veterinario, y en sus tiempos libres sale con amigos y amigas (todos de una belleza inverosímil) a pasear en lancha. Lo que Travis no sabe es que tiene una nueva vecina de la que se va a enamorar al toque: Gabby (Teresa Palmer), una asistente pediátrica y estudiante de medicina que vive con su perra. Una noche, Travis se encuentra afuera de su casa escuchando música y Gabby sale a pedirle que baje el volumen porque está estudiando. Lo que sigue ya lo conocen de memoria. Hay un tercero (el novio de Gabby), hay cenas románticas, diálogos vergonzantes, perros que llevan cartas (como si fueran palomas mensajeras), personajes que desaparecen como por arte de magia y luego vuelven a aparecer (la novia de Travis, por ejemplo). En el filme hay mucha ridiculez y falta de talento (los perros actúan mejor que los actores). La música entra siempre a destiempo, como si al realizador le resultase imposible pensar la imagen y el sonido como dos elementos con funciones propias pero a la vez complementarias. La puesta en escena es de revista religiosa, de esas que nos alertan del apocalipsis y a cambio nos venden un mundo en familia, feliz, rodeado de hijos y sonrisas resplandecientes. Todo está dotado de un tono coelhista, de autoayuda, como si se pretendiera dar lecciones de vida.
A la medida de los fans La nueva película de la factoría Marvel se centra en un personaje atrevido y marginal. Las páginas comiqueras de Marvel revolotean a toda velocidad para dar inicio a su enésima entrega, esta vez dedicada a su personaje más atrevido y marginal y atorrante: Deadpool, el soldado echado del ejército, el cancerígeno devenido en inmortal, el cara de Freddy Krueger que se niega a alistarse en las filas de los X-Men, el antihéroe de traje rojo y negro que no para de hablar y disparar gruesas municiones pop. “Una película de un imbécil”, así se lo presenta desde los créditos iniciales al personaje interpretado por el cada vez menos carilindo Ryan Reynolds. La película de la factoría que tiene a Stan Lee como el cabecilla mayor, arranca con una cámara vertiginosa, espectacular, que funciona como un anzuelo. Luego, un flashback explicativo que por momentos brilla y por otros se vuelve opaco. Wade Wilson (Ryan Reynolds) es un mercenario que regentea el bar de un amigo hipster, un antro nocturno al que van otros personajes tan manyines como él. Una noche conoce a Vanessa (Morena Baccarin), el amor de su vida. Pero no todo es sexo y amor y color de rosas. Un buen día, Wilson cae desmayado y se le diagnostica cáncer terminal. Y lo que parecía una historia de amor muta en una de terror. Entonces aparece el señor Smith, quien le ofrece a Wilson la cura de su enfermedad, pero en realidad se somete a un experimento en el que le inyectan una sustancia cuyo efecto es la inmortalidad. Convertido en Deadpool, Wilson sale en busca del responsable de su desfiguración en compañía de sus dos amigos: el colosal de acero Colossus y Negasonic Teenage Warhead, una adolescente dark. La boca de Deadpool es una ametralladora de chistes autoreferenciales para el deleite del fan marvelero. El filme repite el viejo efectivo truco del humor metacinematográfico; rompe la cuarta pared, le habla a la cámara, al espectador, detiene la película para adelantarla como si se tratase de un VHS, entre otros efectos. Y sí, hay tiros, hay cameos graciosos, grandes secuencias de acción, en la que se destruye todo y la sangre chisporrotea; pero también hay momentos en que el filme se estanca, cede, baja un cambio. Pero ¿qué es Deadpool sino una suerte de falsa rebeldía dentro de la casa Marvel para hacer creer que también tiene autocrítica? Deadpool no es un personaje atípico, es solo un personaje más, cubierto de un cancherismo cool hartante. Deadpool nos hace creer que es una excepción inmoral y políticamente incorrecta aunque es la película más conservadora de Marvel hasta la fecha. Pero es esto lo que, paradójicamente, la hace fuerte y entretenida, como si la única posibilidad de rebeldía consistiera en caer simpático. Hay algo que caracteriza a los devotos de la cultura popular: la falta de reflexión crítica. Repetir nombres de canciones, de bandas, de películas, de discos y de actores parece ser el límite. Y este es el aspecto que le conviene explotar a Hollywood.
Una experiencia religiosa La ópera prima del italiano Edoardo Falcone divierte y al mismo tiempo logra incomodar con inteligencia al espectador. El cine italiano a veces sorprende positivamente cuando se conecta con lo poco rescatable de su tradición. Son escasos los nombres que vale la pena citar a la hora de hablar de comedias italianas importantes. Muy cerca de Nanni Moretti, aunque con un punto de vista menos hipócrita, la ópera prima de Edoardo Falcone, Si Dios quiere, es una comedia burguesa que se ubica en la línea fundada por los padres de la comedia a la italiana: Ugo Tognazzi, Nino Manfredi, Alberto Sordi, Marcello Mastroianni y, fundamentalmente, Vittorio Gassman. Tommaso (Marco Giallini) es un médico cirujano, cardiólogo, que se siente superior a sus pares, aunque es un hombre comprensible, tranquilo, con la parsimonia y la soberbia de los que saben. Tiene una buena posición social, una mujer hermosa, una hija tan bella como su esposa, un hijo educado y estudioso y un yerno piola. Todo parece tranquilo, hasta que se empiezan a ver las aristas, las amarguras, las disconformidades, los sueños postergados, las frustraciones. Y la situación se torna más tensa cuando la sospecha de que Andrea (Enrico Oetiker) es gay se acrecienta hasta hacerse casi evidente. Un día Andrea reúne a todos para hacerles una importante confesión. Tomasso y su mujer piensan que llegó la hora de la revelación tan esperada. Pero habrá una sorpresa para todos, lo que el joven quiere decirles es que decidió hacerse cura. Hasta aquí parece una puesta en ridículo de las aflicciones de la clase social a la que pertenecen. Y de algún modo lo es. Pero Falcone hace eso y va más allá: le suma un conservadurismo y una incorrección política que pueden llegar a inquietar a las mentes más progresistas de la sala. Tommaso es un ateo convencido cuyos principios pronto sucumbirán ante el carisma el padre Pietro (Alessandro Gassman), el supuesto responsable de lavarle la cabeza a su hijo para que abandone la carrera de medicina y se dedique al sacerdocio. A partir de ahí, Tommaso tratará de desenmascarar a Don Pietro, ya que está convencido de que es un farsante. Su pasado de estudiante comprometido con causas socialmente nobles, su profesión de médico y su educación universitaria no le permiten creer en Dios, y menos en la iglesia católica, la institución más oscurantista según sus palabras. Pero sin darse cuenta, empieza una lenta conversión al catolicismo, primero se hace amigo del padre y después empieza a ver las cosas y el mundo de una manera distinta. La película es buena porque tiene una sutil predisposición para molestar al espectador progre, al que se escandaliza con temas como la homofobia, el machismo, el anacronismo de los profesionales de medio pelo de la clase media adinerada. Y lo hace con un tono de comedia clásica, casi absurda, con una puesta en escena acorde a ese tono, y con un timing envidiable, que entretiene y que permite que se disfrute. Los personajes secundarios están bien demarcados y aportan la dosis justa de humor. En Si Dios quiere no sólo terminan convencidos los personajes sino también los espectadores. Deja a un lado el cinismo intelectual y su exhibicionismo para dar paso a una conversión sincera.
“Latin lover” resulta una desafinada una comedia coral con situaciones tragicómicas y vínculos familiares. El cine italiano quizás sea el más sobrevalorado del mundo, y la inentendible ponderación de Paolo Sorrentino, como para nombrar un director en actividad, es un ejemplo de ello. Latin Lover, de Cristina Comencini, pertenece a este cine y a uno de sus más lamentables géneros: la comedia a la italiana. Saverio Crispo es el gran actor y galán de Italia, en la línea de Rodolfo Valentino. Se podría decir que se trata de una suerte de biopic de este personaje imaginario, o una falsa biografía reconstruida a través de los diálogos de sus protagonistas. Pero el personaje de Saverio es en realidad una excusa para que se desarrolle la verdadera trama: la reunión en un pueblo de la zona de Puglia de sus cinco hijas y sus dos exmujeres para celebrar el décimo aniversario de la muerte del actor. Las viudas e hijas son de distintos lugares: están las italianas anfitrionas, la madre Rita y la hija Susanna (Virna Lisi y Angela Finocchiaro); la francesa Stephanie (Valeria Bruni Tedeschi); las españolas Ramona y Segunda, madre e hija (Marisa Paredes y Candela Peña); la atractiva sueca Solveig (Pihla Viitala); y la más joven del grupo, la norteamericana Shelley (Nadeah Miranda). Los personajes masculinos: el marido mujeriego de Segunda (Jordi Mollà) y Pedro (Lluís Homar), viejo amigo y doble de riesgo de Saverio. Los personajes sacan sus trapitos al sol, revelan mentiras y verdades del actor y sus propias traiciones y sueños. Comencini propone una comedia coral con situaciones tragicómicas, en la que las relaciones familiares cobran importancia. Latin Lover intenta evocar, en clave de homenaje, el pasado del cine italiano. Pero en el intento lo único que se destaca es la visión superficial de la directora, que cae en un acartonamiento de las distintas etapas y géneros homenajeados. La película quiere ser melancólica y divertida pero termina siendo un fiasco conservador. Si bien a algunos espectadores les puede resultar entretenida, estamos ante un cine ingenuo y anticuado.