La figura y la obra de Ernesto Sabato estaban pidiendo a gritos esta necesaria, imprescindible reivindicación que encara su hijo Mario con este testimonio fílmico entrañable y revelador, en una época en que cierta crítica tiende a silenciarlo. La propuesta, claro, está teñida por el afecto, pero no disimula tics, manías y obsesiones del protagonista. A través de fotos, filmaciones hogareñas en Super 8, cortos y diversas aproximaciones llevadas a cabo en distintas épocas, desfilan la infancia en Rojas, los estudios en La Plata, el período en el Laboratorio Curie de París, el abandono de la ciencia por la literatura, el compromiso político cuando las circunstancias lo exigen. Y como escenario recurrente, la casona mítica de Santos Lugares con sus paredes de vidrio, sus galerías, sus bibliotecas infinitas y sus árboles. No faltan la presencia de Matilde, los nietos, alguna pérdida irreparable y esos cuadros que empezó a pintar cuando ya no podía escribir, poblados de rostros alucinados de Kafka y Van Gogh. Por sobre todo eso, la palabra y la imagen de Sabato, imponiéndose. No se omite, claro, su tarea al frente de la Conadep, pero quien acaba ganando la pantalla es el Sabato íntimo con sus comentarios al pasar, su ironía, su empecinamiento y acaso su irremediable melancolía. Emerge en toda su estatura, quizá como el último representante de esa raza de escritores que creían que un libro nos puede cambiar la vida, más allá de las urgencias del mercado, que un texto nace para exorcizar los más secretos demonios. El film incita a volver a la lectura de “El túnel” y “Sobre héroes y tumbas”. No es poco.
Remake del film homónimo de la danesa Susanne Blier, ahora a cargo de Jim Sheridan (“Mi pie izquierdo”). El capitán Sam Cahill (T. Maguire) se embarca en su cuarto viaje de servicio rumbo a la zona de combate. Deja atrás a su esposa Grace y a sus dos hijas. Cuando el helicóptero en el que viaja es baleado en Afganistán, se presume lo peor. No hay noticias de él y, ante la enorme desazón de la familia, Tommy (J. Gyllenhall), el hermano carismático y de pasado brumoso, toma las riendas de ese hogar y se hace cargo de Grace y las niñas. De a poco, se establece un nuevo vínculo entre ellos. Acaso sin proponérselo, Tommy ha venido a llenar el espacio dejado por el hermano ausente, con quien en apariencia nunca tuvieron nada en común. La reaparición de Sam, cuando ya todas las esperanzas parecían perdidas, no hará otra cosa que agravar un cuadro de relaciones sumamente delicado. Se han puesto en juego sentimientos muy profundos. Sheridan maneja el drama con intensidad.
El cine estadounidense abusa un poco de estos temas “edificantes”. Parece, sin embargo, que la platea de ese país responde con entusiasmo a estos estímulos que tanto tienen que ver con el sueño americano y el triunfo de la voluntad. El ejemplo más cercano es “Preciosa”. El asunto acá se basa en una historia real, convertida luego en libro por Michael Lewis bajo el título “The Blind Side; Evolution of a Game”. El joven negro Michael Oher, natural de Memphis, sobrevive como puede en la ciudad impiadosa, hasta que una brava noche de invierno se lo topa en la calle Leigh Anne Tuohy, lo ve ahí tiritando, vestido apenas con una camiseta y unos shorts viejos, se apiada de él y se lo lleva a dormir a su casa. Los días se convierten en semanas, las semanas en meses y, cuando quiere acordarse, Michael es un miembro más de la familia Tuohy. Así, el empeño de Leigh Anne y los suyos saca a la superficie todo el secreto potencial del muchacho y, con el tiempo, habrá de convertirse en un fenomenal jugador de fútbol americano y en otra persona. Un encuentro providencial en una noche helada lo hizo posible. En los `30 y `40, el cine de Frank Capra desparramó estas historias cargadas de buenas intenciones donde todo el mundo se redimía al final de los posibles errores cometidos. La película recaudó arriba de 250 millones de dólares, y se convirtió en uno de los títulos más vistos de la temporada. Sandra Bullock puso en juego esa energía que le sobra y se alzó con el Oscar a la mejor actriz en la ritual entrega de la Academia de Hollywood. Es obvio que el cine (norte) americano no pasa por su mejor momento. “Vivir al límite” y “Bastardos sin gloria” serían las excepciones que confirman la regla.
Martin Scorsese, animal de cine, en su sólida filmografía se ha ocupado de hampones, marginales, psicópatas y boxeadores, policías corruptos y mafiosos que hacen temblar con su sola mirada. Pocas veces, sin embargo, se le animó al género de terror. El antecedente más cercano fue la remake de “Cabo de Miedo”. Si algo sabe el director es crear climas intensos y personajes capaces de llevar de la naríz al espectador desde la primera secuencia. Ahora, toma un best seller de Dennis Lehane, para zambullirnos en ese infierno tan temido, donde irrealidad y locura se confunden. La acción se ubica en 1954, plena Guerra Fría. En ese contexto cargado de temores, el alguacil Teddy Daniels (L. DiCaprio) y Chuck Aule (M. Ruffalo), su flamante compañero de tareas, acuden a Shutter Island con la misión de investigar la misteriosa desaparición de una asesina serial en el inquietante Hospital Ashecliffe. En ese espacio sombrío en el que pululan psiquiatras y psicóticos de cuidado, en esa isla azotada por tormentas y vientos huracanados, los recién llegados comprenderán (no sin pagar un precio altísimo), que allí nada es lo que parece ser. Mientras un huracán se avecina, las incógnitas se multiplican. Se suman rumores de conspiraciones y la sospecha de que en ese lugar se llevan a cabo sórdidos experimentos con los pacientes. Represivos controles mentales, salas secretas para tratar algún caso límite, médicos que tienen mucho que ocultar y abundantes indicios que hablan de hechos sobrenaturales. Con semejante material, Scorsese recorre todas las variantes que van del creciente suspenso al terror desatado y rinde homenaje a unos cuantos clásicos del género. Las tiene todas.