Gladiador tras la cámara Durante la Primera Guerra Mundial, en representación de la corona británica, un comando de soldados australianos y neozelandeses libra una serie de combates en suelo turco, donde las potencias europeas se disputan las migajas del Imperio Otomano. Connor (Russell Crowe), un colono australiano, es padre de tres soldados que desaparecieron en la batalla de Gallipoli y tras el suicidio de su esposa, en nombre de una promesa, parte a Estambul para repatriar los cuerpos. En la ciudad se hospedará en casa de la bella viuda Ayshe (Olga Kurylenko), tendrá un romance platónico, se ganará la amistad de su hijo y conocerá al Mayor Hasan (notable Yilmaz Erdogan), que lo ayudará a encontrar los cuerpos en medio del avance de tropas griegas aliadas del ejército británico. El debut como director de Crowe, basado en hechos reales, es a primera vista simple, bordeando lo pintoresco y cursi, pero hay una carga de humanidad y valores primarios que rara vez emerge en un film bélico. Con talento y de un modo que resulta natural, que fluye con la narración, en su búsqueda Connor encontrará aliados y enemigos, indiferentemente del color de su bandera, y su reacción estará guiada por la reciprocidad. El actor australiano pinta una historia local, periférica a las principales contiendas, y desde ese lugar entrega un mensaje más potente que los clásicos panfletos antibelicistas. Pese al sentimentalismo de algunas escenas, las actuaciones son acertadas y el cierre demuestra a Crowe medido, alejado de los grand finale hollywoodenses.
La hermandad de los prendedores Mientras el cine de ciencia ficción sigue obsesionado con la inteligencia artificial, entregando versiones muy parecidas del mismo tema, Disney tomó el presente de catástrofes naturales con pronóstico de futuro distópico y logró un resultado más entretenido e interesante. Tomorrowland es una ciudad del futuro situada en un presente alternativo, al cual Frank (George Clooney) y Casey (Britt Robertson) tienen acceso en distintos momentos de sus vidas mediante un prendedor (suerte de nuevo anillo de Frodo), facilitado por un ciborg infantil llamado Athena (brillante Raffey Cassidy). Pero mientras Athena los convoca y les revela que Tomorrowland fue concebida por los Plus Ultra, las grandes mentes de la humanidad entre las que se menciona a Einstein, Edison y Tesla, Nix, el mandamás de la ciudad del futuro (Hugh Laurie en su primera superproducción post House), envía ciborgs para eliminarlos. Como una mezcla de Terminator con la perdida inocencia de Volver al futuro, Tomorrowland es una sencilla historia bien contada y con adecuado uso de efectos especiales.
Sin hijos ni resquemores El estreno de Sin hijos aprovechó el conflicto de los de cuarenta y tantos (los middle-aged para la sociedad norteamericana) sobre la decisión de la paternidad. Noah Baumbach (Historias de familia, Greenberg, Frances Ha) muestra el tema con otros ribetes. No se trata sólo de cuestionar el tabú sociocultural sino de ubicar a Josh y Cornelia Shrebnick (Ben Stiller y Naomi Campbell) en el fluctuante presente 2.0. Como los directores de la escena neoyorquina mumblecore, Baumbach aborda temas de comedia con la seriedad de Woody Allen y el criterio de un amante de la cultura pop. Y Mientras somos jóvenes es el mejor pespunte de su liaison con ese género. En el inicio, Josh y Cornelia miran entre incómodos y envidiosos a la beba de Fletcher y Marina, mientras suena en vibráfono “Golden Years” de David Bowie. Seguidamente Josh, documentalista, conoce a su futuro colega Jamie y su esposa. Los cuatro van a cenar y hablan de grandes documentalistas como de talk shows. El ingenio de Baumbach hace posible tal mezcolanza, lo cool y lo no tanto, para que los Shrebnick se reafirmen como hipsters y olviden a sus otros amigos. Jamie tiene un búnker de VHS y vinilos comprados en eBay; a Josh lo obnubila eso pero continúa, como todos, escuchando música en su smartphone. ¿Cuál de las dos parejas, los padres o los veinteañeros, les está mostrando el camino? Una de las mejores cosas de un film es mostrar distintas variantes sin decidirse por ninguna. Calculadas al detalle, Baumbach hace múltiples referencias cool (a Los Kinks y los lisérgicos sesenta, a Noam Chomsky y hasta a Criterion, la etiqueta Premium de video hogareño), sin saber si se elogia o se burla, pero con la convicción de que hoy, como nunca antes, asumir el cambio generacional se volvió complicado.
Asuntos de familia Cuando se supo cornudo, Big Wade Cleland desató una tragedia en un rincón de Virginia que continuó tras su muerte, cuando su hijo Carl salió de prisión. Por entonces Dwight (Macon Blair), huérfano de madre y de padre adúltero, se convirtió en vagabundo para rastrear a los hermanos Cleland. En el baño de un bar, en lo que pareció un acto de defensa propia, Dwight apuñaló a Carl. Y en la huida encontró a su medio hermano William. Descubierto, adelantándose a la vendetta, Dwight se afeita, se reconvierte en ciudadano y visita a su hermana Sam (Amy Hargreaves), divorciada y madre de dos chicos; su plan es evacuar la casa familiar, enviar a Sam y sus sobrinos a otro estado, esperar el ataque como un soldado. Dwight no es un soldado, no sabe agarrar un arma, pero algo en sus genes lo prepara para la guerra de clanes. Reminiscente de Shotgun Stories, la ópera prima de Jeff Nichols, Cenizas del pasado posiciona a Jeremy Saulnier, que por estos días estrena en Francia un film de horror protagonizado por un grupo punk. A esperar.
Bajo la alfombra roja Entre 1978 y 1990, 53 niños y mujeres fueron asesinados y mutilados en la ex Unión Soviética por Andrei Chikatilo. Una vez apresado, y documentado su caso en el libro The Killer Department (1993), de Robert Cullen, Chikatilo subió al panteón de célebres asesinos seriales como Ted Bundy. Lo interesante de la historia es el trasfondo político: Stalin creía que el asesinato era una “enfermedad” del capitalismo; ergo, en pueblos comunistas no podía existir el crimen. La confusión conceptual abonó al telefilm Citizen X, con Stephen Rea como el investigador que persigue a Chikatilo y Donald Sutherland como su incrédulo supervisor. Ahora, una nueva versión novelada (y muy cambiada) de los hechos, escrita por Tom Rob Smith, animó esta cinta producida por Ridley Scott, que asignó la dirección al chileno afincado en Suecia Daniel Espinosa. Child 44 (título original, aludiendo al número de víctimas que disparó una investigación comprometida) pudo haber sido una buena remake de Citizen X, pero la adaptación del libro de Smith debilitó su potencial al subdividir el guión en historias paralelas. Aquí, el investigador es Leo Demidov (Tom Hardy), un sobreviviente de la hambruna propinada por Stalin al pueblo ucraniano que, de chico, es adoptado por una familia de oficiales soviéticos. Partiendo de la gratuita alusión al genocidio ucraniano, la historia se desploma como un castillo de naipes. Leo es forzado a tareas que no le agradan (como hacer la vista gorda ante los crímenes) por un par de jerarcas (Joel Kinnaman y Vincent Cassel) que quieren apartarlo, y con la misma gratuidad su mujer, Raisa (Noomi Rapace), no sabe si defenderlo o abandonarlo. En esta flojera argumental se desperdician las actuaciones de Gary Oldman, como un jefe militar sin incidencia en el guión, y Paddy Considine, como Vladimir Malevich (el Chikatilo de la adaptación).
Gato con guantes Una colaboración entre animadores belgas y productores norteamericanos (además, una colaboración de bajo presupuesto) auspiciaba una tercera vía a los trabajos harto conocidos de Pixar y DreamWorks. Lamentablemente, Trueno y la casa mágica transita similares carriles, sin el alto voltaje que caracteriza a lo mejor de las grandes marcas. En una Boston demasiado de ensueño, un gato es abandonado y encuentra refugio en la casa de un veterano mago que, mientras ensaya trucos para entretener a chicos de escuela, adiestra un pequeño ejército de juguetes robotizados, un poco en clave Toy Story. Bautizado por su nuevo dueño como Trueno, el gato deberá soportar permanentes complots del conejo Jack y la rata Maggie, hasta enonces favoritos de los actos de magia. Pero cuando el mago tiene un accidente y su sobrino intenta vender la casa, Trueno se pone al hombro a la población liliputiense para aguar las visitas de potenciales compradores. Aunque los personajes están bien delineados (de manera clásica, extremadamente buenos o malos, al estilo Hanna-Barbera) y se saca provecho del 3D, hay una orfandad en los diálogos y una obviedad en el esquema “defendamos la casa” (la idea de Mi pobre angelito) que vuelve al film insalvable aun con la mejor voluntad.
Asunto pendiente Miguel Quiroga es un ladrón compulsivo de libros, una manía de estudiantes que veinte años atrás tenía prestigio contracultural. Pero Quiroga es un señor mayor; habita un oscuro departamento en Barracas al que la cámara muestra siempre oblicuo, como si Quiroga fuera Caligari. Y en ese ámbito porteño pero transfigurado, mezcla de El proceso de Welles con expresionismo alemán, Quiroga descubre un libro de magia que enseña trucos sin explicación, y munido de ese libro conseguirá empleo en un circo ambulante donde la ilusión ya está amplificada (ecos de La strada); y así Quiroga (Carlos Roffé), su empleador (Sergio Poves Campos) y su biógrafo (Lorenzo Quinteros) deambulan una Buenos Aires anacrónica y nocturna, como la comparsa borracha de El sueño de los héroes. A 22 años de su aparición en Europa, el tardío estreno local de la obra maestra de Alejandro Agresti es, no obstante, adecuada a este tiempo, que sabrá tratarla mejor. Incrustado entre el fin del alfonsinismo y la instauración de la economía neoliberal, El acto en cuestión, como 76 89 03 o Eterna sonrisa de New Jersey, es un film angular de una historia reciente que sin embargo se ve lejana; la clase de trabajo desencantado con la realidad política que sólo encuentra refugio en el arte (que, para los argentinos, tuvo su referente en una imagen utópica del under). Antes del retorno al realismo de los Traperos y los Caetanos, El acto en cuestión lanzó el peor agravio al establishment: una mirada extraña, resuelta en una carcajada (la misma de Cha cha cha y El otro lado en la televisión). No inmune a la ignorancia, Agresti respondió con Buenos Aires Viceversa y este inmenso film quedó boyando como un diamante perdido, el documento de un cine que pudo haber sido y no fue.
Muertos de risa Decenas de copias después de Blair Witch Project, finalmente llega un film found footage con algo nuevo para contar. En realidad, esta producción neozelandesa responde menos al subgénero “filmación encontrada” que a una parodia de documental al estilo This is Spinal Tap, y allí radica el atractivo. Un equipo de camarógrafos se calza una cadena de ajos y entra a la residencia de cuatro vampiros. El principal anfitrión es Viago (Taika Waititi, también director del film), un vampiro de más de 100 años que sabe desenvolverse ante las cámaras, y este presenta a Deacon (Jonathan Brugh), el más torpe, con más de 300, Vladislav (Jemaine Clement), más de 800 y sediento de sangre como de orgías, y el veterano Petyr (Ben Fransham), el clásico Nosferatu de casi 1.000 años. La troupe sale de noche con ropa de sus víctimas (Viago cuida no mancharlas con sangre), ruega a los dueños de los boliches para que los dejen pasar y eventualmente condonan la vida a un humano para tenerlo de amigo, por si acaso. Haciendo gala de un humor desopilante, Casa Vampiro recuerda a otro film neozelandés, Braindead, de Peter Jackson, donde el ingenio de bajos recursos se demuestra insuperable frente a la cadena de producción made in Hollywood.
Vidas cruzadas En esta historia coral hay mensajes en papeles que se pierden y aparecen en manos equivocadas, mensajes de amor imposibles de borrar del teléfono y un escritor que usa diálogos de sus relaciones para incluir en sus novelas. Claro que Michael (Liam Neeson) no es el único escritor de esa raza pero, al decir de Anna (bellísima Olivia Wilde), él vive a través de sus personajes y se nutre de sus víctimas de carne y hueso. Alrededor del torbellino entre Michael y Anna en un hotel de París giran las historias de Julia (Mila Kunis), una neoyorquina a quien su ex niega la visita a su hijo, y Scott (Adrien Brody), un plagiador de diseños de alta costura que en Roma se ve envuelto en una relación indefinida entre secuestro, estafa y triángulo amoroso. Si lo dicho resulta intrigante, en la práctica es ambicioso, pueril. El vínculo de las tres historias se devela a medida que promedia el film y no alcanza a sustentar el interés ni la existencia de las tramas paralelas. De haberse centrado en las idas y vueltas de Michael y Anna en el hotel parisino, la historia podía haber funcionado, pero Paul Haggis, guionista de Million Dollar Baby y guionista y director de Crash: Vidas cruzadas, tuvo la ambición –aunque no el talento– para redondear algo más grande.
Ajedrez para tres Viggo Mortensen no descarta un guión que no le guste, y así como ocurrió con Todos tenemos un plan, de Ana Piterbarg, su cotizada presencia realza el debut tras las cámaras de Hossein Amini, guionista de Drive, entre otros films. Basada en la novela Two faces of January, de Patricia Highsmith, la película ausculta con delicadeza la relación entre dos embaucadores de distinta edad y la que ambos mantienen con una mujer de notorio atractivo sexual, entre las ruinas griegas y pintorescos paseos nocturnos por Estambul. Highsmith escribió la novela entre los dos volúmenes de su saga protagonizada por el estafador Tom Ripley, y tanto Rydal (Oscar Isaac, visto el año pasado en Inside Llewyn Davis de los Coen) como Chester MacFarland (Mortensen) hacen el juego de espejos entre un joven y un viejo Ripley, que se corona en una pantomima de padre e hijo con la finalidad de una coartada. Colette (Kirsten Dunst), la mujer de MacFarland, es el tercero en discordia y (quizás en la movida menos original del film) aquello que desbarata una jugada arriesgada con pronóstico de final feliz. El triunfo está en la frágil tensión (Viggo en su mejor hora) y en la fidelidad a los juegos ambiguos de la escritora norteamericana.