Infierno chico Conocido por apariciones en Munich, 007 Quantum of Solace y (más recientemente) El gran hotel Budapest y el protagónico de Venus in Fur, el último film de Roman Polanski, Mathieu Amalric es una figura central del cine francés contemporáneo. Inició su carrera de director en 1997 con Mange la soupe y hoy, a los 49 años, ha trabajado en casi un centenar de films para la pantalla y la televisión francesa. En El cuarto azul, su quinto trabajo, optó por adaptar un texto del gran Georges Simenon con buenos resultados. El film arranca con un paneo de dos cuerpos desnudos, los adúlteros Juliene Gahyde (Amalric) y Esther Despierre (Stéphanie Cléau), juntos en el cuarto que da título al film; una situación que se repetirá cada vez que Esther deje la señal: una toalla colgada de su balcón. Es este un rol atípico para Amalric; lejos de sus papeles de comediante, siempre oscilando en su carisma, Gahyde es un ser oscuro, corroído por la culpa y el miedo. Entre su vida familiar y sus escapadas con Esther, como flashbacks, la película muestra el proceso judicial al que es sometido el protagonista, de cuya causa poco se intuye hasta el tramo final. Si bien la trama es casi una jugada de manual, Amalric, como director, cautiva en el retrato de una pequeña ciudad donde todos conocen sus vicios y debilidades.
La NBA de los superhéroes Una máxima no escrita sobre el arte popular dice que si algo entretiene es válido. La secuela de la exitosísima Vengadores hace acordar y mucho a esa máxima. Primero: sus dos horas y media pasan veloces como Quicksilver, el mutante antihéroe (y luego héroe) que introduce esta saga. Segundo: pese a las tramas secundarias y retorcidos argumentos para presentar una simple acción (la búsqueda de un metal ultradenso, por ejemplo, que dispara la batalla entre los Vengadores y su némesis), el interés nunca decae. En su permanente búsqueda por mejorar aleaciones y demás adminículos, Tony Stark, alias Ironman (algo así como el Steve Jobs del cómic), tropieza con una nebulosa de energía azul que resulta afín a sus intereses, hasta que la energía se materializa en Ultrón, un robot de inteligencia superior que infiltra todas las redes y crea su propio ejército. Pero Vengadores 2: La era de Ultrón no sería un film redondo sin la inclusión de los gemelos mutantes Pietro y Wanda Maximoff, alias Quicksilver y Scarlet Witch, que con su velocidad (el primero) y poderes de encatamiento (la segunda) complican la tarea de Ironman, Thor y el resto del equipo. El film está superpoblado de in-jokes o bromas para conocedores (“sos muy inocente”, se burla Ultrón de su creación, Visión, y este le responde: “Es que nací ayer”), y aunque se siente el abuso, el estilo refleja la comodidad del director Joss Whedon para hacer su trabajo. El secreto no está en la historia sino en la interacción. En vez de jugarse por lo bueno y malo de un personaje, los Vengadores son una NBA que hace jueguito todo el tiempo, sin estar pendientes del resultado del partido. Con la franquicia del cómic en manos de Whedon y el veterano Stan Lee, hay Vengadores garantizados para rato.
Peludo de regalo A poco de estrenarse en los Estados Unidos Willow Creek, un film de horror sobre Bigfoot (o Sasquatch o, para nosotros, yeti: el mítico eslabón perdido y escondido en los bosques de sequoias), Eduardo Sánchez, codirector de The Blair Witch Project, revive al monstruo con una mezcla de su ópera prima y la exitosa A Cabin in the Woods. Como haciéndose cargo de la poca originalidad (o para reforzar el “subject”), En el bosque arranca con infografías sobre el incremento de encuentros con yetis en los Estados Unidos y Sánchez nos introduce dentro de un auto con el habitual grupo de amigos yendo al matadero. Es de noche y el auto choca con un objeto no identificado; se detienen, escuchan aullidos; obviamente, siguen de largo, pero entonces un tronco bloquea el camino y deben continuar a pie. El segmento inicial es prometedor y evoca a la tan estimada por Tarantino The Long Weekend, hasta que el grupo se instala en la inhóspita cabaña, abandonada por el tío de dos personajes. Allí la historia se vuelve genérica. Aunque el yeti es un monstruo gigante, sanguinario y creíble, y aunque el director aprovecha las cámaras GoPro en una buena huida en bicicleta por el bosque, las situaciones son demasiado obvias para resultar en un buen film de horror.
Aquellos ojos negros Filmada en locaciones que recrean de manera hiperrealista a la California de los años ’50 y ’60, con actuaciones más cercanas a la parodia que al drama, esta adaptación de un caso real (una tesitura que se ha impuesto más que nunca en Hollywood) conserva la impronta de Tim Burton al tiempo que lo aleja de sus tradicionales fantasías. Big Eyes - Retratos de una mentira cuenta la vida de Margaret Keane, la autora de esos huérfanos de enormes ojos que empezaron como cuadros y devinieron luego una línea fordista de posters y merchandising, cuyo crédito fue apropiado durante años por el marido de la artista, Walter Keane. Big Eyes arranca con un elogioso epígrafe de Andy Warhol a la artista y resulta obvio que la estética de Keane fue adoptada por el mismo Burton (hay que recordar, sin ir más lejos, el abuso de resaltadores de ojos en su ex esposa y musa Helena Bonham-Carter, que también devino una marca artística). Pero lo interesante es cómo tanto este film como Ed Wood, por razones de empatía artística, resultan trabajos singulares para el director. Lejos está la película de rozar el delirio burtoniano que brotó pleno a inicios de los ’90, escarbando vida y obra de autor de Plan 9 From Outer Space, pero se huele la misma intención y la finalidad demuestra, siquiera tímidamente, el deseo de bucear otros caminos. La historia contribuye al interés del film. Sin recurrir al sentimentalismo feminista, hasta último minuto Burton deja al espectador indignado, anhelando que Margaret se libere y confiese que es víctima y partícipe de un plan maquiavélico, que los niños desangelados de ojos grandes son creación suya y que su marido no sabe cómo agarrar un pincel. Saliendo de su fórmula, el creador de Beetlejuice logró su primer largometraje atractivo en años. Cuesta creer que sea un nuevo inicio, pero ojalá así sea.
Amor brujo La historia de La Bella y la Bestia, escrita a mediados del siglo XVIII por Barbot de Villeneuve, cuenta con dos versiones notables: la realizada por Jean Cocteau, una perla cinematográfica de 1946, y la popular pero no menos valiosa versión animada de los estudios Disney, estrenada en 1991. Esta versión francesa, con Léa Seudoux (La vida de Adele) como Bella, y con Vincent Cassel, alternando con una versión digital, como la Bestia, busca acentuar todo el trabajo desde la producción, ya sea en lo narrativo, estirando la historia con personajes y situaciones ausentes en el cuento original, como (principalmente) en lo visual. El resultado es doblemente problemático. Por un lado, los decorados que Cocteau presentó como un top ten del surrealismo y Disney como un caleidoscopio de colores, aquí son cosméticos como un spot publicitario. Por el otro, el agregado narrativo, como los tres hermanos varones de Bella y una deuda familiar que generará un conflicto paralelo a la historia, sólo sirven para estirar la duración del film y acentuar su monotonía a grados exasperantes. Para una historia en donde lo esencial es mágico e invisible a los ojos, esta versión redunda en lo superficial y lo obvio.
Transformer Ben Stiller tuvo a Dustin Hoffman en el rol de su padre judío para la saga The Fockers, y ahora (tarde o temprano iba a ocurrir) le toca el turno a Adam Sandler. La diferencia es que mientras el padre de Stiller/Focker es un judío hippie y liberal, el de Sandler, Max Simkin, es un representante del folklore judío, mágico y ancestral; un pariente del Golem. Último eslabón de una tradición familiar, Max es zapatero, solterón y algo justiciero (el Sandler lado B que asoma poco y generalmente da mejor resultado). Cuando un matón deja sus zapatos para reparar (Method Man, del grupo de hip hop Wu Tang Clan), Simkin, tras repararlos, ve que son de su talle, se los prueba, y descubre frente al espejo que se transforma en el mismo matón. Obviamente, luego se prueba indiscriminadamente todos los zapatos de su talle que atravesaron la mágica máquina de coser. Este es el segmento más gracioso, 100% Sandler, del film. Max se hace pasar por el matón para arruinar su reputación, se hace pasar por un vecino fachero para acostarse con su novia deslumbrante (pero lamentablemente, no puede sacarse los zapatos, tal es el costado trágico de la magia), y hasta cumple el sueño de su madre y reencarna en su padre muerto (Hoffman). Pero las misiones son tantas, y algunas tan descabelladas, que la efectividad de ciertos gags se diluye en otra comedia pastiche de las que Sandler ya nos tiene acostumbrados.
Planet Pynchon Thomas Pynchon es un nombre demasiado pesado para una adaptación; con tantos ribetes y personajes lisérgicos, sus novelas parecen imposibles de guionar. Por eso, en más de un sentido, este intento de Paul Thomas Anderson se emparenta con la versión fílmica de El almuerzo desnudo, el libro de William Burroughs llevado al cine por David Cronenberg. Los dos escritores de culto se relacionan con la contracultura de los sesenta y setenta, los dos son creadores de un lenguaje críptico y, en ambos casos, fueron adaptados con éxito. Fiel al estilo de Pynchon, el protagonista de Inherent Vice (nombre original del film y la novela en que este se basa) es Doc Sportello (Joaquin Phoenix), un investigador privado en una ficticia ciudad californiana de 1970, que es visitado por su ex novia Shasta (Katherine Waterston) para averiguar el paradero de su amante, el millonario Michael Wolfmann (Eric Roberts). La trama es simple, pero el resultado final, como todos los trabajos del novelista, excede la idea original con una acumulación de situaciones delirantes. Paul Thomas Anderson (a quien, de hecho, cita el propio Cronenberg en Map to the Stars como un director estrella) fue práctico para adaptar la novela a un guión comercial. De los muchos personajes que pueblan Vicio propio, el director eligió al detective Bigfoot Bjornsen (Josh Brolin) como antihéroe y complemento “duro” del hippie y bizarro Sportello, un personaje a mitad de camino entre Columbo y el Dude de El gran Lebowski, que es arrastrado por la ensortijada trama pero (y este es el mérito del film) nunca se muestra ajeno. Con Owen Wilson y Martin Short para acentuar el tono de comedia, Vicio propio es el film más gracioso de Anderson desde Boogie Nights. Y casi igual de grande.
Tres de un par perfecto En su quinto largometraje, el prodigio francocanadiense Xavier Dolan (aún no cumplió treinta años) imagina un 2015 alternativo, donde los padres pueden dejar a un hijo bajo custodia de una institución estatal. Tras prender fuego un bar, Steve (Antoine-Olivier Pilon) es expulsado del colegio; su madre viuda, Diane (Anne Dorval), encuentra serios problemas para educar a Steve: el chico sufre trastorno de hiperactividad con déficit de atención y busca un vínculo afectivo con su madre (un eje temático en el cine de Dolan). La ayuda vendrá de una vecina, Kyla (Suzanne Clément), una persona recatada, el polo opuesto de Diane, que prácticamente abandona a su familia para ocupar aquellas instancias donde la madre de Steve es inoperante. El conflicto entre madre e hijo, la tensión entre lo que cada uno espera es reproducido por el director en un extraño formato de radio 5:4, como modo de expresar claustrofobia, mientras los momentos de liberación se demuestran en la ampliación al formato panorámico. En Mommy, Dolan alcanza un dominio pleno del medio, no sólo a través del formato sino en recursos para destacar la polaridad de Diane/Kyla, quienes viven enfrentadas y comparten un notable parecido fisonómico.
Un calce ajustado Una nueva versión de Disney del clásico cuento de Hans Christian Andersen debía suponer algo más que efectos de computadora para las transformaciones del romántico personaje femenino que es, posiblemente, la primera superheroína. Tal es así que el gigante de Los Ángeles contrató al muy inglés Kenneth Branagh para compensar el exceso desmedido de sus programadores. La fórmula era tan medida y complementaria como el zapatito de cristal a los pies de Cenicienta, pero en la práctica se nota un sinsabor, la falta de algo, el vértigo de emociones que la historia y su primera adaptación animada –la legendaria de Disney– tenían en su momento, pero que no calza precisamente bien con el tono de los tiempos. Sin duda, el problema que Branagh y el guionista Chris Weitz (About a Boy) enfrentaron fue cómo hacer distinto algo tan consabido, ese extra que sería jugar de manera paródica con el conocimiento de antemano que tiene el público acerca de la historia. No hay tal cosa. En su lugar, hay grandes actuaciones. Cate Blanchett compone una madrastra creíble en sus celos y su maldad, Ben Chaplin es lo más cercano a un padre baboso de las distintas versiones del cuento, y Helena Bonham Carter, como el hada madrina, provee la escena más aguardada (y lograda) de la película, aquella donde una calabaza se convierte en carroza, Gus Gus y los ratones en caballos, y Cenicienta (la adorable Lilly James, conocida por los fans de la serie inglesa Downton Abbey) en, insistimos, la primera mujer con superpoderes, antes de que den las doce. Todo, quizá, no amerita una revisión, pero Branagh conoce los hilos del drama para tener una historia a flote, y eso, para los más chicos (los verdaderos destinatarios), es satisfacción garantizada.
El retorno del psicomago Alejandro Jodorowsky, chileno que filmó su obra maestra en México, desde donde obtuvo reconocimiento internacional, es una de las influencias menos reconocidas y más retorcidas en la historia del cine. El topo, aquel western transfigurado, poblado de locaciones surrealistas y personajes deformes, llegó a llamar la atención de John Lennon, quien financió la realización de su siguiente film, La montaña sagrada, donde define un estilo que influyó en gente tan diversa como Darren Aronofsky y Marilyn Manson. A los 85 años y a más de dos décadas de su último film (un período que invirtió en el tarot, la poesía y su gran creación, la psicomagia), Jodorowsky regresa con una película que es vista como su propia Amarcord, una mirada hacia el pasado, a su infancia en el pueblo costero de Tocopilla, a los recuerdos del niño judío perseguido y a los fantasmas que poblarían sus películas. En esos complicados giros que son su pura esencia, el hijo del director, Brontis, representa a su padre, un militante comunista, y luego el joven Jodorowsky (Jeremías Herscovits) se encuentra con el propio director, en una escena fantástica que recuerda en mucho a El otro de Borges. La danza de la realidad no va a sorprender a los fans de Jodorowsky, pero para los neófitos resulta una buena introducción a su filmografía.