Lejos de hirvientes ollas En 1806, un grupo de soldados ingleses fue trasladado a la provincia de San Luis para alejarlos de una posible segunda invasión que entrara por Buenos Aires. En cautiverio, el irlandés Conor Doolin (Tom Harris) es enviado por un general criollo (Manuel Vicente) a ayudar a Luisa Ochoa (Alexia Moyano), la viuda de un caído durante las invasiones. Así surge una relación silenciosa entre ambos, que toma otros ribetes cuando se desencadenan las primeras luchas por la Independencia y Conor, ilusionado con volver al mar, no se decide a pelear por los criollos que le dieron cobijo. En la película no hay batallas, ni siquiera escenas románticas entre Luisa y Conor, pero pese a su excesiva morosidad, atípica para un film de época, y al avance brusco de la trama, el film tiene un atractivo peculiar. Hay algo de western, especialmente de The Searchers, en cuestiones como la cautividad y la dialéctica entre sangre ajena o propia, que El prisionero irlandés explora con delicadeza. Junto a esto, la fotografía de áridos paisajes puntanos y el carisma de Moyano y Harris apuntalan un film atípicamente entrañable.
El Pixar Show Haciendo equilibrio entre una historia empática con la de cualquier familia y una ocurrencia sólo posible (y realizable) por ases de la animación, la producción número 15 de Pixar se cuenta entre sus más logradas pero también (aunque esto queda a ojo de consumidor) la menos apta para el público infantil. Desde el momento en que nace, la vida de Riley está regida por un panel semejante al de The Truman Show. Son cinco personajes que encarnan los instintos básicos. Por un lado, Alegría (una chica algo hipster y constructiva) mueve los controles para que Riley se divierta y sea positiva. En el otro extremo está Tristeza, una chica estilo emo, achacosa (la Soledad Solari de Antonio Gasalla). El cuadro se completa con Desagrado, otra chica, en este caso calcada en la mujer histérica, y dos varones, el quizá demasiado estereotipado Miedo, y Furia, cuyo pelo se prende fuego cuando se enoja. Las emociones de Riley se congelan en bolillas que representan sus recuerdos y, como en un flipper, salen disparadas por canales hacia las islas que conformarán los mundos de su niñez: el de las payasadas, su familia, su equipo de hockey y sus amigas. Pero cuando Tristeza toca torpemente alguna bolilla transforma los buenos recuerdos en imágenes negativas. Así los mundos de Riley comenzarán a hundirse como el Titanic y Alegría, cual Lara Croft del mundo interior, deberá salir a reconstruirlos, luchando entre amigos imaginarios y viejos recuerdos, algunos valiosos, que empleados burócratas estilo Minions quieren hacer desaparecer. El modo en que las emociones se representan es una proeza de ingenio y las sutilezas (los paneles de Riley tienen el equivalente en sus interlocutores, y en ciertos casos son notables), mérito suficiente para ver Intensa-Mente más de una vez.
Amor destinado al fracaso Brian Gilcrest (Bradley Cooper) es un empresario militar que viaja a Hawaii para reunirse con un antiguo jefe, el millonario Carson Welch (Bill Murray), pero el viaje de negocios empieza a perder interés para Brian en la medida en que se reencuentra con Tracy Woodside (Rachel McAdams). Juntos revisitan el pasado, sobre todo los buenos momentos, y se terminan preguntando qué ocurrió para que se separaran. En algún momento entra el marido de Tracy, provocando una de las mejores escenas, aunque sin peligro para las intenciones de Brian. Y cuando los diálogos evocan a las comedias románticas de Richard Linklater, Allison (Emma Stone), una agente de la fuerza aérea, patea el tablero y complica el futuro de la ex pareja. Después de Jerry Maguire y Casi famosos, el crítico de rock devenido cineasta Cameron Crowe pareció encontrar una fórmula que, como Linklater, encara el cine comercial desde un lugar personal y ameno, pero Bajo el mismo cielo cae en la misma trampa de su anterior film, Un zoológico en casa. El ingenio de Crowe para provocar momentos entrañables de modo casual, como si no fueran planeados, sobrevive en algunas escenas, pero la sensación es que Bajo el mismo cielo partió de un libro muy vago y no se pudo mejorar.
Otra noche más Leigh Whannell, guionista de los dos primeras Noche del demonio, toma esta vez la dirección por las astas y narra la precuela de las desventuras de la familia Lambert (o, mejor dicho, la precuela del espíritu maligno que asoló a los Lambert en dos ocasiones). Si la primera secuela fue un lamentable paso en falso (la original, pese a la temática agotada, puede contarse entre las cinco mejores películas de horror de esta década), esta precuela resulta innecesaria, sobre todo porque su vínculo con la saga es casi nulo. Quinn (Stefanie Scott) es a menudo visitada por una presencia espectral que interpreta como el fantasma de su madre, recientemente fallecida. La adolescente consulta a la médium Elise (Lin Shaye), el único personaje recurrente en las tres películas, y la mujer, tras rehusarse inicialmente a la tarea, percibe que la presencia no es el fantasma de su madre sino alguien demoníaco. Con ayuda de Elise, su padre Sean (un descolocado Dermot Mulroney) y la de un vecino pretendiente con quien se comunica mediante golpes en la pared del dormitorio (ojo con esta escena), Quinn enfrenta al demonio hasta que un equipo de bloggers, estilo Cazafantasmas, arruina sus esperanzas y las de la película.
La nueva ola Huang piratea películas nacionales y mantiene un contacto telefónico permanente con su madre, que desde Taiwán le pregunta: “¿Conseguiste novia?”. Bruno llega desde Bolivia con una mano atrás y otra adelante, hasta que lo contrata para su restaurante el Sr. Kim, un magnate a escala de la primera inmigración coreana, que desea ampliar su influencia en La Salada. Y empiezan los cruces de inmigrantes, con alguna que otra aduana moralista. Huang persigue denodadamente a Paloma, la cobradora del “peaje”, una justa difícil con final abierto; Luciano, empleado de La Salada, se enamora de la hija del señor Kim, Yunjin, que estaba comprometida con un muchacho de la colectividad, mientras Bruno encuentra a una bonita hija de inmigrantes en un baile, y le hace el aguante al patrón entre vasos de whisky y karaoke de pop coreano. Esta ópera prima coral de Juan Martín Hsu, que hizo su debut público en el Bafici 2014, toma elementos de diversos films como Buena vida delivery, de Di Cesare; Felicidad, de Todd Solondz, e incluso Perdidos en Tokio, de Sofia Coppola, y consigue un buen (si bien pequeño) retrato sobre el flujo de inmigrantes asentados en el país tras el retorno de la democracia.
Cría saurios La cuarta secuela de Jurassic Park tiene varios puntos a favor antes de entrar al cine. En primer lugar, el director Colin Trevorrow ubica al film como sucesor de la primera JP, en el sentido de que el parque temático en construcción aquí funciona y es la excusa de la narración, con lo cual el film tiene una dinámica nueva y no necesita a los tradicionales personajes. En segundo lugar, Steven Spielberg supervisó la película e introdujo interesantes ideas, como la de tiburones que sirven de menú a los dinosaurios o la de un giroscopio móvil para desplazarse por el parque, con ecos a las arcadias de la ciencia ficción de los sesenta. Pero lo más importante es que Indominus Rex, el dinosaurio genéticamente diseñado para ser superior al Tiranosaurio, es efectivamente cruel, abominable y más peligroso que el mismísimo Godzilla (al menos, el del endeble modelo 2014). El protagonista de Mundo Jurásico es Owen (Chris Pratt), una suerte de Daktari que cuida con recelo a su manada de velocirraptors y en algún momento deberá dirigirlos a la caza del Indominus, cuando este escape de su parque, sembrando caos en la isla centroamericana. Junto a Owen está Claire (Bryce Dallas Howard), una alta funcionaria del imperio Hancock (trono que abandonó Richard Attenborough por el imponderable de su muerte, el año pasado) que busca a sus sobrinos perdidos en el parque temático; frente a él está Hoskins (Vincent D’Onofrio), el típico agente calculador que quiere usar a los dinosaurios como arma de guerra y se beneficia con el desastre. Con el inevitable de una o dos escenas obvias, Mundo Jurásico está bien dirigida, remonta un cándido inicio Disney y tiene buenos diálogos, donde no faltan trazos de humor y hasta sarcasmo. En el final, una verdadera lucha de proporciones es la frutilla en la torta del blockbuster de la semana.
Premio Garrote En cuestión de esnobismo, cursilería y confusión, pocas industrias culturales son tan dadivosas como el cine. Y el francés Olivier Assayas, como tantos de sus compatriotas, es un experto en eso de vender ideas sin ton ni son, ni siquiera delirios, que la intelligentzia de la crítica transforma en milagros artísticos. En Sils Maria, título original que alude al poblado alpino donde transcurre la acción (y que juega, intencionalmente o no, con el nombre de la protagonista), Maria (Juliette Binoche), una celebrada actriz, recibe la oferta de revisitar una obra teatral a la que debe parte de su fama. La obra es un drama pasional entre dos mujeres de distinta generación; en su momento, Maria hizo a la joven; ahora, le toca el rol de la señora, que encima se suicida. Mientras Maria ensaya los diálogos con su joven asistente Valentine (Kristen Stewart), se desatan sus celos hacia Jo-Ann Ellis (Chloë Grace Moretz), una ascendente coprotagonista y estrella pop, a lo Lady Gaga, y la película se desenvuelve en una anomia trepidante. Cierta crítica sesuda ha visto, en cambio, una genialidad, que va del drama shakespeariano a reflexiones filosóficas relativas a Nietzsche y Carl Jung (dos que habitaron Sils Maria). Quizá nadie haya visto la misma película.
El último porteño del rock Se va el tren, se va lejos, avisa el manager y Melingo le responde no voy en tren, voy en avión. En el avión, el trotamundos rockero reconvertido en cantante de tangos encuentra un simple de Los Beatles; en la habitación, un legítimo yo-yo Russell. Hace piruetas y el alto contraste en blanco y negro agudiza los claroscuros. Posa para un fotógrafo en la fría mañana alemana, con los pelos revueltos como Antonin Artaud o un mimo peligroso sin maquillaje. En el tren a Londres, entona con su grupo “Hubo un tiempo que fue hermoso” con el ritmo de la marcha peronista; en la habitación, de noche, con el fondo de la Catedral de Saint Paul, se para los pelos como la Novia de Frankenstein. Ganador del premio a mejor montaje en el último Festival de Mar del Plata, este documental se sirve de una gira para aprovechar el talento histriónico de Daniel Melingo con un buen ojo fotográfico y otro para la edición. Una suerte de raga improvisado con Calamaro en un hotel parisino y una zapada con el inmortal Jaime Torres en Buenos Aires pintan a Melingo como un diletante musical, pero lo más logrado es la pintura del hombre que a donde lleva su cultura la hace cotizar en valor oro. Él es, de algún modo, el último porteño del rock.
Caballos salvajes Acorde con este pintoresco film islandés, hasta los caballos del Ártico tienen melenas rojizas y ojos claros. O quizás esa sea la metáfora para este bellísimo y dramático escenario del fin del mundo, donde la simbiosis entre hombres y caballos aún no permite la intrusión de teléfonos celulares. La idea de conexión queda definida desde los créditos iniciales, cuando Kolbeinn se ve reflejado en los ojos de su yegua Grána. Pero Grána, minutos más tarde, luego de un frustrado té en casa de la colorada Solveig, le hará pasar la peor humillación, entregándose pasivamente a un coito con el caballo de su cortejada y con él, aún más pasivo, en su lomo. Los ojos de los caballos son anticipos de lo que vendrá. Así Jarpur se interna en el congelado mar con su amo Vernhardur que, en realidad, ama más al vodka que a su caballo, y persigue a un buque factoría ruso en una escena de las escenas más salvajes del cine, hecha sólo para ver en pantalla grande. Y así, también, en los ojos del caballo de Grimur se ve un alambre igualito al que habrá de cegar a su amo. Pero en realidad, “amo” es una expresión tan arcaica como esta comunidad rural nórdica, donde el apareo entre hombres y mujeres, entre caballos y yeguas se da a cielo abierto, y donde la copulación rejuvenece, aunque también haya catástrofes y muertes tontas, tragicómicas, casi como una epidemia a la altura de los asesinatos de Henning Mankell. Habría que pensar en una suerte de episodios a la Relatos salvajes, pero con un hilo conductor mucho más firme y con protagonistas tanto más nobles, de expresiones perdidas, ajadas, resignadas, a la espera de albures como la felicidad, iguales a esos que merodean la filmografía de Aki Kaurismaki. Así y todo, las comparaciones más genuinas en este film de Benedikt Erlingsson (un autoproclamado amante de los caballos) sólo remiten al interior de su propio trabajo.
Tarea de riesgo Rebecca (Juliette Binoche) es una de las fotógrafas en zona de conflicto más respetadas del mundo; es una pasión y una obsesión, pero también un problema para su familia. Veterano fotógrafo de guerra, el director Erik Poppe sabe dónde colocar el ojo de la cámara y eso se demuestra sobre todo al inicio del film. Rebecca asiste a la ceremonia de una mujer que en Medio Oriente es consagrada con un chaleco de explosivos; minutos después, la fotógrafa casi pierde la vida por la explosión. La secuencia fue rodada con tal tensión, precisión y belleza que hacen de la escena de apertura de American Sniper una mera ocurrencia pochoclera. Pero cuando Rebecca retorna a su hogar en Irlanda, rodeada del afecto y las recriminaciones de su esposo Marcus (Nicolaj Coster-Waldau) y su hija Steph (Lauryn Canny), la película se enreda en un culebrón doméstico sin buenos diálogos ni sentido narrativo. Dada a elegir entre su profesión o su familia, Rebecca personaliza la indecisión que irradia la película de Poppe.