Planeta equivocado El inglés Christopher Nolan movió una serie de hilos en el cine contemporáneo sin conseguir algo así como un sello definitivo. ¿Cuál es el verdadero Nolan? ¿El de la calculada paranoia en Memento e Insomnia? ¿El de la trilogía Batman? ¿El de la ambiciosa Inception? La odisea espacial (otra y van) Interestelar debe un poco a las tres categorías, con preguntas esencialmente humanas que muestran la huella (sí, también en Nolan) del reciente cine de Terrence Malick. El giro se resalta con el protagónico de Matthew McConaughey, quizás el más “humano” de los actores que cotizan en Hollywood; pero el refuerzo no hace más que abonar confusión. Como relato de ciencia ficción, Interestelar deja gusto a poco; como espectáculo para la pantalla, excede el antecedente de Inception. En un planeta Tierra que se tornó inhabitable, Cooper (McConaughey), un astronauta retirado, llega accidentalmente a un laboratorio de la NASA donde un antiguo colega, el profesor Brand (Michael Caine), estudia un agujero negro a través del cual, mediante ayuda supuestamente extraterrestre, se persigue el estudio de planetas habitables en otras galaxias. Cooper lidera una misión que recala en una serie de colonias; la más similar a la Tierra tiene un desfasaje considerable: una hora allí equivale a siete terrestres. Habitar ese planeta supone el desarraigo de sus hijos. En el diálogo más memorable, Cooper le dice a su hija (a quien verá en distintas etapas como niña, como Jessica Chastain y como Ellen Burstyn) que ser padre es saber que algún día los hijos llorarán a un fantasma. La frase es clave, una idea tan fuerte que Nolan desaprovecha con un despilfarro de situaciones al borde del ridículo. Visualmente impactante, con escenas rodadas en locaciones de Islandia que bien podrían pasar por escenarios de otra galaxia, Interestelar falla a nivel narrativo, ya sea por un guión que no fluye o por las dificultades del director para inyectarles nervio a sus pretensiones.
Cuando Harry conoció a Chantry Desprovisto de anteojos y efectos especiales, cuesta imaginar a Daniel Radcliffe, el pequeño actor que todo el mundo asocia con Harry Potter, como protagonista masculino de una comedia romántica. Y sin embargo, el pequeño actor británico logra un personaje creíble, un loser algo cínico que se enamora a primera vista de una chica con novio. Radcliffe es Wallace, un estudiante de medicina que abandonó la carrera junto a su novia, con quien compartía prácticas de hospital. Tras meses de reclusión, en una fiesta Wallace conoce a Chantry (Zoe Kazan); la acompaña a su casa, consigue su teléfono, pero la chica le anticipa que sale con alguien. A diferencia de otras comedias románticas con un nudo similar, Chantry no se lleva mal con su novio; es más, ninguno está dispuesto a traicionar al otro. Ben (Rafe Spall) viaja por el mundo como asesor de derecho internacional y eso permite que entre Wallace y Chantry se desarrolle una amistad al estilo Cuando Harry conoció a Sally. Hay un amigo canchero interpretado por Adam Driver, pero el mayor acierto del film son las escenas donde Wallace duda en continuar la amistad, como su intervención para ayudar a Chantry en un probador de ropa. ¿Sólo amigos? no apunta más que a hacer pasar un buen rato, y lo consigue.
Sostiene Morgan La imagen de un desconsolado Michael Caine, casi inmóvil y saturado en tonos apagados, es un presagio inexacto para este drama de la realizadora alemana Sandra Nettelbeck (Sin reservas, Helen). Caine es Matthew Morgan, un norteamericano radicado en París que no habla francés y desde la muerte de su esposa hace menos intentos por comunicarse en la lengua de sus conciudadanos, o menos intentos por comunicarse, en todos los sentidos. Morgan sigue su derrotero con tono cáustico (por qué se eligió a Caine para interpretar a un norteamericano es incomprensible) y, durante un incidente menor sobre un micro, conoce a Pauline (Clémence Poésy), una instructora de baile a la que triplica en edad, con quien se genera una extraña amistad. En memoria de su mujer, que reaparece como un fantasma, Matthew se encierra en su enorme departamento del barrio de Saint-Germain, una fortaleza que sus hijos quieren desguazar para hacerlo retornar a los Estados Unidos. Nettelbeck pudo haber ahondado en el vínculo con Pauline, volverlo natural, menos forzado y con aristas psicológicas, pero optó por una resolución liviana y romántica. Y en realidad, tras la prometedora escena inicial, nada cuesta adivinar que el guión de El último amor será algo inverosímil y más que predecible.
Hollywood Babilonia Por segunda vez consecutiva, Robert Pattinson maneja una limusina en un film de David Cronenberg. Es la primera escena y es un dato. Al instante, cuando se acerca Mia Wasikowska con media cara quemada, no hay casi duda: Cronenberg volvió a ser el tipo morboso que hacía explotar cabezas y mezclaba el cuerpo de Jeff Goldblum con una mosca. Sobreviviente de un incendio, hija de un incesto entre hermanos, Agatha (Wasikowska) vuelve a Hollywood para reencontrar a sus padres y su hermano adolescente, una estrella decadente de TV moldeada en Macaulay Culkin. En el centro está Havana Segrand (Julianne Moore en su mejor rol desde Lejos del paraíso), una estrella casi retirada que fue acosada por su madre y, muerta esta, quiere rendirle tributo. El rey del horror venéreo vuelve al cuadrilátero de la provocación, pero lo espeluznante es más terrenal, conforme al camino elegido tras Una historia violenta, en 2005. En Polvo de estrellas, inadecuada adaptación del original Maps to the Stars (los tours por residencias de famosos en Beverly Hills), hay de todo, quizá demasiado; es un Grand Guignol cronenbergiano que no defraudará a los fans del canadiense y tiene la epítome en una pelea entre Agatha y Havana, con ecos a la lucha en el baño turco de Promesas del este. Con sutileza y gusto (a falta de mejores palabras), el director se puso autorreferencial. Los fantasmas de chicos perversos y la degradante terapia de Havana son inequívocas citas a The Brood, mientras las quemaduras de Agatha y sus sugerentes guantes evocan a Rosanna Arquette en Crash. Pero a diferencia de esas películas, Cronenberg mezcla influencias propias y ajenas sin demasiado criterio, como experimentos que se filtraron en la edición. La escatológica escena de Havana en el retrete es digna de un mal Almodóvar y John Cusack, como el sacado padre de Agatha, parece haber confundido a Cronenberg con David Lynch. Desde principios de la pasada década, Cronenberg decidió mudarse a un estilo de art house comercial no del todo convincente, donde de vez en cuando mete un puñetazo. Esta es una de esas películas.
Entrega en capítulos Apenas entra a trabajar en una librería, a Julio, un villano de poca monta (esos patéticos personajes que supo retratar Bresson), ya se le ocurre robar libros junto a su amigo Lucas. Ambos tienen otros planes, de algún modo literarios, también. Circulan de noche por Buenos Aires para sacar fotos en lugares siniestros, con el fin de editar una fotonovela que están escribiendo. En el proyecto participan una chica curvilínea que llaman Traslado, con quien de vez en cuando Julio tiene sexo; un amigo recluido, fantasmal, llamado Mozeta, y la novia de Julio, flautista de un ensamble de música barroca. En torno a su novia se generan incidentes que dan tono a la película, como los celos hacia Oscar, ex novio de la chica, organista y conductor del ensamble. Los avatares de Julio tienen ritmo barroco, con un scherzo final compuesto por la fotonovela, narración fantástica de una Buenos Aires sin gas, protagonizada por un ladrón enmascarado y un tallerista que transforma motores de auto en generadores de energía. Este debut de Estanislao Buisel cuenta a Walter Jakob como su coguionista e integrante del reparto, y el aire superado de Julio recuerda al rol del mismo actor, Julián Larquier, en Los talentos, la notable obra de Jakob y Agustín Mendilaharzu. Barroco es una ópera prima entretenida y con la cuota de originalidad que se espera de la productora Rayo Verde Films.
Retrato de la culpa En el supermercado, Kriva le señala a su hija un buen candidato, un muchacho algo desgarbado llamado Pinchas Miller. A Shira (Irit Sheleg) le gusta el candidato, pero antes de que tenga tiempo a decidirse, durante la ceremonia de Purim, donde un líder de la comunidad jasídica hace ofrendas a los feligreses, los Mendelman viven una tragedia. Esther, la hija mayor, muere antes de dar a luz a Mordechay; la familia no puede siquiera hacer el duelo: el padre, Yochay (Hadas Yaron), piensa llevarse al niño y casarse con una mujer judía en Bélgica. Ante ese panorama, Kriva, antes de perder al nieto, le ofrece a Yochay a su hija. Y en ese torbellino de emociones y pactos Shira pierde su conciencia, su identidad, algo que circula en una docena de planos indelebles del rostro de Sheleg, como un vía crucis jasídico. La esposa prometida es el primer film de distribución internacional realizado por una religiosa judía, Rama Burshtein, pero su valor desborda la estadística, así como la naturalidad (más bien, la familiaridad) con que las cámaras rodean a esa comunidad religiosa de Tel Aviv. Más que la rigurosidad del testimonio, esta cinta israelí impacta por la descripción minuciosa del miedo y la culpa, magníficamente retratados por Sheleg con la dirección artística de Uri Aminov. Una destacada ópera prima.
Un mundo imposible Pocos meses pasaron desde Divergente y el australiano Phillip Noyce (El coleccionista de huesos) presenta otra utopía sobre un mundo feliz, sin desigualdades, pero al mismo tiempo desensibilizado, carente de emoción, entre otras condiciones humanas. Basado en la novela The Giver, de Lois Lowry, el film muestra una sociedad de funcionamiento perfecto. Tras una guerra devastadora, en 2048 los niños nacen bajo selección genética y se entregan a padres con diversas aptitudes, que habitan en blancas viviendas estilo Bauhaus; al crecer, todos reciben un rol. A Jonas (Brenton Thwaites) se le otorga el mayor de los dones: es el recibidor de memoria. Su rol tiene mayor compromiso ya que hereda de un dador (especie de sabio que encarna Jeff Bridges) el recuerdo de la anterior civilización. Pero tanto el dador como el recibidor están incómodos con el funcionamiento de esta sociedad, utópica e inhumana, donde existe una subversión del significado de las palabras (cuando una persona es eliminada, por su inadecuación a las reglas, se la considera “liberada”, y si alguien pronuncia una palabra erradicada es rápidamente reprendido con la frase “precisión del lenguaje”. Visualmente impecable, con escenas dignas de Terrence Malick, quizá lo más interesante de El dador, una alternativa rigurosamente sci-fi a la súper acción pochoclera de Divergente, es mostrarnos que el triunfo de la distopía en que vivimos no es en el fondo tan malo; que las utopías son imposibles, tiranas y hasta menos saludables.
Ficciones de lo real Tras las repercusiones de su film De caravana, que atrajo la atención de la crítica hacia el llamado nuevo cine cordobés, Rosendo Ruiz estrena su segundo trabajo, que mezcla ficción con documental y algún condimento fantástico. Ambientada en el Festival de Cine de Cosquín de 2013, la película sigue a Matías, un asistente de producción cinéfilo y aspirante a realizador, que disfruta su tarea de entrevistar a popes del cine independiente argentino. Al llegar a su hotel, Matías conoce accidentalmente a Lorena, una bailarina de folklore de la ciudad de Córdoba interesada en el nuevo cine. Aunque el cruce de ficción a documental es forzado e inconsecuente, Ruiz maneja bien el plano de seducción; muestra naturalmente la atracción entre los personajes, que se modifica con la aparición de un tercero en discordia. Los tres asisten a las funciones, charlan con José Campusano y usan anteojos 3D para protegerse de una mayor profusión de rayos ultravioletas que, según los expertos, podrían generar alucinaciones. Con el personaje como excusa, en la película hay entrevistas a Campusano, Nicolás Prividera y Gustavo Fontán, entre otros, además de mención a películas cordobesas como la recomendable Atlántida, recientemente estrenada.
Voto cantado Hank Palmer, un abogado engreído y algo inescrupuloso, detiene un juicio en el que va a pérdida tras notificarse de la muerte de su madre. Uno diría que a Hank (Robert Downey Jr.) lo salvó la campana; pero no. Hombre citadino, con un matrimonio que va a pique, el regreso a su pueblo de Illinois lo sensibiliza; recompone la relación con su hermano (Vincent D’Onofrio) y apunta a reconquistar a su novia de la adolescencia (Vera Farmiga), pero fracasa en el intento de reconciliarse con su padre, el insigne juez del pueblo Joseph Palmer (Robert Duvall). Entonces, un accidente fatal pone a Joseph en el banco de los acusados y el hijo debe defenderlo, restituyendo así una historia compleja y la herencia de la profesión. Habiendo alcanzado renombre con Los rompebodas y mayor éxito comercial con el drama familiar Agosto, el director David Dobkin hace un segundo intento en esta fórmula sin conseguir, de nuevo, brillo más que en la actuación de los protagonistas. El juez es llana como un drama para TV, seria hasta cuando parece paródica (“¿quién recuerda a Ronald Reagan?”, dice a cada rato Joseph) y larga cual epopeya, pero cuenta con los hilos emocionales que le asegurarán a Dobkin otro éxito de taquilla.
De empalador a chupasangre Como el Drácula de Coppola, esta enésima versión no pertenece al género terror. Y ahí terminan las comparaciones. Si la primera es un drama romántico con excelente desarrollo y efectos impactantes para la época, este film del debutante irlandés Gary Shore es, simplemente, una película de aventuras. Shore se arroja crédito al pretender contar la historia desde el punto de vista del guerrero en el cual, cuenta la historia, se inspiró la leyenda del vampiro. A mediados del siglo XV, Transilvania es asediada por los turcos. El príncipe Vlad (Luke Evans), conocido como “el empalador” por colgar a sus víctimas de una picota para sembrar terror entre sus adversarios (el único hecho real de la leyenda), es obligado a entregar mil niños, entre ellos su propio hijo, al sultán turco Mehmed (Dominic Cooper). Superado en número, Vlad escala una montaña para encontrarse con un vampiro que le hace una propuesta: con su sangre podrá enfrentar al ejército turco. Pero el efecto dura dos días. Si Vlad logra su objetivo sin necesidad de beber sangre, volverá a ser humano; si no, estará condenado a la eternidad. Pese a que la idea es buena, la película se pierde con un desarrollo trivial y actuaciones pobres, con un Luke Evans más cerca de Arjona que del príncipe de las tinieblas.