Cinco años después de dejar encallado y maltrecho al robot David junto a Elizabeth Shaw y la destrozada Prometheus, Ridley Scott vuelve al remoto y siniestro planeta con una nueva nave, Covenant, comandada por el oficial Oram (Billy Crudup). Como en toda la saga Alien y en Prometheus, la heroína es una mujer de pelo corto y ovarios. Acá el traje se lo pone Katherine Waterston como Daniels, mujer a la que asiste el robot Walter, una réplica mejorada de David (e interpretada en ambos modelos por Michael Fassbender). Si en Prometheus Scott se embarcó en un vago intento teórico, según el cual unos humanoides de tres a cuatro metros de altura sembraron la semilla milenaria para que con su ADN surja el hombre, al tiempo que creaban al alien como arma biológica, acá el director se conforma con pulir un buen (por momentos contundente) film de acción. En varios aspectos Alien: Covenant se emparenta con la original Alien de 1979. Una nave busca un planeta situado a años luz de la Tierra donde es posible asentar una colonia humana; para ello viaja con la tripulación en estado criogénico y con embriones humanos, pero un accidente obliga a Walter, vigía de la tripulación, a despertar a los pocos miembros de la misma que sobrevivieron al impacto. A punto de volver al estado criogénico ocurre un segundo accidente; la nave detecta una señal cercana y la señal es más que curiosa: una canción de John Denver. Las computadoras estudian la atmósfera y el planeta es tan apto para la vida como la Tierra. Así, en lugar de esperar otros siete años freezados los tripulantes tienen la chance de aguardar apenas unas horas para investigar este nuevo planeta. Obviamente, optan por la segunda opción –que obviamente, es la equivocada–. La Covenant se queda con tres tripulantes y lanza un módulo con la mayoría de la tripulación para investigar el planeta. Hay algo en esta primera parte que tiene puntos de contacto con Star Trek, pero ni bien alguien pisa un huevo gomoso y el tóxico que despide va directo a su nariz, entramos al universo truculento de Alien. El androide David es la clave en este film, que se sitúa, cronológicamente, entre Prometheus y la primera Alien. El robot con ínfulas de sibarita, fan de Lawrence de Arabia y de Shakespeare, de Wagner y de Miguel Angel, siente una irreal atracción por el mortal espécimen, y será un desafío para la tripulación del Covenant. Por su parte, Scott va a lo seguro. Afuera quedan las especulaciones sobre el origen de nuestra especie con el que manipuló Prometheus (los humanoides apenas aparecen, y su rol es de vuelta muy poco claro); el director británico se concentró en hacer un film de tensión, entre el suspenso y el horror, que deja poco margen para el suspiro tras la aparición de los primeros tentáculos. Alien: Covenant es casi un film de género, y con un par de escenas para agarrarse de la butaca sin duda no defraudará a los fans de la saga.
En Huncal, Neuquén, Pedro, un maestro que en los setenta tuvo su calvario en un centro clandestino de detención, está armando las valijas para abandonar su puesto de dirección. La escuela nº 6, o Escuela Trashumante, le debe todo o casi: fundada en 1911, no consiguió que ninguno de sus estudiantes mapuches se graduara hasta su llegada desde la porteña Paternal, 26 años atrás. Lo que muestra el documental es el modo de funcionamiento de esta escuela como anclaje de toda una comunidad. Aquí se debate todo, desde los paros hasta la redacción de una carta a prefectura por un robo de caballos, perpetrado, en apariencia, por vecinos chilenos. Quien queda a cargo de la dirección es una señora mapuche que supo aprender de Pedro, y hacia él vuelven todas las alabanzas. La película se divide por los segmentos del año (incluyendo aquel en que cambian de establecimiento, de ahí la “trashumancia”), y hay pasajes de un registro conmovedor, como el que inicia la primavera, con las cabras dando a luz a sus crías. Pese a la parquedad del tono documental (o debido a esto), la película logra ser envolvente, con sus personajes inocentes, enternecedores, y la belleza del lugar.
Isabelle Huppert y Gerard Depardieu son una extraña pareja de franceses que recorre hoteles y rutas del Valle de la Muerte en California. Qué hacen allí, es una pregunta que parecen hacérsela también ellos, cansados del calor intenso y en una búsqueda mística, inexplicable. Huppert y Depardieu se interpretan a sí mismos, como si hubieran sido pareja, muchos años atrás. En la actualidad, cada uno armó una nueva familia, pero el hijo único de ambos, Michael, acaba de suicidarse, y en una misteriosa carta dirigida a padre y madre les pide que se unan en el Valle de la Muerte para una última despedida. Al principio escépticos acerca de la naturaleza sobrenatural de la carta, Isabelle y Gerard (ese es el nombre con que los alude el film) tienen tiempo de sobra para ponerse al día con la realidad del otro, con los recuerdos que cada uno tiene de la relación, y para hacer un mea culpa respecto al vínculo distante, casi el olvido, que tuvieron con Michael. En la superficie, la película es acerca del entendimiento y el cierre definitivo de algo, pero a medida que avanza, El valle del amor revela simbolismos, temores, fragilidades. Mostrando su obesidad al desnudo en algunas escenas, a causa del calor, Depardieu, por primera vez en años torna su bizarra apariencia en pura humanidad, con su aspecto aludiendo al resultado de una enfermedad física. Huppert, por su parte, contrastando los roles distantes o retorcidos que suelen tocarle, representa a la madre dolorida, que busca desesperadamente señales de su hijo, superando su escepticismo respecto a lo paranormal. Gillaume Nicloux (La monja, El secuestro de Michel Houellebecq) dota de un clima sobrecogedor al film, balanceando el acento puesto en la actuación que cabría esperar del calibre de la pareja. Música de Charles Ives, con largos travellings de espalda de Depardieu o Huppert, son la antesala para una segunda parte mucho más volada, de tonos casi lyncheanos. Las actuaciones del dúo son potentes pero sobrias, y calzan como un guante a las situaciones imaginadas por el director.
Sin saberlo Uther, su hermano Voltigern lo enfrenta por la corona de Inglaterra; a Uther (Eric Bana) lo asiste Excalibur, la espada fraguada por el mago Merlín, pero a Voltigern (Jude Law) lo beneficia un pacto con la magia oscura, y derrota a su hermano, echando la espada al mar. Del conflicto escapa, cual Moisés, el pequeño Arthur en una balsa, que navegará toda la noche hasta encallar en Londinium, el nombre que tuvo Londres en tiempos romanos e inmediatamente posteriores. Arthur crece en una aldea de truhanes, un grupo de rebeldes que le provocan tirria a Voltigern; pero Arthur desconoce su origen, sólo cuando una maga (Astrid Bergès-Frisbey) le presenta la espada, irá redescubriéndolo, cada vez que toma su empuñadura. Hay algo gastado en los flashbacks, en los momentos en que Arthur reconstruye la historia volviendo al pasado, pero Guy Ritchie (Snatch; Juegos, trampas y dos armas humeantes) tiene estilo para salir airoso de todo lo trillado. Lo mismo ocurre con las batallas, los duelos de espada y los monstruos pantagruélicos: no hay nada que no se haya visto, pero Ritchie logra hacer vibrar la butaca. La historia es igualmente conocida (otro británico, John Boorman, la contó en Excalibur, otro film fantástico), pero Ritchie presenta a un Arthur rebelde y hasta poco amistoso, de mal carácter, capaz incluso de escapar tirando la espada, que le será rescatada y devuelta por una sirena. Las mujeres del film tienen un rol especial. La bella Maggie (Annabelle Wallis) es una doble espía, y la maga es aquel personaje que aparece cuando todo está mal, pone los ojos negros, se posesiona (casi como un scanner del film de David Cronenberg) y hace aparecer criaturas (aves, serpientes gigantes) que complican el terreno al rival. JudeLaw está impecable como villano; Charlie Hunnam está ok como Arthur. El film es entretenido y saca a Ritchie del bochorno que fue su adaptación a la pantalla de El agente de CIPOL (2015). Ah, y el final deja todo abierto a una secuela, así que a esperar novedades de los caballeros de la mesa redonda.
En 2007, con 4 meses, 3 semanas, 2 días, el director rumano Cristian Mungiu logró la primera Palma de Oro en Cannes para su país. Diez años después, Mungiu saca el premio compartido a mejor director (junto a Olivier Assayas, por la recientemente estrenada Personal Shopper) con un film que vuelve a posicionarlo, a él y al cine rumano, en la vanguardia del séptimo arte. Graduación es la historia de Romeo (Adrian Titieni), un médico obsesionado por que su hija Eliza (Maria Victoria-Dragus) consiga la graduación que le permitirá viajar a estudiar en Londres. Pero el camino será largo y sinuoso –más para él que para Eliza, quien, comenzando un noviazgo con Marius, está en verdad poco interesada por un futuro en tierras lejanas–. Todo empieza una mañana, con un piedrazo que agujerea una ventana de la casa. Un piedrazo de mal agüero. Romeo sale a buscar al vándalo pero no halla a nadie, y la serie de “accidentes” seguirá. Romeo está convencido de que alguien lo sigue, sin razón aparente. Lo único cierto es que Romeo se porta mal, y puede haber culpa en la paranoia. Separado a medias de Magda (Lia Bugnar), el médico comparte la casa familiar pero duerme en el sofá del living, y a escondidas se ve con Sandra (Malina Malovici), una preceptora del colegio de Eliza varios años menor que él. Una de las tantas mañanas en que acerca a Eliza al colegio, apurado por acostarse con Sandra, Romeo deja a la chica a unas cuadras de la escuela y termina siendo acosada y casi violada. El incidente pone al médico en contacto con la policía del pueblo, y así arrancará una cadena de favores que terminará con un jefe corrupto y muy enfermo, en cola de espera por un órgano. Mungiu narra con la torpeza y el cansancio de Romeo, un hombre obeso, insatisfecho con su presente; un hombre que reniega de su país y hará todo lo posible por que Eliza pueda irse a Gran Bretaña. Su único horizonte es ese, y hallar al acosador de su hija. Todo lo demás, su separación, las demandas de Sandra, los recovecos policiales, no son más que piedras en el zapato. Y hablando de piedras, ¿quién acaba de astillarle el parabrisas del coche? Envuelto entre lo trascendente, lo trivial y lo misterioso, Mungiu hace navegar a su film por distintas aristas que se interconectan, y cuyo único denominador es Romeo, pasajero de una especie de pesadilla light. En ese vaivén entre el realismo y lo inexplicable, algo curioso y por completo ajeno a las voluntades, Mungiu vuelve a coronar al cine rumano como uno de los más completos y satisfactorios de la actualidad. Allí arriba, junto a otros colegas como CorneliuPorumboiuj, RaduMuntean y Cristi Puiu, está su podio.
Pinamar es una película casi minimalista, en el sentido de que las acciones toman su tiempo para tener lugar. Tras la muerte de su madre, dos hermanos, Pablo (Juan Grandinetti) y Miguel (Agustín Pardella) viajan a dicha costa balnearia para entregar la casa vacacional que acaban de vender. Los recibe Laura (Violeta Palukas), una amiga oriunda del lugar, con quien ambos sienten algún grado de atracción. Pero también los recibe la casa con sus recuerdos. Los dos, pero sobre todo Pablo, sentirán la tentación de quitarle el velo al pasado al mirar viejas fotos, o al escuchar casetes que grabaron de muy chicos, en donde también aparece la voz de la madre. El duelo, el malestar de los hermanos, está presente en el permanente bullying de Miguel hacia Juan, que es mucho más reposado y decide que la procesión vaya por dentro. Un aspecto interesante de la película es que se conecta con cierta “memorabilia” de la argentinidad: toda esa serie de artefactos antiguos, las fotos en papel, los casetes, el viejo mobiliario, incluso, la ciudad balnearia fuera de temporada, remite a una cotidianeidad pretérita de modo similar a las películas de Martín Rejtman. Menos lograda es la polaridad de los personajes, el desenfreno de Miguel por salir en grupo y visitar los (pocos) lugares nocturnos opuesta a la reticencia de Pablo por jugar al bowling o beber siquiera un vaso de cerveza. El film funciona mejor cuando se abandona a la deriva, cuando la remolona cámara se dedica a capturar los paseos por la orilla del mar o los bosques de pinos, y sobre todo, en el momento en que los hermanos arrojan las cenizas de su madre al mar. Es un momento realmente logrado, en que se funden las reacciones de los dos hermanos ante una instancia crucial y vale por si solo la película.
Es el año 2005 en la franja de Gaza. El pequeño Mohammed y su hermanita Nour tienen una banda de música con la que entretienen a los vecinos del barrio. Mohammed tiene una hermosa voz, y Nour se desempeña bien con una guitarra de juguete. Al cabo de un tiempo, hacen lo posible por conseguir dinero para comprar instrumentos musicales de verdad; cuando los consiguen, tocan en fiestas, en la calle, y un día Nour se desvanece. Se le pronostica una disfunción renal que requiere diálisis o un nuevo riñón, pero el futuro parece difícil para toda la familia y genera una profunda depresión y desesperación en Mohammed. Toda esta primera parte es de un lirismo impar, con un carisma de los chicos a prueba de balas, coronado por una excelente fotografía suburbana. Luego, el film hace un giro a 2012. La banda ya no existe y Mohammed se gana la vida como conductor de taxi, pero no ha abandonado sus sueños de ser cantante. Por entonces, la franja de Gaza es objetivo del bombardeo israelí y Mohammed aspira a escapar del lugar. Del otro lado, en la palestina Ramallah se realiza el concurso televisivo Arabian Idol y el muchacho junta a algunos músicos para competir, pero como no puede cruzar la frontera tocan en vivo y la performance se transmite al programa mediante Skype. En medio de la tragedia, ocurre una secuencia de humor: los israelíes han cortado el suministro eléctrico y Mohammed tiene que contratar un generador para tocar, pero el generador entra a funcionar mal y la actuación se ve interrumpida por una cortina de humo. Pese a los traspiés, Mohammed consigue llegar a la final junto a otros dos participantes. Aquí la película hace un giro de registro: basada en hechos reales, la cinta abandona a los actores y narra la final con material de archivo. Mohammed es una estrella en Palestina, y sus fans siguen la final desde la calle con un entusiasmo sólo comparable al de la final de un mundial de fútbol. Emotiva, simpática y tierna, rara vez cayendo en el melodrama, El ídolo entretiene y es también válida como registro de la vida en un lugar al que Occidente tiende a dar la espalda.
Después de la insatisfactoria –si bien celebrada– The Clouds of Sils Maria, Olivier Assayas vuelve a filmar con Kristen Stewart en un film altamente climático y difícil de encasillar. Stewart es Maureen Cartwright, norteamericana en París que lleva una doble vida –y de ahí, en parte, tanto la dificultad para encuadrar el film en un género como el origen de su atractivo–. Por un lado es la asistente de una celebridad llamada Kyra; Maureen viaja en su motito por las calles parisienses, deteniéndose en glamorosos locales para comprarle ropa y joyas caras. Maureen incluso utiliza el departamento de Kyra en su ausencia, y en una provocativa escena se desnuda para probarse la ropa. Por el otro, es la hermana gemela de Lewis, un muchacho recientemente fallecido que estudiaba en París, y esa es la verdadera razón de su presencia en la Ciudad de la Luz. Lewis era mentalista, podía comunicarse con los muertos y algo de ese gen también está presente en Maureen, de modo que, con la ayuda de Lara, la ex novia de su hermano, en todo momento trata de contactar a su aura. Y esa presencia aparece, pero no es seguro que sea Lewis; la presencia es un ectoplasma que se acerca a Maureen en los momentos menos esperados, y por momentos no parece benévola. ¿Es Lewis? En tanto, Maureen recibe otra clase de acoso, uno de origen tecnológico; son mensajes de texto que provienen de un remitente desconocido, pero que le hablan como si la conocieran y supieran que está haciendo a cada instante. Assayas empalma muy bien los dos escenarios y crea una atmósfera urbana teñida de surrealismo, con Maureen como una luchadora que se enfrenta a fuerzas oscuras, una especie de Lara Croft del mundo real. Sin ceder a tentaciones de realismo mágico, Personal Shopper es una mezcla de horror soft con thriller psicológico que devuelve a Assayas su estatura como uno de los realizadores franceses más relevantes.
Julia (Rosario Dawson, algo así como una Venus Williams de las tablas) está en una seccional policial con la cara rasguñada. El oficial la acusa de haber encontrado su cuerpo junto al de su ex novio, muerto. Ella no recuerda nada, y de golpe un flashback nos pone al día con la historia. Seis meses atrás, Julia, una exitosa escritora de narrativa para medios online, consigue que su compañía le dé vía libre para escribir desde su casa; sus compañeras la despiden con una fiesta y ella viaja en auto a establecerse en el pequeño pueblo donde vive su novio David (Geoff Stults). Julia ya puede olvidarse de Michael Vargas, su ex golpeador. Con David hacen una hermosa pareja, pero el muchacho, que fabrica una cerveza artesanal local, carga con una historia previa, y a poco de instalarse Julia conoce a Tessa (Katherine Heigl), la ex de David, quien viene a traerle a Lily (Isabella Rice), la hija de ambos. Pese a que lo oculte con todo su cuerpo, los celos de Tessa transpiran la tela de los vestidos elegantes que siempre usa. Y las expresiones de Tessa lo dicen todo: el precio que deberá pagar Julia por quedarse con David es alto. El debut de la directora Denise Di Novi tiene todos los sesgos del culebrón, pero la fuerza interpretativa de Rosario Dawson saca adelante al film en los peores momentos. Eso y la reflexión de que un ex con hijos suele traer problemas son las únicas salvedades de este pobre thriller debut.
Es otra noche diseccionando cadáveres en la morgue de los Tilden, cuando el sheriff Burke trae a una mujer de unos treinta años, no identificada, hallada en una casa donde todos tuvieron una muerte violenta –todos excepto ella–. El padre Tommy (Brian Cox) y su hijo Austin (Emile Hirsh) comienzan a notar diversas irregularidades en el cuerpo, empezando por el iris gris de los ojos, como si llevara varios días en descomposición, y siguiendo con extrañas inscripciones en la piel. En determinado momento, cada nuevo descubrimiento de una irregularidad genera un efecto en la morgue: se abre alguno de los cajones que guarda a un muerto, baja la luz, etc. Provisoriamente, a la chica le ponen por nombre Jane Doe (algo así como Juana de los Palotes), ¿pero quién es Jane Doe? ¿Qué significan todas esas marcas en su cuerpo y por qué empiezan a ocurrir desperfectos en la sala? Tanto los hallazgos como la fantasmagoría de la morgue van in crescendo hasta que los Tilden (que recuerdan a la dupla del padre científico y su hijo en la serie Fringe) se ven desbordados y empiezan a sentir verdadero miedo. André Ovredal, director de Trollhunter, maneja muy bien los hilos de la tensión, coordinando el morbo de la autopsia con el clima de horror que viven los Tilden. La segunda parte del film entra a un terreno más convencional, lindante con el gore, pero no empaña las buenas intenciones de Ovredal.