Pasado por agua El gigante Jason Momoa encarna al nuevo Aquaman para la pantalla grande, en un film con falencias narrativas pero que entretiene. Una tormenta arrecia en las alturas y el cuidador del faro amarra las ventanas de su casa. En ese momento, un rayo ilumina la costa y ve a una mujer rubia, de esbelta figura, desvanecida en la orilla. El cuidador del faro corre a ayudarla, la carga en sus brazos y la mete en su casa. Pero la mujer es Atlanna, reina de Atlántida. En un rapto de ira, la atlante lanza su tridente contra el televisor, amenaza con destruir la vivienda. Pero al cuidador del faro ese poder lo erotiza. La pone a su cuidado, cura sus heridas y al poco tiempo tienen un hijo, Arthur. Ese inicio es lo más fiel al estilo del director y escritor James Wan (eso y la actuación de Patrick Wilson, uno de sus actores fetiches). Por lo demás, para los terrícolas Arthur será un héroe, pero para los atlantes será siempre un mestizo, hijo de un hombre y una reina subacuática -algo que se refleja en el hecho de que el cuidador sea un actor hawaiano y Atlanna la siempre glamorosa y rubia Nicole Kidman-. Así de extraño es el arranque de Aquaman, la nueva apuesta de DC Comics para desnivelar el reinado de la todopoderosa Marvel. Tal como ocurrió con La mujer maravilla (2017), la fusión Warner DC busca modos alternativos de contar historias tantas veces vistas, y la elección de James Wan fue en ese sentido adecuada. Consolidado como un clásico del nuevo cine de terror (El conjuro, Insidious), Wan sabe crear climas y lo demuestra en la escena inicial del film, con su mar nocturno embravecido y personajes fantásticos. El faro como punto de partida a otros mundos es una referencia cinéfila, y el director malayo vuelve allí una y otra vez, pero el resto es una confabulación de flims clásicos de aventuras. Los diversos reinos de la Atlántida que buscan unificarse bajo el reinado de Orm (Wilson), hijo legítimo de Atlanna, son un cóctel visual que remite a El Señor de los Anillos, Avatar, Piratas del Caribe y hasta Maléfica (en la lucha por el trono de sangre). Justo es decir, a favor de Wan, que las costuras están bien disimuladas, pero el film paga un alto costo en términos de animación (como mínimo, un 70% de sus más de dos horas ocurre bajo el agua), generando, por momentos, la sensación de tener un videojuego montado frente a los ojos. Pero la innovación más temeraria del film es el propio Aquaman. Lejos de ser el ceñudo superhéroe de las profundidades, el personaje interpretado por Jason Momoa (el último Conan) es una especie de tiro al aire a quien le gusta beber cerveza junto a su padre en una taberna y desoye el llamado ancestral para luchar por su trono en la Atlántida. Es una mole de dos metros de pelo largo, barba descuidada y con el cuerpo totalmente tatuado, más a tono con esa idea de un setting de videojuego que con el antiséptico dibujo animado. El personaje está cómodo salvando submarinos de la acción de piratas del mar, pero las hormonas de Aquaman dan vuelta la taba cuando aparece la bella princesa Mera (Amber Heard), que logra convencerlo para ponerse el traje e ir a pelear por su trono en la Atlántida. El elenco que los rodea es desparejo y deslucido. Aparte de Patrick Wilson como el némesis de Arthur, Dolph Lundgren interpreta a Nereus, rey de uno de los reinos de la Atlántida y padre de Mera, y Willem Dafoe, el único actor de fuste, viste un rol que se siente ajeno como el asistente de Orm, que por detrás suyo intruyó a Arthur desde su infancia en las habilidades de un atlante -como nadar a velocidad supersónica, respirar bajo el agua y luchar con el tridente como espada-. De los villanos del cómic, el filme rescata a Black Manta, un pirata que tiene una deuda personal con Aquaman y recibe las dotes de Orm para combatirlo: un traje especial y rayos destructores, que se lucen en una lucha cuerpo a cuerpo con el superhéroe atlante en una escena rodada en Sicilia. Wan hace permanentes y fallidos intentos por el lado del humor absurdo, como una contrapartida al humor negro de Deathpool, y es igualmente laxo al intentar connotaciones foráneas al cómic. En vez de buscar un Santo Grial, este Arthur persigue a un tridente todopoderoso y ancestral que fue forjado por Atlan, primer rey de la Atlántida. Buena parte del film transcurre en esa búsqueda frenética, como pasando niveles de un juego, mientras la otra parte se centra en Orm y sus deseos de unificar a los atlantes para invadir la Tierra. Argumentalmente, el film es escuálido, presenta una mitología compleja y acaso confusa, pero quizá no sea esa la razón por la que el público espera ver Aquaman. Milagrosamente, con todas sus falencias, Wan tiene pericia suficiente para hacer que la película entretenga. Las batallas subacuáticas están bien planteadas, las peleas a puño limpio tienen un humor e ingenuidad que recuerda al cine de los setenta, el enfrentamiento entre hermanos (otro reverso en el mundo del cómic, en este caso con Thor) es convincente, y Momoa tiene la convicción para ser una nueva estirpe de superhéroe. En el fondo, debido a sus buenas intenciones, Aquaman no es más que un buen entretenimiento pasado por agua.
Adelantado espacial En El primer hombre en la luna, Damien Chazelle retrata de manera obsesiva y distante a Neil Armstrong, el astronauta más famoso de la historia. Neil Armstrong está a punto de apoyar el pie derecho en la luna cuando dice, para que lo escuchen miles de millones de humanos: “Es un pequeño paso para el hombre, pero un gran salto para la humanidad”. ¿Qué habrá sentido Armstrong antes de pisar terra incognita? Habrá sentido una emoción enorme, sin duda. ¿Pero cuánta? ¿Puede medirse? ¿Habrá sido el mejor momento de su vida? En la adaptación de Damien Chazelle del libro de James R. Hansen, el astronauta no es Ziggy Stardust ni un patriota con la bandera norteamericana al hombro, listo para clavarla en el primer cráter. Es un batallador que lleva encima una enorme guerra perdida, familiar, y pone todas sus energías para ganar la guerra definitiva.Es, nunca mejor dicho, un hombre con una misión. Y es también, si bien con menos lustre, otro característico héroe cabizbajo de la breve filmografía de Damien Chazelle. Con más claroscuros que grises, los personajes del director francoamericano están sujetos a rutinas excesivas, y no hay nada épico en sus vidas. Como el baterista que desafía a (y es desafiado por) su conductor en Whiplash, como el músico de jazz frustrado de La la Land, el Neil Armstrong que presentan Chazelle y el guionista Josh Singer (Spotlight, The Post) es un hombre de familia con una promisoria carrera en la NASA. Los procesos son lentos, y la cinematografía de Chazelle también. A mediados de los sesenta, mientras algunos de sus amigos mueren en misiones abortadas, Armstrong tiene su primer hit al conseguir conectar dos módulos en la órbita terrestre como parte del Proyecto Gemini (un precedente del Proyecto Apolo). Un Ryan Gosling fatigado e inexpresivo, vagamente emparentado con el padre fracasado de Blue Valentine, es el encargado de encarnar a Armstrong, mientras la británica Claire Foy encarna a su mujer, Janet, quien muchas noches recibe a su marido como a un pugilista que vuelve de recibir una paliza. Si hay una película con la que puede vincularse El primer hombre en la luna es Rush, la gran obra de Ron Howard. La tensión que se siente cada vez que Niki Lauda (Daniel Brühl) y James Hunt (Chris Hemsworth) se juegan la vida al subir a sus máquinas es la misma que transmite Chazelle cuando los astronautas cierran las escotillas para ser arrojados al vacío. Existe ese mismo sudor, la temeridad del acto. Lo que parece un acto suicida, lo innecesario del riesgo, se transforma en una tarea, algo que regularmente sucede, y un grupo de personas se prepara diariamente para que alguien del otro lado selle la cápsula a oscuras. Ese trajín también se transmite innecesario. Armstrong sube a una máquina simuladora de las vueltas bruscas e interminables que sufrirá la cápsula fuera de la órbita terrestre, y ese entrenamiento insano generalmente termina con vómitos, la cara roja, cuando no ocurre el desvanecimiento. Si Armstrong fue heroico, no lo es menos Chazelle, al dejar fuera del film el momento en que el astronauta planta la bandera norteamericana en la superficie lunar. La ignorancia de ese momento, más significativo para los estadounidenses que para el resto del mundo, abunda en resonancias. Para el director, es la obstinación de su perspectiva y su método, el retrato meticuloso de la tarea y los medios, a espaldas del remate y la gloria nacional que espera retratar la industria de Hollywood. Para la familia de Armstrong y miles de patriotas, es el enojo por haber obviado una instancia triunfal para un país asfixiado por la Guerra Fría. Lo que Chazelle y Singer no dejan afuera es el alivio generalizado que se vivió dentro y fuera de la NASA aquella noche del 20 de julio de 1969, cuando el Apolo 11 aterrizó en la luna. Los Estados Unidos se desangraban combatiendo al comunismo en la Guerra de Vietnam, con una polarización de su población intimidante para la administración Nixon, y la conquista espacial era, a falta de un triunfo en el sureste asiático, el éxito tan anhelado. Cuando el ambicioso proyecto Apollo se puso en marcha, las manifestaciones pacifistas incluyeron la millonaria inversión del programa de la NASA en sus reclamos. “Whitey On The Moon”, el tema de Gil Scott-Heron, fue sintomático de esa época de inequidades. “No puedo pagar la cuenta del doctor, pero el blanquito está en la luna / Pasarán diez años y todavía estaré pagando, pero el blanquito está en la luna”. La canción del visionario activista suena en la cinta, con el quebranto de sus tambores, mientras circulan imágenes de las manifestaciones, dándole por momentos al film un cariz documental. ¿Quién puede acusar a Chazelle de parcialidad cuando su trabajo está tan bien detallado, tan puesto en contexto, algo fundamental para cualquier biopic? En el corazón de la película está la muerte de Karen, la pequeña hija de Armstrong que como un penoso Rosebud reaparece constantemente en las visiones del astronauta. Hay pocos detalles sobre la vida familiar del protagonista, más allá de los cuidados de Janet y su temor a perder al marido en el espacio, pero el guion de Singer fija obsesivamente las imágenes de la niña en cada recoveco de su periplo. Incluso en el momento cumbre, una lágrima rueda por su mejilla y brilla en las transparencias de su casco. ¿Fue ese el mejor momento de su vida? Entre tantos tecnicismos y anorexia emotiva, El primer hombre en la luna juega con las expectativas. Y lo hace razonablemente bien.
Criminal mambo Javier Bardem produce y protagoniza la historia del narcotraficante más famoso, contada desde la perspectiva de su mediática amante. Si los fans de Escobar, patrón del mal se quedaron con ganas de ver más, y si la serie Narcos de Netflix no fue suficiente, aquí está la historia del más famoso narcotraficante contada por la pantalla grande y siguiendo todos los protocolos de Hollywood. Inevitablemente, Loving Pablo (título original del film) recoge toda la tradición de mafiosos y traficantes que atesora el cine norteamericano; el director y guionista Fernando León de Aranoa entretejió influencias por doquier, pero milagrosamente la película no cae en el pastiche. La particularidad de este largo es haber sido contado según las memorias de Virginia Vallejo, la periodista que pasó buenos años de su vida haciendo equilibrio entre su carrera de conductora televisiva y su vida como amante de Escobar, con seducciones a un agente de la DEA en el medio. La segunda peculiaridad es que una pareja de la vida real personifica al patrón del mal y su amante. Como haciéndose eco del estilo de vida de Escobar, todo queda en familia. Bigotón y con panza de embarazo de nueve meses, Javier Bardem es Escobar, y con la histeria a flor de piel Penélope Cruz es Vallejo. La química, por descartado, funciona. Hay muchos aviones al principio del film, primero, cuando Virginia cuenta en off cómo tuvo que abandonar Colombia para irse a los Estados Unidos; después, de modo fastuoso, espectacular, cuando un camión con acoplado cierra el paso de los automovilistas para que un jet cargado de droga pueda aterrizar en una autopista norteamericana. Cuesta creer que semejante cosa haya pasado en 1982, pero Loving Pablo (se verá en el resto del largo) abunda en licencias. De entrada, quizá la gran falla del film es que hay algo caprichoso y no muy bien narrado respecto al modo en que Virginia cae en las garras del narcotraficante. De día, Virginia arriba en jet (otro más) a Medellín en modo periodista, y queda anonadada por la reserva de animales de Escobar donde no faltaban elefantes. Por la noche, hay un glamoroso cóctel al que asisten artistas, jugadores de fútbol, empresarios, narcotraficantes y Virginia, a quien una banda de pop le dedica una canción. Cuando se encuentran cara a cara, Pablo le habla de sus campañas para sacar a los chicos de la pobreza y se define como un filántropo. Al finalizar la escena, León de Aranoa informa en un zócalo de la pantalla que esa noche se estaba fundando el cartel de Medellín. Hay cierto humor, después de todo, y no del todo programado. La descripción de Escobar Gaviria es descarnada, pero, para el espectador promedio, queda suavizada por pertenecer a un verosímil definido, el del capo mafioso pater familias, un psicópata con el dolor ajeno pero vulnerable a lo que pase con su entorno familiar. Pablo tiene una mujer (Julieth Restrepo) consciente del vínculo de su esposo con Virginia, consciente incluso de las orgías, pero eso no la detiene de visitar a su esposo en la cárcel hecha a medida de sus lujos cuando negocia la revocación de su extradición a los Estados Unidos. Y cuando se refugia en la clandestinidad, cuando está rodeado, la DEA sabe que una leve presión a su familia, a su mujer y sus hijos, bastará para localizarlo. En otra escena de intimidad, Pablo le enseña a su hijo (Carlos Ramírez) cómo jamás debe aceptar y consumir aquello que él vende. Es un aspecto conocido de su vida, pero está ejemplarmente filmado. No faltan escenas sórdidas en Loving Pablo. Toda la formación de su ejército de soldados y sicarios, los asesinatos a aquellos funcionarios y periodistas que investigaron al narcotraficante, está cruelmente detallada, con sabor a saña hollywoodense. En ese sentido, León de Aranoa no defrauda y maneja con mano firme todas las escenas de acción. En la escena más violenta del film, durante una charla en su cárcel de lujo, Pablo da la orden de mutilar a dos de sus socios, y sus soldados ponen en funcionamiento las motosierras mientras suena “Rosa Rosa” de Sandro. Parece una escena inspirada en Buenos muchachos con ritmo sudamericano. Hay otros aspectos del film que resultan cuestionables, cuando no irrisorios. Mientras la ambientación es totalmente colombiana, y la interpretación es casi totalmente de actores de habla hispana, la película está hablada en un inglés tosco, mechada por interjecciones y maldiciones en español. Pero pese a cierto aire de cocoliche que sobrevuela a algunas escenas es difícil no engancharse con la trama. Las actuaciones de Bardem y Cruz son más que convincentes, ambos metidos plenamente en sus personajes y abiertos a la traición final, cuando Virginia termina en una corte de los Estados Unidos. “Pablo me pidió que contara esta historia”, murmura, “pero no me dijo a quién”.
Cumbres germanas A cien años de la fundación de la Escuela Bauhaus, Konstruktion Argentina sigue las huellas de la influencia alemana en la arquitectura del país. Un trabajo interesante y original es el que emprendió Fernando Molnar con este documental. A punto de cumplirse cien años de la aparición de la Escuela Bauhaus, el realizador argentino persiguió las influencias de las ideas de Walter Gropius en nuestro país, así como su propio paso por Buenos Aires, pero el punto de partida lo llevó a establecer lazos entre arquitectos argentinos y alemanes previos a 1919, año de su fundación, y posteriores a 1934, año de su cierre debido a la persecución del nazismo. Además, formalmente, Konstruktion Argentina tiene un elemento ficcional, ya que su narrador es un estudiante de aspecto (y acento) alemán, que narra en off su derrotero por Buenos Aires, La Plata, Mar del Plata e incluso Santiago del Estero. Según Molnar, Walter Gropius tomó al silo como modelo estético de la Bauhaus. Y el primer silo de construcción germánica en el país fue realizado en 1904 para la empresa Bunge & Born. Su construcción la llevó a cabo la empresa naval Deutsche Werke y el silo fue derrumbado en 1998 cuando comenzaron los planes de expansión de Puerto Madero. Pero es probable que Gropius haya visto al famoso silo en alguna de sus muchas visitas al país. Su relación con la Argentina duró varias décadas e incluso abrió oficinas en Florida, en la zona norte del conurbano, siguiendo los postulados minimalistas de la Bauhaus. Su estudio planeó la construcción de una ciudad balnearia y de viviendas populares en la costa del Río de la Plata, dos proyectos que no se llevaron a cabo. En 1968 conoció a Amancio Williams y se planificó la construcción del edificio de la embajada alemana. Gropius murió unos meses más tarde, a los 86 años. Pero la influencia de los ingenieros alemanes en la Argentina se remonta aún más atrás, al diseño de lo que se conoce como La Plata germánica de fines del siglo XIX. Un grupo de cuatro moles edilicias se erige dejando constancia de ese legado: la Legislatura de la Provincia de Buenos Aires (Estudio Heine & Hagemann, 1882), el Palacio de Justicia (Adolf Buttner, 1883) y el Museo de Ciencias Naturales (Heynemann y Aborg), uno de los pocos en el mundo que conserva su museografía original intacta. El cuarto es el más simbólico. La Catedral de La Plata fue diseñada por Ernst Meyer, con un estilo neogótico que muestra su filiación germana. Casi todos los arquitectos alemanes eran originarios de Hannover, cuya estación terminal ferroviaria guarda un número de similitudes con las construcciones platenses. Finalmente, el propio trazado del plano de manzanas fue inspirado en la Isla de los Museos de Berlín. Antes de iniciarse la Primera Guerra Mundial, las empresas alemanas habían apostado a la construcción de subterráneos en Buenos Aires y así la línea A (la primera línea de subtes en Latinoamérica) fue hecha teniendo en cuenta la reciente U-bahn berlinesa, por la firma Philipp Holzmann. Ya sin una participación directa, desde los años treinta Alemania continuó colaborando en la construcción de las líneas C, D y E, y sus ingenieros encontraron campo fértil para la experimentación de proyectos y cálculos del hormigón armado, que sería la base de la construcción de la Escuela Bauhaus y de la arquitectura nazi. El edificio Comega, inaugurado en 1936 en el centro de la ciudad, fue el primer rascacielos en el mundo construido bajo los preceptos de la Bauhaus. “Pureza geométrica, sin ningún tipo de ornamento”, lo caracteriza la voz en off, para luego aclarar que tras su visita al Comega “Gropius descubrió la participación alemana en Buenos Aires”. El Hospital Churruca es otro ejemplo del racionalismo en el país. Esta construcción estuvo asistida por uno de los pilares de ese movimiento, Willy Ludewig, constructor de viviendas populares antes del nazismo. Más tarde Ludewig trabajaría en la construcción de la Casa Central del Automóvil Club Argentino, un edificio en el que se reparten las ideologías de los años cuarenta: el frente remite a la arquitectura nazi, y el contrafrente a la Bauhaus. El más curioso de los edificios que muestra una influencia germana es el Mercado La Armonía, inaugurado en 1936, del húngaro Gyorgy Kalnay. Su techo tiene una forma parabólica y futurista, y se encuentra en la capital de Santiago del Estero. En los años cuarenta, durante la Segunda Guerra Mundial, arquitectos argentinos y alemanes colaboraron en la construcción de grandes edificios públicos, como la Casa Central del Banco Nación, de Alejandro Bustillo y el ingeniero Edwin Springer. La majestuosa mole del Nación, que integra mármoles y metales en su estructura, cuenta con una de las cúpulas de hormigón armado más grandes del mundo, y su monumentalidad refiere a la arquitectura nazi imperante por entonces en Alemania (Bustillo continuaría su espectacular estilo con otras dos imponentes obras, el Hotel Provincial y el Casino de Mar del Plata). En todos los casos, Molnar muestra imágenes de archivo, publicida de época, y recorre las construcciones Bauhaus, nazis y racionalistas que continúan en pie en Alemania, como elemento comparativo. Konstruktion Argentina es, en suma, un documental sumamente didáctico y al mismo tiempo entretenido, por el modo en que se llevó a cabo.
Corre, Anna, corre Fuerte en imágenes, inconsistente en el guion, Criaturas nocturnas toma de excusa a la licantropía para regodearse en la inadaptación de los diferentes. Mezcla de drama y horror, Criaturas nocturnas, el film debut de Fritz Böhm, es otro episodio de la licantropía en el cine que alude a la discriminación y pone énfasis en la actuación de su personaje central, allí donde la película se lleva todos los méritos. El inicio es confuso. Con ecos a la aclamada Room (Lenny Abrahamson, 2015), Böhm nos muestra un ático en donde una pequeña vive encerrada, recibiendo periódicas visitas de un adulto (Brad Dourif, condenado a personajes retorcidos) a quien llama Daddy, que la alimenta y le inocula historias sobre monstruos que viven fuera de la casa, los Wildling, que dan el título original de la película. A medida que crece, en Anna crece también su deseo de escapar de la habitación, cuyo cerrojo Daddy ha dejado convenientemente electrificado. Toda la primera parte de Criaturas nocturnas es la más sugerente, con un suspenso que sobrevuela a esa cabina aislada en el medio del bosque, siempre en penumbras, cortesía de la buena dirección fotográfica de Toby Oliver. Anna es interpretada por las pequeñas actrices Arlo Mertz y Aviva Winick, hasta que al llegar la adolescencia el rol es ocupado por la británica Bel Powley, cuyo imperturbable rostro, mezcla de horror y estupefacción, es la imagen icónica del film. Cuando Anna tiene su primer período se estremece; Daddy la convence de que está enferma y le aplica inyecciones en el abdomen para retener su crecimiento. Inevitablemente, la tensión entre ambos lleva a un conflicto que acaba con la internación del supuesto progenitor y la protección de Anna a cargo de la sheriff Ellen Cooper (Liv Tyler, también productora del film), que representa la faceta sensata de esa pequeña locación del Midwest donde se desenvuelve la historia. Fuera de la habitación, entregada a una vida normal, el devenir de la adolescente no será mucho más fácil. La rareza de Anna no pasa desapercibida a sus nuevas compañeras de colegio, que esencialmente la segregan, pero la chica encontrará consuelo y la promesa de un romance en Ray (Colin Kelly-Sordelet), el hermano menor de Ellen. Anna alterna entre la socialización y ceder a sus impulsos carnívoros, la naturaleza del licántropo que anida y progresivamente la va comiendo por dentro. En esta instancia, Böhm podía haber cedido a hacer algo más frío, salvaje y moroso, como la excelente cinta nórdica Cuando despierta la bestia, de 2014 (la respuesta de licántropos a la celebrada Déjame entrar, de 2008), pero en cambio pone el foco en la transformación del personaje y su lucha interna, con deudas más claras a films clásicos como Carrie y El hombre lobo americano. En ese sentido, el film de Böhm adscribe menos a una genealogía de la licantropía que a la comprensión del diferente, y a toda la violencia que en cierto tipo de comunidad esa diferencia genera. La persecución de Anna, un personaje inocente, transforma a Criaturas nocturnas en un film de acción moral que pone al espectador inmediatamente del lado de la víctima. Ray y Ellen son los únicos personajes humanos en una sociedad más carnívora que la propia bestia, y nuevamente el mito de King Kong se actualiza en una cinta contemporánea. Böhm erra cuando inserta imágenes más dignas del realismo mágico que de una película de suspenso. En ese punto, todas sus buenas ideas se diluyen y Criaturas nocturnas se acerca peligrosamente a una versión paralela de Crepúsculo. Pero aun cuando la trama no acompaña, la performance de Bel Powley, sugerente, por momentos impresionante, adorna al film de una odisea digna para el espectador.
Rápido y furioso El nuevo Depredador es más imponente, feo y virulento que su antecesor, y llega a la Tierra en busca de ADN. La nueva trilogía de Shane Black recién comienza. “Ser distinto no es un trastorno, es otro paso de la cadena evolutiva”, dice uno de los personajes de esta cuarta secuela de Predator, sexta si se cuentan las dos versus Aliens. El destinatario del elogio es Rory McKenna, un chico de seis años que padece cierta clase de autismo, muy probablemente Asperger, dada su habilidad para hacer cosas que ni los científicos de la NASA pueden entender. La frase, dicha al paso a mitad de The Predator, es casi el eslogan que subyace a la mayoría de las películas sobre superhéroes y súper villanos que vienen haciéndose desde Alien para acá. Es una tendencia hacia lo inclusivo que se acentúa en los últimos años, al ritmo de la sociedad. Si la impulsa o la refleja es otra cuestión, más difícil de dilucidar, pero en este film de acción y ciencia ficción el héroe no es una mujer sino un chico, capaz de hacerle frente al monstruo de turno, un Depredador más grande y virulento que los depredadores conocidos. Más efectivo, tanto como Rory. The Predator se distingue del film original por el uso del artículo, y esa mínima distinción no parece casual. Su coguionista y director, Shane Black, fue guionista y actor de reparto de aquella Predator de 1987, y quiere retomar (un poco a espaldas de Predator 2 y Predators) la historia en donde fue abandonada por el film de Arnold Schwarzenegger. La película se inicia cuando un comando liderado por Quinn McKenna (Boyd Holbrook) intenta desbaratar a un cartel en la selva mexicana. La operación es abortada cuando una nave interplanetaria cae en el territorio; de la misma emerge un gigante Depredador que aniquila a todo el comando exceptuando a McKenna, que escapa de las garras del alienígena quedándose con su máscara y uno de sus brazaletes. Al día siguiente, empaca los artefactos y los envía por correo a su casa desde un pueblito mexicano. Su curiosidad lo pone al margen de la ley, y en su ausencia es Rory quien recibe las armas extraterrestres, descubriéndoles, sorprendentemente, su uso. Un poco después, McKenna es detenido por un grupo de hombres de negro que lo suben a un camión junto a desertores y parias del ejército, una especie de comando en el presidio que se hace llamar Grupo 2. El camión está junto a un laboratorio donde científicos de la NASA investigan a un ejemplar de Depredador, que aparece atado y sedado en una mesa de disección. Allí llega la doctora Casey Bracket (Olivia Munn), una reconocida bióloga que oficia como los ojos del espectador, infiltrados en esa especie de ultra moderna Área 51. Bracket tendrá su momento Ripley. Cuando Rory active su brazalete a distancia éste emitirá una señal que despertará al Depredador dormido, y causará una masacre. Entonces, Bracket y el Grupo 2 se lanzan a la caza. Esta vez, a diferencia del film original y su saga, se invierte la lógica. ¿Por qué se persiguen los dos Depredadores? ¿Quién es el nuevo, gigante invasor? La doctora Bracket es los ojos del espectador y la voz argumental: los Depredadores buscan mejorarse mezclando su ADN con el de otras especies, y parte de ese ADN que los hará mejores habita el planeta Tierra. El antiguo, el clásico Depredador es como el anquilosado Arnold de T2: volvió para defender a los humanos. ¿Con qué propósito? Lo que se anuncia como una trilogía apenas deja sentadas las bases en esta primera entrega. Los motivos no se deducen tanto por los hechos sino más bien por los enunciados, algo inverosímil para un film de acción. Y no sólo eso. Hay bastante desprolijidad en el montaje de las escenas, como si el metraje original hubiera sido en realidad mucho más largo, depurado y compaginado a las corridas en el último minuto. Hay sí, en cambio, mucha acción, mucha sangre y humor hasta en los diálogos. Shane Black es fiel a su estirpe e inserta todos los clichés de los ochentas en un film modelo 2018 plagado de efectos especiales. Hay algo confuso en el acople, como el film pretendidamente (pretenciosamente) mudo The Artist, de 2011. En ese desconcierto se escapan las razones que motivan a esta nueva saga, o al menos las que trajeron de vuelta a semejante criatura del espacio exterior.
Hagamos de cuenta que Colossal es una película de Marvel dirigida por David Lynch; es el único modo de explicarse este film del español Nacho Vigalondo, director de la también original Los cronocrímenes (2007). Gloria (AnneHathaway) tiene una adicción al alcohol que le impide llevar una vida normal; por tal razón, su novio la echa del departamento que comparten en Nueva York y ella busca refugio en la casa familiar abandonada de un pueblito en Nueva Inglaterra. Allí Gloria descubre a la casa pelada, pero el reencuentro con un amigo de la infancia, Oscar (Jason Sudeikis), cambiará su suerte. Oscar regentea el bar del pueblo y no sólo la contrata para que obtenga ingresos, sino que le regala un televisor gigante y algunos muebles. Evidentemente, a Oscar le quedó algo más que el recuerdo de su amiga. Por su parte, Gloria consigue dominar al alcohol, tiene casanueva, empleo, su vida se está encaminando, hasta que la llamada de una amiga la mueve a encender la computadora. Y lo que allí ve desafía toda lógica: un monstruo se pasea por el centro de Seúl, destruyendo edificios a lo Godzilla. No sólo ella queda sorprendida, por supuesto. La estupefacción golpea al pueblito de Nueva Inglaterra, que sigue por televisión la aparición noche a noche del monstruo de Seúl como si fueran partidos de un mundial de fútbol. Nada de esto afectaría particularmente a Gloria (más allá de la inverosimilitud de la propuesta) de no ser porque una tarde, tras recorrer un viejo camino que hacía en su infancia, enciende el gran televisor para ver al monstruo en pantalla gigante y descubre que tiene una extraña conexión con la criatura. Gloria, si bien sobria, cree que de sus actos depende el accionar del monstruo de Seúl. Se hace responsable de sus hechos. En fin, cualquier cosa que se quiera agregar es un spoiler para las maravillas que Vigalondo puso en el celuloide; basta decir que Colossal es un mix entre PacificRim, de Guillermo del Toro, y una comedia romántica, y que lo inverosímil crece de principio a fin. Sólo el talento del director y las convincentes actuaciones (Hathaway es también coproductora del film) nos mueven a creer lo imposible; y en consecuencia, a disfrutarlo.
Y finalmente, después de cuatro décadas, una nueva Mujer Maravilla llega al celuloide. Por qué transcurrió un lapso tan grande desde la versión televisiva y por qué es el último superhéroe icónico en alcanzar la pantalla es algo que podría explicar, quizá, cierto temor al fracaso. La Mujer Maravilla de Linda Carter fue tan carismática, tan llena de sex appeal, tan –en suma– perfecta como adaptación de cómic que resultaba casi imposible pensar en un reemplazo. La nueva Mujer Maravilla de Gal Gadot es algo completamente distinto; persuade por la inocencia, por la actitud y por su propio carisma. Sumemos un buen guion y, si bien la adaptación de los setenta no bajará del podio, podemos decir que hay una nueva franquicia exitosa, aguardando su propia mística. Como toda nueva saga, Mujer Maravilla arranca por el origen del mito, palabra que resulta apropiada para esta versión coescrita por Zack Snyder y dirigida por Patty Jenkins. El film muestra unas playas mediterráneas donde unas amazonas entrenan mientras una pequeña Diana ya sueña con sumarse a la lid. Las amazonas son, según esta versión, descendientes directas de Zeus, responsables de restablecer la armonía entre los hombres cada vez que Ares, el dios de la guerra, mete la cola. A medida que va creciendo, Diana es entrenada por su tía Antíope (Robin Wright), siempre bajo la supervisión de su madre Hipólita (Connie Nielsen), reina de las amazonas. Ya está crecida y personificada por Gal Gadot cuando, de la nada, un avión cae en el paradisíaco mar de las amazonas, y Diana acude a salvar al piloto. Este es Steve Trevor (Chris Pine), que no es teniente coronel sino un espía de los británicos durante la Primera Guerra Mundial, huyendo de la aviación alemana: el tiempo y el estatus son dos diferencias substanciales con la serie, que transcurría durante la Segunda Guerra. Convencida de que Ares juega para las filas de Von Bismarck, Diana viaja con Steve a Londres, donde su peculiar atuendo no pasará desapercibido. La atención al tiempo histórico es otro acierto de la película. “Esto es horrible”, se queja Diana mientras el barco de ambos arriba al puerto de la capital británica, en un Támesis roñoso, lleno de embarcaciones precarias y desechos industriales, algo bien distinto a la postal romántica que conocemos hoy día. Mientras ambos se ponen bajo las órdenes de Sir Patrick (David Thewlis), a la espera de un armisticio, en Alemania la terrible Doctora Meru (Elena Anaya) prepara bombas químicas para Ludendorff (Danny Huston), un jerarca que se resiste a firmar la paz con las potencias aliadas. Diana ve a Ares en Ludendorff, y el conflicto entre su mundo (fantástico) y el histórico (real) genera numerosas bromas efectivas, tanto por el guion como por la buena química actoral entre Pine y Gadot. Cuando una junta de lores le pregunta su nombre, ella dice ser “Diana, princesa de las amazonas”, pero Trevor la corta a mitad de camino y afirma: “Prince (princesa); su nombre es Diana Prince”. Un giro inteligente, que aprovecha el humor para introducir al personaje. Este tipo de situaciones se dan de manera recurrente, con las referencias, con el vestuario de Diana. Cuando finalmente la Mujer Maravilla se presenta de cuerpo entero es en el frente de batalla, bien avanzada la película; allí, da muestra de su poderío, pero el recurso de los efectos digitales mina un poco la frescura del film. Pese a algunos estampidos de más, Mujer Maravilla cumple los requisitos básicos de un clásico hollywoodense (buenos diálogos, acción, humor, el demorado beso); por eso, la demora está disculpada.
Matilde sale de su casa con su marido cuando la pareja es abordada por tres ladrones; al marido lo tiran al piso y uno de ellos, apodado Chapita, le dispara a quemarropa. Seguidamente, en el entierro, Matilde (Loren Acuña) se entera por su ahijada Vanina (Sofía Gala) de que el marido la traicionaba con la dueña de la remisería para la cual trabajaba. Un poco después recibe la visita de un detective (Gustavo Garzón) que la acosa sexualmente y, como corolario, Chapita vuelve a abordarla por la calle para advertirle que no declare, pero Matilde, que venía de comprar una garrafa en la villa, esta vez da media vuelta y liquida al malviviente de un garrafazo. Hasta aquí, parece este otro film de José Celestino Campusano sobre la vida marginal, pero el director y guionista Hernán Aguilar, como la protagonista, pega aquí un giro y convierte a Madraza en un engendro inclasificable, mezcla de thriller absurdo y comedia dramática. Porque Matilde se queda con la campera, la plata y el celular de Chapita, y al regresar a su casa empieza a recibir encargos anónimos para matar gente. El lugar secreto es siempre un cofre de supermercado; allí la mujer encuentra un sobre con la dirección del sujeto a asesinar, y al día siguiente en el mismo cofre encontrará dinero. Parte del encanto del film pasa por la actriz Loren Acuña, que parece verdaderamente salida de un film de Campusano. Algo conocida por un pequeño rol en Carancho, de Pablo Trapero, Acuña puede componer a una señora de barrio que sin que le tiemblen las pestañas encara a policías y tira a quemarropa. Claro que con los nuevos ingresos su situación económica cambia y Matilde se transforma en una asesina glamorosa. Hay una escena particularmente lograda, que la muestra desde sus botas altas y estilizadas contemplando el blanco de dos o tres narcos; no cabe duda de que Aguilar estaba buscando una parodia a Kill Bill. Y lo que sigue, con una persecución verdaderamente hollywoodense, termina de ganar al espectador más escéptico. El resto del elenco acompaña acertadamente la performance de Acuña: Sofía Gala como la amiga compinche pero un poco pesada, Garzón como el detective que sospecha algo pero va para adelante porque “le tiene ganas”, y Chunchuna Villafañe como una veterana cheta a la que le sale el barrio cuando conoce a Matilde en un colectivo. Las curiosidades no terminan ahí; hay participaciones del periodista de policiales Ricardo Canaletti, y la película acabó comprada por Disney para ser distribuida por Buena Vista International. En suma, un combo demasiado extravagante para perdérselo.
Muchos años atrás, cuando Jack Sparrow era muy joven, el capitán de un buque español perseguía y castigaba a los piratas del Caribe, en venganza por el asesinato de su padre y su abuelo. Salazar, dicho capitán (nuevamente Javier Bardem en el rol de malo), era implacable; su solo buque era como la Armada Invencible, hasta que tuvo la mala suerte de cruzarse con el Perla Negra. Entonces, Sparrow, mediante un ardid, logró eludir al buque de Salazar y enviarlo directo, fuera de control, hacia el Triángulo: un lugar maldito que atrapa a sus navegantes y los convierte en fantasmas. Pero Salazar no es el único fantasma del quinto episodio en la saga Piratas del Caribe. El film empieza cuando el niño Henry Turner se arroja al fondo del mar para visitar a su fantasmal padre Will (Orlando Bloom), a bordo del hundido FlyingDutchman; Henry volverá años más tarde a las mismas costas, buscando devolver la vida a su padre. Para Will Turner, como para Salazar, la respuesta está en descubrir un arma legendaria y mágica, sólo aludida en libros, llamada el Tridente de Poseidón. Y quien tiene la brújula para hallarla es, obviamente, Jack Sparrow. El nuevo film protagonizado por Johnny Depp ha sido cruelmente tratado por la prensa debido a sus vaivenes narrativos y exceso de efectos especiales, pero es en general, y por algunas escenas aisladas, un repunte notorio respecto al insulso cuarto film. Luego del episodio de Henry y su padre, la película nos lleva unos años adelante, a un puerto del Caribe donde un borracho Depp/Sparrow intenta robar el tesoro de la ciudad con ayuda de un puñado de piratas subalternos. Esta escena es particularmente simpática y acaba con Depp en la cárcel, donde conocerá al crecido Henry (BrentonThwaites), con un cameo de Paul McCartney como otro pirata tras las rejas. A ellos se suma la valiente Carina Smyth (KayaScodelario), que huye de la ciudad, acusada de bruja, y que cuenta con suficiente información para hallar el Tridente de Poseidón. Mientras tanto, Salazar escapa del Triángulo y, con su cuerpo carcomido, como el de toda su tripulación, arrasa con todos los piratas que aparecen en su camino hasta hallar a HectorBarbarrosa (Geoffrey Rush), a quien presiona para sacarle información sobre el paradero de Sparrow. Los ardides de Carina, por su lado, ayudan a Henry y el ebrio pirata para escapar de las autoridades y, una vez en el mar, la magia logra que el Perla Negra, reducido a un barquito de botella, recobre su tamaño original para salir a navegar. Lo que resta es el duelo definitivo entre Sparrow y Salazar, donde hay una sobredosis de efectos digitales. Pese a esto, la escena en que el primero soporta en un bote el acoso de tiburones fantasma, como carcasas voraces, vale la pena, y el film es en sí otra muestra del ingenio Disney para estirar una franquicia sin demasiados contratiempos.