Es 1919 y la Gran Guerra ha terminado, pero no para Anna, que duela todas las mañanas en la tumba de su novio. Los padres de Frantz, el doctor Hans y Martha Hoffmeister, la adoptaron como hija; mutuamente se ayudan a soportar la pérdida, en una pequeña ciudad alemana. Pero un día Anna descubre a un extraño merodeando la tumba de Frantz, dejándole flores; el extraño toca el timbre en la casa de los Hoffmeister, visita al doctor pero al enterarse de que es francés, Hans lo echa de la casa. Martha y Anna murmuran; ¿y si el francés era amigo de Frantz? Finalmente Adrien es aceptado en el seno de la familia; según su relato, él y Frantz fueron muy amigos durante los años del primero en París, antes de ir a la guerra. Y aquí aparece el peculiar registro de François Ozon (La piscina, 8 mujeres), que filma en blanco y negro pero cambia a color para las escenas exultantes, como los recuerdos de Adrien junto a Frantz visitando el Louvre, el paseo de Adrien y Anna por la campiña o el momento en que el francés toca el violín para los Hoffmeister. La aceptación de Adrien no es gratuita para la familia; Hans es de a poco ignorado por su grupo de amigos, por haberle abierto las puertas de su casa a un francés. Por su parte, Anna intuye que la relación entre los amigos fue algo distinta de como la presenta Adrien, quien no puede contener las lágrimas cada instante en que recuerda a Frantz, y hasta parece lamentar su muerte aún más que los propios padres. Anna (un gran rol de la alemana Paula Beer) reconoce todo eso, pero no puede dejar de sentir un bálsamo en la presencia de Adrien, como si en él recobrara a su novio muerto. Los Hoffmeister sienten otra clase de afecto por el extraño, una enorme gratitud, la fuente de recuerdos que no llegaron a conocer sobre el hijo muerto. Pero una mañana, con la excusa de que su madre ha enfermado, Adrien abandona la aldea y regresa a París, dejando un enorme vacío en los Hoffmeister. Ozon narra con técnicas modernas lo que parece una novela del siglo XIX, que se torna aún más romántica cuando Anna parte a París, para terminar de desenredar la madeja en torno de Adrien, o quizá para terminar de sellar sus propios sentimientos. La química entre Beer y Pierre Niney, que interpreta a Adrien, con su infinita melancolía sostenida en la fuerza de Anna, son la carta más fuerte de Ozon para que su película triunfe. Frantz es un drama bien armado, una clásica película triste con cabos sueltos para el espectador.
Corren tiempos difíciles para Nathalie. Sus estudiantes tomaron el colegio y le obstaculizan la entrada cada vez que va a dar clase; después, su madre se enferma de depresión y finalmente la abandona Heinz, su marido, también docente. Sólo un reencuentro con Fabien, su antiguo alumno, el preferido, será un oasis entre la desesperanza. Es una rara cinta El porvenir, en particular por la actuación de Isabelle Huppert. La actriz francesa no recurre aquí a sus habituales dotes para componer personajes perversos, al límite de lo moral, sino que, por el contrario, hace un giro radical. Su Nathalie es un ser vulnerable y sensitivo, con quien es fácil empatizar. Pero como toda película de Huppert se construye sobre ella en forma piramidal, El porvenir es una estela de melancolía, de incertidumbre por lo que vendrá. Lo más importante es su relación con Fabien, a quien inició en la filosofía. Nathalie dirige una colección y brega por imponer los trabajos del muchacho, aun cuando la suya es una colección cara que la editorial no está dispuesta a seguir. Ante este nuevo golpe, la mujer visita a Fabien en su casa del bosque, donde comparte su vivienda al modo hippie, con unos alemanes anarquistas como él. Dispersa, separada del resto por la diferencia generacional y por su condición de pequeñoburguesa, la visita será parcialmente un fiasco para Nathalie, pero eso no significa que no haya posibilidades de una relación, de algún tipo de relación, siempre de un modo más cercano. La vez anterior al viaje, cuando Nathalie se quiebra en un llanto, la mano de Fabien en su hombro dispara una curiosa mirada al vacío, de esa ambigüedad tan exclusiva de Huppert. La película está llena de esos pequeños momentos, brotes de posibilidades, y por eso ir a verla es un esfuerzo que vale la pena hacer.
Siguiendo el estilo de una comedia dramática norteamericana, Todo para ser felices narra la vida de Antoine (Manu Payet), ex baterista devenido productor, que al mismo tiempo lleva una vida familiar normal, con una mujer y dos hijas. Los problemas empiezan cuando se focaliza en producir a una cantante hot, con potencial de ser un éxito internacional, mientras relega su rol de padre y se enfría su relación con su mujer, Alice (Audrey Lamy). Cuando la situación se vuelve insostenible, Alice abandona a Antoine, quien cree ser capaz de llevar una cómoda vida de soltero y se establece en la casa de su hermana, Judith (Aure Atika), pero pronto esa posibilidad se demuestra poco factible. No sólo le cuesta establecer un vínculo honesto con otra mujer, sino que empieza a extrañar a Alice, y se pone loco de celos tras enterarse de que sale con alguien. A propósito de un viaje de su ex, Antoine debe quedarse un par de semanas con las dos hijas, y así recompone parte de la familia que había perdido. Pero, ¿podrá recuperar a Alice? Más allá de un sinfín de lugares comunes, Todo para ser felices acierta en su descripción de las relaciones humanas, y pese a su humor ramplón incluso consigue bellos momentos.
Paz Encina, directora de La hamaca paraguaya, entrevistó a los tres hijos del militante desaparecido Agustín Goiburú para armar este documental atípico, poético y deslumbrante. Médico de profesión y militante del Partido Colorado, Goiburú debió emigrar a la provincia de Misiones tras sus denuncias por la violación a los derechos humanos durante el gobierno de Alfredo Stroessner (que presidió Paraguay entre 1954 y 1989, en la dictadura más larga de Latinoamérica). Exiliado en Posadas, Goiburú fue detenido y trasladado a una cárcel de Asunción en 1977, de la que logró escapar para regresar a nuestro país y planificar el asesinato de Stroessner. En 1978 fue nuevamente apresado y nunca se supo más de él. Las narraciones en off de los hijos se entremezclan (algunas se apagan al tiempo que otras arrancan), dándole al relato un tinte experimental, al tiempo que las imágenes de niños en la selva y ríos misioneros, yuxtaponiéndolos con el recuerdo de los hijos en su niñez, añade una fuerte impronta poética. Es particularmente bello el pasaje en que los chicos se sumergen a lomos de caballo en el río, como si fueran auténticos caballitos de mar con sus jinetes (la realidad metafórica demuestra ser mejor que cualquier artilugio en 3D), y son particularmente emotivas las fotos de Goiburú con sus hijos, testimonios de un pasado feliz. Difícil llamar cine testimonial a un trabajo de tanta solidez artística.
Mientras discute con un empleado de banco su delicada situación monetaria, el viejo Joe (Michael Caine) ve cómo la entidad es invadida por un grupo de encapuchados y armados; los ladrones roban el dinero de la entidad pero no tocan un dólar de los clientes –el viejo Joe se sorprende, cuando le es rechazada su magra billetera–. Los ladrones, entonces, fueron una especie de Robin Hood a medias. Joe queda impresionado. Puede haber nobleza en el delito. Peor es el caso de la empresa para la que trabajó toda su vida, que le está robando la jubilación, lo mismo que a sus dos amigos. Cuando le cuenta la aventura a Willie (Morgan Freeman) y Albert (Alan Arkin), los tres deciden hacer un golpe a la entidad bancaria que se está quedando con su dinero, y la operación será seguida de cerca por el comisario Hamer (Matt Dillon), que entiende que, pese a sus intenciones de avería, los tres son unos viejitos simpáticos. Con algunas variaciones, la película es una suerte de remake del film homónimo de 1979 dirigido por Martin Brest, y trae a la memoria la reciente participación de Alan Arkin en un film similar, Tres tipos duros, coprotagonizado por Al Pacino y Christopher Walken. Pero a diferencia de esta última, Un golpe con estilo vive gracias a la sangre de la tercera edad que le imprimen los protagonistas (Caine tiene 84 años, Arkin 83, y Freeman pisa los 80). Este es el tercer largometraje de Zach Braff, protagonista de la serie Scrubs, quien dejó al trío brillar y divertirse por encima del del tibio guión, y en eso reside su encanto.
En el cine de horror el contagio es una de las formas de lanzar una maldición. En La llamada todo empieza con una simple llamada telefónica, en Te sigue, por hacer el amor con la persona maldita. En este nuevo film, como dice su título, todo pasa por no decirle a nadie el nombre de la bestia. Y su nombre es el que da el título original: The Bye Bye Man. Una parejita junto a un amigo alquilan una casona en donde un día empiezan a pasar cosas; se oyen ruidos, se cierran puertas, pero el horror no se pasa de raya. Tras una fiesta en la casa, una chica se revela como mentalista y entonces el trío la convence para sentarse en una mesa e invocar fantasmas. En un momento la chica se vuelve loca y entra a gritar, “¡no lo pienses!; ¡no lo digas!”, a lo cual Elliot, el noviecito, responde algo que leyó en el dormitorio: “¡the Bye Bye Man!”. Y ahí se pudre todo; las luces se apagan, los muchachos empiezan a ver visiones, se golpean mutuamente, ven otros rostros y malinterpretan acciones. Están a punto de matarse. Es ahí cuando Elliot acude a la biblioteca del pueblo y descubre que hubo dos casos de asesinatos masivos a fines de los sesenta. Elliot sabe que no debe decirle a nadie el nombre para no endilgarle la maldición, pero mientras tanto, ¿cómo lidiar con las visiones, las muertes accidentales y la aparición del monstruo encapuchado junto a su mastín infernal? ¿O deberá asesinar a todos para ahorrarles el dolor, como hace el caso original que se ve en un flashback, al inicio del film? Pese a que la trama envuelve en algunos momentos, la mediocridad de la idea y las regulares actuaciones harán que el bye bye lo diga el propio espectador.
Hay barbijos para identificar cuerpos en descomposición, barbijos para tolerar la inmundicia de basura incendiada. Como un espejo de su propia herrumbre, lo único que resulta intolerable para estos personajes es el olor a podredumbre y el ladrido de perros rabiosos. En la adaptación de la novela Bajo este sol tremendo, de Carlos Busqued, Adrián Caetano consigue una de las realizaciones más impiadosas del nuevo cine nacional. Al inicio, en una parada de ómnibus del Chaco se encuentran Duarte, un ex oficial retirado (Leonardo Sbaraglia, irreconociblemente delgado y siniestro) y Javier Cetarti, recién llegado de Buenos Aires (un Daniel Hendler, irreconociblemente engordado) para identificar a la madre del último y a su hermano, asesinados por Molina, amante de la primera, ex militar y padrino de Duarte, que se suicidó tras los asesinatos. Duarte es el arquetipo del pesado de pueblo que sobrevivió a la caza de represores tras la dictadura. En la casa de la viuda de Molina (Ángela Molina), maneja a Daniel, su hijo, para que a cambio de unos porros tenga en el sótano a las víctimas que secuestra y de las que virtualmente vive por el dinero del rescate. Por su parte, Cetarti, con sus propios patrones de conducta, no es desalmado pero sólo cuida su ombligo. Con rítmica morosidad (una característica indeleble de Hendler, que acá muestre su reverso negativo, poco simpático), el tipo ocupa la casa de su hermano y se deshace de todas sus pertenencias, el 90% chatarra que vende a un cartonero rengo pero de billetera con cambio grande (el siempre confiable Pablo Cedrón). Mientras Duarte secuestra gente, Cetarti, desocupado, sin familia ni horizontes, junta billetes para viajar al Brasil, su única meta. Y así van las vidas paralelas, que viven cruzándose por mutuo interés, hasta que el primero le hace ver a Cetartique Daniel es, de algún modo, su otro hermano. Hay algo de la atmósfera irrespirable de La ciénaga mezclado con los personajes truculentos e inexplicables que John Borrman saca de la manga en Deliverance, pero Caetano termina haciendo su propio Gran Guiñol para que la cinta, marcada por la ponzoña de Duarte, a nadie pase desapercibida. Sin duda su mejor trabajo desde Un oso rojo.
Los hermanos Dick y Mac McDonald pusieron su nombre a la cadena de comida chatarra más grande del mundo, pero no fueron artífices de su destino. Bueno, concedámosles además la idea, esta cosa fordista, de pequeños núcleos de gente abocados a distintas tareas para que la comida salga rápido, así como también la fórmula: una hamburguesa bien aplastada con no más de dos pepinitos encima. Pero los hermanos eran conservadores. Quien los sacó del molde y arrojó la idea al mundo fue un entrepreneur salvaje llamado Ray Kroc –personaje cuya hipercinesia calza como un guante en la performance de Michael Keaton–. Kroc vio la tienda original de San Bernardino y compró la idea; vio los aros de la sucursal de Phoenix y se entusiasmó aún más. Hasta entonces, los hermanos contaban con sólo tres locales. Krocpagó la franquicia y en 1954 fundó su local en Des Plains, Illinois, al que siguieron varios en ese estado, luego en Ohio, Wisconsin, Minnesota, y cuando llegó a la gran urbe de Chicago se planteó conquistar el orbe. La película enfatiza la polaridad de las partes interesadas hasta llegar al conflicto: los McDonald son desconfiados, apuntan a que el nombre McDonald’s sea sinónimo de familia y estándares inamovibles; Kroc quiere que el nombre sea un antes y un después en la historia gastronómica. Quiere, en lo posible, llenarse de plata, cambiar a su esposa y, si los números lo requieren, también innovar –y así termina introduciendo una máquina de helados instantáneos que será el principio del fin de la sociedad–. Los hermanos son geniales pero “buenudos”, y Kroc, un adicto a los discos de autoayuda que en los cincuenta promovían al self-mademan, o “hágase usted mismo”, no titubea en pisar cabezas con tal de cumplir su sueño. El Kroc de Keaton es desaforado; no hay espacio para el humor en el ex Birdman y ex Batman, y es más oscuro que el mismísimo Caballero de la Noche. La película está demasiado pegada a la historia, lo cual no está mal, pero su dialéctica es excesivamente binaria y hay poco espacio para el factor humano de las partes interesadas. Pero bueno, en definitiva, se trata de narrar la historia de McDonald’s y su poco saludable sistema de fast food. Todo encaja.
Ni el manga ni el animé impresionaron tanto, pero cuando salió Ghost In The Shell (1991) fue la revancha directa de la fantasía japonesa al pleno corazón de la ciencia ficción. En 1996 el libro fue convertido en animé, y entonces no quedó duda de que la creación de Masamune Shirow era la más perfecta simbiosis entre el cyberpunk de William Gibson y sci-fi pos-apocalíptico de Blade Runner. La idea de un híbrido de androide con cerebro humano (y la idea de que ese híbrido fuera un superhéroe en un mundo corroído) resultó altamente volátil en los noventa. Hoy, cuando los androides avanzan como la inflación y los híbridos son un proyecto, la idea no impacta tanto. Y lo mismo pasa con esta adaptación al cine con personajes de carne y hueso, con guion del propio Shirow y roles estelares de Juliette Binoche y el gran Takeshi Kitano. En un futuro indeterminado (por las dudas, la ciencia ficción ya no da fechas), la Mayor Mia (Scarlett Johansson) es el experimento perfecto. Sobreviviente de una nave atacada por terroristas, su cerebro fue puesto en una máquina y la Mayor es ahora un soldado letal en la lucha contra el oscuro Kuze (Michael Pitt), que vive hackeando híbridos para sabotear al gobierno y a la empresa que los manufactura. Hay un atentado que sirve de bisagra en la vida ciborg de Mia. Una geisha androide provoca gran daño en una reunión de altos dirigentes y sus sobras (un manojo de cables y carne sintética) son usadas por la Mayor para escanear sus orígenes, con la intención de llegar al aguantadero de Kuze. Pero el escaneo sale mal y desde entonces Mia tiene visiones. Cuando descubre que esas visiones son el conflicto entre su memoria y recuerdos implantados entenderá que alguien en su propio bando la está usando, retaceándole recuerdos de su identidad. Y así se desata el verdadero conflicto del film, cuyo verdadero problema es ser demasiado fiel al manga japonés. Se percibe que entre los bares de yakuzas y androides, por los callejones inundados, los edificios de viviendas abigarradas y los carteles lumínicos en 3D (una pesada y siempre irresuelta herencia de Blade Runner) la película pierde voluntad identitaria, pegada fotograma a fotograma a las ilustraciones del original. Lo más destacable de Ghost In The Shell es el rol protagónico de Scarlett Johansson; con la experiencia previa de haber sido una mutante en X-Men y una alienígena en la excelente Under The Skin, lejos ya de aquella adolescente emo de Lost In Translation, la actriz se mueve con naturalidad en su nueva piel sintética y muestra sin pudor su cuerpo desnudo y atlético, apenas disimulado por una pátina de pintura blanca. Sólo apta para fans de Scarlett, sin reservas
El centro de la escena sería Dante. En su lugar está el profesor Raffaele Pinto, director de una escuela de filólogos dedicada a estudiar el rol de las musas en la poesía –y el pequeño rol que también les caben a las ninfas, los faunos y el dios Pan–. Están el cielo y el infierno, el compromiso amoroso y el deseo carnal, Dante hablando con los muertos y enamorado de Beatriz y, en un apartado, horas más tarde, ya en casa, la mujer de Raffaele, que le dice a su marido: “el invento del amor es una de las cosas más terribles y dañosas que ha hecho la poesía.” Pinto lo niega, está rodeado de amor: sus alumnas bilingües (hablan con fluidez español e italiano, y no se sabe de qué origen son) son sus musas, que debaten acaloradamente, con él y entre ellas, y llega un punto en el que uno no sabe si este registro del catalán José Luis Guerín, de cuño experimental, es un registro documental o algo más que un documental bien plantado. Hay una parte brillante. Pinto y una de sus musas (o alumnas) se internan en Cerdeña, graban poesías melodiosas de bocas de pastores de ovejas para demostrar que en esencia música y poesía son la misma persona. Pero el trabajo etnográfico va más allá: la musa (o alumna) los graba en cantos armónicos que imitan a los balidos de ovejas (un documento de alto valor musical por sí solo). Hay momentos de gran poesía cinematográfica, como cuando uno de los pastores (del cual ella, platónicamente –porque claro, es una intelectual de ciudad–, se enamorará) le enseña a escuchar el viento bajo los árboles, o a distinguir por los golpes de un cencerro que él diseñó cuando la oveja está pastando, cuando corre y cuando se acerca o aleja el rebaño. “¡Es un filósofo!”, exclama la musa (o alumna), pero pronto el film decae en una inocultable ficción, donde Raffaele aparece como el lobo que acorrala a su rebaño de discípulas. Junto a esto, la tesitura del registro, la falta de relajación de sus actores (¿actores no profesionales?) conspiran para lo que de otro modo hubiera sido un atractivo experimento.