Cuentos de la selva Con familia extendida, el guacamayo domesticado Blu y su pareja Jewel vuelven, a tres años de la original Rio, y demuestran el potencial de Blue Sky Studios (La Era del Hielo) para crear infalibles largos de animación. Mientras Tulio, el veterinario brasileño, y Linda, la norteamericana que crió a Blu en Minnesota, son ahora una pareja dedicada a la ecología, Blu y Jewel viven con sus tres pichones en una reserva cercana a Río de Janeiro; cuentan con una casa y todas las comodidades, y así descubren a Tulio hablando por televisión (por bizarro que parezca, no desentona). Tulio y Linda son noticia; creen que la especie de guacamayo azul a la que pertenecen Blue y Jewel no corre riesgo de extinguirse; existiría una gran familia de guacamayos en el Amazonas y Jewel convence a su familia para volar hacia allá. Claro que en el camino aparecen peligros. No hay cazadores furtivos, como en la primera Rio, sino un empresario maderero dispuesto a limpiar el hábitat de aves. Y por supuesto, reaparece la cacatúa Nigel, imposibilitada de volar tras la última pelea con Blu. Sediento de venganza, a Nigel lo acompañan un oso hormiguero y una rana venenosa, perdidamente enamorada de él. En teoría, el fuerte de Rio 2 ocurre cuando Flu y su familia vuelven a los orígenes al encontrar la reserva de guacamayos del Amazonas; allí viven Eduardo, el severo padre de Jewel, y Roberto, su antiguo pretendiente, y la aparente segregación que sufre Flu trae recuerdos de El padre de la novia. En la práctica, los guiños y la recurrencia al musical resultan más bien remedos de algo que pudo resolverse mejor. Sin el encanto de la primera Rio, esta secuela no carece de ingenio ni escenas desopilantes, como los flashbacks de Nigel hospitalizado, cuando una enfermera le anuncia que no podrá volver a volar: una pequeña joya del cine de animación.
La mala sangre Palito Ortega no fue el único tucumano que triunfó en los años sesenta. De los ingenios azucareros también llegó Tito Pereyra, alias Cabeza, que en Buenos Aires supo conquistar al sector librero, a las mujeres calientes y hasta realizó el primer vuelo transpolar de la Argentina para hacer negocios en China y Japón. Todo un logro, lástima que el personaje también se dedicó al contrabando, y lástima que el espectador no pueda seguir esta mini épica más que de modo fragmentario, como si estuviera viendo bocetos. El director Gastón Gallo filma de un modo atropellado: ahora Tito busca empleo; a los cinco minutos ya tiene una fábrica y en otros cinco es padre. Gato negro alude a la inclinación de Tito por los felinos, que utiliza como un talismán. Gallo usa este recurso en modo discontinuo, así como la figura de un padre muerto que revive y atisbos de realismo mágico; pareciera que desea hacer cosas a lo Favio sin parecer obvio, cuando Gato negro sería un gran éxito de haberse hecho al estilo Favio. Los recortes tampoco permiten el desarrollo de los personajes; Luciano Cáceres hace bien su protagónico, pero no logra que el mundo gravite sobre Tito, ese que un día era bolita en los ingenios y una hora más tarde se hizo rico.
Terror en Luisiana Sanguinaria sin pretexto ni gracia, redundante desde el título (¿acaso queda alguien con vida al término de un slasher?), Nadie vive repite los lugares comunes que nutren al género desde The Texas Chainsaw Massacre (al extremo de que Daniel Pearl, fotógrafo del legendario film, fue reclutado para este enésimo opus de achuras a granel). No todo es tan obvio ni tan malo, cabe aclarar, al menos en la primera mitad del film. Tras un inicio poco prometedor, la película remonta al confrontar a una familia de gángsters (ecos a Texas Chainsaw) con un enigmático automovilista, una especie de solitario que recorre Luisiana con su novia para solucionar viejos asuntos. Con el trasfondo de una chica desaparecida en la zona, la película pega un giro notable cuando el automovilista (Luke Evans) comienza a tomar protagonismo y amaga con ser el héroe, mientras el director Ryuhei Kitamura (The Midnight Meat Train) deja huellas con olor a franquicia. Los malos siempre ganan en un slasher y ese axioma lo cumple el film, pero el sinsentido y la pretensión de varias escenas, como un “homenaje” a El silencio de los inocentes que debió causar gracia a Jonathan Demme (por no hablar del doctor Lecter), prueban que el terror podrá ser un género menor, pero no es para cualquiera.
Rojo profundo De vez en cuando ocurren milagros, como el estreno comercial de este film inglés, ganador del Bafici 2013. Coproducida por BBC4 y el sello Warp, dueños de un catálogo innovador que incluye cortos experimentales y films como Kill List, Berberian Sound Studio es la clase de película que amerita más de una reproducción por sus niveles de significado. Gilderoy, un ingeniero de sonido inglés, llega a un inhóspito estudio italiano, con ecos al hotel de El resplandor, para grabar el audio de un film de horror sanguinario, lo que en los setenta se conoció como giallo. Nadie dice que estamos en los ’70 pero Peter Strickland, el director, bombardea símbolos como un publicista feroz, desde referencias al estilo que encarnó Profondo rosso, de Dario Argento, hasta los más diversos grabadores y reproductores de cinta abierta. Tímido y retacón, el ingeniero se aterra desde el inicio al enterarse del macabro film que va a realizar y con el maltrato de Francesco, el productor, y su entorno. Luego llega Santini, el director, que juega el rol del psicópata bueno y Gilderoy se ve forzado a apuñalar repollos mientras contempla una masacre de brujas en The Equestrian Vortex, un film del que sólo vemos los títulos. En un nivel, Berberian… muestra el choque cultural de italianos tiranos e ingleses reprimidos (“ustedes, ingleses, siempre escondiéndose”, reprocha condescendiente Santini a Gilderoy), en otro intercala la herencia italiana del gore con la tradición satánica inglesa y los experimentos sonoros del BBC Radiophonic Workshop (Strickland conoce tanto de imagen como de sonido y se apoya en una banda sonora de gente igualmente experimentada, con contribuciones de Broadcast, Steven Stapleton y el sello italiano Alga Marghen). Esta confrontación de identidades tiene su colofón en la última recta del film, donde Strickland mecha Polanski en estado puro con Blow Out de De Palma, un homenaje explícito en un atentado al estudio y en el doblaje de mujeres que gimen mientras deben gritar como brujas (el título es otra alusión: a la cantante Cathy Berberian). Es un verdadero enigma que tanta maestría no haya tenido su correspondiente final. Pese a todo, se trata de un film imperdible, un milagroso diamante en la cartelera porteña.
La ley del deseo A pedido de Marie, Ahmad retorna a Francia para firmar el divorcio. Marie (la argentina Bérénice Bejo, de fama internacional por El artista) lo recoge en el aeropuerto y lo aloja en su casa, donde vive junto a Fouad, pequeño hijo de su actual pareja, y sus hijas Lucie y Léa. Ninguna es hija de Ahmad. Marie es la fuerza activa de la familia, pero Ahmad (un extraordinario y querible Ali Mosaffa) es quien apaga los incendios, desde arreglar la canilla de la cocina hasta mediar entre Marie y Lucie, que creció junto a Ahmad y resiente la llegada de Samir, el nuevo novio de su madre. Pero el conflicto entre las dos mujeres destapa temas irresueltos que involucran a todos. Después de La separación, el iraní Asghar Farhadi se enfrenta al no menos complejo proceso de readaptación y los espejismos proustianos de la memoria, la huella de un deseo que no deja de estar presente. Farhadi ganó su prestigio por mostrar la vida real sin condimentos, y si bien el gag como respiro no es su estilo, se resiente cierto dramatismo ausente en el film anterior. Fuera de eso, este es otro gran film iraní que examina culpas, revanchas, malentendidos y, sobre todo, la imposibilidad de cerrar el pasado.
Superficies de placer Surgido en la comunidad gay y actualmente extendido a círculos heterosexuales, el “cruising” es un estilo de levante entre desconocidos que se da en espacios abiertos y generalmente acordados. En esta interesante cinta francesa, los encuentros se dan alrededor de un lago y la cámara sigue a Franck, un estilizado nadador al que todos contemplan (cuando no lo encaran) sin la menor reserva. Alain Guiraudie, el director, armó dentro de este coto de caza una obra maestra de ingenio narrativo y visual, al principio mechando paradisíacas vistas con escenas de sexo explícito, al borde de la pornografía; luego, insertando la aparición de un crimen y la intrusión del supuesto asesino en la vida de Franck, con el contraste de una relación más profunda y platónica entre el nadador y Henri, un obeso marginal que progresivamente seduce al protagonista gracias a su aparente desinterés y su sabiduría. Dueño de un lirismo personal, Guiraudie genera en el cine la misma honestidad e imaginación que Alan Hollinghurst en la literatura; con su éxito artístico y comercial, El desconocido del lago promete más y mejores cosas en el futuro.
Una de talibanes El sobreviviente es la descripción detallada, casi morbosa, del fracaso de la operación Alas Rojas durante la invasión norteamericana a Afganistán en 2005. Escrita y dirigida por Peter Berg (Hancock), la película adapta las memorias de Marcus Luttrell, uno de los cuatro marines que apenas cuenta el cuento y que encarna Mark Wahlberg para la pantalla. Es cierto que la producción de films sobre la incursión norteamericana en territorio árabe parecía un capítulo acabado, aparte de fallido, pero El sobreviviente resulta algo más, un film que empieza con síntomas de patriotismo y se desarrolla de manera ambigua, como un improbable western de Kathryn Bigelow con talibanes haciendo el papel de indios, hasta un final inesperado, vagamente humanista, con aires a Babel de González Iñárritu. Berg, un joven experimentado de Hollywood, muestra su oficio en escenas de acción que, para bien o mal, justifican la existencia de este film, como la obligada retirada de marines cayendo estilo jackasses por una ladera rocosa o el progresivo deterioro de uno de los soldados hasta su fusilamiento, mostrado con un sadismo que dejaría celoso a Mel Gibson. El involucramiento en la producción de Wahlberg (cuyo criterio para elegir material suele ser atinado) en parte explica lo distinto de esta cinta, con su balance entre narración, drama y la inescapable cuota de heroísmo que el tema requiere.
Rápidos y heroicos Need for Speed es un popular videojuego de carreras callejeras y esta adaptación de DreamWorks resulta fiel, con la justa sintonía para volver las picadas aptas para todo público. Tobey Marshall (Aaron Paul) es el gran campeón del circuito De León; tras la muerte de su padre, su taller mecánico acumula deudas y, para saldarlas, deberá aceptar retos diversos de su rival Dino Brewster (Dominic Cooper). Primero Dino, un ex corredor de Nascar, ofrece a Tobey un cuarto del valor de un Ford Mustang por dejarlo a nuevo; luego sube la oferta a cambio de una carrera mortal, que acaba con Tobey en la cárcel. Dos años después, Marshall rompe su libertad condicional y atraviesa el país de costa a costa para derrotar a Brewster en De León. Con todos los condimentos de un film de heroísmo, acción y romance, pese a personajes y diálogos genéricos, Need for Speed consigue entretener gracias a escenas bien resueltas y un manejo efectivo, casi discreto, de los efectos especiales. Un strip tease de oficina, picadas en el Golden Gate y la caza del Mustang en el Cañón del Colorado justifican a esta nueva aventura de DreamWorks.
Canción de protesta Los hermanos Joel y Ethan Coen no hacen películas malas (Quémese después de leerse es la excepción que confirma la regla). Es una realidad. Detrás de ese dato hay otro menos diáfano y es que cada tanto los Coen entregan algo distinto, una pieza singular que aglutina lo mejor de su filmografía al tiempo que los empuja a otros rumbos. A esa categoría pertenece Miller’s Crossing, quizá también The Man Who Wasn’t There y sin duda Inside Llewyn Davis, el film que ahora se estrena. La película cuenta unos días en la vida de Llewyn, un cantante folk, y está ambientada en el circuito bohemio de Greenwich Village, en 1961. Los fans del folk creerán que los Coen tienen algo para decir sobre la escena que vio nacer a Bob Dylan. Como en los casos arriba citados, el contexto no importa; es un pretexto para el melancólico derrotero de Llewyn, como fue la Ley Seca para Tom Reagan y la posguerra para Ed Crane. Llewyn tuvo un dúo prometedor; con la desaparición de su socio no sabe cómo venderse y la ausencia del otro (tanto él como el público lo perciben) lo acompaña como un karma. También lo acompaña un gato escurridizo, símbolo de cosas que perdió (como el sombrero de Reagan en Miller’s Crossing), y durante un viaje a Chicago (mini road movie dentro de la película) su compañía es un obeso representante de músicos de jazz que hace un stand up sentado y le lanza una maldición. Lo sustancioso está en sutilezas que pasan desapercibidas, cosas que cualquier director arruinaría en primer plano. Como el juego de claroscuros en la audiencia con un empresario, que alude a los autorretratos de Rembrandt, y luego con su padre y la alusión a Lucien Freud. Todo porque Inside Llewyn Davis anticipa un autorretrato y alude al álbum Another Side of Bob Dylan (y Llewyn es un nombre galés, como Dylan Thomas, inspiración de Bob y habitué del Village). Los Coen son grandes. En treinta años de trayectoria no hay tal cosa como “otro film de los Coen” porque cada tanto (uno lo espera) lo rutinario se vuelve mágico.
Tarea para el hogar François Ozon (La piscina, 8 mujeres, Sobre la arena) se lanza de lleno en el suspenso psicológico estilo Chabrol y entrega un film atrapante pero con insoslayables fisuras. Germain, un profesor de literatura, encuentra fascinación en un avanzado estudiante llamado Claude Garcia (Ernst Umhauer); sus trabajos literarios parecen capítulos de una novela folletinesca que ocurre en la vida real. Enseguida la sospecha de Germain (personificado con solidez por Fabrice Luchini) se confirma: Garcia retrata la vida familiar de su compañero de banco; en cada entrega cuenta cómo gana la confianza de Rapha Artole y su padre, hasta culminar con el acoso de Esther, la madre (Emmanuelle Seigner). Con morbo, Germain anima el experimento de Claude (atinadamente representado en Umhauer y su sonrisa, dos pasos más allá del Demian de La profecía) y en algún momento la diablura golpea a la puerta de su propia casa. Pese a las buenas actuaciones y a las complejidades del guión, Ozon complica la trama con diálogos en off y más escenas de las necesarias. Ozon no será Chabrol, pero el intento es válido.