Un peplum ultramoderno Aunque esta vuelta ceda la dirección al israelí Noam Murro, la segunda entrega de 300 consolida el estilo personal y barroco de Zack Snyder para trasladar gráficos de cómics (como ya había hecho en Watchmen) a la pantalla. Más que una saga, El nacimiento de un imperio ocurre en simultáneo con la cruzada de los 300 espartanos contra el ejército persa; la película muestra el origen del conflicto entre Grecia y Persia para concentrarse luego en las batallas de Temístocles al frente de los atenienses, resistiendo las invasiones persas de ultramar al mando de la bella Arístides. Poco importa que Arístides haya sido un varón y haya enfrentado a Temístocles en el seno de Grecia; importa que la saga logre su objetivo como nuevo cine de aventuras, un peplum al cubo donde cada soldado tiene el torso de Steve Reeves, un festín de fantasías homoeróticas (algo que Snyder hace explícito cuando la reina Gorgo, nuevamente interpretada por Lena Headey, le pregunta a Temístocles, con algo más que ironía, si lo excita el entrenamiento de sus soldados espartanos). Pero la carne, así como la historia, es falsa. Con un departamento de artistas visuales extenso como la guía telefónica, 300: el nacimiento de un imperio debe ser el artificio mejor elaborado de la industria en lo que va del año, mucho más fiel al cómic original de Frank Miller que la celebrada adaptación de Sin City. El resultado, aunque desigual, con escenas que, en el peor de los casos, parecen una reconstrucción de History Channel y, en el mejor, vistas nocturnas del mar Egeo ascendiendo hacia las lunas de Urano, es un innegable logro técnico del cine contemporáneo.
Aeropuerto 2014 Irlandés de nacimiento, estadounidense por adopción, el comisario de a bordo Bill Marks (Liam Neeson) se embarca en un vuelo Nueva York-Londres; durante el check-in traba relación con pasajeros y el servicio de la flota. A poco de despegar, Marks recibe un mensaje de texto anónimo; el remitente amenaza con matar un tripulante cada veinte minutos si no se depositan 150 millones de dólares en un número de cuenta. ¿Cómo concretará la amenaza? Bueno, el remitente viaja en el avión. Disimulando mal su nerviosismo, Marks repasa la lista de tripulantes, denuncia el caso y el número de cuenta resulta ser suyo. Y tras cumplirse el primer plazo, también es el asesino de la primera víctima. Lo que en primera instancia parece un simple thriller con la pompa del cine catástrofe, de a poco se revela como un policial bien hilvanado, con una gran actuación de Neeson y de Julianne Moore como una pasajera neurótica que resulta clave en el desenlace. El catalán Jaume Collet-Serra (La huérfana; Desconocido) armó su film como un Los sospechosos de siempre a varios metros de altura, con otro policía de sangre irlandesa (en aquel, el puesto era de Gabriel Byrne) que no para de fracasar hasta aparecer como el más implicado. Sin fisuras hasta los títulos y áspera como el rostro de Neeson, Non-Stop es garantía para el público del cine de acción.
De Filadelfia a Dallas Dallas, Texas. Mediados de los años ochenta. Dentro de lo inevitable, uno de los peores escenarios para contraer sida. A Ron Woodroof le pasó eso. Era el estereotipo del vaquero misógino, homofóbico y pendenciero; por poco golpea al médico que le diagnostica HIV. ¿Cómo van a decirle marica? Ron existió y Matthew McConaughey lo lleva orgulloso en sus hombros huesudos, su rostro demacrado, sus bigotones camp… su épica. Los grandes laboratorios y la FDA (algo así como el Ministerio de Salud norteamericano) quieren curarlo con AZT, que inicialmente funciona y después se vuelve veneno. Así Ron viaja a México y conoce al doctor Vass (grato retorno de Griffin Dunne, héroe silencioso del cine independiente), quien le suministra un péptido que se presenta como el mejor paliativo. Ron lleva el compuesto a los Estados Unidos, funda un club, enfrenta a los laboratorios. Es David contra Goliat, una entre tantas citas bíblicas. Porque al contraer la “peste rosa” y adentrarse en el submundo de la cultura gay, Ron, como Pablo de Tarso, deviene el más radical de los conversos. Aunque el tema indudablemente remita a Filadelfia, el director Jean-Marc Vallée tuvo la sensibilidad para retratar esta historia con pinceladas finas. Rayon, la socia de Woodroof (el travesti que interpreta Jared Leto en un memorable contrapunto con McConaughey), es fanática de Marc Bolan; su playlist incluye a Amanda Lear, la mítica modelo sospechada de transexual, y su novio Jenny es interpretado por el andrógino Bradford Cox, cantante de Deerhunter. La cosmética resulta tan apropiada como la transformación de McConaughey; ambas redondean un film de intensidad y sustento.
Estilo colonial A una década de que los fantasmas japoneses hicieran furor, con títulos como The Ring, The Grudge y Llamada perdida, la compañía norteamericana Gold Circle se anima con una saga “basada en hechos reales”. No es el único hilo común: ambas se titulan, originalmente, El hechizo en Connecticut, aunque esta secuela ocurra en Georgia. Aparte del grueso arbitrio (un aplauso aquí para el titulador), Extrañas apariciones 2 es superior a la anterior. Siguiendo el impulso de El mayordomo y 12 años de esclavitud, la acción se sitúa en una pradera antiguamente ocupada por esclavos. Los Wyrick ocupan la granja sureña y tanto Lisa como su hija Heidi tienen visiones de personas que corren entre los pastizales o cuelgan de una soga; Lisa combate las visiones con pastillas, pero Heidi se hace amiga de Mr. Gordy, un fantasma de saco, corbata y sombrero, descendiente del latifundista que ocultó a esclavos fugitivos del Ku Klux Klan. Hay torturas con hilo y aguja, estilo Hellraiser, la eterna lucha del bien y el mal e imágenes de los Wyrick en 1993 (año de las apariciones) y al momento de realizar la película. ¿Envejecieron bien? Quizá la duda amerite ver la película.
Divina decadencia La bacanal avanza. Drag queens gordas, miradas, señoras chetas y “el libro sobre la nada que no hizo Flaubert voy a escribirlo yo”. Quien habla es Jep Gambardella, periodista por encargo, escritor de una sola novela y, pese a su magra obra, héroe de una Roma que divinamente se resquebraja, como el Coliseo que adorna su jardín terraza y salón de fiestas. Ahora, el rey de la noche encabeza el trencito; derraman champán, la editora enana se recuesta exhausta; la cocainómana aspira con desprecio. “Dejala, es una pendeja”, le dice Jep a Romano, su Sancho Panza. Una púber monta su show de action painting y termina embadurnada, Carrie en un arco iris eléctrico; un cirujano suministra botox como un stand paramédico instalado en plena fiesta y Jep mira atónito al circo apabullante; se ríe, entristece, y cada fotograma es un último y definitivo cuadro de cómic. Escribiendo sobre La grande belleza, séptimo y ya multipremiado film de Paolo Sorrentino (Il divo, Las consecuencias del amor), el crítico Jonathan Romney destaca que “Jep no habrá publicado mucho, pero tiene la sed de observador que hace grandes a los escritores”. Exacto, y su problema es plasmar lo que ve porque antes debe vivirlo, disfrutarlo e indefectiblemente padecerlo. La grande belleza es la vida misma. Desde su presentación en Cannes, pese a las inevitables comparaciones con el cine de Fellini y Antonioni, el sibarita que compone Toni Servillo (en su cuarta colaboración con Sorrentino) está tan cerca del decadente Marcello en La dolce vita y La notte (del cual sería su versión berlusconiana) como del novelista bloqueado y rumiante de Muerte en Venecia. El desborde no llega al grotesco; Jep se maravilla ante lo fortuito e irreversible. Él no es oscuro; oscuro es Lello, que apologiza la melancolía ante pronósticos de espanto. El mensaje es: ver Roma y después morir. Roma, o Venecia. Pero siempre Italia.
Mi perro dinamita La última creación animada de DreamWorks muestra todo lo bueno que puede hacerse con algo de imaginación y recursos para resolver escenas. Peabody es un perro genio, tan inteligente que creó una máquina del tiempo y convenció a un juez en minoridad para adoptar a un niño llamado Sherman. Es un perro notable y como tal, vive en el penthouse más encumbrado de Manhattan. Es, desde luego, un disparate, pero el ingenio con que se elaboró la historia, basada en un cómic de los años cincuenta, la vuelve disfrutable de principio a fin. Luego de un conflicto con Penny, su compañera de clases, la adopción perruna de Sherman queda en tela de juicio. Para llegar a un acuerdo, Peabody invita a Penny y sus padres a una cena en el penthouse cuando Sherman, buscando seducir a la chica, entra en la máquina del tiempo y arriba al Antiguo Egipto. El trío conoce al pequeño Tutankamon, huye de una boda sacrificial entre el faraón y Penny y recala en el Renacimiento para cargar combustible en el instante en que Leonardo busca retratar la sonrisa de Mona Lisa (y Peabody, claro, ayuda al genio florentino). Con un final desopilante, donde una paradoja temporal trae a los grandes personajes históricos al presente, Las aventuras de Peabody y Sherman se consolida como un éxito indiscutible de DreamWorks.
La más grande historia de amor otra vez contada Franco Zeffirelli la filmó en 1968, inspirado por la innovadora versión teatral de Peter Brook; Baz Luhrmann, con Leonardo DiCaprio como Romeo, siguió en 1996; pero antes, no menos de 24 dramas musicales se escribieron sobre la trágica historia de amor y el número de adaptaciones teatrales, que se remonta a la primera publicación de 1597, no desmerece el calificativo de infinito. La historia de Romeo y Julieta es archiconocida y extensa; es el drama pasional definitivo, el romance por antonomasia. ¿Por qué molestarse en revivir al Bardo? Bueno, en primer lugar porque la historia nunca perderá intensidad. Y sobre todo, en segundo lugar, porque la generación Tiddlywinks podría ver más allá de Crepúsculo y conocer “the real thing”. La presente adaptación, escrita por Julian Fellowes (creador de la miniserie Downtown Abbey), no está exenta de cualidades, como respetar el inglés isabelino en verso de la obra, contar con una frágil y entrañable Hailee Steinfeld como Julieta y con el sólido Paul Giamatti como Fray Lorenzo. Sí, hay gusto a sacarina en el aire de Verona y Giamatti sobreactúa un poco, para compensar la flaqueza del entorno. Pero en el balance, hay mucha más pasión en esta enésima copia que en cualquier romance adolescente llevado a la pantalla.
Llena eres de gracia El británico Stephen Frears es regularmente eficaz para las ideas de otros. Un caso significativo es Alta fidelidad, la adaptación del libro de Nick Hornby acerca de un disquero que cataloga sus romances como discos, que Frears llevó a la pantalla por iniciativa de John Cusack. En Philomena, el impulsor del proyecto es el comediante Steve Coogan, coproductor, coguionista e intérprete de este virtual tête-à-tête con la prestigiosa Judi Dench. Durante la posguerra, una madre adolescente es abandonada en el convento irlandés de Roscrea. Las monjas luego entregan al hijo en adopción a una familia norteamericana (en lo que, parece, por un puñado de dólares, era una práctica sistemática). Cincuenta años después, Martin Sixmith (Coogan), ex periodista de la BBC y ex empleado del gobierno inglés, descubre el caso y acompaña a Philomena (Dench) en la búsqueda de su hijo por los Estados Unidos, con la finalidad de reactivar su carrera. El caso es real: Sixmith publicó un libro sobre la historia de Philomena Lee, que Coogan abrazó como una causa personal y la llevó al cine. Exceptuando el sentimentalismo de algunas escenas y un humor algo condescendiente respecto de la anciana irlandesa, Frears es soberbio en la realización; halla el contexto justo para los flashbacks de la joven Philomena y retrata como tragicomedia a la relación entre Sixmith y Lee. Coogan también mete ideas: tira pálidas al periodismo, reflexiona sobre los pros y contras de tener fe y, bajo un tono amable, reabre un debate dormido sobre el rol social del catolicismo. Como colofón, días atrás Coogan y Lee visitaron al Papa como parte de una campaña para que la Iglesia reabra sus archivos de adopciones ilegítimas. Así, Philomena sale del cine y vuelve a la vida real. Y a sus ochenta años deja la puerta abierta para escribir otra historia.
Tercero en discordia Qué tendrá el agua salteña que vuelve tan especiales a sus mujeres? En su largometraje debut, Barbara Sarasola-Day muestra más que un pasajero parentesco con Lucrecia Martel (La Ciénaga), y se manifiesta en la ambientación, los climas, la geografía y la voluntad de un cine personal, atado a su propio biorritmo. Entre riñas de gallo, sembradíos de tabaco y varias hectáreas destinadas a la caza, Ernesto (Luis Ziembrowski) es un capataz de gesto adusto y amargo. Su matrimonio con Helena (María Ucedo) podría ser una explicación; tras años de convivencia, la imposibilidad de tener hijos es vivida como un estorbo por la pareja. Hasta que a la casa llega Joaquín, un primo de Helena que no logra insertarse en la sociedad tras un período de rehabilitación. Bajo su aspecto misterioso, su actitud de voyeur y su compulsión a armar cigarrillos, Joaquín (Alejandro Buitrago) oculta algo que inquieta a la pareja. Con antecedentes como Teorema de Pasolini y El sirviente de Losey, el tema del intruso encuentra en este film un nuevo giro con final abierto, entre los indiscretos espejos de esa casa del noroeste argentino. Recomendable.
El verano de nuestro descontento Para quien haya disfrutado la versión teatral de Agosto con Norma Aleandro y Mercedes Morán, ver a Meryl Streep y Julia Roberts en los mismos zapatos es casi una obligación. Será interesante contrastar la vehemencia de las actuaciones de Streep, como la impiadosa enferma terminal Violet Weston, y Roberts, como su no menos desquiciada hija, Barbara; pero lo importante del film es que transmite el sabor local de esta obra, ganadora de los premios Tony y Pulitzer en 2008. Aunque, como suele ocurrir, esa ventaja no se traduzca en ganancia. Considerado un heredero de Tennessee Williams, el autor Tracy Letts ambientó August: Osage County (tal el nombre original) en el caluroso verano de Oklahoma. Beverley Weston (Sam Shepard), un alcohólico poeta, abandona el hogar dos días después de haber contratado a una criada cherokee. Violet enloquece. Primero la visitan su hermana (Margo Martindale) y su cuñado (Chris Cooper); luego van Barbara y sus hermanas, Ivy y Karen, para hacerse cargo del muerto; literalmente, porque horas después el cadáver de Beverley aparece flotando en el río. Así llegan los deudos, todos familiares con cuentas impagas, y se desata el conflicto. Pese a la bella fotografía sureña, que musicaliza con oficio Gustavo Santaolalla, su potencial queda marginado a alguna toma paisajística; la mayoría del film transcurre en interiores, lo cual no sólo ahoga la transcripción (guionada por el propio Letts), sino que subraya las bravuconadas de Streep y Roberts, llevándolas casi a un nivel grotesco. Ewan McGregor, como el apocado esposo de Barbara, tiene un papel desdibujado; su compatriota Benedict Cumberbatch resulta apenas más creíble como el amor consanguíneo de Ivy. Agosto es una película actuada con ovarios y a decibeles que, en general, se padecen.