Dispará que te filmo Las filmaciones POV (point of view: narración desde el punto de vista del protagonista) son, como todo recurso, un arma que puede convertirse en boomerang. En la mira narra las peripecias de dos policías de Los Ángeles al estilo de Cops o nuestra Policías en acción, con la diferencia de que son ellos y no un cronista quienes filman cada procedimiento. Inicialmente, la persecución de un coche con cámara en mano y voz en off sugiere un tratamiento distinto para un tema archiconocido, pero las promesas se caen pronto. El director David Ayer (guionista de Día de entrenamiento) demuestra inseguridad no bien los cimbronazos de la cámara alternan con planos objetivos, dejando a medio camino un planteo que pudo ser radical. Tales desprolijidades, que más tarde se embarran con golpizas y tiroteos inverosímiles, van de la mano con la intención de hacer un film realista, que incomodará a varios. Taylor (Jake Gyllenhaal) y Zabala (Michael Peña) son una suerte de Starsky & Hutch desembarcados en Tropa de elite, dos quijotes bonachones enfrentando carteles mexicanos con un insider (Peña), para mostrar que los latinos son buena gente. Como siempre, mejor no aclarar que oscurece.
Chabrol a la rusa Los cuervos dan la nota disonante en el último film de Andrei Zvyagintsev, director de la aclamada El regreso (2003); los cuervos y, eventualmente, las erupciones camarísticas de Philip Glass (gran soporte para el director ruso) sugieren que algo no anda bien en esta tranquila, casi antiséptica ciudad del oriente europeo. Elena y Vladimir viven en una lujosa mansión, pero su vínculo es precario. Él es un viudo adinerado, varios años mayor que ella. Ella era enfermera. Conoció a Vladimir cuando lo hospitalizaron, diez años atrás. Quizás entonces se enamoró. Ahora, lo único que le importa del viejo es la plata, que necesita para ayudar a Sergei, su hijo (un Homero Simpson desocupado), con una familia en vías de desarrollo. Vladimir ayuda a regañadientes; no es su obligación mantener al hijo de su esposa, que para él es un vago. Y la situación empeora cuando le cuenta a Elena que el grueso de su fortuna la heredará Katerina, su única hija, quien ni siquiera lo visita. Zvyagintsev es soberbio al mostrar el abismo de los estratos sociales, sobre todo durante el reencuentro de Vladimir con Katerina; pese a reclamos de larga data, Katerina comparte con su padre un humor refinado, casi cínico, y ese matiz, por mínimo que sea, volverá a unirlos. Entonces, ¿Vladimir es justo o egoísta? Y por extensión, ¿la solidaridad debería ser compulsiva? En esencia, Elena es un Chabrol a la rusa, y muy bien logrado. Pero toda la estilización que el director pone al servicio del suspenso en la segunda mitad del film (la música de Glass, la fotografía despojada) de algún modo ahoga interrogantes magistralmente esbozados, de alcance universal.
Criadas por un fantasma El mexicano Guillermo Del Toro es un cineasta interesante. Sus películas de terror y fantasía, ya sean escritas, producidas o dirigidas por él, se amoldan muy bien a lo que pretenden los grandes estudios y nunca dejan sabor a poco. El cine de Del Toro es como un subproducto afilado y masivo del cine de Tim Burton, al que incluso últimamente supera en intensidad, en concepto y (de seguir así) próximamente en taquilla. Mientras prepara la secuela de El Hobbit junto a Peter Jackson, Mamá es su última producción de terror en la línea de la aclamada El orfanato (2007) o No le temas a la oscuridad (2011). Y es tan buena o mejor que sus antecesoras. La trama es, básicamente, sucedánea de la tradición japonesa del onryo: fantasmas por lo general de mujeres, que fueron ultrajadas en tiempo remoto y regresan para vengarse. El fantasma de Mamá queda a cargo de dos niñas huérfanas a las que cría como salvajes; no es vengativa, pero actúa como tal. Es una onryo terriblemente celosa y hará lo imposible para que el tío de las chicas (Nicolaj Coster-Waldau) y su novia punk (una casi irreconocible Jessica Chastain) puedan tenerlas en custodia. Muy lejos de Cronos, el genial debut de Del Toro, Mamá es un film entretenido, con un fantasma digital que recuerda a aquellos de Kairo, de Kiyoshi Kurosawa.
Cupido a la italiana El prolífico Giovanni Veronesi vuelve con Manuale d’amore 3, tercer capítulo de esta comedia romántica que en nuestro país, con buen criterio, se estrena como Las edades del amor. El título local alude a tres historias en diferentes etapas de la vida, en las que (explícitamente) interviene Cupido. Y si a pie juntillas con el dicho la secuela no honra al film original, tampoco hay que soslayar sus atractivos. Ahí está Robert De Niro, por ejemplo, como un profesor de historia que viaja a Italia para visitar a un amigo y termina en la cama con su hija (una voluptuosa Monica Bellucci, más parecida a Anita Ekberg que a la sensual chica de Malena). Como en El lado oscuro de la vida, De Niro muestra su costado emotivo (la vejez le sienta bien); habla italiano como egresado de la Dante Alighieri y hasta improvisa un strip tease para Monica. La primera historia, sobre un abogado que a punto de casarse se tienta con ponerle la osamenta a su novia, es olvidable. Pero la tercera salta el rubro romántico para adentrarse en la clásica comedia erótica italiana, con el inefable Carlo Verdone y una chica deseosa de hervir conejos. Más humor que amor, pero salva la película.
La sombra de un homenaje De título engañoso, Hitchcock no es una biopic sobre el maestro del suspenso sino un racconto de la filmación de Psicosis, posiblemente su película más famosa. La cinta arranca con el éxito de Intriga internacional (1959) y los unitarios televisivos, un momento en el que Hitch parecía haber creado un estereotipo a prueba de balas, un Panzer de la industria y al mismo tiempo un corsé artístico, mientras la prensa saludaba a las nuevas promesas del cine de suspenso (Chabrol, Clouzot). Es el momento en que Paramount ansiaba una Intriga internacional parte 2 y el director, en el más completo ennui, sentencia: “Me metieron en el ataúd y ahora quieren clavar la tapa”. Como es sabido, su respuesta es una película donde la principal protagonista muere a los treinta minutos. Esencialmente, Hitchcock narra el sueño americano de Hitch, su decisión de llevar a la pantalla el libro de Robert Bloch sin el respaldo de la Paramount, dispuesto incluso a embargarse para financiar su anhelo. Hitch añora las épocas en que experimentaba, quiere volver a contrariar las expectativas. Pero todo eso que Hitchcock aplaude sobre Hitchcock es precisamente lo que aquí falta. No hay innovación pero sí datos interesantes, como que Anthony Perkins era adicto a Extraños en un tren y La soga, y que Hitch consideraba a Norman Bates la conclusión lógica de aquellos personajes. La película se engola en los paralelismos entre Perkins y el Bates que le daría la fama y la cruz, y es innegable que con su actuación el inglés James D’Arcy extiende aún más el estigma del asesino sicótico. Pero tanto las actuaciones como el enfrentamiento con Paramount resultan cosa exagerada. Para un mejor acercamiento a la realización de Psicosis, nada mejor que el documental The Making of Psycho.
Yo, el supremo Naseem Hamed, el pugilista de origen yemenita, defendía su corona con estilo irreverente, casi marcial. Tras su aspecto simiesco, de farsa, había una amenaza latente. Y lo mismo ocurre con Freddie Quell, el primer rol de Joaquin Phoenix tras su aparente derrape en el falso documental I’m Still Here. La genealogía de Quell también puede rastrearse en el celuloide: es un psicópata sexual como Alex DeLarge, un retardado como Forrest Gump, un borracho que destila licores con lo peor de la tabla periódica. Para 1950, es un veterano de guerra en caída libre. Y entonces aparece Lancaster Dodd, “el maestro”, un loquito iluminado y estafador de poca monta; el personaje que Paul Thomas Anderson prácticamente calcó de L. Ronald Hubbard, padre de la cientología. Quell y Dodd (el siempre impecable Hoffman) se medirán y habrá atracción mutua; el primero se cree mesías, el otro es un salvaje sin freno. Son amo y esclavo, civilización y barbarie al servicio de un plan superior. Como los personajes de Wahlberg y Reynolds en Boogie Nights, como el público cebado por el charlatán televisivo de Magnolia (Tom Cruise, embajador de la cientología, para más intertexto), Anderson tiene el don de volver a sus actores criaturas ingobernables. Los matones que el cine hizo grandes son un chiste frente al frenesí de Quell (quell: acallar, sofocar; aunque sea con alcohol fino). No hay método que enseñe tanta locura. Y en The Master, esa relación enfermiza, destinada al fracaso, transmuta una suite impresionista. Anderson inserta paisajes en 65 mm, contrapuntos pendulares de cuerdas y bronces (gran trabajo del guitarrista de Radiohead, Jonny Greenwood), discursos engolados que entretejen escenas. Y una sutil elipsis allí donde se aguarda estridencia. Cuando Quell decide vengar al maestro, sólo se muestra el antes y después de la paliza, pero la cámara se regodea en esos momentos. Como ya se dijo, The Master es sobre cientología, y algo más. Al igual que el Aguirre de Herzog, Quell y su maestro recrean la verdadera historia. Y en ese tránsito fundan un mundo nuevo.
Golden Boys Magic Mike es un musical distinto, la clase de film que entra en una zona de grises y no porque sea difícil de categorizar. En primera instancia, cuesta encontrar la firma de autor. Si no fuera por algunos tramos sepia, coreografías capturadas desde ángulos extraños y porque, efectivamente, aparece en los créditos, Magic Mike no parece una película de Steven Soderbergh. El realizador ya se metió con un cartel de narcos en Traffic, abordó una épica revolucionaria con Che y ahora prueba con un club de strippers en Tampa. ¿Será tan fácil interpelar submundos desde el lugar de outsider? Sólo hubo un Bob Fosse para All That Jazz. En contraste con el despliegue escénico, Mike (un Tatum cuyo torso de Superman derrite mujeres al instante) lleva una vida chata, fútilmente pretenciosa; aspira a un horizonte que no encontrará y tampoco encuentra Soderbergh, por lo que el relato pierde empatía, adormece pese a los intermitentes flashes y la música ensordecedora. Mike y su clan son primos de la familia porno en Boogie Nights, pero desprovistos de humor y picardía, esa ambición que volvía entrañables a los personajes. Aunque salpique testosterona como para acomplejar a Brad Pitt, Magic Mike es, esencialmente, un film sin sangre.
Pesadilla de ketchup Terror en Silent Hill es la secuela de Silent Hill (2006), adaptación de un videogame que, según quienes lo juegan, es fabuloso. De ser cierto, la película demuestra que el cine y los jueguitos tienen poco en común, o que en la transferencia (traduttore, traditore) se pierden cosas, y mucho más en una secuela. En el comienzo, Heather (Adelaide Clemens) tiene pesadillas, sueña con hombres de cara cosida y un pueblo cubierto de cenizas, llamado Silent Hill. En ese infierno virtual está atrapada su madre, luego su padre; son cebos, es el siniestro plan de un culto que quiere atraparla para efectuar un ritual. Heather va a Silent Hill porque es temeraria, igual que el director y guionista, capaz de diálogos como este: “Encontré una campera con su sangre”, dice un policía y su compañero responde: “Llevémosla a los forenses, a ver de quién es la sangre”. Y eso no es todo. Lo peor es ver a actores como Malcolm McDowell, Carrie-Ann Moss o Martin Donovan (ex actor fetiche de Hal Hartley) en roles insignificantes, hundiéndose en Silent Hill junto a Heather, a cambio de un cheque para llegar a fin de mes.
Cigüeñas eran las de antes Cindy y Jim Green no pueden tener hijos. Tras un definitivo y devastador examen médico, la pareja trata de animarse y juega a imaginar las características del hijo que quisieran tener; luego, guardan sus deseos en un cofre y lo entierran en el jardín. Una noche de tormenta, algo sale de ese jardín, algo que se cuela en la casa y la pareja descubre oculto en la habitación del hijo deseado. Es un chico lleno de barro, temeroso. Es Timothy Green. Timothy (CJ Adams) es lo mejor de esta cinta: una especie de Principito sajón desvinculado del mundo, a quien le crecen hojas en las espinillas. A este chico, pura inocencia, los Green (casi tan inocentes como él) tratarán de introducirlo a su mundo de frustraciones, intentando ahorrarle algunas e infligiéndole otras, perdonable accidente de cualquier padre novato. Por tratarse de un producto Disney, el director Peter Hedges (conocido por haber escrito y adaptado Quién ama a Gilbert Grape) facturó un film algo atípico para la compañía, con un realismo mágico que satisface las premisas del conglomerado mediático, pero sin duda endeble para la pantalla grande.
El amor, tercera parte El cine de Michael Haneke podrá gustar o no, pero a nadie le resulta indiferente. Y Amour, ganadora, entre otros premios, de la Palma de Oro, y candidata a cinco Oscar, es una de sus creaciones más intensas. Muestra, en el ocaso de su vida (con Haneke en la plenitud de su carrera), a una pareja de profesores de piano con los mismos brochazos de brutalidad que aplicaba la pareja de psicópatas en Funny Games, temprana obra que el director austríaco tiró como bomba en el Festival de Cannes de 1997. Pero lo que en aquel film resultaba inesperado, perturbador (¿por qué una familia debía ser asesinada con tanta saña?), hoy resulta conocido, predecible; un seguidor promedio de Haneke imagina de qué va Amour con sólo ver el póster. El director aplica aquí la misma lógica que en Funny Games (y en toda su filmografía, por supuesto): la sociedad que produce individuos desviados es indiferente al dolor, especialmente al de los ancianos, los que ya no cuentan. No por conocido el mensaje es menos descarnado y Amour, en tanto obra de arte, se regodea en recursos de producción. La cinta se desarrolla en interiores, con algún plano fijo y predominancia de tonos ocre, mientras la música (sabia elección del director) es un elemento ausente; sólo aparece cuando los profesores o su avanzado alumno tocan el piano. El resto es la genialidad de Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle Riva (recordada protagonista de Hiroshima mon amour) para representar a una pareja en franca descomposición, con sutileza de escultor para alumbrar gestos, miradas, llanto. En ese deterioro, retratado impiadosamente, Haneke hasta inocula cierto suspenso que invoca a la “Trilogía del apartamento”, de Polanski. Es la única concesión de un retrato austero, existencial.