La saga sin fin Los Ocean’s 11 de la máxima velocidad están de regreso, no con el elenco original pero con un seleccionado representativo de la saga. Está, por supuesto, David O’Conner (Paul Walker, el único que nunca faltó) junto a Dom Toretto, el líder carismático del equipo (Vin Diesel, también coproductor de la cinta), la letal Riley (la campeona de artes marciales Gina Carano) y los ocurrentes Pearce y Parker, que interpretan los raperos Tyrese y Ludacris. La acción empieza cuando el agente Hobbs (Dwayne Johnson, cada vez más parecido al Hulk de animación) convoca al equipo y ofrece inmunidad si lo ayudan a capturar a Owen Shaw, mercenario que, de conseguir cierto microchip, podría dominar al mundo. Dom duda en aceptar el reto, hasta enterarse de que Letty (Michelle Rodriguez), su novia que creía muerta, integra el equipo de Shaw. Filmada en Londres y el sur de España, Rápidos 6 puede ser la mejor o la peor entrega para fans de la saga. El equipo de Toretto ya no es una banda de forajidos, sino un grupo de millonarios que se reencuentra para combatir el crimen, como unos X-Men en versión bizarra. Shaw es un archirrival de peso: maneja autos de carrera con chasis de topadora, saca tanques a la ruta y un avión donde se libra la última, espectacular batalla. Pero mano a mano o con quinta a fondo, los de Toretto siempre ganan. Ahora, su misión es salvar al mundo. Y no serán Bond ni (pese a los dólares y la testosterona) están rodeados de playmates, pero hacen pasar un buen rato.
Como Avatar, pero en la Tierra Mary Katherine (alias MK) viaja a la afueras de la ciudad para visitar a su padre, un ermitaño que dedica su vida a probar la existencia de seres liliputienses que habitan el bosque. Mientras tanto, la tecnología de Blue Sky (creadores de Rio y La era del hielo) hace posible ese micromundo forestal donde se libra una permanente batalla entre los Hombres Hoja, guardianes del bosque, y los Boggans, que representan la tendencia de todo lo vivo al deterioro y la herrumbre. En una de esas batallas, Mandrake, rey de los Boggans, hiere de gravedad a la reina Tara, quien cae junto al capullo que alumbrará a su heredera. MK descubre a la reina en la hojarasca y recibe su capullo, que la vuelve diminuta; así, hereda la misión de protegerlo para que nazca una nueva reina, capaz de enfrentar el poder corrosivo de los Boggans. La primera parte de la película confirma la impronta que dejaron Avatar y la saga El señor de los anillos según Peter Jackson en el cine de aventuras contemporáneo. Con cierto aire a los humanoides de Pandora, los Hombres Hoja montan sobre pinzones o colibríes mientras los Boggans (suerte de orcos, con un nombre tolkiano) lo hacen sobre cuervos y murciélagos. El film mejora y mucho cuando MK trata (infructuosamente) de comunicarse con su padre. A partir de ahí, con una inteligente relectura del clásico El increíble hombre menguante, la película gana dramatismo y originalidad. La cita a Avatar también aparece en el correlato entre un mundo “real” y uno “secreto”; aunque el primero es híper real (sobre todo en la versión 3D) y lleva a pensar que, de a poco, la industria ya puede ir prescindiendo de actores.
Terapia de grupo La voz en off de Simon (James McAvoy) explica el procedimiento en las casas de subastas para evitar el robo de una pintura; entonces, un grupo liderado por Franck (Vincent Cassel) irrumpe en pleno remate de “El vuelo de las brujas”, de Goya y, tras un fallido intento de Simon, se lleva el botín. Pero al abrirlo, de vuelta del operativo, resulta que el lienzo fue extraído del marco. El sospechoso es, claro, Simon, que en realidad trabajaba para el grupo y no recuerda dónde ni por qué lo escondió. Sí, es un inicio rebuscado, pero no es nada comparado a lo que sigue. Porque para que Simon recupere la memoria, supuestamente perdida por un golpe en el operativo, Franck lo lleva a consultar una hipnotizadora (Rosario Dawson) que de a poco irá desorientando a todo el equipo. Como David Fincher, Danny Boyle es heredero del thriller hitchcockiano vía Brian De Palma, y al igual que Fincher, su técnica impecable, por momentos apabullante, tiende a sofocar las mejores ideas. En trance tiene mucho en común con Femme Fatale. Al igual que en el film de De Palma, protagonizado por Rebecca Romijn y Antonio Banderas, la mujer tiene una presencia dominante; su sexualidad es el cebo para los demás personajes y, en consecuencia, para la evolución de la trama. El film, como muchos de De Palma (quien no hizo más que perfeccionar la tradición noir), mantiene una incógnita que se resuelve en los últimos minutos. ¿Sería más valiosa En trance de no existir antecedentes como Femme Fatale? Y la respuesta es, lamentablemente, no. Porque su gran logro técnico y actoral se desploma ante un argumento confuso, desordenado y, en esencia, absurdo.
Un romance hermafrodita En el inicio, una panorámica del sistema solar barre la pantalla, mientras una voz en off nos sitúa en un futuro utópico. Habla de un escenario imposible, una Tierra donde los habitantes viven en armonía… porque sus cuerpos fueron expropiados por extraterrestres. Y así, cuando se espera un cruce entre Un mundo feliz y Los usurpadores de cuerpos, La huésped (adaptación de la novela de Stephenie Meyer) deriva en una versión de Crepúsculo con hombrecitos verdes. Melanie es una integrante de la resistencia que se suicida antes de entregarse. Su identidad la ocupa un invasor que se presenta como Wanderer y un comité le pide datos de la resistencia en la memoria que habita. Entonces reaparece Melanie, como voz de la conciencia, confundiendo la identidad del huésped. Wanderer es empática con Melanie; llega a la resistencia y la bautizan Wanda; es un ET humanoide que se enamora de Ian, un romance al que Melanie y su novio Jared asisten “desde afuera”. Pese a la endeble historia y las pésimas escenas de acción, hay algo peculiar en las actuaciones anodinas que recuerda (sí, es una blasfemia) a los autómatas de Bresson, como también en el implícito romance que sostiene la trama, el de Melanie con su huésped; un amor hermafrodita. Y en el fondo, eso es la ciencia ficción. La huésped, un film a tono con la generación whatsapp, sería un clásico para la juventud alfa que había imaginado Aldous Huxley.
Mensaje en una botella Palabras robadas es el debut en la dirección del actor Brian Klugman y el guionista Lee Sternthal, coescritores de Tron: el legado y algunos trabajos televisivos. Con tales antecedentes, no sorprende que la película destaque por su elaborada estructura narrativa. Rory Jansen (Bradley Cooper) es un escritor mediocre. Al regreso de su viaje de bodas, halla unas páginas mecanografiadas en el ataché que adquirió en un anticuario parisino. Se trata de una historia escrita en la París de posguerra y Rory sabe que puede salvar su carrera. Tras varias noches en vela, la ofrece como propia y (lógicamente) se transforma en un éxito de crítica y ventas. Pero entonces lo acecha el resentido autor de la obra (Jeremy Irons), mientras la historia (en un giro meta discursivo, pretencioso pero atractivo) es en realidad la creación de un tercer escritor que cuenta su flamante novela, Palabras robadas, a una sensual admiradora. Es indudable que la película responde a los códigos de Hollywood pero, exceptuando los flashbacks del traumático personaje interpretado por Irons, Klugman y Sternthal diseñaron una muñeca rusa de alto valor narrativo, capaz de seducir a crítica y público, como la novela robada de Jansen. Incluso, más allá del ensortijado argumento (que por momentos puede resultar tedioso, con un final abierto no muy satisfactorio), el gran acierto del filme es el dilema moral de Rory Jansen, con una gran actuación de Cooper y un descomunal Irons, encarnando a la némesis del escritor. Tan humano como un Dickens posmoderno, Palabras robadas es un debut auspicioso para Klugman y Sternthal.
Historias mínimas Las películas que transcurren en el aula son casi un subgénero dramático, pero el tono condescendiente que suele caracterizarlo ha cedido espacio, para alivio de muchos, a un tratamiento realista, como ocurre con la francesa Entre les murs (La clase), o controversial, como el film alemán La ola (Die Welle). En cualquier caso, las cintas de maestros y alumnos son carne para cine debate, y esquivar ese destino es quizá la mayor virtud de este film francocanadiense. Como el personaje de Adrien Brody en Detachment, de Tony Kaye, el profesor Bachir Lazhar es un maestro suplente (en este caso, con la carga de reemplazar a una docente que se suicida en el aula). Pero a diferencia del rol interpretado por Brody, Lazhar no busca otra cosa que vincularse con el alumnado. Su misión, de hecho, es ante todo humana: deberá acompañar a los alumnos en su fase postraumática, al tiempo que procesa su también trágico exilio de Argelia. Monsieur Lazhar (tal es el título original) muestra el camino para hacer un film sobre la pérdida sin regodeos ni bajada de línea. En esta historia mínima, lo irremediable genera un vínculo que lima diferencias y surge del modo menos pensado.
Rescatando al soldado Joe Hasbro, la compañía de juguetes de acción, sigue licenciando a sus exitosas criaturas de plástico para la pantalla grande. Primero fue el turno de Transformers; luego, el de G.I. Joe, popular cómic y tira animada de una unidad de marines. En G.I. Joe: El contraataque, la recreación de la vieja historieta en un mundo hipertecnológico resulta más sólida. Al comenzar el film, el presidente de los Estados Unidos (Jonathan Pryce) es secuestrado y el archivillano Zartan (quien, nanotecnología mediante, posee la facultad de mimetizarse) adopta su identidad. Zartan inicia una campaña de desprestigio de los G.I. Joe mientras la fuerza Cobra va eliminando a sus miembros. Pero los marines sobrevivientes, bajo el comando de Duke (Tatum) y Roadblock (Johnson), buscan al recluido Joe original (Willis) y se preparan para enfrentar una invasión planetaria. Más allá de la sopa de efectos y el nacionalismo belicista cada vez más evidente de los films norteamericanos (ayer fue Irak; hoy, la amenaza nuclear de Corea del Norte), El contraataque es una película entretenida, con toques de comedia entre Johnson y Tatum, y enfrentamientos que se intensifican al promediar el film, como una lograda coreografía de combate rodada en la cumbre del Himalaya.
Los reyes del mal gusto En la búsqueda de gags para rodar una comedia, un productor (Greg Kinnear) escucha las sugerencias de Charlie (Dennis Quaid), un aspirante a director. A partir de allí se proyecta una miscelánea de escenas supuestamente hilarantes, cuyo factor común es la inclusión de celebridades y un notable mal gusto (que llevó a Gere, una vez visto el producto final, a aborrecer públicamente de su participación). Sabido es que el humor grosero de los Farrelly (Loco por Mary, Tonto y retonto) es el sello distintivo de sus producciones, pero Proyecto 43 supera todas las expectativas, con situaciones que bordean la humillación de los actores. El ejemplo más claro es el de Jackman, que protagoniza a un codiciado soltero del jet set. Beth (Winslet) se pregunta por qué estará solo; consigue una cita con él y cuando se sientan a cenar, descubre los testículos colgando en su nuez de Adán. Hay gags menos ofensivos, como el de Robin buscando novia en un local de speed dating, mientras Batman le “tira letra” escondido bajo la mesa (las coincidencias con nuestro Cha Cha Cha son más que elocuentes). Inspirada en Amazon Women on the Moon, de John Landis, Proyecto 43 tiene algunos aciertos (como la publicidad de tampones, que muestra a una morocha internándose al mar para ser engullida por un tiburón); el problema es que, para los Farrelly, el humor resulta secundario a las situaciones grotescas.
Actividad subnormal Hay películas inexplicables, desde su gestación hasta la maquinaria que posibilita su arribo a las salas. ¿Y dónde está el fantasma? es la tercera película con ilusión de documental que se estrena en lo que va del año (a este ritmo, cabría esperar una por mes). Se trata de una parodia de Actividad paranormal: Malcolm y Kisha estrenan casa nueva; Malcolm compra una cámara y la oculta en el dormitorio para grabar videos porno con Kisha. Obviamente, la cámara también registra otro tipo de actividad y Kisha contrata a un síquico para limpiar la casa de fantasmas. A partir de entonces se pierden las últimas esperanzas de ver una parodia decente; la cinta muestra un humor vulgar, varias veces inferior al de películas argentinas de los ochenta y noventa o programas televisivos como Rompeportones. Lo único cómico (más bien, tragicómico) es que una película tan reaccionaria pretenda verse políticamente incorrecta, con una convicción que alcanza a los actores. Malcolm es un afroamericano ingenuo y obsesionado con el sexo; su mujer, una supersticiosa. El síquico, un gay más bizarro que el personaje compuesto por Hugo Arana, allá lejos en el tiempo. Prohibida para menores de 40 años, con reservas.
Vivir para contarla Tras los vampiros amigables de True Blood y los románticos de Crepúsculo, era inevitable que otro linaje de monstruos cayera bajo el irresistible encanto humano. La víctima de turno es un zombi carilindo (Nicholas Hoult, el chico crecido de About a Boy) que ni recuerda su nombre. Apenas puede balbucear “R…”, y así lo bautiza Julie, la hija del mandamás que combate a la plaga (un devaluado John Malkovich). R es melancólico, un emo que escucha rock de los ochenta en vinilos. Cuando Julie (Teresa Palmer) le pregunta por qué no usa un iPod, R responde: “Porque es más cálido”. Pronto formarán pareja y unirán a zombis y humanos contra una nueva amenaza: los bonies, esqueletos generados por computadora. Más allá del trillado argumento (los esqueletos son como los T-1000 que combate el Terminator bueno de T2), la gran falla del film es la idea de humanizar a un zombi, criatura carente del glamour de un vampiro. Hace años que los zombis volvieron a ser foco, pero la realidad demuestra que es imposible hacer variaciones, pese al interés que generan. Sólo se permite el humor ácido, como en la británica Shaun of the Dead, o el simple y clásico gore, como en The Walking Dead; ese nunca falla.