El terror en primera persona A olvidarse de REC, Actividad paranormal e incluso The Blair Witch Project. Tras varios intentos, de regulares a pésimos, la estrategia de dar miedo con “grabaciones encontradas” (found footage, en la jerga cinéfila) finalmente acierta gracias al trabajo conjunto de diez cineastas independientes. V/H/S (¿por qué había que cambiarle el título?) arranca con unos vándalos que filman sus propios desmanes, hasta irrumpir en una casa al estilo grupo de tareas, con la misión de capturar una cinta de video. Uno a uno, los viejos VHS van pasando por el reproductor y los espectadores asisten a una suerte de tenebroso mixtape, una sucesión de historias sin hilo conductor pero con un grado de suspenso, creatividad y (sí, claro) espanto que no registra el cine estadounidense desde al menos una década. De los cinco cortos, quizás el más original es el dirigido por Joe Swanberg (pequeña celebridad de la escena mumblecore), acerca de un chico que consuela vía Skype a una novia acechada por fantasmas. Ty West, el de mayor experiencia en el género, despacha una mini road movie de recién casados perseguidos por una extraña mujer, mientras el colectivo Radio Silence dirige y protagoniza una fiesta de Halloween que termina en exorcismo (con homenaje incluido a Repulsión, de Polanski). Glenn McQuaid (de la comedia gótica I Sell The Dead) manda a unos chicos de picnic para que se encuentren con Depredador. Pero el corto más simple es el más efectivo. David Bruckner (La señal) muestra una noche de cocaína y sexo que frustra una visitante del inframundo, y cuya última escena (protagonizada por la tan peculiar como bella Hannah Fierman) es horror primigenio a escala artística, como los mejores momentos de Begotten. Imperdible para fans del género.
Viaje de ida Después de dedicarle diez años al cine de animación (Beowulf, El expreso polar), el legendario Robert Zemeckis vuelve en un film atípico para su carrera. El vuelo narra, literalmente, el ascenso y caída del piloto Whip Whitaker, un adicto a la bebida y otras sustancias que debe recomponer su vida tras un accidente aéreo. Pero solamente en esa escena, bisagra para el desarrollo del personaje (un fantástico Denzel Washington que, si no interfiriera el Lincoln de Daniel Day-Lewis, tendría el Oscar asegurado), Zemeckis vuelca sus más de tres décadas de experiencia y crea una descomunal tensión, con realismo y hasta dosis de humor, que supera cualquier instancia de su filmografía, desde Volver al futuro hasta Forrest Gump. El resto de El vuelo es la lucha interna de Whitaker hasta llegar a su redención, 100% Hollywood, mientras Zemeckis intenta vender un personaje mucho más audaz, con cierta atmósfera tarantinesca (como recurrir a canciones de soul y una brillante escena inicial donde destaca la fotografía de Don Burgess, que recuerdan a Jackie Brown). En ese viaje con moraleja, El vuelo pierde gran parte de su potencial.
Tu amor, mi enfermedad Uno de los filmes con mayores nominaciones al Oscar (entre ellas, compite como mejor película) se ofrece por lo que no es. Tiene las características de una cinta independiente pero está producida por The Weinstein Company (fundadores de Miramax); su protagonista, Pat (Bradley Cooper), padece un severo trastorno bipolar y pretende, una vez dado de alta, recuperar a su esposa a costa de amasijar cualquier cosa que se cruce en su camino. Eso es Hollywood, claro. Entre sus mayores escollos está Pat padre (Robert De Niro, otra vez un estupendo pater familias), que usa a su hijo de cábala para sus apuestas, insinuando su propia locura (¿TOC?, ¿bipolaridad leve?) y que las vergüenzas domésticas se barren bajo la alfombra. En Silver Linings Playbook (título original) la vida es juego y la hipocresía (acaso lo más honesto del filme) salpica a todos por igual. Sólo si uno acepta al filme por lo que es (un simulacro de comedia independiente) podrá disfrutarse, y mucho. El gran acierto de El lado luminoso es la empatía entre Pat y su entorno. Para sus padres, Pat es la oveja negra que merece trato condescendiente, al borde de lo disciplinario (esto, claro, del lado de De Niro). Pero Pat no se asume como víctima. Quiere abandonar la medicación y quiere recuperar a su esposa, aunque para ello deba asociarse con Tiffany (Jennifer Lawrence), otra chica con problemas, otra oveja descarriada; un espejo en el que mejor no mirarse. Con personajes y situaciones entrañables, con buenos gags, El lado luminoso se arruina en un grand finale que no le corresponde y que, por otra parte, se adivina mejor que las apuestas del padre de Pat.
Bienvenido, baby Años atrás, cuando Arnold Schwarzenegger presentó a Clint Eastwood durante una ceremonia de premios Oscar, el austríaco se refirió al ícono hollywoodense como el ídolo de su infancia. Agrandado, Clint devolvió el elogio con una cargada. Bueno, ya no hay mucho de que reírse. Porque en el primer protagónico tras su larga administración californiana, Schwarzenegger tiene más de un punto en común con el intérprete de Harry el sucio. Es que Arnold envejeció bien. Para decirlo sin vueltas: el achacado sheriff rural que compone no dista mucho del viejo cascarrabias interpretado por Eastwood en Gran Torino. Y si a esto se suma un clima de farsa al estilo western spaghetti (que incluso insinúa el título), es notorio que el coreano Jee-woon Kim quiso servirle a Arnold un regreso en bandeja. El tan mentado “hasta la vista baby” se hizo realidad. El físicoculturista más famoso está de vuelta, y quizá mejor que nunca. Sus tics, gestos y latiguillos, que buscan la inmortalidad, calzan como una Luger en el puño de Ray Owens, ex agente de narcóticos de la LAPD, retirado a sheriff en la ciudad fronteriza de Sommerton. Allí deberá detener al ex convicto narco Gabriel Cortez (Noriega), custodiado por un arrasador cuadro paramilitar. Es el escenario ideal para que el viejo sheriff se transforme en Terminator, como lo insinúa el duelo entre Ray y Cortez conduciendo autos en medio de un maizal (otro guiño, ¿y van?, a Intriga internacional de Hitchcock). El problema es que la farsa se desmadra. Por momentos, el equipo de Ray es tan heroico como Brigada A, y el humor, que se resuelve bien en los diálogos (“se lo ve musculoso jefe, ¿anduvo haciendo ejercicio?”, le dicen a Arnie al comienzo del filme), no cuaja con las escenas de enfrentamientos, que de tan excesivas terminan siendo fastidiosas. Con sus altibajos, El último desafío complacerá a los fans del cine de acción y demuestra que, puesto en el rol adecuado, Arnold nunca falla.
El trío tan mentado Cada gesto de Christopher Walken sube el puntaje de cualquier producción, y en el caso de Tres tipos duros (Stand up Guys, algo así como “tipos confiables”, vaya y pase) hacen saltar la banca. Walken es tan talentoso que ni siquiera incomoda el ego de Al Pacino; por el contrario, su expresividad de gestos mínimos es el balance ideal para la desmesura calabresa de Pacino. Y en este diálogo de opuestos, especie de extraña pareja gangsteril, con escenas tan cómicas como chabacanas, radica lo mejor de la película. Tras 28 años de prisión, Val (Pacino) sale en libertad y lo recibe Doc (Walken), su mejor amigo que, paradójicamente, tiene la misión de liquidarlo por orden de un mafioso para el que ambos trabajaban. Entre la espada y la pared, Doc tiene plazo hasta las diez de la mañana, y durante la noche pasa de todo: visitan un prostíbulo que los obliga a robar una farmacia, que deriva en la hospitalización de Val por sobredosis de viagra, y finalmente van al rescate de Hirsch, internado en un geriátrico. Y ahí está, el trío tan mentado. Sin mayor pretensión que vehiculizar grandes actuaciones, Fisher Stevens (coproductor del documental The Cove) cumple con un filme modesto y entretenido.
Ménage à trois Hanna es entrevistadora y lo conoce en un congreso de biogenética. Simon construye obras de arte y adora a Gilbert & George. En su ausencia, Hanna vuelve a encontrarlo durante una performance de Robert Wilson. Al regresar a casa, demorada, Simon le pregunta si fue a ver El anillo de los Nibelungos. Y cuando el filme de Tom Tykwer (Corre Lola corre) bordea un manifiesto de esnobismo, resulta que todo (incluso la elección de “Space Oddity”, de Bowie, como tema central) adquiere sentido. Adam, el otro, no sólo altera la vida de Hanna, sino también la de Simon, cuya libido queda bajo cero luego de una intervención quirúrgica. Adam se infiltra en el seno de la pareja como un extra a tiempo completo; aparece en picados de fútbol, en una piscina, en el museo Martin-Gropius, y lo que se insinúa como thriller psicológico deriva en una comedia provocadora, mezcla de Cronenberg con Almodóvar. En este ménage à trois, no hay un hombre o una mujer amando a dos del sexo opuesto, sino una pareja constituida que se abre a otro. Ese inusual toque fue quizá lo que convenció a los Wachowski para incluir a Tykwer en la dirección de Cloud Atlas, y lo que motiva el estreno local de Tres, originalmente estrenada en 2010.
El estereotipo en la frente Ruben Fleischer (Zombieland) tuvo todo servido en bandeja: los mejores sets de filmación, buenos diálogos, las estrellas mejores pagas y Robert Patrick, el actor más desperdiciado de la historia. Así y todo, él mismo sabe que no van a nominarlo en festival alguno. La acción de Fuerza antigangster se sitúa en Los Angeles durante 1949, cuando el boxeador retirado Mickey Cohen (Penn) se convierte en rey de la mafia local, un intocable que soborna jueces y hace temblar a la policía. El escenario es similar al de Miller’s Crossing (incluso Jon Polito, villano de aquel filme, tiene aquí un pequeño rol como rival italiano de Cohen). Pero mientras en el magno opus de los Coen las lealtades se desdibujan a cada rato, en Fuerza antigangster los personajes llevan el estereotipo en la frente. Para destronar a Cohen, el oficial John O’Mara (gran creación de Brolin) arma un escuadrón ilegal al que no le temblará el pulso. Y más allá de consideraciones éticas sobre el ajusticiamiento a la americana, el mayor problema del film es su torpeza. Comparado a estos enfrentamientos, el baño de sangre final en Scarface parece una maravilla de Kurosawa.
Vuelta recargada El cine de los hermanos Wachowski (Matrix, V de Venganza) tiende al exceso. Cloud Atlas no es la excepción, pero confirma que el derroche es siempre calculado, sin gestos gratuitos y con garantía de entretenimiento. Utilizando siempre al mismo elenco actoral, aquí los Wachowski despliegan su ambiciosa sinfonía en diversos planos temporales: una isla del Pacífico en 1849, Edimburgo en 1936, San Francisco en 1974, Londres en 2012, un escenario distópico a la Blade Runner y otro tribal retrofuturista que muestra la influencia de escritores de ciencia ficción como Roger Zelazny, Ursula K. Le Guin e incluso Tolkien. De ahí surge el sexteto de cuerdas Cloud Atlas, una composición que simboliza la libertad, las leyes del universo y el desenmascaramiento de las normas sociales. La intrusión de este símbolo es una llave que evoca el protagonismo de Hanks junto a una partenaire femenina, pero cualquier asociación con El código Da Vinci cae frente a este derroche de ingenio y humor. Como en sus obras anteriores, las ideas de un Estado orwelliano y la resistencia al capitalismo reaparecen en Cloud Atlas, pero el interrogante más sólido corresponde al desarrollo de la trama. Si bien el filme no es precursor de un cine coral desarticulado, cuyo eje tarda en emerger (a la manera de Lost, por ejemplo), es sí una de las muestras más logradas de este sistema narrativo. Y de este modo, si con The Matrix fueron precursores de efectos y estrategias argumentales, con Cloud Atlas quizá los Wachowski hayan establecido un parámetro narrativo anticonvencional para el cine de acción.
Una temporada en el infierno Anunciada como cierre de la tetralogía sobre el poder que inició Moloch (1999, sobre Hitler), y a la que siguieron Taurus (2000, sobre Lenin), y El sol (2005, sobre el emperador Hirohito), la inclusión de Fausto, en tanto personaje de leyenda, parece desatinada. Pero Sokurov encontró en Fausto un cierre simbólico: ¿hay algo más brutal que vender el alma al diablo? Y si bien la vuelta de tuerca sobre el Fausto de Goethe y Murnau parecía una elección obvia, Sokurov dota al film de un éxtasis visual que resulta en una obra intensa; quizá, la condensación de sus virtudes y el punto cumbre de su carrera. Frente al expresionismo de Murnau, el director inicia su opus con una visión carnal e inusualmente erótica, la vivisección de cadáveres –en busca del alma– que sigue con el deslumbramiento de Fausto por una aldeana, hasta que un discreto homicidio desata una pesadilla de cámaras flotantes y raros angulares. Ambientada en una inexacta aldea del Medioevo, la visita de Fausto (Johannes Zeiler) a un usurero (Anton Adasinsky, como Mefistófeles) muestra el influjo del diablo mediante las lentes anamórficas que Sokurov utilizara en films como Madre e hijo. Pero lo notable es cómo el ruso incorpora elementos ajenos. Mefistófeles es una criatura fellinesca; defeca en las iglesias y su cuerpo, retorcido como la maldad misma, remata en un pene contra natura que provoca a las féminas de un baño romano. Su mujer (Hanna Schygulla) es el demonio vestido por Lewis Carroll. Y en un infierno salpicado por géiseres, Sokurov reconoce a Tarkovski, el gran maestro. Es el cierre perfecto, una blasfemia.
Los cuentos de hagas de la chica material Estamos en 1998 y Wally (Abbie Cornish) visita la casa Sotheby’s días antes de la subasta de bienes pertenecientes a los duques de Windsor, protagonistas de un romance prohibido por el cual Edward debió abdicar del trono. La idea es Madonna en estado puro. Mientras su matrimonio se desmorona, Wally sueña con la historia (real) de la norteamericana Wallis, que debió soportar a un esposo golpeador y, tras conocer a Edward, las injurias de la corona británica; después (ese es el mensaje) entiende que una mujer debe tomar las riendas de su destino. El romance del siglo son dos historias en espejo: por un lado, una sureña poco agraciada (Wallis) que se enamora del príncipe azul; por el otro, la bella neoyorquina que descubre su amor por Eugeni, personal de seguridad de Sotheby’s. Pese al glamour de Cornish y a una ingeniosa escena donde los duques bailan al ritmo de “Pretty Vacant” (Sex Pistols), el debut de Madonna tras las cámaras tiene menos energía que el peor de sus shows, con un sopor in crescendo a punto tal que, en los últimos veinte minutos, pareciera que hasta los actores piden la hora.