Rebelde con causa Despertó mucho entusiasmo en el público italiano (tanto tras su presentación en la Competencia Oficial de la última Mostra de Venecia como luego de su estreno comercial) la historia biográfica del poeta Giacomo Leopardi (1798-1837), uno de los más notables intelectuales de este origen. Elio Germano es el actor de una lograda composición de este personaje sensible, un joven noble, talentoso, encerrado en una biblioteca, sometido por su padre. Con una salud muy débil y una deformación progresiva, también progresan sus ideales revolucionarios que lo llevan a confrontar con la alta sociedad a la que pertenece. Biopic de qualité en la que la recreación de época está muy cuidada, aunque los personajes son demasiado esquemáticos. Vida y obra de Leopardi aparecen íntimamente articuladas y, aunque se prolongan la lectura de su obra y el didactismo, el film del director de Teatro de guerra logra transmitir la esencia de la poesía de ese genio romántico.
Música para tus ojos La Rue Bosquet está en Bruselas: allí vive en una gran casa de varias plantas la familia Tiempo-Lechner. Y en la casa de al lado, la amiga de todos, Martha Argerich. Esa calle está llena de música, porque en la primera habita una dinastía de músicos, y la de Martha está abierta a todos los artistas. El film se centra en dos de todos ellos: Karin Lechner, otrora niña prodigio, eximia pianista, y su hija Natasha Binder, de 14 años, quien sigue los pasos de su madre. El documental no da mayores explicaciones, hasta que casi al final, en una entrevista, se revela la filiación: Karin es hija de Lyl Tiempo, famosa pianista y figura tutelar, maestra de ambas, hija y nieta, y ahora enseña a su otra nieta, de tres años, hija del también pianista Sergio Tiempo. Lyl es hija de Antonio de Raco y Elizabeth Westerkamp, célebres músicos ambos. Cuatro generaciones de pianistas argentinos viven en esa mansión. El film los toma a todos ellos en su intimidad, en las charlas entre madre e hija, las lecciones de piano, la música compartida, con la evocación de una Argerich que tarda en aparecer, pero su música se oye desde la casa vecina, mientras los otros entrenan. En esa calle todos se oyen y escuchan unos a otros. Las conversaciones entre madre e hija adolescente son significativas, discusiones clásicas entre dos generaciones, aquí tematizadas por la música. Natasha, artista precoz y talentosa, sigue a su madre, pero -como toda adolescente- también quiere diferenciarse de ella. Distintos criterios de interpretación, decisiones que deben tomarse, todo esto está registrado por una cámara sutil y significante. Tenemos muy cercano el recuerdo de otro film exhibido en el BAFICI como Bloody Daughter, que presentaba un retrato crudo de la relación de Martha Argerich con su hija, realizado por esta última, Stephanie. En este, en cambio, al ser más objetiva, sin involucrarse pasionalmente, la mirada hacia los protagonistas es también más benévola. Opera prima de Mariano Nante, La calle de los pianistas es una película delicada, sensible y cálida, de amor a la música, que enseña cómo tocar Schumann -su música hilvana todo el film-, dónde reforzar una nota, o recuerda los conciertos de cuando Karin y Sergio eran chicos, gracias a un frondoso archivo de la familia y los prolijos diarios de Karin. Como detalle al margen, cuando esta película cerró el último BAFICI en el Teatro Colón, tras la proyección madre e hija dieron un recital, a dos pianos y a cuatro manos, que cobró enorme relevancia emocional y artística.
De Islandia con amor (y con alcohol) Islandia es un país muy singular. En una isla pedregosa, azotada por un clima muy riguroso, los granjeros de una pequeña comunidad nunca se separan de dos objetos: los prismáticos con los cuales observan a todos sus vecinos y la botella de alcohol. Además, como lo sugiere el título poco iluminado pero descriptivo, viven todos íntimamente unidos a sus caballos, una raza peculiar, de abundante crin, poca alzada y amor a la libertad, ya que en su origen fueron salvajes. Otra característica de esos caballos bastante petisos es que trotan y galopan muy poco, lo que hace el orgulloso paseo de uno de sus dueños, en plan de orgulloso cortejo amoroso, un poco contraproducente. En su debut como director, el también actor Benedikt Erlingsson (premiado en festivales como los de San Sebastián, Amiens, CPH: PIX, Gotemburgo, Tokio y Tromso) muestra una gran cualidad: confía en la elocuencia de sus imágenes. Con escasos diálogos y una estupenda fotografía que sabe mostrar los espacios agrestes donde el rojo contrasta con el gris de la piedra y el blanco de la nieve, el film hilvana diversas anécdotas -tenuemente- independientes de esos campesinos y sus caballos. Al orgullo pisoteado de uno le sigue la aventura etílica de otro, la lucha implacable entre dos vecinos, la formidable epopeya de una joven, mejor jinete y más inteligente que todos los demás. Ya en la segunda viñeta nos percatamos de que tras un barniz de humor satírico subyace un profundo dramatismo, una crítica social acerba, una sensación de que las cosas no siempre van a terminar bien. Más bien al contrario. Erlingsson trabaja con paralelismos y contrastes. Al choque entre colores se agrega el de las personalidades: el otro personaje que se salva de esa mirada ácida hacia la sociedad es Juan, un turista latinoamericano cuya simpatía y calidez hacen contrapunto a la gélida y soberbia actitud de esos vikingos. A los primerísimos planos del pelo de los caballos, de sus ojos -que observan el mundo de los hombres-, les siguen esas amplias panorámicas a las que me he referido. Paralelos entre hombres y caballos sobran, como el coito que ocurre sorpresivamente entre la yegua y un padrillo oscuro -toda la escena está filmada en montaje paralelo con los relinchos del animal y las risas de dos cortejantes- y el coito humano posterior, entre los respectivos propietarios de esos animales. Y, sin llegar al devenir animal que analiza Deleuze, el episodio de Juan está muy cerca de ello. En una película donde los caballos cobran protagonismo, hay un gran margen librado al azar, por la imposibilidad de controlar la conducta equina. En ese sentido, es notable el manejo de Erlingsson y su equipo con los animales para aprovechar ese margen aleatorio: las escenas en que el hombre se lanza al mar montado en su caballo, en lugar de tomar un bote, son particularmente remarcables. Una reflexión inteligente y aguda, que escapa de toda psicología o moraleja.
Juventud clandestina “No me gusta el mate. Es amargo, como la Argentina.” Tal el leitmotif de Mario, que le ha servido siempre para mantener una distancia con sus orígenes y con su historia. Hasta que la embolia de Miguel, su padre, quien parece haber retornado al pasado, le afloja alguna coraza y lo impele a investigar aquello que ha negado durante unos 40 años. La película de Diego Corsini avanza en dos tiempos, el actual en España, adonde los envió el exilio, y el pasado en la Argentina. Son los últimos tiempos del gobierno de Isabel Martínez de Perón, el momento de pasaje de los Montoneros de la militancia gremial y estudiantil a la lucha armada. Y de la brutal contraofensiva oficial. Con ello, constituye también el momento del pasaje a la clandestinidad. Pasaje hubiera sido su título ideal. Se trata de un film que aborda nuestra historia reciente con respeto y cierta distancia, la que necesitó Corsini para tratar una trama que algo tiene que ver con la de su propia familia, aunque se permita ciertas libertades creativas. Los tiempos del pasado están filmados con una fotografía de tonalidad más baja, con impecable recreación de época y ambiente en la parte artística, mientras el presente es más luminoso, de paleta más alta y colores saturados. Si las escenas del pasado logran una tensión y suspenso sobre todo en los momentos de acción, Corsini agrega una subtrama romántica en el presente, que poco se relaciona con la historia y la ablanda dispersivamente (se supone viene a poner una nota de esperanza en el futuro). El elenco es profuso y actúa ajustadamente: Miguel Ángel Solá hace su reaparición en esta historia argentino-hispánica -como él, y también como el director- en su representación del Mario adulto, y Chino Darín lo encarna en su juventud con solvencia. No parece acertada la elección de Charo López como Gloria, otra argentina sobreviviente que tras cuarenta años en España ha perdido todo su acento originario al hablar, y hace esfuerzos para usar el vos, o para tomar mate. Carla Quevedo es la burguesa contestataria, como fueron tantas, aunque su personaje parezca estereotipado, congelado. El film desatará polémicas, como en su momento las generó Infancia clandestina, sobre el accionar de los grupos clandestinos, sobre las confabulaciones y arbitrariedades de los dueños del poder, que llegan a la traición familiar. Se discutirá la posición de los hijos, que han desarrollado una mirada hipercrítica hacia la militancia de sus padres, que la película acentúa en su uso de la luz y el color. Resulta algo inverosímil la ignorancia en la que eligió vivir Mario, la nueva generación, aunque sabemos que esto también sucede.
Como en La vida después, también presentada en el último BAFICI, El incendio comienza con una pareja en crisis. Es el día de la compra de su primer departamento, día de tensión, que para colmo deberá prolongarse porque la operación se pospone hasta el siguiente. El film saca partido a la situación de espera: en ese momento estallan los problemas hasta entonces soterrados, rencores y culpas mutuas, infidelidades o fantasías, broncas que los nervios hacen emerger con una violencia antes también muy poco contenida (la pareja gusta de jugar dándose bofetadas en la cara, por ejemplo). La cámara también inquieta, móvil, imprime otro toque de violencia. Si algunos necesitaban una prueba más de que Pilar Gamboa es la gran actriz del momento –junto a otras jóvenes que como ella provienen del teatro- aquí está la confirmación. Es una actriz fenomenal, capaz de sostener una escena -y una película- por sí sola, aunque su compañero (Juan Berberini) no le sirva de ayuda, al contrario. Pero ella las salva a todas. Suerte de thriller psicológico, en el que algunas cosas no se dicen y otras se gritan hasta el hartazgo, Juan Schnitman debuta en solitario con una sólida dirección: sabe jugar con los espacios cerrados, claustrofóbicos, con la tensión creciente, logrando un climax exasperante. Por eso resulta tan desvahída la última parte, en que esa tensión lograda se diluye en reiteraciones y excesos hasta perderse en un segundo final innecesario. Pero es bienvenido este pasaje a la madurez de un director joven, que se aparta del nadismo y el minimalismo crónico del Nuevo Cine Argentino.
Clásica comedia neoyorquina, en la que parejas se encuentran y conversan sin cesar, esta película propone la conexión intergeneracional de dos parejas: Josh (Ben Stiller), quien ha dirigido un documental y hace 10 años que trabaja en un turbio emprendimiento, y Cornelia (Naomi Watts), productora pero básicamente hija de un famoso documentalista (el excelente veterano Charles Grodin) que ha sido el maestro de su marido; y, por otro lado, Jamie (Alan Driver) y Darby (Amanda Seyfried), quince años más jóvenes. Los menores se acercan a los mayores desde la admiración por su trabajo, y la pareja más veterana, sin hijos ni rumbo, ve en los otros la posibilidad de reencontrar ideales perdidos. Los más chicos son bohemios, lucen distendidos, aman todo lo retro, viajan en bicicleta, coleccionan vinilos, escriben en una vieja máquina y no están pendientes del éxito ni del dinero, ni de los adelantos tecnológicos, y juegan juegos de salón (oh, qué viejo suena esto). En una suerte de intercambio energético, Jamie y Darby toman de la experiencia de Josh y Cornelia y éstos ven la posibilidad de recuperar con ellos algo de la vitalidad perdida (¿por miedo a la muerte, quizás?). Mientras somos jóvenes es una screwball-comedy que -más allá de una reflexión sobre la edad, la toma de conciencia de todo aquello que ya no podrá ser- propone una variedad de temas sobre los cambios que se viven en el siglo XXI. Desde lo más banal, pasando por la maternidad, la ambición y el arribismo, hasta debatir la ética del documentalista, el film pasa revista con gracia y cinismo al estado actual, aunque adolece de cierto esquematismo y lugares comunes. Y sin ocultar la parodia que realiza de Woody Allen y sus personajes neuróticos y verborrágicos. Baumbach va llevando la narración de manera vertiginosa con un montaje excelente, hasta darnos cuenta de que nada es lo que parece. Ben Stiller (tan bien como el resto del elenco) funciona como una suerte de alter ego de Baumbach, como lo había sido en su anterior Greenberg. Josh, centrado en su egocentrismo y autosuficiencia, lucha contra su edad, rechaza a sus contemporáneos y se resiste a ver las cosas como son, hasta una notable, significativa escena en el Lincoln Center, en la que la realidad se desnuda poniendo en evidencia la relatividad de la moral. Con un segundo final demasiado convencional cierra esta mirada de amargo humor hacia la actualidad, donde la juventud inescrupulosa queda en el peor lugar.
Testimonios de una masacre A partir de una fotografía de una adolescente aborigen desnuda, Alejandro Fernandez Mouján reconstruye la historia de Damiana, cuyo grupo familiar guayaquí, hoy llamados aché, fue masacrado en Paraguay, junto a la frontera con Argentina, por los colonos blancos, en uno de sus enfrentamientos ancestrales que todavía perduran hoy. La niña sobreviviente moriría en 1907, pero antes, en su pubertad, vivió en casa del Dr. Alejandro Korn, director del neuropsiquiátrico Melchor Romero. Damiana fue internada allí a los 14 años por su liberalidad sexual y falleció poco después, de tuberculosis. Sus restos fueron trasladados al Museo de La Plata para su estudio racial, práctica que era habitual y considerada normal en la época. En 2010, más de 100 años después de esas muertes, el Museo restituye a la comunidad aché los restos de la niña –hoy denominada Kryygi, casi todos los apellidos alché terminan con la misma sílaba- y los objetos que pertenecieron a ese grupo humano masacrado, para ser repatriados. Otro detalle macabro de esa historia dolorosa es que al cuerpo de Damiana le faltaba la cabeza, ya que pasó a formar parte de “la colección” de un hospital de Berlín que deseaba estudiar sus rasgos antropológicos. Para ello se envió allí el cráneo, el cerebro, la lengua, y su cabellera, que despertaba peculiar interés para el estudio de sus características raciales. Tal la historia de una niña “cuyo destino de cautiva fue solamente ser material antropológico”. El documental de Fernández Mouján, realizado con sensibilidad y respeto y también en un tono solemne, constituye una denuncia sobre los abusos a que son sometidos aun hoy los pueblos originarios, obligados a incorporarse a culturas ajenas, sin preparación ni transición alguna, de manera autoritaria. Y la de Damiana es la historia de los vejámenes sucesivos que sufrió un individuo que puede encarnar a toda una comunidad. La repatriación de los restos se realiza en una ceremonia que lleva a cabo un pueblo conmovido por la significación del acto, que busca concientizar el uso abusivo de restos mortales que realizan las instituciones, con fines científicos. Y ellos por su parte, intentan la reparación de su memoria, con la veneración de la tierra donde está enterrada. El documental es también el testimonio de otro exterminio: el de los bosques y montes paraguayos, que desde aquellos sucesos hasta hoy han casi desaparecido, dejando lugar a la agricultura mecanizada.
Los tres corazones del título son los que conforman el triángulo de un hombre que ama de distinta manera a dos hermanas muy íntimas, que se adoran. Habría que agregar un cuarto corazón, el de la madre que calladamente se da cuenta de todo. Melodrama tan clásico como convencional y, en enorme medida, previsible, con Benoît Poelvoorde, Charlotte Gainsbourg, Chiara Mastroianni y su madre real, Catherine Deneuve. Un elenco de lujo para un film del director de El séptimo cielo, Villa Amalia y El adiós a la reina que no lo es, ya que manipula al espectador con la pasión y la angustia del protagonista cardíaco y la música suspensiva de Bruno Coulais.
El arte de saber perder El cine es tiempo (sé que estoy cayendo en el lugar común) y en gran medida se ocupa de registrar el transcurrir y sus consecuencias. Más claramente se pone en evidencia cuando registra una enfermedad y su evolución ineluctable. Acabamos de verlo en un film muy mediocre, La teoría del todo, y lo habíamos visto en Safe, aquel largometraje de Todd Haynes de 1995 en el que Julianne Moore desarrollaba una seria alergia o hipersensibilidad al medio ambiente. La magistral actriz vuelve ahora con Siempre Alice, en una performance excepcional sobre una enferma de Alzheimer. También tiene puntos de contacto con Lejos de ella, de Sarah Polley, con contó con otra excelente composición a cargo de la gran Julie Christie, cuyo personaje sufría la misma enfermedad. A algunos, el deterioro neurológico nos parece uno de los más tremendos, sobre todo cuando ataca a un/a intelectual destacado/a como lo es Alice, eminente y reconocida profesora universitaria, especializada en lingüística, nada menos. Alice sufre una variedad prematura de la enfermedad y por ello resulta tan difícil de aceptar la realidad tanto para su compañero (Alec Baldwin), como para sus tres hijos. Es que la enfermedad de Alzheimer está asociada tradicionalmente a la vejez, y Alice tiene sólo 50 años. Los responsables del film conocen el tema: basado en la novela de la neuróloga Lisa Genova, está codirigido por la dupla Wash Westmoreland y Richard Glatzer, quien padece de una esclerosis lateral amiotrófica. La película registra el proceso de su enfermedad, y las pérdidas que experimenta Alice: no sólo su extravío en el espacio, incluso en su propia casa, sino la de su profesión, sus recuerdos, su memoria; la pérdida de su persona, en suma. Por eso, se aferra a esas imágenes de su familia, tomadas en su adolescencia. La enfermedad produce en ella y su entorno las distintas reacciones habituales: negación, rechazo, vergüenza, enojo, huída. Para colmo, por ser hereditaria, se agrega el factor de la culpa, frente a su hija y sus futuros nietos. Como sucede a veces, es su hija más distante, tanto en el espacio como en el afecto, quien mejor la acompañará en su decadencia, transformando la crisis en una oportunidad. Kristen Stewart tiene una participación muy sensible y delicada, que revela además la conflictiva relación con su familia y la complejidad de los sentimientos de una hija frente a la enfermedad. A su lado, los demás personajes quedan desdibujados, apenas esbozados. Nunca me gusta valorar una película sólo por una actuación. Pero la de Julianne Moore es remarcable, lo mejor del film, y le ha valido el Oscar. (sabemos que la Academia de Hollywood prefiere actuaciones sobre enfermos o discapacitados). Sutil en su transformación, conmovedora en su confusión, tiene momentos sublimes, como cuando se pierde en el espacio, o en su pánico y desesperación, a medida que se va dando cuenta de que siempre se ha identificado con su intelecto, y está perdiendo todo por lo que ha trabajado en su vida. Las palabras que eran su material de trabajo se vacían de significado, pero lo más notable es cómo su rostro se va vaciando de a poco. Por eso las mejores escenas son aquellas silenciosas, como cuando Alice sostiene a su nieto en sus brazos, volviendo a otra escena primaria, o cuando su hija le lee un texto. Y logra superar a la banda sonora, que no cesa de intentar reblandecer todo el drama, quitándole rigor a su empática actuación.
Hombres de honor José Celestino Campusano mantiene una coherencia absoluta con su Cine Bruto, expresivo nombre de su productora. En El Perro Molina, vuelve a sus ambientes lúmpenes, ahora más allá de los suburbios, con sus personajes brutales pero dignos: hampones, prostitutas, policías, patrones y ladrones, en un thriller con mucho de western clásico. Sólo Raúl Perrone ha sabido mostrar el Gran Buenos Aires y el sub-suburbano con el ojo conocedor, la cercanía y la empatía con que lo filma Campusano. Sus personajes tienen códigos de honor propios, que cumplen con rigor, aunque en ellos se les vaya la vida. Su héroe es el Perro Molina, quien acaba de salir de la cárcel y quiere realizar unos últimos trabajos que le permitan retirarse. Como acostumbra el director, va bordando los distintos hilos de la trama minuciosamente, con historias paralelas que se imbrican unas con otras mediante personajes de catálogo. El Perro debe vérselas con gente nueva, que tiene otros parámetros que no dejan lugar para el honor y lo que empieza como una venganza de pueblo deviene una saga mucho más compleja en un cruce de despechos, robos, amores y, claro, traiciones. De todo lo cual es fácil deducir que, una vez más, el mensaje moralista sobrevuela en toda la historia, o también, yace por debajo. Como es habitual la película de Campusano tiene personajes muy logrados y el director sostiene que los toma -como a las historias- de la realidad. El Perro Molina está interpretado por Daniel Quaranta, un actor con mayor solvencia que la habitual en los intérpretes de su cine, casi todos con escasa o nula experiencia profesional. Su personaje es un héroe clásico solitario, que ve complicar su destino entre pagar por su libertad o ser fiel a un amigo leal. También es correcta la actuación de Florencia Bobadilla como la mujer que se harta de los maltratos de su marido -policía corrupto- y lo castiga prostituyéndose. Y el Calavera, el proxeneta, demuestra que en el cine de Campusano los duros también lloran por amor. Pero el personaje más sorprendente es el muchacho psicópata, mano de obra sucia de la policía, que vive en el basural, un ser feroz, desbordado y carente de todo principio moral, interpretado por un amigo de su hijo. Es cierto que esos actores aportan autenticidad y realismo a sus películas, pero si contara con intérpretes que dijeran sus líneas con más naturalidad, y no repitiéndolas en recitado, sus films cobrarían mayor valor aún. Con una puesta más cuidada, imagen más limpia y mejores recursos técnicos, es un placer ver otra representación de esos ámbitos de la marginalidad urbana y social reivindicados por Campusano.