El arte de robar Muchas de las películas de los más jóvenes directores argentinos giran alrededor de un monotema: los jóvenes que se niegan a crecer. Por eso resulta atractivo cuando los directores del NCA se interesan por otros temas, más variados y fértiles, como sucedía en süden, Invernadero o Yatasto, por ejemplo. Pero una consigna del trabajo realista lleva a filmar sobre lo que uno mejor conoce, y eso no está nada mal. Barroco no es una excepción a esa generalidad. Su protagonista es un joven que acaba de conseguir trabajo en una librería -ama los libros- y novia flautista barroca, y con un amigo está pergeñando una fotonovela que transcurre en una Buenos Aires sin gas, en pleno invierno. El problema es que Julio irá tomando decisiones que habrán de complicar cada uno de estos frentes. El tema del robo vuelve una y otra vez en el film: en la fotonovela habrá un robo de artefactos eléctricos, un compañero de Julio roba libros de la librería y él no vacila en seguir su ejemplo, de manera cada vez más osada. Robo y mentira se van articulando alrededor de Julio, frente a su novia y a sus empleadores, mientras el muchacho rehúsa asumir cualquier responsabilidad. En su opera prima, Estanislao Buisel sabe mantener un ritmo y una tensión acorde con el relato que, si bien no es fascinante, logra su suspenso. Al final, inserta un film dentro de otro al presentar la fotonovela, con rasgos de humor, personajes y referencias a la historia que se narró antes. Con un elenco cohesionado, con nombres ya frecuentes en el nuevo cine más joven -los siempre eficaces Julián Tello y Julia Martínez Rubio- y una música barroca concebida para el film por Gabriel Chwojnik, se trata en definitiva de un estreno valioso.
Crecer de golpe Historia pequeña, doméstica, ambientada en un hogar con madre ausente, Aprendiendo a volar: Kauwboy presenta la difícil relación de un chico de unos 10 años, solitario, con su padre violento e irascible. Como suele ocurrir, la llegada de un extraño cataliza un cambio en su conducta, alterando el orden (o en este caso, el desorden) familiar. Un día, entre la naturaleza que rodea su casa en los suburbios, Jojo encuentra un pichón de cuervo que ha caído de su nido. El chico lo adopta como su mascota y, pese a la oposición del padre, lo alimenta y ayuda a crecer. Boudewijn Koole tenía experiencia previa con los más chicos, pues había realizado documentales sobre temas infantiles, y sabe trabajar con los pequeños. Con enorme solvencia, el niño Rick Lens muestra gran naturalidad en su composición de un preadolescente con rencores y miedos reprimidos, y sostiene este pequeño film que, aunque no pretende constituirse en una genialidad, tiene mucho para decir, aunque por momentos de manera bastante didáctica. Jack, el pájaro -metáfora polivalente en este film que obtuvo el premio a la mejor opera prima (entre otros) en el Festival de Berlín 2012, el galardón de UNICEF en el BAFICI 2012 y dos distinciones en los European Film Awards (incluido el de Descubrimiento del Año)- deviene una suerte de contraparte de Jojo, oficia como espejo de su propia condición herida, abandonada. Jack llega para acompañarlo en su soledad y darle la fuerza para enfrentar una realidad que él no quiere aceptar. Jojo atiende las tareas domésticas, trata sin éxito de agradar a ese padre elusivo y se desahoga hablando por teléfono con esa madre lejana. El director prefiere filmar con planos cortos, ágiles, que fragmentan tanto el cuadro como la realidad, dando gran importancia al fuera de campo. La excelente fotografía de Daniël Bouquet juega también con el ritmo y los tiempos, apelando a la cámara lenta, a la foto fija. La música folk con la voz de la madre, interpretada por la cantante Ricky Koole, agrega una nota más de melancolía a la historia. El film apela casi directamente a sus fuentes: si por su temática responde al clásico Kes, de Ken Loach, la puesta en escena deriva más de Rosetta, de los hermanos Dardenne, ambos dos íconos cinematográficos sobre niños solitarios.
De amor y otras adicciones Si bien algunos prefieren presentar comercialmente Gracias por compartir como una comedia romántica, se trata en verdad de un melodrama con el centro puesto en el tema de las adicciones. En forma predominante se aborda la adicción al sexo, pero no sólo esa: al alcohol, a las drogas, a la comida... El protagonista (Mark Ruffalo, más atractivo que nunca) está en recuperación de su adicción al sexo, para lo cual comparte un grupo de rehabilitación, bajo el padrinazgo de un ex alcohólico (Tim Robbins). Adam evita caer bajo el bombardeo estimulante de las imágenes sexies que abundan en los carteles de la vía pública, así como mirar a mujeres con poca vestimenta, o la televisión o Internet. En paralelo, se viven otras subtramas, que por momentos cambian de tono y devienen farsa, historias de otros miembros de su grupo, quienes también libran duras batallas contra sus obsesiones (Josh Gad, Alesia Moore), o su orgullo (Robbins). El problema se presenta cuando Adam, después de haber permanecido sobrio durante cinco años viviendo casi como un monje, conoce a una mujer (Gwyneth Paltrow) con quien inicia un tipo de relación distinta de las que le eran habituales. Pero ella ha jurado no volver a unirse a un adicto. Ahora el cine propone otra mirada sobre los prejuicios o prevenciones que despiertan estas adicciones, sobre la pérdida del control de los pacientes, quienes se ven obligados a hacer algo que no quisieran, es decir, que viven un conflicto trágico dentro de ellos mismos. Y lo que significa el juicio del otro, más ocupado en mirar a los demás que en observar sus propias limitaciones. En este sentido, resulta interesante la figura del coordinador que encarna Robbins, quien apuesta por la fuerza de la voluntad, montado en el orgullo de su propia recuperación, y quien, como todos, tendrá sus propios quiebres. Porque en su mirada sobre la adicción el film muestra cómo todos somos frágiles, tenemos nuestras propias subidas y bajadas. La esposa está interpretada por Joely Richardson, hija del director Tony Richardson y de Vanessa Redgrave. Gracias por compartir es la opera prima de Blumberg, guionista con Lisa Cholodenko de Mi familia (The Kids Are All Right), gran comedia en la que también actuaba Ruffallo. El director y su coguionista practican el trazo grueso, presentando las adicciones con demasiadas generalidades y sin detenerse un momento a profundizar en sus causas. Tampoco pueden evitar caer en el didactismo convencional al que Hollywood nos tiene acostumbrados, en un final que no convence a nadie y que ablanda un film que presentaba todo el drama real. Sobre este tema es preferible Shame, notable film de Steve McQueen que presenta el problema de una manera más lacerante que Blumberg.
El horror visto por otros ojos La Segunda Guerra y el Holocausto no dejan de alimentar la fábrica de películas, tanto en Hollywood como en Europa. Sin embargo, del enorme caudal de esa filmografía han salido pocos casos en que el cine se haya ocupado de los vencidos nazis en Alemania. Si los jerarcas pudieron evadirse a Sudamérica -y el cine también lo testimonia-, no tuvieron esa suerte los oficiales de rango intermedio, que vieron desaparecer súbitamente su pequeña cuota de poder, sus ambiciones e ilusiones. Eso es lo que le sucede al padre de los chicos protagonistas de Lore, un oficial de las SS. Caído el régimen y antes de ser atrapados, la familia abandona su mansión, después de quemar carpetas de evidencias. Él se esfuma y su mujer y cinco hijos se refugian en los bosques de la Selva Negra, con unas pocas valijas y algunas joyas no demasiado importantes. Viven escondidos un corto tiempo y, cuando se acaban los recursos, la madre los abandona -presumiblemente va a entregarse a las nuevas autoridades- y los envía con su abuela a Hamburgo, a 900 kilómetros. Empieza así, en pocas e inquietantes escenas, esta road-movie iniciática, con los hermanos liderados por la mayor, Lore, de 15 años (la excelente debutante Saskia Rosendahl). Filmada en diversas zonas boscosas en su largo camino rumbo al Norte, los chicos van confrontando con una Alemania devastada y dividida en parcelas según la ocupación de los Aliados. La chica se niega a aceptar la derrota, mientras todos lloran la pérdida del Führer. Como es de esperar, no les va muy bien, logran sobrevivir gracias a que uno de ellos es un bebé y eso reblandece a los duros germanos. Hasta que se les une en su marcha un muchacho judío (Kai Malina), a quien ella -antisemita- rechaza, pero él los ayuda a seguir su camino. Basada en una novela, la directora australiana Cate Shortland ha filmado la contracara del cine habitual: esta vez, no son los judíos quienes huyen, sino los nazis, incrédulos de que su líder haya desaparecido y, peor aún, los haya engañado. Suerte de fábula negra de los bosques, está filmada desde el punto de vista de la protagonista y la realidad va apareciendo ante sus ojos a medida que avanza en su camino. Cuando llegan a destino, Lore ya no será la chica inocente pero fanática que creía en el nazismo. Ha visto la foto de su padre junto a una pila de cadáveres judíos, ha conocido el horror que se ocultaba tras su mundo ideal de las juventudes hitlerianas, se ha ofrecido a un hombre para robarle un bote, ha conocido el hambre, la mentira, la ocupación, el dolor y la muerte. Filmada a puro primer plano, la película constituye también un ejercicio fotográfico. La directora ama la naturaleza, y contrapone a los horrores del camino la belleza de los lugares vírgenes captada por el fotógrafo Adam Arkapaw: ramas, insectos, ríos, a veces demasiado bonitas, ajenas al drama, filmadas con cierto regodeo esteticista. Así, procura crear una atmósfera idílica acentuada por la música -imposible dejar de recordar a Terrence Malick- para embellecer superficialmente una peripecia a la que le falta imaginación y le sobra metraje.
Las apariencias engañan (y el cine también) Las películas sobre fraudes constituyen un subgénero con muchos seguidores, sobre todo entre los amantes del guión, y del guión con vueltas de tuerca. En ellas, el espectador atento está pendiente de descubrir si a él también lo engañarán, así como los personajes se engañan unos a otros. En el cine argentino, ya es un clásico en ese rubro Nueve reinas, el capolavoro de Fabián Bielinsky, y -dentro del estadounidense- se destaca la filmografía de David Mamet, maestro de guión. El estafador aquí es un famoso comerciante de arte, con el poco sutil nombre de Virgil Olman (George Rush sobreactúa como siempre, o más), tan exquisito como neurótico, quien evita todo contacto físico y funciona con manos enguantadas aun para comer, siempre solo, en los restaurantes más caros, donde es habitué. Especialista en pintura, eximio tasador y rematador, tiene todo bajo control, y durante su carrera se las ha ingeniado para atesorar una valiosa colección pictórica de retratos femeninos de todas las épocas, que sustrae de sus remates de manera fraudulenta con la intervención de un testaferro (Donald Sutherland). Virgil disfruta de sus cuadros en soledad, cerrado a toda relación afectiva o sentimental hacia otro ser humano. Las mujeres, por lo tanto, sólo en cuadro. Hasta que aparece una misteriosa y muy joven cliente (Sylvia Hoeks), tan fóbica como él, que enciende su curiosidad y la chispa que parecía extinguida. La muchacha sufre de agorafobia, teme salir de su casa y sólo se relaciona con él para vender los objetos de su inmensa villa (el palacio de esta princesa escondida luce una hermosa producción de arte). Ella llega para encarnar y reemplazar las mujeres de los cuadros. Comienza así una curiosa relación por teléfono y, mientras crece, Olman también se encarga de reconstruir un autómata (más metáforas) con piezas del siglo XVIII, cuyo artesano mujeriego (Jim Sturgess) deviene alter-ego y suerte de consejero matrimonial. Una y otra vez el film vuelve sobre la idea de falsedad y de cómo lo falso puede devenir verdadero. Todo parece gritar para que uno se pregunte dónde reside esa dupla en el film. Este también trata sobre las apariencias que impiden ver la verdad, que siempre estuvo delante de nuestros ojos. Como lo enseña en La carta robada Edgar Allan Poe, mencionado en el film. Todo funciona organizadamente, como esos planos tan simétricos que compone Tornatore (Cinema Paradiso, Estamos todos bien y Malena). Es esa misma prolijidad y acartonamiento lo que conspira en contra, un mecanismo de relojería que no funciona. El abordaje a sendas enfermedades es débil y estereotipado; el romance, inverosímil; el final, previsible, estirado y mal resuelto, incluye una pretenciosa evocación a Leonardo; los diálogos abundan en frases sentenciosas, casi admonitorias, y todo más que subrayado por la música de Ennio Morricone. Algunos la compararon con Vértigo por la búsqueda del hombre de su mujer ideal, por el voyeurismo, pero el símil es injusto con la grandeza de Hitchcock. Curiosamente, existe otra simulación, en el caso de las locaciones: el film transcurre en Europa continental aunque todos hablen inglés, y me pareció reconocer Milán, pero en otro momento allí está Roma, y después la mayoría de los exteriores suceden en Viena, todo en una variante paneuropea de no-lugar elegante.
De sabores, azares y segundas oportunidades En India se estrenan unas 3.000 películas por año. Sí, tantas. La mayoría responde al formato Bollywood (historia de amor matizada con música, baile y canciones, de varias horas de duración), que gozan de un público multitudinario. Pocas de ellas llegan a la Argentina y, si lo hacen, sólo suelen presentarse en festivales -Pantalla Pinamar, por ejemplo- o fuera del circuito comercial. Por eso, resulta toda una noticia que se estrene aquí una película india como Amor a la carta (Dabba o The Lunch Box, como es su título internacional), primer largometraje de Ritesh Batra, que se aparta de la fórmula Bollywood: se trata de una comedia romántica con toques de melodrama, cuyos protagonistas cruzan sus destinos por azar. En Mumbai existe un peculiar y reputado sistema de entregas de almuerzos que las familias y casas de comida envían a los trabajadores. Un cliché dice que el camino al corazón pasa por el estómago, e Ila (Nimrat Kaur) lo pone en práctica tratando de recuperar (o sobrellevar) un matrimonio que la tiene frustrada e insatisfecha. El servicio de entregas comete un raro error y el almuerzo que Ila ha preparado con amor y exquisitez culinaria para su indiferente marido cae en boca del señor Fernandez (Irrfan Khan, el Ricardo Darín de la India), un viudo gris y amargado, casi intratable, que espera la jubilación en su puesto burocrático mientras se debate en la soledad en que vive desde la muerte de su querida mujer. Casi sin proponérselo, entre ambos se establece una relación epistolar que paulatinamente va tornándose más íntima y franca, amparándose los dos en la distancia y el desconocimiento mutuo. Dos almas solitarias (interpretadas estupendamente por Kaur y Khan, visto en Una aventura extraordinaria) construyen una ilusión que mejora sus vidas, con la consiguiente evolución psicológica. A ambos se les presenta la oportunidad inesperada de replantear sus vidas, que parecían destinadas a un final previsible. El film es sutil, nunca cae en el lugar común y ofrece como marco de esa historia personal la ciudad de Mumbai con su gente, sus ruidos y abigarrados medios de transporte, un tema tan polémico en la India. Con toques de color local, que presentan una pintura de la vida cotidiana en la intimidad de sus casas, donde vive encerrada la mujer, el film tiene un guión sólido y sabe sostener la reiterada lectura de las cartas, que nunca pierde interés. Habla también del poder de transformación espiritual de algo tan físico como la comida, y presenta la peculiaridad de una voz de la experiencia, la de una tía putativa, una vecina a quien nunca vemos que vive en el piso superior de la joven y que la aconseja. No menos importante en esa evolución es la presencia del joven que llega a reemplazar al futuro jubilado. Las películas que respetan la fórmula Bollywood no requieren coproducción con otros países, dada su popularidad y gran demanda en su propio país y en todos los mercados del sudeste asiático. En cambio, Amor a la carta calificó como cine de arte, por lo que debió realizarse con aportes de Francia, Alemania y los Estados Unidos. Para sorpresa de muchos, esta ópera prima de un director que ha vivido y estudiado en EE.UU. finalmente consiguió un gran éxito tanto en la India como en el resto del mundo.
El pasado me (nos) condena Después de haber vivido y filmado en Gran Bretaña, el polaco Pawel Pawlikowski ((Last Resort, La mujer del quinto, Mi verano de amor) regresa a su tierra natal con Ida, una historia que presenta la situación de Polonia durante los años ´60, las consecuencias de la guerra y la vida durante el régimen comunista. Anna (Agata Trzebuchowska) es una novicia en un convento de la muy católica Polonia que está a punto de hacer sus votos. Antes de tomar los hábitos, su superiora le ordena visitar a su tía Wanda (Agata Kulesza), a quien la joven no conoce. Por primera vez, la inocente protagonista sale del ámbito donde ha transcurrido pacíficamente toda su vida y en la ciudad encuentra su contracara: Wanda es una mujer durísima, ex integrante de la resistencia, jueza de los tribunales del pueblo que han enviado a muchos a la muerte, y que ahora lleva una vida tan disipada como solitaria, mientras bebe y fuma sin cesar. Pero lo más perturbador del encuentro es que la tía le revela a la joven que en realidad se llama Ida, es judía e hija de su hermana y su marido, los Lebenstein, desaparecidos durante la ocupación y la masacre de los nazis. La necesidad de enterrar a sus muertos y conocer la verdad lleva a esas mujeres al pueblo natal, donde todos prefieren olvidar el pasado. Todo resulta aún peor de lo imaginado por el taimado accionar de los vecinos durante la guerra, que recae con consecuencias en el presente. Así, Ida emprende un viaje iniciático que la obliga a tomar contacto con una realidad hasta entonces desconocida y lacerante, que la introduce violentamente en la madurez, la pone en contacto con su verdadera identidad y la obliga a tomar decisiones sobre su vida. El viaje de Ida y Wanda es también una evocación del paso de Polonia de uno a otro sistema. Pawlikowski ha sabido individualizar en la peripecia de esas dos mujeres, con síntesis, sutileza y estilo, la oscura historia de ese país, que incluye nazismo, antisemitismo, estalinismo y traición. Sin contemplaciones, enfrenta a la joven (la luminosa Trzebuchowska) con el negado pasado común, que conserva sus heridas abiertas. A juzgar por el estado de Wanda, los ideales comunistas ya se están relajando. Kulesza realiza una admirable performance de esa mujer que ha participado del horror y lo ha sobrevivido por su autodeterminación y hoy se sostiene a base de furia, rencor, culpa y alcohol. Su actuación ha merecido varios premios, así como el film, que obtuvo dos premios FIPRESCI de la crítica internacional, entre varios otros. El aspecto más admirable de la película es la fotografía en blanco y negro a cargo de Lukasz Zal y Ryszard Lenczewski (también DF de Mi verano de amor, un film anterior de Pawlikowski que trataba la entrada en la adultez de manera muy diferente). La composición suele ubicar a los personajes en el borde inferior del cuadro, con un gran espacio detrás, destacando su soledad, su individualidad, el vacío circundante. Esas sugerentes imágenes, con una sutil iluminación lateral a la manera de la antigua pintura holandesa, evocan el fundante cine polaco de los ´60. Los tonos grises y la música resultan tan expresivos como las casi silenciosas protagonistas. La estética ascética, los diálogos escasos y los tiempos demorados remiten al mejor cine clásico europeo, y entre los contemporáneos, a las películas del húngaro Béla Tarr.
La pesadilla americana El título que le han adjudicado a esta película en Argentina puede generar confusión con el film homónimo de Fassbinder, con el cual no tiene puntos en común. El vínculo más estrecho de Out of the Furnace es con El francotirador, de Michael Cimino, de la cual constituye una suerte de puesta al día, un drama post-Irak en lugar de Vietnam, cuyos veteranos alterados pelean a puño limpio a morir como aquellos jugaban a la ruleta rusa. También como en El francotirador, el protagonista Russell (Christian Bale) trabaja en una acería de Pennsylvania, en un pueblo del patio trasero norteamericano, y su hermano es el veterano Rodney (brillante Casey Affleck), quien ha regresado marcado por lo que ha visto y hecho durante tres servicios en Irak. También aquí todos son cazadores de ciervos. En un principio, tras el regreso de Rodney de la guerra, ambos hermanos sostienen una relación muy estrecha y cuidan de su padre moribundo, acompañados por su tío (el gran Sam Shepard). Esa confraternidad solidaria entre hombres sólo cuenta con una presencia femenina, la novia negra de Russell. Si bien la vida no les es fácil, lo que sobreviene después hará que parezca un paraíso perdido: accidente, prisión, muertes, deudas, mafia. Las cosas devienen muy violentas cuando Rodney se involucra con dos pesados, en el cuerpo de dos actores estupendos, William Defoe y Woody Harrelson, este genial en su composición del villano de pueblo oscuro con cabaña en el bosque. Tan oscura como la fotografía de Tasanobu Takayanagui, quien viene a confirmar el ojo de los japoneses para la cámara. También Bale demuestra aquí su sensibilidad para presentar a ese personaje tan rico, noble y tierno, pero también decidido. Y en segundo rango de este elenco de primera, con actuaciones no menos excelentes, acompañan Forrest Whitaker y Zoe Saldana, quien comparte con Bale una de las mejores escenas del film, la del reencuentro. Scott Cooper es el director de Loco corazón, también un cuadro de situación en la América profunda. Conduce esta tragedia con toques y momentos de intensidad y logra todas interpretaciones brillantes, en lo que constituye el punto más alto del film. Pero el realizador abusa del montaje paralelo que manipula (y mal) al espectador para narrar las peripecias de ambos hermanos. Porque la película no es pareja: tiene algunas escenas excelentes y otros momentos en los que parece perder su rumbo. La pintura que Cooper hace de la sociedad norteamericana post industrial es precisa, vívida y tan brutal como la realidad misma. El furnace del título significa literalmente la caldera, o el horno de fundición, pero también funciona como metáfora de ese ambiente donde se cocinan a fuego vivo las pasiones más peligrosas, las guerras personales, el odio y la venganza. Scott confía en la elocuencia de la imagen y no sobrecarga con información -al contrario del cine mainstream americano- al espectador, que debe dejarse llevar por la acción y las imágenes que irán dando los datos a medida que la acción avanza. La música mágica de Pearl Jam abre y cierra esta historia de perdedores y de hermandad, tema frecuente en el cine de Hollywood. El otro viejo tema -y aquí el film cae en ciertos lugares comunes- es el viejo conflicto entre justicia y venganza, encarnado en dos hombres, no casualmente enamorados de la misma mujer.
Clásica y moderna Esta nueva Blancanieves es una ingeniosa transposición del cuento clásico de los hermanos Grimm, ambientada en la Sevilla se los años ´20, con la intervención de toda la tradición folklórica española: toros, flamenco, sevillanas y cortijo incluidos. No es sólo esto lo peculiar, sino que -como en el caso de El artista- se trata de un film mudo y en blanco y negro, con intertítulos propios. Entre nosotros, vale recordar el caso de La antena, de Esteban Sapir, que también con un film silente homenajeaba el cine expresionista. La Blancanieves del vasco Pablo Berger expone una estética gótica, pero se vale del costumbrismo y de la cultura hispana, con un resultado final que resulta una grata sorpresa. Pocas veces se ha visto una madrastra de Blancanieves que exude tanta crueldad, como la que interpreta aquí Maribel Verdú, excelente en su caricatura de la villana de cuento, tan erótica como malvada: una mujer manipuladora, ambiciosa, casada con un torero inválido, viudo y con una pequeña hija que deberá soportar el maltrato de su madrastra, quien la somete hasta la esclavitud. Una pequeña a quien le han robado su padre y lucha por recuperarlo. Hasta que huye y se produce el consabido encuentro con los enanos. Con ellos la muchacha recuperará a su papá en la forma de la lidia, ya que ella misma deviene torera. Todo un aggiornamiento acorde a los parámetros actuales del cine de género. Después de todo, el cuento es esencialmente una búsqueda de la identidad femenina. Macarena García ganó el premio a mejor actriz en el Festival de San Sebastián como la joven torera, y Angela Molina la acompaña en un glorioso regreso como su abuela bondadosa (de cuento, también). La bella fotografía de Kiko de la Rica reafirma la vigencia del blanco y negro, inquietante y expresivo. La historia alcanza un marco atemporal y juega con los sentimientos clásicos, eternos, de la tragedia: amor y muerte, envidia, odio, solidaridad, sabiamente combinados, aunque algunas escenas se prolonguen demasiado. No es esta una recreación del cine mudo, sino un pastiche postmoderno que da a la historia cierta actualidad y combina con mucho ingenio la iconografía hispánica con el melodrama, la tradición clásica, el imaginario neogótico y el romanticismo, para tomarse algunas libertades con el mito, hasta llegar al sorprendente final, melancólico y de alta intensidad emocional.
Nunca es tarde para amar “Hace dos días yo tenía mi vida, salí a dar una vuelta, una cosa llevó a la otra…” Y allí está Bettie, atravesando la Francia profunda en su auto durante cuatro días, de un extremo al otro -Bretaña, Auvernia, Saboya-, en una suerte de road-movie de abuela con un nieto a cuestas. En verdad, la vida que llevaba Bettie en su pueblo de Bretaña no era fácil: viuda, viviendo con su madre, con un restaurante familiar en quiebra, sin crédito en el puerto, para colmo con un amante clandestino que acababa de cambiarla por una joven de 25 años y embarazada. Por eso, sale ofuscada en su coche en un viaje sin fin. El film dirigido por Emmanuelle Bercot (actriz y coguionista de Polisse) se constituye en un homenaje a la gran actriz que sigue siendo Catherine Deneuve, con su belleza mítica radiante a pesar de la edad (ya cumplió 70). Rodada con muchos primeros planos, la actriz está presente en casi toda la película: la cámara se detiene en su rostro, su pelo, sus manos, su marcha, su fruición al fumar, como si quisiera hacer humo toda su angustia. Ella sostiene siempre la narración, que va cobrando distintos giros, cambiando la dirección y el destino del viaje. Después de varios avatares, encuentros y desencuentros, su reunión con un nieto casi desconocido le da al viaje, externo e interior, un giro decisivo. Juntos realizarán una variada peripecia que significa también la entrada de Bettie en la tercera edad. Y Bettie demuestra que aún entonces se puede ser bella, abierta a vivir aventuras y a disfrutar del amor. Con certeros toques de humor, Catherine se permite reírse de sí misma, como en la secuencia de la sesión de fotos de las Reinas de las regiones de Francia en 1969. Y allí (attention aux vétérans!) hablando de mujeres maduras, también está Milène Demongeot como Fanfan, la amiga que la ayuda en su momento de crisis. El film -como quedó dicho- está hecho a medida de Deneuve, pero significa también una rememoración del cine francés, con evocaciones de grandes directores. La más bella, quizás, es el episodio a solas con el viejo que lía un cigarrillo, que parece salida de un documental de Raymond Depardon. Todo el elenco -profesional y no- la acompaña dignamente: en niño Nemo Schiffman (hijo de Bercot y nieto de Susanne Schiffman, brillante colaboradora de François Truffaut), el artista plástico Gérard Garouste, Claude Gensac como su madre, la cantante Camille como su hija. Con un final edulcorado que no se merecía y con una banda sonora algo subrayada, Ella se va no deja de ser una pequeña y agradable película a la cual se le terminan perdonando sus lugares comunes.