No sé si me quiero casar, ¿y usted? Una Familia Gay se mueve en una rara zona que va del documental a la ficción, donde los pasajes son sutiles y están muy bien logrados. Maximiliano Pelosi, director, guionista y protagonista de esta película, es gay, y a raíz de la aprobación de la Ley de Matrimonio Igualitario, se pregunta sobre la validez (legal, moral, social y filosófica) del casamiento entre personas del mismo sexo. Pelosi cuestiona esta ley a la vez que la celebra, pero también se detiene en las reformas que se hicieron sobre el Código Civil, todo desde una perspectiva personal y fresca. Poniendo en tela de juicio las convenciones sociales que conllevan a que una pareja quiera legalizar su unión ante la ley; convenciones que pueden llamarse Hollywood o presiones familiares. De ahí a polemizar sobre la adopción homoparental, los derechos hereditarios de los cónyuges y sobre la concepción misma de familia, hay sólo un paso. Pelosi se mueve de forma inteligente (teniendo a disposición la posibilidad de casarse legalmente, se pregunta si realmente quiere hacerlo), se muestra didáctico (por momentos demasiado, pero para aquellos que no estén familiarizados con el tema, una puesta al día es bienvenida), se pone controversial (por caso, una escena de sexo gay casi explícita que genera una sana ruptura en el fluir de la historia) y se deja ver valiente y sincero, mostrando sus defectos y virtudes, tanto como persona como director. Ficcionaliza su propia vida y es desde este punto de partida que la película encuentra su forma de discurrir sobre los tópicos antes mencionados. Recopilando testimonios de amigos, parejas y representantes de instituciones religiosas y legales (visita a un cura, va al casamiento de unos amigos, consulta a su hermana abogada), Pelosi se pregunta si una pareja homosexual reconocida por la ley no es en realidad una imitación de una heterosexual; si la búsqueda de este reconocimiento legal y social no es sino un resabio de lo que tantas películas hollywoodenses han dejado en nosotros como consumidores occidentales. Se pregunta qué es en realidad una familia, si algo heredado o una construcción. O mejor, una elección. Se plantean muchas preguntas que quedan flotando en el aire, para que el espectador también se cuestione a partir de qué parámetros vive su sexualidad y sus elecciones civiles. Una Familia Gay es una película por demás interesante, previsible por momentos y excesivamente educativa en otros, pero que pone cartas jugadas y actuales sobre la mesa, temas vitales y necesarios de discusión. Enhorabuena.
Reina de corazones rotos En el principio fue María Antonieta (Marie Antoinette, 2006, Sofía Coppola) y La Reina (The Queen, 2006, de Stephen Frears), luego vino El Discurso del Rey (The King’s Speech, 2010, Tom Hopper), y ahora tenemos a Princesa Diana (Diana, de Oliver Hirschbiegel), en el medio debe haber muchos ejemplos más (The Iron Lady de Phyllida Lloyd, por ejemplo) pero estas deben ser las más qualité y las más oscarizables de una lista de películas que últimamente se han dedicado a retratar con indulgencia y mucha –demasiada- corrección política a la monarquía. Oliver Hirschbiegel ya había intentado abarcar la vida, o al menos un momento, de un personaje histórico célebre (o no tanto) en La Caída (Der Untergang, 2004), aquel biopic que reflejaba los últimos días de Adolf Hitler. Los usos y costumbres indican que los biopics sirven para mostrar la vida, con sus alzas y bajas, y el costado menos conocido, de personas harto populares o famosas. También sirven para aplacar el morbo y el deseo de la gentuza por saber más y más sobre figuras mediáticas cuyas virtudes son, cuanto menos, dudosas. En La Caída, Hirschbiegel se tomaba ciertas licencias, como mostrar a Hitler encerrado en su bunker, dubitativo, esperando la llegada de los aliados, como si fuera un pobre viejito que no sabe dónde está parado, decisión curiosa pero valiente, la de intentar no caer en el cliché de retratarlo como a un monstruo despiadado (que no quita las atrocidades que sí cometió) sino como a un ser humano con incertidumbres y cavilaciones, como cualquier otro. Ahora, esto mismo no ocurre en Princesa Diana, Hirschbiegel cae en todos y cada uno de los lugares comunes de un típico biopic. Si bien la película cuenta los últimos tres años de Lady Di, a partir de la separación con el Príncipe Carlos, y la relación secreta que mantuvo con un ignoto cirujano pakistaní, nunca sale de la imagen que las masas y los medios se armaron de Diana. Aquella imagen que dice que la princesa era puro amor y solidaridad, una mujer misericordiosa que velaba por los pobres y necesitados del mundo, sufriente por el acoso de la prensa y los paparazzi, especialmente. Pero, en el film, todo está contado dentro del marco de un culebrón-a-la-mejicana, con sus dimes y diretes y sus idas y vueltas. Naomi Watts hace lo esperable en su interpretación de Diana: una mímesis correcta de los mohines, los movimientos y las miradas de la princesa, sin jamás salirse de la estampita. El pobre Naveen Andrews (para los memoriosos, Sayid, de Lost), quien interpreta al Dr. Hasnat Khan, interés amoroso de Diana, la tiene más difícil, su personaje es inverosímil (aunque esté basado en una persona real) y nunca da con el tono, es como si estuviera perdido. En definitiva, Princesa Diana no viene a revelar nada nuevo sobre el mundo de la monarquía y la farándula que rodeaba a Lady Di, ni siquiera se la juega a establecer una visión un poco más arriesgada, sino que transita por caminos conocidos, incluso tímidos y pacatos (sin embargo, no ostenta pudor a la hora de mostrar a niños africanos mutilados, pero sí cuando del accidente de Diana se trata), reafirmando aquello que ya todos sabíamos, o suponíamos: que la monarquía puede ser tan aburrida que ni vale la pena una película al respecto.
Pecho Frío “Míralo. El maldito es frío como hielo. Vamos, debes sentir algo por alguien”, le dice Roy DeMeo (Ray Liotta haciendo, sí, otra vez, de mafioso) a Richard Kuklinski (el siempre intenso Michael Shannon). Es que Ritchie es imperturbable cuando de trabajo se trata, y su trabajo consiste en matar gente por encargo, de ahí su bien merecido apodo. Pero nuestro asesino a sueldo tiene sentimientos, al menos para con su familia. E incluso tiene códigos: no mata niños o mujeres. Y es leal a su empleador y amigos, al menos hasta que se sienta traicionado. Entonces, este hombre, ¿es frío o no? Esta última pregunta también se puede aplicar a The Iceman. Ariel Vromen moldea una película scorsesiana en forma y contenido (Goodfellas, en particular), jugando con el mismo tipo de elipsis temporal, abrevando en el nuevo cine norteamericano de los setenta, aquel de De Palma, Coppola, Friedkin y el ya mencionado Scorsese, donde la violencia seca, parca, era una marca de estilo y no un regodeo gratuito, donde los personajes de moral ambigua eran retratados solapadamente. Pero esto no quiere decir que aquel cine fuera frío, todo lo contrario, eran películas calientes, viscerales y, sobretodo, estaban vivas. The Iceman retoma aquel espíritu (inclusive transcurre entre la década del sesenta y la del ochenta) pero se queda en medianías, propone seguir el derrotero de Ritchie, su ascenso y caída como sicario dentro del mundo del hampa, y sin embargo elige mostrar su costado más “amable”, su vida familiar y algún breve flashback que pudiera dar a entender los móviles psicológicos del matón, debilitando los puntos fuertes del argumento. En este sentido, quizás, The Iceman se empariente más con Chopper (Andrew Dominik, 2000) o Bronson (Nicolas Winding Refn, 2008), donde el submundo del crimen sirve de contexto para describir a un sociópata (dice Wikipedia al respecto: “la sociopatía (…) deriva en que las personas que la padecen pierden la noción de la importancia de las normas sociales, como son las leyes y los derechos individuales. (…) Se estima que los síntomas y características vienen desarrollándose desde la adolescencia (…). Es común que se confunda (…) con otras patologías de la misma clase, como podrían ser la conducta criminal, la antisocial o la psicopatía.”). No es casualidad que en todas estas películas las historias de estos individuos retratados estén basadas en hechos reales. Ahora, este detalle, en lugar de sumar, resta, ya que lo sobreentendido se hace explícito, perdiendo en potencia y subrayando lo obvio. De más está decir que Michael Shannon es uno de los rostros más particulares del cine norteamericano actual. Con una mirada inescrutable, esos ojos impenetrables que irradian fuego y su metro noventa bordeando la locura, siempre está punto del sobresalto, de la explosión, pero también, es justo decirlo, sabe contenerse a tiempo. Vromen aprovecha esta cualidad y la utiliza, convirtiéndola en el caballito de batalla de la película, ya que los papeles secundarios pecan de flojos o de mal elegidos. Por caso, David Schwimmer (sí, ¡Ross de Friends!) como un tonto matón que pone a todos en problemas, o James Franco en un breve cameo que más que ser funcional a la trama distrae y obstruye el avance de la historia. Sin mencionar a Winona Ryder, a años luz de sus mejores interpretaciones, o Chris Evans (sí, ¡el Capitán América!) como otro sicario despiadado. Finalmente, The Iceman falla, aunque tiene un arranque potente y una premisa interesante, sumada a una más que correcta ambientación de época y un montaje clásico que bien predisponen al espectador. Pero tanto quiere hacerse pasar por una película del setenta que da como resultado, indefectiblemente, otro film sintomático de esta época: un artefacto retro sin vida, frío, inerte. Como esos cadáveres congelados que guardan Ritchie y Mr. Freezy en ese depósito desvencijado.
Días extraños Los Elegidos abre, en la secuencia de créditos, con un montaje suave, una concatenación de planos y situaciones de los suburbios norteamericanos. Niños jugando en la calle, hombres lavando sus autos, mujeres haciendo las compras, perros retozando al sol, banderas yanquis. Y el cierre de esa secuencia inicial es con un travelling horizontal delicado que muestra todas y cada una de las casas que son, ni más ni menos, una igual a la otra (y una al lado de la otra), pequeños y medianos chalets de dos plantas con puerta y ventana al frente con el garaje a un lado. Los Barret son una familia típica blanca de clase media algo acomodada, estereotipos de un modelo que la sociedad norteamericana gusta de exportar: papá, mamá, padres jóvenes-adultos profesionales con dos hijos varones, un niño y un adolescente. Pero sucede que algo no estaría funcionando del todo bien dentro de la maquinaria aceitada capitalista. Papá y mamá no tienen una vida sexual activa; papá no consigue trabajo y teme por el bienestar económico de su familia; mamá, que vende propiedades deterioradas, se despierta por las noches para ver a sus hijos dormir, y los niños no terminan de integrarse entre sus amigos. De repente, cosas extrañas empiezan a suceder dentro de la casa de los Barret, intromisiones que no parecen provenir de agentes externos como en un primer momento creían sino desde el corazón mismo de la familia. Miedos externalizados, fantasías de la privacidad violada, paranoia y terror a la mirada acusatoria del otro. Se suele decir que la normalidad de un comportamiento está vinculada a la conducta de un sujeto que no muestra diferencias significativas respecto a la conducta del resto de su comunidad. Pero, ¿qué sucede cuando el comportamiento de este sujeto empieza mostrar desavenencias con el resto de la comunidad? En general, esta persona suele ser aislada. Como paulatinamente les sucederá a los Barret. Dentro del marco de una historia de género, una de invasión de extraterrestres en este caso, más cercana a Invasion of the Body Snatchers (1956, Don Siegel) antes que a Independence Day (1996, Roland Emmerich), Los Elegidos toma todos los elementos característicos de una típica película de terror o de ciencia-ficción, incluso coqueteando con los lugares más comunes de las producciones de los últimos años (cámaras de seguridad registrando el paso de las horas y la intimidad del hogar, niños que hablan con entidades para-normales y plasman el contacto en tétricos dibujos, etc.), para darlos vuelta y resignificarlos. Construyendo una pequeña historia, con personajes poco especiales (como efectivamente les dice un especialista en aliens en la película), el director Scott Stewart se las arregla para filtrar una visión oscura sobre el american way of life, como ya ocurría en Take Shelter (2011) de Jeff Nichols. Sin estridencias, subrayados u obviedades, dejando puntos ciegos donde el espectador se ve obligado a completar esos vacíos con sus propias experiencias y bagaje. Por caso, el derrotero interno del joven Barret (¿alguna coincidencia intencional en el apellido con el gran Syd Barrett?) que, atravesado por los conflictos de la adolescencia, sobre el final sufre de inexplicables e inquietantes visiones. O esos perturbadores primeros planos, que se acercan muy lentamente a los rostros confusos, demandantes de explicaciones, generando más extrañeza. Sin dar respuestas claras (“la invasión ya sucedió”, dice el alien expertise), la película fluctúa entre una historia ordinaria sobre extraterrestres (aunque aquí no se termina de definir si los visitantes son hostiles o amigables, o incluso si existen) y una crítica socio-política que desnuda las fallas de una sociedad en continuo desmoronamiento (la crisis económica, la proyección de algo que uno no es, y los malestares, que fueran cuales fuesen, siempre -SIEMPRE- parecen resolverse con armas en los EE.UU.). Pero es en esa nebulosa donde la película gana en ambigüedad, en profundidad, convirtiéndose en una rara avis dentro una cartelera de cine cada día más previsible.
Rareza espacial Una vez más, Alfonso Cuarón hace una apuesta imponente y personal dentro del mainstream hollywoodense. Gravedad es una película que hace uso de las mismas armas que los mega-tanques utilizan jueves a jueves para bombardearnos e inundar las salas sin dejar espacio para otras propuestas. La diferencia radica básicamente en el por qué y en el cómo. Cuarón es un obsesivo de las tecnologías aplicadas al cine y siempre se ha distinguido por su virtuosismo y sus portentosos movimientos de cámara, encuadres y montajes, sin descuidar a sus criaturas, tratando de acompañarlas en sus tortuosos viajes (recuerden a los amigos de Y tu mamá también [2001], al personaje de Clive Owen en Children of Men [2006], a Finnegan Bell [Ethan Hawke] en la adpatación de Great Expectations [1998] de Charles Dickens, o al mismísimo Harry Potter en El Prisionero de Azkaban [2004]). Tarea difícil y solitaria si las hay, ya que hoy en día es cada vez más raro encontrar directores que trabajen en este nivel de producción manteniendo la sensibilidad y preocupación por los personajes, dedicados a los detalles técnicos sin descuidar aquello que los convocó en primer lugar, la historia. Take the pain away Getting strong today (Ladies and Gentlemen, we are floating in space, Spiritualized) En el espacio no hay sonido dicen, tampoco hay gravedad; es, ni más ni menos, por supuesto, un océano negro plagado de estrellas, gases, asteroides y nebulosas, prueba concreta de nuestra pequeñez frente al cosmos. Resulta raro que uno, cada vez que mira hacia arriba, hacia el cielo, no pueda percibir al universo en su verdadera magnitud, de lo diminuto que somos en realidad y del misterio insondable e inconmensurable que nos rodea. Cuarón ubica a tres personajes flotantes en los límites de nuestra atmósfera y les proporciona la posibilidad de adentrarse en ese mar oscuro y enigmático, no sin incertidumbres, claro está, pero sí con la probabilidad de encontrar cierta paz, o calma al menos. Con puntos de referencias cinematográficas bastante obvias y un final por el que Terrence Malick sería capaz de venderles cocaína a las monjas, Cuarón presenta a la Dra. Ryan Stone (Sandra Bullock, decidida a reencauzar su carrera) casi como si fuera el Dr. Bowman (Keir Dullea), aquel científico de 2001: A Space Oddissey (1968, Stanley Kubrick) que luchaba contra HAL 9000, la computadora/nave que de repente adquiría libre albedrío, con la diferencia que aquí, la Dra. Stone, secundada por el piloto Matt Kowalski (George Clooney), una especie de gurú-cowboy-espacial que irradia sabiduría y tranquilidad, debe vérselas con el mismísimo firmamento espacial y ante su vacío tan temido. Es que la premisa principal de Gravedad gira (y flota) alrededor del desasosiego que produce la falta de punto de anclaje, tanto físico como espiritual, el horror vacui, en el sentido más literal de la palabra. I’d show them the stars and the meaning of life. They’d shut me away (Subterranean Homesick Alien, Radiohead) La primera hora de película es de una belleza apabullante y el uso del sonido es soberbio. A partir de un plano secuencia inicial hipnótico que dura diez minutos, los protagonistas, en especial la Dra. Stone, se ven sumergidos en sus propios miedos y terrores más íntimos (a la manera de, sí, Solaris [1972], de Andréi Tarkovski). Pero, lentamente, tanta magnificencia va perdiendo potencia, y, a fuerza de repetición, Cuarón transforma esta pequeña odisea espacial en algo reiterativo, en una película de supervivencia (como, sí, otra vez adivinaron, Náufrago [Cast Away, 2000] de Robert Zemeckis), donde las pequeñas catástrofes que se suceden una tras otra son bastante similares entre sí. Es de esta manera que Cuarón deja pasar la oportunidad de concretar una hermosa fábula metafísica y toma el camino de una desabrida metáfora new age. Aún así, el viaje vale la pena.
Insensibilidad pop “Sí, sí, que gracioso, me estoy cagando de la risa. Estos argentinos son medio pelotudos”. Esto es lo que dice Pablo (Abril Sosa: sí, el ex Catupecu Machu y ex Cuentos Borgeanos) en una fiesta, a pocos minutos de comenzada la película y, no sin motivo, recibe una reprimenda de Valeria (Carla Quevedo), su novia. Esa breve línea bien podría resumir y darnos una idea sobre el espíritu de Abril en Nueva York, ópera prima de Martín Piroyansky. Se le agradecen las pocas pretensiones a esta comedia romántica de corte indie, que cuenta la historia de esta pareja de jóvenes argentinos intentando sobrevivir en la meca del imperio capitalista, summum de las referencias pop, la ciudad de Nueva York. Pero sucede que la superficialidad y la chatura de los personajes es tan exasperante que el espectador (aquí tengo que asumir el rol de espectador y no extenderlo al lector: cada uno sabrá qué es lo que le pasa con la película) es repelido antes que atraído. Esta superficialidad en los personajes es un elemento buscado y trabajado, pero llega a niveles irritantes y muchos pasajes, los pretendidamente más cómicos, no terminan de funcionar. Dicho mal y pronto, no son graciosos. Delineados a partir de los detalles y de las banalidades que los rodean (la ropa, la música, los bares híper-cool a los que van), Pablo y Valeria atraviesan algunos (pocos y triviales) conflictos de pareja; más que nada Pablo, que es un seudo-músico irresponsable que ni siquiera sabe cantar o tocar su guitarra y mucho menos conseguir y mantener un trabajo; mientras que Valeria trabaja en un restaurante, estudia teatro y se debate entre Pablo y Ben (Matt Burns), quien se presenta como la posibilidad de un futuro algo más brillante y estable. Quizás la frase de Pablo, la que utilicé para abrir esta nota, sea una especie de mecanismo de defensa por parte de Piroyansky ante las críticas negativas que pudieran caerle a la película, una suerte de paraguas anti-crítico; pero lo cierto es que tanto Abril Sosa como Carla Quevedo (de quien hay que destacar su belleza y fotogenia) están sobreactuados, como si fueran instrumentos desafinados dentro de una orquesta, ya que sus líneas son recitadas a los gritos y de forma histérica. Entonces, la historia de estos chicos de clase algo acomodada, que no avanza ni retrocede, no resulta atrapante ni significativa, ni siquiera como pequeño artefacto pop de culto.
La soledad desespera Todo comienza con una venta de garaje, ese tipo de actividades tan propias de la sociedad norteamericana que, aunque jamás hayamos visto, realizado o visitado alguna, nos resulta tan familiar (un equivalente serían las ferias americanas, pero hasta ahí nomás), donde Jane/Tess (la jovencísima Dree Hemingway, hija de Marion) le compra un termo a Sadie (la formidable debutante de tan sólo ochenta y ocho años Besedka Johnson). Los días de Jane fluyen, o se diluyen, mejor dicho, entre video-juegos, amigos y drogas. Días que son inundados por un sol tan radiante que inunda e invade todas las casas de Los Ángeles, un poco en contraste con ese halo de oscuridad que tiñe las vidas privadas de los personajes de Starlet, de Sean Baker. A raíz de un fortuito descubrimiento (como lo deben ser todos), Jane se siente compelida a visitar una y otra vez a Sadie, desarrollando lentamente una cierta afinidad hacia la ceñuda anciana. Ambas cargan con secretos y dolores que les pesan, como una cruz; pero es en esa zona, donde está extraña relación se mueve, que encuentran poco a poco un alivio. Baker se acerca al mundo de Jane, a esa juventud vacilante, con falta de motivaciones y de convicciones firmes, sin prejuicios, mostrando a los jóvenes como son: algo torpes, vanidosos, frívolos y, porque no, insufribles. Un poco como lo hace Sofía Coppola en sus películas, especialmente en Adoro la fama (2013, The Bling Ring, que tantas voces negativas ha encontrado). Con una puesta etérea, plena en colores pasteles, tomándose su tiempo, entre silencios y pausados movimientos (de cámara y de sus personajes dentro del cuadro), para construir y desplegar los matices que conforman una relación que va más allá de intereses pasajeros o efímeros. El elemento disruptivo, claramente, es Sadie, una anciana que desencaja con el resto del universo donde se mueve Jane. Una mujer triste y algo enojada con el mundo, que parece una versión más decadente y realista del mito de Greta Garbo o de aquellas divas del cine clásico americano que pasan sus últimos días en el ostracismo. Como si fuera arrancada de otro tipo de historia e insertada en esta fábula de sordidez pop. Pero Jane encuentra en Sadie un refugio familiar y Sadie encuentra en Jane una forma de consolar viajas pérdidas. Buscando salvarse mutuamente de los avatares del mundo moderno y de los demonios personales. Starlet se erige como una oda a la amistad “verdadera”, aquella que se construye con tiempo, con silencios, con paciencia, con indulgencia, y avanza lenta pero firme, plácidamente (con excepción de una escena en particular que rompe un poco el clima y que es algo gratuita), encontrando en los tiempos muertos pequeños momentos de epifanía. Convirtiendose así, en la pequeña gran revelación de lo que va del año.
El amigo alemán Laboratorios, ensayos y teorías genéticas, niños crueles, amores púberes, nazis en la Patagonia, espías secretos, muñecas tétricas que funcionan como analogía tanto de los laboratorios de Auschwitz como de la creación de una raza sin defectos, los cambios naturales del cuerpo de la mujer (tanto en niñas como en adultas), el silencio y la complicidad de una comunidad entera, embarazos de gemelos, etc. Todo esto es Wakolda (2013), la última película de Lucía Puenzo, hija de Luis y directora de XXY (2007) y El niño pez (2009), películas con las cuales comparte cierto universo conceptual que iría desde la identidad de género hasta la obsesión por la genética y la exploración del cuerpo femenino. De las tres películas de Puenzo, se puede decir, sin temor a equivocarnos, que éste es su mejor film a la fecha. XXY y El niño pez sufrían de cierta pesadez, solemnidad y desmadre en la resolución de sus conflictos que nada tenía que ver con el clima propuesto inicialmente. En este caso también hay desmesura, pero ya desde la premisa, que parte de la original e hipotética idea de que Josef Mengele está huyendo y escondiéndose en Bariloche. Idea no tan descabellada, pero tampoco probada, de que la Argentina habría sido un paso previo antes de llegar a Paraguay y terminar sus días en Brasil. La Puenzo tiene un gran manejo del suspenso y teje una lenta pero escalofriante relación entre un Mengele (Álex Brendemühl) que anda suelto por la Patagonia y la pequeña Lilith (Florencia Bado), niña de unos doce años pero que aparenta nueve. Los momentos más intensos son aquellos donde la acción trascurre puertas adentro, cuando este hombre se muestra interesado por la pequeña y su madre embarazada (Natalia Oreiro). Quiere estudiarlas, proveerles de cuidados y atenciones médicas pero sus intenciones nunca son transparentes ni tranquilizadoras, especialmente cuando no se sabe si sus pretensiones son del orden de la ciencia o de lo sexual, algo de lo cual el padre (Diego Peretti) parece intuir. Uno de los grandes defectos que tiene la película es la fijación del punto de vista, que en todo momento, o al menos hasta tres cuartas partes de la historia, es llevado por Lilith y, en algunos pasajes, por su voz en off. La propuesta es ver a través de sus ojos a este sujeto aterrador, pero Puenzo traiciona este planteo en pocos pero significativos momentos y, especialmente en el final, donde se abandona la premisa inicial, claramente la más interesante, para derivar, en sus últimos quince minutos, en una apretada película de espionaje internacional, abandonando a Mengele, a Bariloche, a su comunidad y a la joven Lilith, sin darle siquiera la posibilidad de cerrar la película como correspondía. Y, como decíamos, la relación entre Mengele y Lilith es, lejos, la línea argumental más interesante del film, pero Puenzo, quizás no tan segura, decide meter más tramas y subtramas, debilitando y diluyendo la línea principal, llevándose varios personajes por delante y dejando pasar la oportunidad de construir una gran película.
Copia No Certificada ¿Por dónde arrancar? Este pastiche es un híbrido mutante de géneros/estéticas, una licuadora donde entra todo, se revuelve y sale en forma de… no se sabe, probablemente ni RZA lo sepa. Es que RZA falla montando un plano atrás de otro, falla dirigiendo a los actores (fallar con los actores en una película que se pretende clase B ya es demasiado), falla con una historia insípida e insulsa, falla emulando referencias y haciendo citas. El ejemplo más cercano al tipo de proyecto que El Hombre de los Puños de Hierro quiere ser son las películas de Quentin Tarantino y Robert Rodríguez, objetos paródicos a la vez que declaraciones de amor hacia un cine olvidado, hacia géneros bastardos y marginales. La única forma de hacer una buena película de kung fu o blaxploitation o gore, es habiendo consumido y entendido a esos géneros. Es montar una broma sabiendo que uno forma parte de esa misma broma, es decir, no reírse desde afuera. Se nota que RZA ha visto muchas de esas películas (RZA formó parte, durante muchos años, de Wu-Tang Clan, grupo de hip hop que se aventuró a mezclar la cultura gangsta-rap con el imaginario de las películas de kung fu de los setenta) y que su atracción es genuina. También se nota que tiene todo a disposición, que cuenta con los medios, con los contactos, con el presupuesto y, por extraño que parezca, el presente, este momento, donde estos artefactos retromaníacos (Simon Reynolds dixit) están a la orden del día y son bien recibidos. Sin embargo, hay algo que estaría faltando. La trama dice que Blacksmith (RZA) es un herrero que trabaja en Jungle Village, un lugar salvaje dominado por varios clanes que se disputan el territorio. El gobernador encarga a uno de los líderes de los clanes que traslade una x cantidad de monedas de oro de A a B, pero el mismo es traicionado. Aquí entran en escena otros clanes, emisarios del gobierno (un Russell Crowe desaforado y, lejos, lo mejor de la película), prostíbulos, madamas (Lucy Liu, una sombra de su O-Ren Ishii en Kill Bill), flashbacks que tienen a Pam Grier, a Gordon Liu, más subtramas, más personajes y ya no me acuerdo que más. En algún momento de toda esta ensalada uno va perdiendo la atención y ya deja de importarle lo que está sucediendo en pantalla. Amén de las escenas de acción y de pelea, que deberían tener un lugar de preponderancia, están resueltas pesimamente, con poco ritmo, casi desganadas. Falta imperdonable en las películas de artes marciales. Las peleas están filmadas con planos cortos, con un montaje nervioso, negándole y escatimándole al espectador la posibilidad de disfrutar de, justamente, lo más importante en este tipo de películas. Para colmo, RZA se dio el gusto de contar entre sus actores a Rick Yune, Andrew Lin, Byron Mann, y hasta campeones de artes marciales mixtas como Cung Le y David Bautista, lo que hace más patética a su película, ya que se hace inexplicable que acuda a efectos digitales de muy mala calidad, a cables, a coreografías torpemente diseñadas. Pero eso no sería nada si detrás de esta paparruchada hubiera un corazón latiendo, algún tipo de sensibilidad. RZA quiere jugar al meta-discurso pop, planteando una historia de clanes enfrentados, con toques de wuxia, chambara, tintes gore y todo filtrado a través del blaxpoitation. Sí, claro, Tarantino ya lo hizo, ¿por qué no iba a poder repetirse? Será porque Tarantino curtió ese cine, sus códigos, que entiende de qué va y tiene ideas claras sobre cómo y dónde plantar una cámara. Claramente, lo de RZA suena a capricho, consiguió que su amigote Tarantino (para quien musicalizó Kill Bill vol. 1 y vol. 2) le dé su apoyo y que Eli Roth le produzca y lo ayude con el guión (lo que, por supuesto, no es garantía de nada, ya que Eli Roth dista mucho de ser un director interesante), pero lo cierto es que no alcanza, no llega, es una vil imitación, un coletazo, un resabio. En Copie Conforme (Abbas Kiarostami, 2010), el protagonista arriesga una teoría que dice algo así como que en el mundo del arte la copia supera al original, acaso pensando en que la vida imita al arte o viceversa. En el caso de los géneros, Tarantino y Rodríguez ya demostraron que con inteligencia (y amor sobretodas las cosas) una copia de algo ya constituido puede, claramente, ser tanto o mejor que el original. Pero RZA parece no suscribir a la idea que Kiarostami sugiere en su película y opta por el camino inverso, es decir, que toda copia, al ser consciente de su naturaleza de imitación o reproducción de un original, no puede alcanzar un estado de plenitud ya que es, y solo será, una imagen especular. Por supuesto que RZA no debe ni conocer el cine de Abbas Kiarostami, pero este concepto venía a mi cabeza una y otra vez al ver El Hombre de los Puños de Hierro: que sin proponérselo RZA no pudo hacer una película disfrutable porque sabía que estaba haciendo una imitación. Tarantino (y tantos directores más) no sufren de esta culpa, al contrario, sino que la transforman en una virtud y en pie de apoyo para su obra. Por lo tanto, podemos concluir que donde unos ven el vaso medio lleno, otros se ahogan.
Dial C for Crap A esta altura, la labor de Ricardo Darín es irreprochable. Es un gran actor, se pone la camiseta, arrastra millones de espectadores, ha configurado una especie de one-man-star-system, y es indiscutible, su trabajo lo avala. Ahora, Séptimo, de Patxi Amezcua, se pliega bastante bien al universo que Darín fue conformando película a película, aquel que coquetea con el thriller o con el policial, por ejemplo, Nueve Reinas, El Aura (ambas, obras maestras, del fallecido Fabián Bielinsky), Carancho (Pablo Trapero), El Secreto de sus Ojos (Juan José Campanella), etc. Lo que habla muy bien de la coherencia de Darín a la hora de elegir sus papeles en el cine. Sin embargo, Séptimo, no termina de fluir bien, su premisa es atrapante y sumamente atractiva, pero su desarrollo y resolución es algo (cuanto menos) pobre, fallida, y hasta exasperante. ¿Por qué sucede esto? Porque, aparentemente, se ha creído (el director, los productores, vaya a saber quién) que con un gran presupuesto, nombres importantes en el elenco (Belén Rueda, Jorge D’Elía, Osvaldo Santoro, Luis Ziembrowski), locaciones imponentes (aunque apenas aprovechadas) y un equipo técnico correcto y preciso, ya se tenía una película. Bueno amigos, esto es tan falso como que Séptimo es un buen film. Pero vayamos por partes. El gran ausente en esta producción es el suspenso, factor clave para cualquier película en general pero más para este ejercicio de estilo que es el thriller/policial. Otro que brilla por su ausencia es el guión. Se supone que estas películas gozan de un guión de hierro, sin fisuras, pero Séptimo hace un alarde calamitoso de montones de subtramas que se apilan unas sobre otras conduciendo a ningún lado y que no influyen en lo más mínimo en el devenir de la trama. Sebastián (Darín) es un abogado defensor de individuos con un prontuario dudoso (subtrama #1), padre de dos niños (hacía tiempo que no se veía en la pantalla grande chicos con tan poco carisma), recién separado de Delia (Belén Rueda, que -sin querer ser ofensivo- acusa una cirugía estética tan bochornosa que haría ver a Graciela Alfano como a una sensual mujer de unos… cuarenta y cinco años), madre de sus hijos y con quién mantiene una disputa legal por la tenencia de los niños (subtrama #2). Sebastián recoge a sus hijos, como todas las mañanas, para llevarlos a la escuela. Mientras bajan desde el séptimo piso (de ahí proviene el título del film: elemental, mi querido Watson), él por el ascensor, y ellos por la escalera, estos últimos desaparecen misteriosamente, sin dejar rastro. Sebastián, desesperado y con la ayuda de un portero (Ziembrowski) algo sospechoso pero voluntarioso (subtrama #3), y de un comisario (Santoro) con un oscuro secreto (subtrama #4), emprenden una búsqueda frenética dentro del edificio para dar con el paradero de sus hijos desaparecidos. A todo esto, Sebastián tiene que estar en Tribunales para defender en una audiencia a sus clientes, a quienes se los acusa de importantes delitos (subtrama #5). Si con esto no le alcanza, estimado lector, podemos sumarle también que Sebastián tiene una hermana que está siendo acosada por una ex-pareja algo violenta, que se la juró a nuestro abogado/héroe (subtrama #6). Pero, sí, hay más, Sebastián no es ningún santo y al parecer tiene unos cuantos chanchullos en su haber: su jefe (D’Elía) recibe mucho dinero de los sindicatos y el abogado/agobiado (Darín, quién más) que lo venía (en)cubriendo en estos asuntos ríspidos lo extorsiona a cambio de mucha plata (cien lucas verdes) para poder pagar un potencial rescate por sus hijos, no sin antes recibir una amenaza por parte de su ¿ex? jefe: “atenéte a las consecuencias” (subtrama #7). Me detengo aquí para no terminar de arruinarle las pocas sorpresas que el film le deparará al potencial espectador. Hay varias subtramas más que se acumulan a lo largo de la película y que se presentan pero no tienen ningún desarrollo posterior, por lo tanto, vale preguntarse: ¿cuál es el fin de sumar plots si no van a tener una importancia real en la resolución del relato? Es más, uno se siente algo estafado cuando sobre el final la historia gira abruptamente y devela el misterio, que hace agua por todas partes, como si todo el tiempo el director y sus guionistas nos hubieran estado jugando con cartas marcadas. Mérito de un guión caprichoso y maniqueo, que dispone elementos por toda la película para distraer pero sin un peso específico real. Amén de las múltiples y despectivas referencias sociales a las diferencias entre españoles y argentinos (el director, Amezcua, es de nuestra madre patria, vale aclarar), desde que los argentinos somos todos chantas, corruptos y con contactos non sanctos, hasta la aparición de un Taunus, auto argentino por excelencia, que lleva a nuestro abogado/apurado por toda la ciudad y la línea final de Darín: “jugamos a la Play España-Argentina”. En fin. Y todo esto, narrado con el más absoluto de los profesionalismos pero, pecado mortal, sin pasión y sin generar el más mínimo suspenso. Promediando la película a uno ya deja de interesarle lo que está sucediendo en pantalla y el acontecer de los personajes. Una verdadera lástima, ya que tanto Ricardo Darín como el resto del elenco están bastante bien y cumplen, pero, un hombre solo no puede hacer nada.