Siamo Fuori Reality (2012), de Matteo Garrone, maneja un registro raro, con un tono incierto, sin rumbo fijo aparente, siguiendo los devaneos alucinatorios del protagonista. La historia sería algo así: Luciano (Annielo Arena) atiende una pescadería en un barrio humilde de Napolés. Vive con su mujer, hijos, tías, sobrinos, hermanos, madre y suegra. Es un tipo simpático y querido por su familia, vecinos y amigos. Para salir adelante y hacerse de unos pocos pesos (euros, en este caso) lleva adelante una pequeña estafa comprando y vendiendo unos robotitos que aparentemente tienen uso culinario y que no hacen más que acentuar cierta extrañeza en el relato. De repente, se le cruza por delante la posibilidad de hacer un casting (alentado por su propia familia principalmente) para participar de una nueva edición del Gran Hermano italiano. A partir de este momento Luciano se sumergirá en una espiral descendente entregándose lentamente a sus delirios y fantasías; esto es, a la necesidad de ser alguien, de trascender, de salvarse económicamente. Lastimosamente, y sin juzgar nunca a sus personajes (que bordean lo grotesco, sí), Garrone nos muestra cómo Luciano (interpretado intensamente por Arena, actor no-profesional, actual convicto, ex-mafioso de la Camorra) descuida a su familia y se abandona a sí mismo, hundiéndose en su sillón, mirando Gran Hermano a toda hora, esperando a que lo llamen para entrar en la casa, entrando en desvaríos paranoides persecutorios, creyendo ver a gente de la producción del reality siguiéndolo en la calle, observando su comportamiento, evaluándolo como potencial participante. Haciendo uso de voluptuosos movimientos de cámara, como los dos planos secuencia que abren la película, el primero, aéreo, siguiendo a un carruaje y el que le sigue, caminando junto a una pareja que está a punto de casarse y atravesando una verdadera confluencia de fenómenos (niños, viejos, gordos, discapacitados, enanos), Garrone nos introduce a Enzo (Raffaele Ferrante), ganador del último Gran Hermano, quien se dedica a animar fiestas y hacer presencia en eventos y discotecas, siendo éste, objeto al que aspira Luciano. Es decir, un personaje del cual uno no termina de saber cuáles son sus virtudes, si es que las tiene, que es famoso por el solo hecho de haber aparecido en la tele, como le ocurriera a Luciano cuando en su vecindad se enteran de que participó en el casting (“cuando seas famoso, no te olvides de nosotros” le dicen en el bar al que siempre frecuenta). El problema de Luciano es que la llamada del programa jamás llega y su nivel de decepción, ansiedad y fastidio va in crescendo, mientras que la cámara de Garrone va cerrando cada más el plano para ir quedándose con la mirada aturdida y confundida del protagonista a medida que avanza la película. Garrone apunta sus dardos directamente a la sociedad del espectáculo, que ha terminado fagocitando la brecha entre la realidad y la fantasía (Guy Debord en su libro La société du spectacle, de 1967, dice “la declinación de ser en tener, y de tener en simplemente parecer”), distorsionando nuestra percepción y valoración propia, desatendiendo nuestras propias capacidades en pos de recibir atención por el mero hecho de existir pretendiendo destacar sin ninguna cualidad más genuina o auténtica. Pero nunca recargando las tintas o subrayando, sino matizándolo todo en el lento y reposado descenso de Luciano a sus propios infiernos privados.
El Vampiro Dormido Existe una larga tradición de grandes directores que han adaptado y se han reapropiado del mito del Conde Drácula que va desde Murnau y su Nosferatu de 1922 (a mí parecer, la mejor, lejos), a Tod Browning y Bela Lugosi (Drácula, 1931), pasando por Herzog y Kinski (Nosferatu, 1979), hasta Coppola y su barroca Bram’s Stoker Drácula (1992) y la versión de la Hammer, Drácula A.D. 1972 (1973, Alan Gibson) con el enorme Christopher Lee. A esta ilustre lista (me dejo afuera muchas más, claro) se le viene a sumar Darío Argento’s Drácula que, lamentablemente, está más cerca de Drácula, un muerto muy contento y feliz (1995, Drácula: dead and loving it) de Mel Brooks que de los clásicos antes mencionados. Y no es porque la adaptación de Mel Brooks sea mala, todo lo contrario, es divertidísima y además tiene a un Leslie Nielsen desatado e incontenible, sino porque la versión de Argento es graciosa y berreta, funcionando casi como una parodia, pero de forma involuntaria. Los decorados, hay que reconocerlo, están muy bien, las locaciones son potentes y sugestivas; la fotografía, impregnada en rojos oscuros funciona correctamente, el 3D (que, realmente, hasta el momento de ver la película me preguntaba que pito tocaba) sorprendentemente tampoco está mal, sino que hay profundidades de campo bien aprovechadas y movimientos de cámara muy atractivos, por caso, el travelling de los créditos y varias secuencias de suspenso que no conducen a nada pero que están a tono con la parte técnica de la película. Ahora, lo que no termina de cuajar es la historia, transitada millones de veces. Argento no se toma tan a la ligera como uno esperaría a Drácula, sino que se propone hacer una versión bastante clásica y moderada, incluso aburrida. Hay algunos raptos gore y de desnudos, es cierto, pero son mínimos, cuando la historia (el trasfondo sexual del mito) y la trayectoria del director italiano hubieran soportado algunos desmadres. Hay un uso casi amateur de los efectos en CGI; en algunos tramos (la mayoría) son bochornosos, pero en otros (los menos) hay imaginativas ocurrencias, como cuando el Conde hace una aparición sigilosa, primero desde las sombras y luego mostrado con lujo de detalles, convertido en ¡una mangosta gigante! Lo que sí me hizo mucho ruido, aunque fuera una marca de estilo, es el doblaje, que Argento suele utilizar bastante en sus películas. Es extraño el uso que le da, llegando a eliminar todos los sonidos directos (en una escena, que produce algo de vergüenza ajena, hay una jauría de perros salvajes emitiendo gruñidos y persiguiendo a una muchacha, pero los perros parecen más buenos que Lassie con bozal y no hacen ningún gesto con sus caras perrunas). Los únicos sonidos directos que parecieron respetarse son los diálogos de Rutger Hauer y de Asia Argento, pero el resto de los actores están pesimamente doblados y con muy poca gracia, es justo decirlo. Pero, se agradece con creces (ejem), la proliferación de pechos que con donosura desfilan a lo largo de la película. Las tetas de una tal Miriam Giovanelli (desconocida, para mí al menos, y que interpreta a Tania) tienen un impacto tal en 3D que quién escribe esto se fue pensando mucho más en eso que en las cualidades del film. No se puede no mencionar los atributos de la gran Asia Argento, hija del mismísimo Darío, que hace un despliegue tan natural como cautivador de sus peligrosas curvas, lo cual lleva a pensar: ¿cómo será el momento de la filmación cuando Darío Argento tiene que poner en bolas a su propia hija y filmarla? Pregunta perturbadora y sin respuesta, casi como la que uno se hace una vez finalizada la proyección: ¿hacía falta otra película de Drácula?
Film Capitalisme Lo que sucede con Aprendices fuera de línea (desastroso título local para The Internship) es que me vi dos horas de publicidad cuando creí que iba a ver una comedia. Sí, me reí, pero todo el tiempo me revolvía en mi butaca pensando que me estaban queriendo vender algo que no quería comprar. La idea de una mega-súper-corporación transnacional buena, cándida, que tiene como uno de sus ejes principales fomentar la diversidad entre sus empleados (tanto racial, étnica, como intelectual -ya que nuestros protagonistas distan mucho de ser personas inteligentes-, pero, curiosamente, no sexual, ya que, al parecer, no hay una sola persona gay que trabaje en Google) suena, sí, rara. Una compañía predispuesta a brindarle ese empujón que le falta a los micro-emprendimientos, pero también a las posibilidades de globalizificar cualquier producto con un mínimo de potencial (este término no existe, pero tampoco “google it”, así que no me importa, lo uso igual). Una película-publicidad, algo de lo cual, en este momento, no tengo recuerdo que se haya hecho antes, al menos no con tanta alevosía y de forma tan desvergonzada. Lo realmente sorprendente es que Vince Vaughn, uno de los dos protagonistas y un tipo con un carisma muy particular, sea el guionista y productor de esta película/aviso publicitario encubierto, y que haya convencido a Owen Wilson, uno de los actores cómicos más refinados que hay actualmente, a subirse a bordo de este bodrio cargado de clichés, escenas harto predecibles y rodearse de secundarios que no tienen nada que hacer a su lado. No es casualidad que Nick Campbell (Wilson) se vea tan agotado y agobiado, quizás sea un malestar personal que el propio actor trasladó a su personaje: Wilson despliega encanto y comicidad, pero casi en piloto automático y de forma algo distante, como ya ido, desganado. Los mejores chistes recaen sobre Billy McMahon (Vaughn, que, al ser el artífice, realmente se pone la película al hombro) y los breves, pero hilarantes cameos, hay que reconocerlo, de Will Ferrell, Rob Riggle y John Goodman. Acaso porque son estos personajes los que denotan el malestar y la degradación del mundo laboral de una forma solapada y más bien discreta: vemos en pequeñas cápsulas como estos tres personajes secundarios son consecuencias de ciertas políticas de ajustes económicos en un momento particular del mundo (llámese “crisis internacional”), donde cada uno se las tiene que rebuscar para sobrevivir, vendiendo lo que sea, desde relojes o colchones, hasta sillas de ruedas motorizadas para ancianos, todo mostrado de forma, cuanto menos, nefasta. Lamentablemente, esta punta nunca se desarrolla, se queda ahí, como una simple nota al pasar que se pierde entre tanto chiche tecnológico, un verdadero desfile de TODOS los productos Google que podemos encontrar “on the line” y que seguramente cambiarán nuestra vida (?). Es que Shawn Levy (director mercenario si los hay, capaz de hacer pelotazos como Una noche en el museo o La pantera rosa y cada tanto meter algún gol de casualidad, como lo fue Gigantes de acero) prefiere ponerse la camiseta Google y mostrar las (falsas) bondades del monstruo informático, transformándolo en la panacea del mundo laboral, en un lugar placentero donde hasta el más miope puede triunfar (¡googliness!). Olvidando, tal vez, que parte de la responsabilidad de la crisis económica actual recae sobre estos enormes grupos capitalistas multinacionales que monopolizan y abarrotan el mercado (google maps, google +, google earth, google wallet y muchísimos productos google-inútiles más), generando enormes vacíos donde lentamente se hundirán aquellos que no puedan subir a su barco, es decir, los desclasados, las minorías, los que no le sigan el juego a las marcas (Facebook, Twitter, Instagram, etc.), o las pequeñas compañías que andan por ahí intentado subsistir a la sombra de estos gigantes. Que conste que la película en ningún momento se propone hacer la misma lectura crítica que estoy haciendo aquí. Simplemente se dedica a contar una historia ya transitada (unas mil veces más o menos), sin mucho oficio en realidad, con groseros errores de continuidad, personajes mal desarrollados (todo el team lyle tiene sabor a poco, cuando no insulso) y un devenir caprichoso, intereses románticos forzados y un final que roza lo vergonzoso. En definitiva, y a modo de recomendación, hagan con esta película lo que suelen hacer con los spams (publicidad no deseada): envíenla a la papelera de reciclaje.
MUJERES BELLAS Y FUERTES Diálogo trasnochado entre dos redactores. Juan: Viola (María Villar) recorre la ciudad en su bicicleta entregando películas truchas a domicilio. Cecilia (Agustina Muñoz) y Sabrina (Elisa Carricajo) actúan y luego ensayan un fragmento de Noche de Reyes de William Shakespeare. Viola se encuentra con Cecilia y con Ruth (Romina Paula), quienes le enseñan cómo detectar si lo que tiene con su novio es un amor verdadero. No ocurre mucho más, pero sucede que lo interesante está depositado en el cómo, no tanto en el qué. Viola (2012) es parte de una serie de trabajos que Matías Piñeiro se propuso realizar a partir de la obra del dramaturgo inglés, sin correrse de sus obsesiones recurrentes. En todas las películas de Piñeiro el rol principal le corresponde a las mujeres, pero no solamente eso, sino que sus películas son femeninas, respiran un (para ser un poco mersas, sí) perfume a mujer. Tiene una sensibilidad especial y una ambición que es poco frecuente en el cine nacional. Paula: Lo que sucede es que en determinados tramos de la historia se genera una cierta distancia entre los personajes y el espectador. La trama gira en torno a las relaciones humanas, los encuentros, aparentemente casuales (o no tanto), la duda, la confusión, la atracción, el deseo, etc. Temas cotidianos pero que el director necesita, o decide, ubicarlos dentro del enfoque de textos clásicos, y es ahí donde la empatía que uno necesita sentir al mirar una historia no se genera. Y los personajes, próximos en edad, ubicados en la misma ciudad en la que vivimos, con esquinas y calles reconocibles, terminan siendo ajenos. Piñeiro parece querer rescatar en primer lugar la idea de las relaciones personales, marcando pinceladas, dejando lugares abiertos; y eso es interesante, pero a la hora de conectar con estos personajes probablemente algunos se queden afuera. Tampoco hay nada malo en eso, claro, pero sucede. La frialdad que marca la “no empatía” podría venir de la mano de la reflexión, pero tampoco siento que sea el caso. Es una película difícil de digerir, hay que dejarla decantar durante un tiempo, ir desmenuzándola y probablemente recurrir a mayor información para poder apreciarla. La pregunta sería si esto es necesario para poder apreciar una buena historia. Juan: Es un cine intelectual y me parece que no se avergüenza de eso, sino que, haciendo pie en esto, se eleva, se potencia. Es elitista quizás, pero está bien, no es pretencioso al menos. Tiene un estreno reducido y va apuntado a un tipo de público más bien entendido, que sabe lo que está viendo. Habiendo dicho esto, no creo que sea frío, Viola tiene un encanto ingenuo que hace disfrutable su derrotero a lo largo de la ciudad y en el encuentro final con su novio. Las referencias literarias solamente dan un marco, o mejor, un punto de anclaje, donde no hay tantas diferencias como uno creería entre las comedias shakesperianas y los devaneos románticos de estos personajes. Un poco a la manera de Rohmer, o, más acá en el tiempo, a Linklater, pero blanqueando los intereses conceptuales del director, que van desde problematizar la representación o la adaptación, hasta los escarceos de estos jóvenes en busca de un amor. Paula: ¿Entonces no cabe la posibilidad de ir a verla de manera ingenua? De por sí necesitamos saber de antemano que es un cine “para pocos” (intelectuales) y tendríamos que tener en mente los textos fundamentales de Shakespeare para sacarle el jugo a la historia. ¿Qué hacemos los que preferimos ir despojados a ver una película? Bueno, quizás esta historia no sea para nosotros. Pero más allá de las referencias y el contexto literario, a los personajes les falta profundidad. Es verdad que Viola, a quien seguimos a lo largo de la película, es el personaje al que más nos acercamos, porque es el personaje que más se aleja de aquellas “representaciones shakesperianas”, la que va por la ciudad perdida, la más real (?). Sí, ella tiene un “encanto ingenuo”, el mismo tipo de ingenuidad que a mí me gusta tener cuando voy al cine… Juan: En lo que respecta a este tipo de películas, se da por descontado que uno no cae en estas proyecciones sin saber qué es lo que está por ver. Por ende, es lógico razonar que este prototipo de espectador tiene un cierto bagaje o una preparación previa (aunque éste quizás sea un término poco feliz), detalle en el que se apoya toda la obra de Piñeiro. Cuenta con un tipo de espectador preparado, al que no subestima y en quien confía. Y lo que llamas “falta de profundidad” en los personajes en realidad es un link directo al universo de Shakespeare, donde sus criaturas entraban y salían de escena sin mayor desarrollo, sobre todo en las comedias; por lo tanto, es algo inherente al espíritu de la obra original. Particularmente no es algo que me moleste demasiado, en todo caso, el disfrute reposa en las idas y vueltas, en los enredos, en las confusiones y, en última instancia, en las conspiraciones que se tejen alrededor de los enamoramientos. Paula: Quizás mi problema sea que dejé a Shakespeare olvidado entre los libros del secundario hace unos cuantos años (lo confieso) aunque no por eso me considero una espectadora fácil de complacer. Viola no tocó los nervios que hacen que una historia me movilice de alguna manera, ya sea física, emocional o intelectualmente y todavía no logro entender el porqué. Probablemente entremos en terrenos personales que nada tienen que ver con la calidad de la película, pero en última instancia para eso estamos, para dar nuestra propia y única mirada sobre la obra, más allá de estar empapados o no en la bibliografía de turno.
ACERCA DE METEGOL Y DEL CINE DE CAMPANELLA, DE CÓMO QUEDÓ TRUNCO, COMENZÓ LA TRISTEZA Y UNAS POCAS COSAS MÁS Atención: se revelan finales y detalles argumentales importantes de muchas películas de Juan José Campanella. Demás está resaltar las virtudes del cine de Juan José Campanella, ya todos las sabemos: que la impecable manufactura técnica, que el alcance masivo y popular, que el alcance internacional, que el Oscar, que sus altos costos de producción (¿esto será una virtud?), que su oficio, que sus logros profesionales, etcétera, etcétera, etcétera. Pero no deja de haber algo que me hace mucho ruido y tiene que ver con la construcción del mundo en el que viven sus personajes, sus códigos y el mensaje final de sus películas. Cómo si dentro de esas historias mínimas sobre el barrio y los personajes pintorescos que lo pueblan se realzara el valor de ser un anodino, un cobarde y un mezquino, de dejarse pisotear, total, nos tenemos los unos a los otros… cómo mínimo, es polémico, viniendo de un director al que no le gusta polemizar, ni dentro ni fuera de la pantalla. Ricardo Darín siempre fue el eje de cotidianidad que buscó Campanella y sobre el cual giran todas las miserias diarias; ya desde temprano lo convirtió en reflejo del espectador promedio perezoso (en Luna de Avellaneda dice “no, no voy al cine, no me gusta el cine nacional”). En el mismo amor, la misma lluvia (1999), Jorge Pellegrini (Darín) es un escritor mediocre y sin talento que se enamora de una poco carismática Laura (un extraño mérito el de Campanella: afear a Soledad Villamil y volverla irritante) y que, poco a poco, con la historia argentina de los últimos veinte años de trasfondo (y la deformación ideológica de la revista en la que trabaja), se va oscureciendo hasta tocar fondo, esto es, transformándose en un crítico de cine y teatro cínico (¡!), que lo único que necesita es amor, solución mágica a todos los problemas. En Luna de Avellaneda (2004), Román Maldonado (Darín) se va del país al no encontrar salida laboral que prospere para su familia y amigos, con el club de barrio ya vendido y resentido contra todos pero, eso sí, en un último asado con sus seres queridos y puteando a los demás. En El hijo de la novia (2001), Rafael Belvedere (sí, una vez más, Darín) vende su restaurante familiar, aquel que habían fundado sus padres, a una cadena de restaurantes españoles, solamente para comprar el bar de la esquina y quejarse del progreso, del avance de las corporaciones despersonalizadoras. Amadeo, una vez terminado el cuento que le estaba narrando a su hijo en la cama, se recluye, como todas las noches, en el garaje a jugar con su metegol. Ese es el final de Metegol (2013), luego de haber perdido el partido, el pueblo y casi el amor de su chica, el mensaje de Campanella es no abandonar los juguetes de niño, no crecer ni madurar ni desprenderse de los objetos del pasado, aceptar la derrota porque no hay posibilidad alguna de triunfo. Las referencias a Toy Story a lo largo de todo Metegol van desde que sus protagonistas cobran vida (detalle por demás curioso e insustentable dentro de la lógica de la película, ya que El Capi adquiere vida a partir de las lágrimas de Amadeo y los demás lo hacen mágica y misteriosamente) y tengan que enfrentarse a montones de obstáculos cotidianos que desde el tamaño de los protagonistas adquieren un gran nivel de peligrosidad, hasta, no una, sino dos escenas iguales entre sí que plagian el mismo momento de Toy Story 3, aquella del basural y del horno. Pero sin lograr los picos de emoción de aquellas películas porque los personajes están delineados con trazo grueso, o presentados a los apurones, sin ningún tipo de desarrollo. Por caso, todos los personajes del bar que terminan jugando ese partido decisivo y que no despiertan ningún tipo de interés porque los habíamos visto una sola vez a lo largo de la película. Podría suponer que El secreto de sus ojos (2009) es tal vez su mejor película, porque trabaja sobre el género puro y duro, es decir, sobre un policial oscuro donde sí está bien argumentado el uso del patetismo y el valor de la mediocridad (cualidades inherentes al género), en un contexto más bien amargo. Pero aún así los personajes siguen siendo esquemáticos y mal delineados, se abren muchas subtramas que nunca se desarrollan o cierran (este defecto es recurrente a lo largo de todas sus películas, al punto de creer que casi podrían ser una marca de estilo, pero no, porque es involuntario). De todas maneras es la única que escapa a esa añoranza pacata de un pasado mejor que inunda cada uno de los films de Campanella. Donde se festejan los valores de antaño en contraposición del avance de la tecnología y, ay, las corporaciones. Este punto es otra de las cosas que me molestan, ya que esa crítica hecha desde un mega tanque de alta producción, al menos para los estándares del cine local, y con la firma nada menos que de la Universal, es cuanto menos dudosa (El mismo amor, la misma lluvia llevaba el logo de la Warner). El cine de Campanella, aún empujando los límites de lo que puede hacerse aquí, es más nocivo que fructuoso, más sosaina que emocional, más especulado que visceral. Un cine “que parece que no estuviera hecho acá” (típico pensamiento timorato), pero que tampoco pareciera tener o encontrar descendencia en estas pampas. Un cine hecho para las masas, no reflexivo pero sí sensiblero.
En busca del amor perdido Nueve años separan a Before Sunrise (1995) de Before Sunset (2004), y otros nueve años más separan a Before Sunset de Before Midnight (2013). Este dato no es menor ya que el tiempo es el tercero en discordia en la pareja que conforman Jesse (Ethan Hawke) y Cèline (Julie Delpy). El tiempo y todas sus implicancias: como elemento delimitador de un espacio y un momento, como urgencia y, finalmente, como algo erosionador. Juego de seducción. En Antes del amanecer Jesse conoce a Cèline a bordo de un tren que recorre Europa, éste logra convencerla de que bajen juntos para pasar un día en Viena. La noche es memorable y rebosa de amor, pasión y seducción. Hay poetas que surgen de la nada, bartenders que regalan sus vinos, pitonisas que auguran felicidad y sufrimiento por igual. Ambos son jóvenes y se encuentran mutuamente atractivos, física e intelectualmente. El momento es idílico y Richard Linklater no tiene intenciones de arruinarles este enamoramiento (por cierto, me gustan los términos en inglés para cuando la gente se enamora: to have a crush, que bien podría ser algo así como “aplastarse”, sirve para definir ese flechazo violento y repentino de cupido; o aquel, que es más sutil y poético, fell in love, que sería “caer en amor”, literalmente), salvo por la aparición de ese maldito entrometido: el tiempo, que, como decía el nefasto Gaspar Noé en su insufrible Irreversible (2002), todo lo destruye (ya veremos más adelante si esto es tan así). Jesse y Cèline deben retomar sus respectivos viajes y continuar con sus vidas. No sin antes jurarse que volverán a reencontrarse seis meses más tarde en esa misma estación de tren donde se despidieron. En Antes del atardecer Jesse y Cèline se reencuentran, esta vez en París, pero muchos años después de aquel encuentro pactado que jamás se concretó: una serie de eventos desafortunados impidieron que nuestros tórtolos se pudieran reunir. Cada uno siguió adelante pero con la proyección (senti)mental del otro en sus propias vidas (Jesse se casó con una mujer a la que no ama y tuvo un hijo con ella, mientras que Cèline está infelizmente en pareja con un hombre al que no desea). De nuevo, el paso del tiempo y la idealización de aquella noche tienen un peso que hace insoportable la existencia de nuestros amantes. Jesse está de paso solo por un par de horas, presentando un libro que está inspirado en los sucesos de aquella noche (curiosamente, el libro se llama This Time) y Cèline va a su encuentro. La urgencia y la desesperación corroen a nuestros protagonistas por dentro (otro dato curioso: no se dan un solo beso en toda la película), la necesidad de abrazarse, de abandonarse al otro, la angustia de sentir que una línea de tiempo, donde ambos se encontraron en aquella estación de tren y fueron felices, corre en paralelo a esta miserable realidad que hace que sus propias existencias sean agobiantes. Y hacia el final de la película Linklater vuelve a regalarles un pedazo de fantasía romántica, dejando la puerta abierta para una potencial concreción de ese amor imposible. Final del juego. Si en la primera parte de esta saga romántico-filosófica se respiraba un aire a Rohmer (en especial a sus Cuentos de las Cuatro Estaciones), en la segunda a Truffaut (y la saga del inefable Antoine Doinel); en esta tercera parte, Antes de la medianoche, inevitablemente se respira a Bergman (“a veces pienso que yo respiro oxígeno y vos helio”, le dice Cèline a Jesse). Jesse y Cèline, para nuestra sorpresa, llevan algunos años casados, y no solo eso, tienen hijas mellizas. Esto quiere decir que la fantasía se hizo realidad, que Linklater cumplió los deseos anhelantes de nuestros amantes. Pero algo no estaría funcionando del todo bien… Y ahora, ¿quién podrá defendernos? En Grecia, nos reencontramos a nuestros amartelados protagonistas disfrutando el último día de vacaciones, luego de seis semanas de descanso. Jesse se despide en el aeropuerto de su hijo adolescente y la aflicción de estar separado de él lo acompañará a lo largo de toda la película. Aquí, una pequeña variante y una constante, la distancia y el tiempo que no se pasa junto al otro es determinante para definir los sentimientos, como en los films anteriores, pero el amor imposible que Jesse sentía por Cèline, y que ahora se concretó y se hizo realidad, se traslada a su hijo. Al tenerse el uno al otro y no anhelarse, el deseo, inevitablemente, fue apagándose o mudándose lentamente a otro lugar. En la primera parte de la película se puede percibir un clima similar a las anteriores entregas de la saga, es decir, hay charlas dispersas sobre temas que van apareciendo de forma casual (en la tercera escena, luego de la del aeropuerto, hay una larga sobremesa y Jesse y Cèline ya no están solos, están acompañados por amigos), pero que reflejan el estado del amor y sus continuas metamorfosis (hay una joven pareja, apasionada, viviendo el tórrido torbellino del amor; hay dos parejas atravesando los conflictos de la mediana edad, es decir, conociéndose como personas adultas; y hay una pareja de ancianos, ya de vuelta de todo, buscando la paz y la tranquilidad). De hecho, es en este segmento, luego del almuerzo, que tienen una caminata (y otra larga charla, por supuesto) junto a las ruinas griegas, en un homenaje solapado a Viaggio in Italia (1954), de Rossellini (Cèline recuerda vagamente una película europea…), instalando la idea de que la historia y la vida personal de cada uno de nosotros es tanto o más importante que la Historia misma, así, en mayúscula. Pero es ya en las últimas escenas donde Bergman se hace presente (Escenas de la vida conyugal, especialmente, y su continuación, Saraband), la discusión en la habitación del hotel es de una incomodidad pocas veces vista antes. Jesse y Cèline se disparan con munición gruesa sin dejar nada afuera: las relaciones sexuales, las infidelidades, el yo actual versus el yo idealizado del pasado, el paso del tiempo y la verdadera naturaleza del amor. Y aquí es donde Linklater baja a la realidad a nuestros queridos amantes, echándoles un baldazo de agua fría en la cara. El amor, en su primera etapa (como bien representaron Fadel, Mauregui, Mitre y Schnitman en El amor [primera parte]), es de una intensidad tan fuerte que permite sobrellevar la relación unos años más. Luego de esto, su tendencia natural es a disminuir y a reconvertirse, siendo el aprecio y el cariño la mejor de sus nuevas formas. La fantasía de reconquista, de volver a enamorarse, es desplazada y reemplazada por un proyecto en conjunto, por la construcción de una idea de familia, que es justamente lo que han hecho Jesse y Cèline. Al comienzo del film se los nota cómplices y divertidos, se conocen y se ríen de las mismas cosas, pero, tarde o temprano, el tiempo -oh miserable agente del destino-, se interpondrá entre ellos, revelando las costuras que los une. Linklater hace, entonces, su mejor y más adulta película hasta la fecha, en tanto que el tiempo (y su percepción) siempre fue una de sus grandes preocupaciones, encuentra aquí la manera más real de representarlo: el tiempo ya no es un elemento que nos apura o que nos indica nuestra fugacidad, sino, por el contrario, es algo que se ha estancado y parece no moverse, cuando en realidad sí lo está haciendo, no destruyendo todo a su paso, sino reconfigurándolo. Hay quien dijo por ahí que el final tiene un tono aleccionador, pero yo no creo eso, pienso que ellos eligen seguir juntos, a pesar del tedio y las penurias cotidianas, porque han superado la idea adolescente de un amor imaginario, han madurado y han entendido que el amor es una construcción constante y que permanentemente sufre alteraciones y cambios de forma. Como dice aquella canción tan conocida, es el amor después del amor.
Y el diablo metió la cola Una niña corretea en el campo, entre divertida y algo asustada, entre vacas, perros y caballos que corren nerviosos a su alrededor. Una pareja se sumerge en un sauna francés para entregarse a una orgía. Un hombre le da una brutal paliza a un perro. Otros confiesan sus pecados y adicciones en un grupo de alcohólicos anónimos. Un grupo de chicos (¿ingleses?) juegan al rugby. Y el diablo, mitad hombre, mitad cabrito, de rojo fluorescente y digital, se aparece a la noche en la casa de una familia mientras duermen. Así de radical es Post Tenebras Lux y el cine de Carlos Reygadas. No hay medias tintas ni grises. Muchos lo odian, otros lo aman. Reygadas nos propone acompañar a Juan (Adolfo Jiménez Castro) en un tour de force, en una espiral descendente en busca de redención y de salvación. Habiendo huido de la ciudad junto a su familia (Juan confiesa que tiene una adicción a la pornografía), se instalan en el campo, en una zona rural y pobre, para terminar descubriendo que los demonios no conocen de distancias. Aquí entra en escena El Siete (Willebaldo Torres), joven ex-adicto, ex-ladrón, que le dará una mano dentro del grupo de recuperación y que jugará un papel fundamental en la búsqueda de Juan. Veremos algunos flashblacks y algunas potenciales explicaciones, pero Reygadas prefiere que uno deduzca o intuya sensorialmente lo que ocurre. Haciendo uso de unas lentes especiales que deforman los bordes del plano y simulan una superposión de colores y formas como los espejos, Reygadas y su extraordinario DF, Alexis Zabe, generan imágenes embriagantes, voluptuosas y bellísimas, pero, hay que reconocerlo, tal vez algo vacías. Es que la duración de esos largos planos secuencia buscan alguna verdad, están a la espera de algún momento epifánico que muchas veces no llega. Y lejos, el momento más intenso en belleza y vehemencia es aquel que abre el film donde se ve a la pequeña Rut (hija de Reygadas en la vida real) correr sola, sin aparente compañía, a la intemperie junto con vacas y caballos que la doblan en tamaño mientras las nubes se cierran sobre su cabeza, amenazando con una terrible tormenta. Lentamente el plano se va oscureciendo y el título de la película se hace presente. Pero, más allá de este momento, los demás planos que pueblan el film y que son igual de virtuosos no alcanzan este nivel de dramatismo. No es que Reygadas no tenga algo para contar sino que el problema reside en cómo contar eso que le interesa. Esto sin mencionar los momentos shockeantes y perturbadores que Reygadas disfruta desplegar delante de nuestros ojos (como tantos otros directores contemporáneos como Bruno Dumont, Gaspar Noé, o Lars Von Trier sin ir más lejos). Sus imágenes son hipnóticas y bellas, sí, pero también polémicas y controversiales. Por caso, la orgia, que es de una sordidez alucinada y cautivante, pero gratuita también (en sus películas anteriores ya habían escenas gráficas de personas teniendo sexo o ejerciendo situaciones de violencia sobre otros). Carlos Reygadas forma parte de una especie de elite mimada por los festivales y la prensa especializada, pero el éxito masivo le es esquivo; a la manera de un Terrence Malick aún más salvaje y libre en las formas, el director mexicano se las arregla para conseguir que sus películas se estrenen a nivel comercial en casi todos países, generando interés y expectativa alrededor de su obra (recordemos que Reygadas ganó el premio a mejor director por esta película en el último festival de Cannes), que si bien no es redonda ni tampoco deficiente, es sintomática del tipo de cine de autor que se hace en la actualidad: uno pretencioso y algo rebuscado en la superficie, pero simple y pendenciero en el fondo.
SOBRE HEROES Y TUMBAS La pesadez y grandilocuencia que arrastra Superman: el hombre de acero es producto directo de la necesidad de Warner, Legendary Pictures y DC Comics de imponer un producto que sea necesariamente diferente de los de Sony Pictures, Disney y Marvel. Por supuesto, que el principal responsable de este tono no es otro que Christopher Nolan, el director/productor con menos sentido del humor de Hollywood. Zack Snyder, el director elegido para llevar adelante este reboot (así se denominan a los reinicios de cada franquicia), es un tipo que carga con cierta experiencia a la hora de trasladar comics al celuloide (300, Watchmen), amén de haber demostrado ser redituable y confiable para los productores y estudios. No obstante, esto no lo convierte en el indicado para llevar a Superman a surcar los cielos y abrirse paso entre aventuras de diversa índole. La operación que hace Snyder es la misma que hizo Nolan para con Batman, esto es, sumarle seriedad y pomposidad a un personaje que se dedica a pegarle a las cosas y a volar por ahí en calzones rojos. Pero lo que funcionaba en el encapotado de los cuernos, aquí puede que no esté tan bien. La primera de las cosas que no terminan de cuajar es el tiempo que le lleva a la película despegar (sí, eso fue un chiste): más de medio film es lo que le toma a Snyder mostrar a Superman en el dichoso traje azul y rojo. Antes, peleas, traiciones, amenazas, que quien te creíste, que ya te voy a agarrar, que los voy a fajar a todos, pero, claro, sin una pizca de gracia y muy, muy lento. Lo segundo, es el tono religioso imperante a lo largo de toda la película… a ver si nos entendemos, estamos hablando de Superman, ¿alguien me puede explicar porque necesitan compararlo con Jesús? Hay una idea que gira alrededor de todo el film acerca de Superman como nuestro salvador, como aquel que baja de los cielos a iluminarnos y a enseñarnos el camino… vamos, ¿en serio? Si hasta con Russell Crowe parece que estuvieran encarnando aquello de “en nombre del padre, del hijo y del espíritu santo” (el ex-gladiador, que se la pasa deambulando cual fantasma, interpreta a Jor-El, padre kriptoniano de Kal-El, alias Clark Kent, alias Superman, alias-tengo-tantos-nombres-que-me-va-a-dar-una-crisis-de-identidad). Eso sin mencionar el significado de la muerte en la película (de ambos padres, adoptivo y biológico, de los villanos, de una raza entera) que lo único que hace es sumarle más pesar y gravedad a nuestro héroe, generándole conflictos psicológicos antes que físicos. En fin, que eso no sería algo tan malo si las escenas de pelea no estuvieran resueltas a lo Michael Bay, esto es: “dos tipos se pegan, rompen todo y lo voy a filmar bien acelerado, porque eso le da realismo, aunque cinematográficamente no se entienda nada”. Lo único que se llega a apreciar (y a disfrutar, hay que reconocerlo) es que, en un acto de sana irresponsabilidad, edificios enteros se caen a pedazos, aplastando a miles de personas en el camino (en una nota para el Suplemento Radar de Página/12, Mariano Kairuz hablaba acerca de que finalmente el fantasma del 11-9 fue exorcizado con esta película, que “más de diez años después, Hollywood podía dar por terminado su duelo por el 11-S, y que ya estaba bien hacer mierda Nueva York otra vez por puro espectáculo”), y la ciudad es desvergonzadamente destruida por Superman y el villano de turno. Así llegamos a un nuevo Superman, que si bien no está mal, arrastra una pesada carga que uno no asocia con el marciano (perdón, kriptoniano) volador. Son los tiempos que corren, ¿vio estimado lector?