La revolución es un sueño eterno Espero tu (re)vuelta (2019) es una luz al final del camino, aunque este no sea el más esperanzador. A través de las voces de tres estudiantes, la realizadora Eliza Capai narra los conflictos que los tuvieron como protagonistas exclusivos mostrando un panorama amplio sobre un hecho bisagra en la historia brasilera reciente. Lucas, Nayara y Marcela son los tres protagonistas que la directora elige para narrar, no necesariamente frente a cámara, los hechos que se originaron en 2013 como un reclamo frente al indiscriminado aumento del transporte. Las protestas se hicieron sentir y el gobierno de San Pablo tuvo que dar marcha atrás con la medida. Luego los disparadores serían los recortes de las meriendas escolares y más tarde el cierre de escuelas. Ante cada atropello (en sentido figurado y literal) por parte de las autoridades, los chicos y chicas pusieron el cuerpo y lograron victorias gigantescas que solo quedaron opacadas con la victoria de Jair Bolsonaro en la última elección presidencial del hermano país. Es interesante ver cómo la directora capta a esos cuerpos en lucha y muestra la revuelta desde adentro. Las internas entre los estudiantes y la constante lucha contra una sociedad que en su mayoría parece haberles dado la espalda y cuyas frases descalificadoras repercuten y nos resultan familiares de este lado de la frontera. “Vayan a trabajar” o “sigan fumando porro” gritan los padres de unos alumnos que no pueden ingresar a la escuela porque está tomada. Escenas como esas o las de atropellos a los estudiantes porque los automovilistas no pueden circular son tan necesarias como dolorosas. La directora no escatima en imágenes de archivos y de los propios protagonistas para adentrarse en una lucha que todavía continúa. Espero tu (re)vuelta es un grito de libertad, una voz plural y general que se alza en todo el continente y va en un solo sentido: la escuela debe ser pública, gratuita, inclusiva y de calidad. Una revolución que comenzó con chicos y chicas de secundario y debe quedar en la memoria de toda la ciudadanía que día a día ve cómo sus derechos son pisoteados y se queda inmutable ante la feroz maquinaria manejada por los gobiernos de turno.
Sería una simplificación decir que Puerto Almanza (2019) es un documental sobre el último pueblo ubicado en el extremo sur del territorio argentino y las personas que eligieron ese lugar para vivir. La película de Juan Pablo Lattanzi y Maayan Feldmanreflexiona, entre muchas otras cosas, sobre la relación entre padres e hijos. Puerto Almanza es el último bastión humano antes de la Antártida. Santiago y Rolo se instalaron allí hace algunos años y no piensan irse. El primero vive de changas pero admite que no le gusta trabajar, el segundo se dedica a la pesca pese a la ausencia de una autoridad competente que reglamente la actividad y le permita vender ajustándose a la ley. Santiago se distanció de su hijo porque este se fue a Río Grande en busca de oportunidades que Almanza no brinda. “Tiene 22 años, es un pibe y le gusta salir” dice en varios pasajes de la película. Rolo, en cambio, cuida de sus cuatro hijos y lucha para que el Estado les brinde educación primaria sin la necesidad de trasladarse a la capital fueguina. Así, Recursos Naturales les presta un salón donde Juana, una maestra que debe viajar entre una hora y media y dos, les imparte clases. “El sol es una masa de fuego” dice la maestra cuando habla sobre el sistema solar y uno de los hijos de Rolo alcanza a decir que su papa es como el sol porque siempre está enojado. En lo que parecen pequeñas intervenciones accidentales, los realizadores se adentran en lo más interesante de la película: la relación entre padres e hijos. Si bien el escenario natural es preponderante y se erige como un personaje más, en Puerto Almanza lo que se destaca es cómo los padres deciden sobre su vida y esto repercute inmediatamente en su descendencia. Así como el hijo de Santiago se fue del pueblo porque no veía un futuro prometedor, Rolo asegura que sus hijos una vez que crezcan no querrán irse de ahí. En esa aseveración queda la sensación de que se trata de un anhelo propio y no de un deseo de sus hijos. De esta manera, la película de Lattanzi y Feldman posee un carácter universal que podemos encontrar en cualquier parte del mundo, por más austral que sea. Y lo que comienza como una historia sobre la vida en un lugar remoto, se torna familiar para el espectador que, sentado en una butaca a metros del Congreso, puede percibir que se habla de algo que trasciende las fronteras.
La otra magia (2018), de Leandro Bartoletti, se sumerge en las artes ocultas y las personas que mantienen viva la Abadía Aurea, una antigua casa de Boedo dedicada al estudio y la práctica del ocultismo. “Magia es la Ciencia y el Arte de causar un cambio en conformidad con la Voluntad” Con esta frase de Aleister Crowley, reconocido escritor, poeta y ocultista inglés cuya fama lo llevó a protagonizar la mítica tapa de Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, comienza el documental cuya gran protagonista es la Abadía Áurea, lugar de encuentro para los practicantes de rituales que tienen como objetivo la búsqueda espiritual. Así, la película sigue principalmente a Auric De Grey, dueño de la casa, a su amigo Erebus, sus nombres ritualísticos, y también a Luminara, Khandroma y otros miembros del colectivo. Pero lejos de concentrarse solo en “el Camelot barrial”, como De Grey llama a su hogar, el realizador devela algo que permanecía oculto para la mayoría de las personas. Aquello que sucede cuando las luces se apagan quedará al descubierto. Tal vez el misterio se revela demasiado pronto, a los pocos minutos de comenzada la película. Si bien cada rito cuenta con su lógica, luego de un primer acercamiento a la magia se muestran secuencias rituales y el suspenso que se creó con astucia en los primeros minutos se disipa con rapidez. Queda la sensación de que La otra magia podría haberse disfrutado un poco más si lo desconocido se hubiera mantenido así hasta el desenlace, que consiste en un rito completo especialmente elaborado para el documental donde la cámara oficiará de iniciado. No obstante, la película de Leandro Bartoletti quedará como un valioso registro sobre un tema que no se había explorado en nuestro cine.
Poner las cosas en su lugar La segunda película de Sebastián Díaz bien podría considerarse una continuación de su ópera prima. 4 Lonkos: vida, muerte y profanación (2019) se centra en el destino de los restos de tres reconocidos caciques y la desaparición de un cuarto luego de la campaña al desierto que diezmó a los pueblos originarios. Si en La muralla criolla (2017) se veían los engranajes de la maquinaria, aquí somos testigos de la posterior deshumanización de la que fueron víctimas. Por un minuto imagínense que los restos de un antepasado suyo reposan en una vitrina de Museo. Allí quedarían para que estudiantes y visitantes los vean a través de un vidrio, saquen una foto o comenten con sus acompañantes sobre el esqueleto que tienen delante suyo. Las sensaciones que afloran de tan solo pensar en esa situación estremecen cada parte del cuerpo. A ese espectáculo dantesco se ven sometidas las comunidades que ven cómo sus ancestros están catalogados y marcados con un número de serie como si se tratara de cosas materiales, reliquias de una civilización. Así se lo explica un líder coya al antropólogo Carlos Martínez Sarasola, una de las voces protagonistas del documental realizado por Sebastián Díaz cuyo tema central es la profanación de las tumbas en las que descansaban los restos de caciques involucrados en la defensa ante el avance del ejército argentino. De esta manera, nos adentramos en el pensamiento de Francisco Pascasio Moreno (más conocido como el Perito Moreno), fundador del Museo de Ciencias Naturales, quien se ufanaba de su amplia y variada colección de calaveras que llegaron a acompañarlo en viajes por miedo a que se las robaran. A través de textos leídos a cámara de este y otros pensadores, militares y expedicionarios entenderemos que no solo se trataba de aniquilar y diezmar a la población, sino que el plan también incluía borrar toda huella de humanidad de su cultura y reducir su legado a piezas de museo que, luego de ser estudiadas y catalogadas, sean expuestas a los visitantes. La restitución de los restos a sus descendientes es el final del viaje de estos guerreros y Díaz pone especial énfasis en la importancia de que vuelvan con sus familiares pero también en la búsqueda de aquellos que como el cacique Vicente Pincén continúan desaparecidos hasta nuestros días. 4 Lonkos: vida, muerte y profanación se destaca por su valor didáctico y, sobretodo, por imprimirle dinamismo a un tema que podría pecar de solemne. Sin embargo, a través de las recreaciones animadas del destino final de los protagonistas, el realizador logra una película interesante desde el punto de vista histórico.
Todos los fuegos el fuego ¿Cómo superar una internación psiquiátrica? ¿A qué se aferra una persona después de haber vivido algo tan traumático? Los fuegos internos (2019) indaga en la vida de tres pacientes que con sus propias palabras cuentan cómo el arte fue un vehículo fundamental para su recuperación. “Te puedo contar cómo fue la guerra sin armas” dice uno de los protagonistas de la película dirigida por el cuarteto conformado por Ana Santilli Logo, Laura Lugano, Ayelén Martinez y Malena Battista. Potente arranque de la película que en su gran mayoría es documental pero cuenta con experiencias recreadas de los pacientes antes de su internación. Los veremos en aquellos espacios que sirvieron para canalizar sus sentimientos, ese “fuego interno” al que alude el título de la película. Las realizadoras ponen especial énfasis en la relación entre Germán, Daniel y Miguel y cómo en la amistad también se encuentra la posibilidad de recuperar su vida. Sin caer en la solemnidad, con diálogos que surgen con naturalidad y, sobretodo, sin golpes bajos, Los fuegos internos explora el tema con astucia. La historia de amor que protagoniza Miguel es uno de los momentos más emotivos de la película y demuestra que el cine documental (muchas veces pasado por alto) también es capaz de transmitir emociones y generar empatía con sus protagonistas. Ya sea a través de la poesía, la carpintería, la amistad o un nuevo amor, la esperanza de no caer en la depresión y en la internación es posible. La recuperación no es inalcanzable y la película demuestra que el cine también funciona como canal para expresarse y, de paso, adentrarnos en un mundo del que se habla mucho y se sabe poco.
La reconstrucción El nuevo documental de Miguel Mato (Yo Sandro, Hambre nunca pasé) se concentra en cuatro comunidades quechuas del altiplano peruano y, específicamente, en un ritual que mantienen vivo hace cinco siglos. Qollana Quehue, Winchiri, Chaupibanda y Choccayhua son los nombres de las cuatro comunidades protagonistas de Apurimac. Año tras año renuevan un ritual que significa la unión de los pueblos que de otra manera estarían desconectados entre sí. La tradición consiste en destruir y volver a construir el puente Q`eswachaca (“puente de cuerda” en quechua). Miguel Mato elige la observación como método exclusivo y opta por no utilizar un narrador en off o centrarse en un protagonista de alguna de las comunidades. Ese es el gran acierto de la película: la cámara queda en medio de todo el proceso. Desde las reuniones previas a la ceremonia hasta la finalización de la construcción, pasando por los trabajos realizados a mano que tienen como objetivo renovar el ritual, el realizador no se impacienta y dedica toda su atención a una tarea monumental. Esa cámara coprotagonista se inmiscuye y devuelve las imágenes de lo que hasta ahora permanecía oculto. La revelación del rito es lo que hace de Apurimac una experiencia disfrutable, donde los sentidos se estimularán no solo a través de los hermosos paisajes sino también de una banda de sonido acorde que creará el ambiente propicio para contemplar un suceso extraordinario.
La violencia que habita Juan Álvarez Neme explora las consecuencias de la violencia ejercida por el hombre en este ensayo visual que recorre la naturaleza en su estado salvaje. A través de sus dos protagonistas, el viaje se extiende por los bosques de Nagasaki para finalizar en el campo, donde parece que el tiempo ha quedado detenido. La Fundición del Tiempo (2018) comienza en Nagasaki con el relato de un “Dr. de árboles” que cuenta la destrucción que sufrieron cinco ejemplares con la caída de la bomba atómica. Mediante su relato sobre el trabajo realizado recupera la memoria de la tragedia que sacudió al imperio japonés y dejó secuelas que persisten hasta el día de hoy. En otro lado, un hombre se confunde en la noche y acaricia una lechuza. Entrado el día lo vemos en su hábitat, al galope, arriando a una manada de caballos hacia su corral. Mientras que la primera parte del documental/ensayo transcurre en blanco y negro, esta es a todo color. La cámara de Juan Álvarez Neme contempla a los protagonistas en plena faena y analiza la naturaleza violenta que habita en el hombre. Desde el relato del arborista que describe las consecuencias de uno de los actos más atroces de la humanidad hasta el trabajador rural en su intento por dominar a los caballos, el realizador lleva adelante una narración hipnótica con secuencias que logran mantener la atención del espectador hasta el final.
Guardianas del mar El documental Ama-San, de Cláudia Varejão (No Escuro do Cinema Descalço os Sapatos, 2016), explora el mundo de las mujeres pescadoras de la península de Ise, en Japón, que continúan con una tradición cuyo inicio se remonta a hace 2000 años. La narración se centra en tres mujeres que, sin más que un rudimentario traje de buzo, día tras día, si las condiciones meteorológicas ayudan, descienden a recoger moluscos. Con la mínima intervención posible, Cláudia Varejão registra con minuciosidad la tarea de las tres protagonistas: desde que comienzan a ataviarse con los trajes de neopreno hasta que limpian el fruto de su labor, pasando por su vida doméstica. La cámara permanece estática durante casi todo el largometraje. El movimiento quedará reservado para las escenas más íntimas que las protagonistas comparten con su familia. Así, un cumpleaños, jugar con bengalas o buscar luciérnagas serán acciones donde la cámara se moverá para captar a los cuerpos. Algo que sobresale en el documental es la poca presencia que tienen los hombres. El capitán del barco es el único que se encuentra a la misma altura que las protagonistas pero los demás hombres son captados fuera de foco o de cuadro. Para el desarrollo de la historia no son relevantes y la directora lo hace notar a través de esta elección. El silencio también cumple un rol fundamental. Las escenas acuáticas carecen de música y apenas distinguimos algún que otro ruido. Lo importante son los cuerpos en movimiento y la realizadora les dedica un tiempo demasiado extenso. Tal vez este sea el punto más flojo del film. Ama-San no sólo ilustra en detalle una actividad milenaria que ha ido pasando de generación en generación, aquí también podemos conocer el detrás de escena de tres mujeres que continúan con una tradición que resiste el paso del tiempo.
El paso del tiempo El segundo largometraje de Daniel Barosa acerca de la relación de dos personas en el transcurso de siete años es un relato íntimo y sensible pero no por eso melodramático. El director recibido en la Universidad del Cine de Buenos Aires lleva a cabo un relato austero que se sostiene en parte gracias a las actuaciones del dúo protagónico. Beatriz (Ailín Salas) es una adolescente de no más de dieciséis años que ha perdido a su madre hace poco y vive con su padre en San Pablo. “¿Preferís morir siendo joven y famoso o viejo y que nadie te recuerde?” le dice a Rogelio (Caco Ciocler), el líder de una banda que conoce en un recital y con el que inicia una relación que persistirá a través de los años. Con sus idas y venidas, Barosa despliega esta historia sobre dos personas que están perdidas. Podría trazarse algún paralelismo con Perdidos en Tokio (Lost In Translation, 2003) de Sofia Coppola en cuanto el tratamiento que se hace de los personajes y la importancia que tiene el escenario que los rodea. En la película protagonizada por Scarlett Johansson y Bill Murray, sus personajes se encuentran por azar y si bien se sugiere más de lo que sucede, son dos individuos que se encuentran atascados en sus relaciones de pareja y muy solos. En Boni bonita (2018), los protagonistas luchan por encontrar su lugar en el mundo. Mientras Beatriz procesa un duelo y se flagela para sentirse viva, Rogelio lucha contra el fantasma de la fama de su abuelo, también músico. Dividida en cuatro capítulos, la película dibuja la relación con sus momentos más altos y bajos que se traducen en secuencias filmadas fuera de foco y una cámara en mano nerviosa que anuncia el estado de ánimo de los protagonistas. Daniel Barosa lleva a cabo un relato sin sobresaltos y cuenta para eso con las muy buenas actuaciones del dúo protagónico que junto al paisaje, tal vez el tercer protagonista de la historia, le dan forma a una película cuyo tema es tan universal como íntimo.
El documental de Nicolás Torchinsky es un viaje visual y sonoro que refleja la cotidianeidad de una pareja de ancianos de Tucumán. Las imágenes y los sonidos construyen una atmósfera hipnótica que tiene el objetivo de mostrar un modo de vida casi extinto. Juan debe de tener más de ochenta años. Vive en Tucumán junto a su esposa Alba y la comunicación entre ellos es mínima. Dedicaron toda su vida a los caballos y, ocasionalmente, a la cría de cabras, ovejas y alguna que otra vaca. Mientras marcan a las cabras, él recita. Entre los gritos desesperantes de los animales improvisa poemas que se dispersan en el viento. Egresado de la Universidad del Cine (FUC), Nicolás Torchinsky realiza un documental de observación casi en su totalidad. Solamente hay un par de intervenciones justificadas que sirven para retratar a este gaucho de otra época, un hombre que se encuentra cerca del final y lo sabe. Con primeros planos de los rostros y de las manos, el realizador evidencia las marcas del paso del tiempo. No hace falta hablar para entender por lo que han pasado los protagonistas. La nostalgia del centauro tiene secuencias atrapantes que no escapan a los sentidos. La pelea entre dos cabras con el sonido estruendoso de los cuernos, el crepitar del fuego o la llegada de la tormenta configuran un plano sonoro que nos sitúa en el lugar. Porque más allá de esas imágenes que se adhieren a la retina, el realizador supo explotar los sonidos de la naturaleza Cabe destacar que el documental de Nicolás Torchinsky remite a otra época pero eso no habilita a señalarlo como un relato que apela al sentimentalismo. La nostalgia del centauro no permite segundas lecturas y lo mostrado es suficiente para adentrarnos en un mundo que pertenece a otro tiempo.