"El hombre del futuro": en busca del tiempo perdido El debut cinematográfico del director chileno funciona como una fabula que aborda algunas taras de la masculinidad y traza un camino sensible para resolverlas. Tal vez la mayor virtud de El hombre del futuro, debut cinematográfico del chileno Felipe Ríos, sea su voluntad de aferrarse a la ternura en el marco de una historia habitada por personajes ásperos, y ambientada en un escenario agreste y hostil, al menos en apariencia. Esa es la mejor forma de describir a Michelsen, un camionero huraño a punto de retirarse tras cuatro décadas de trabajo, en las que pasó más tiempo solo en la ruta que junto a su familia. La contraparte es su hija Elena, una joven que cerca de terminar la escuela secundaria ha elegido dedicarse a la dura vida del boxeo. Michelsen es una figura ausente en la vida de Elena y sin embargo su sombra cae sobre ella. No es que El hombre del futuro sea una película psicoanalítica, para nada, y tal vez sea más apropiado leer el vínculo entre este padre y esta hija desde aquel dicho popular que afirma que lo que se hereda no se hurta, que a partir de una estructura edípica. La noche después de que le anuncian una jubilación forzada y antes de encarar su último viaje, el hombre decide volver al pueblo donde vive su familia. Pero una vez frente a la puerta de ese hogar, en el que es prácticamente un extraño, se arrepiente y se va. En ese mismo momento Elena vuelve de la escuela junto a unos compañeros, pero reconocer a la distancia el camión de su padre la conmociona y en lugar de ir a su encuentro, elige dar media vuelta y evitarlo. Ambas actitudes tienen más de miedo que de necedad o de rencor. Padre e hija creen que dándose la espalda y huyendo hacia adelante se están dejando mutuamente atrás. Michelsen se sube a su camión para cumplir con su último viaje, mientras que Elena le pedirá a uno de sus colegas que la lleve hasta un pueblo en el que participará de una pelea de exhibición. Sin saberlo, ambos viajan hacia el Sur. Ríos construye a sus personajes con inteligencia, otorgándoles a los protagonistas un perfil seco, detrás del que se esconden la culpa y el dolor, pero también la rabia. De la misma forma se reserva para los personajes secundarios características más expansivas, cuyas influencias resultarán benéficas para el camionero y la boxeadora Los paisajes misteriosos, casi sobrenaturales de la Patagonia chilena constituyen el territorio perfecto para el desarrollo de una historia como la que el director ha decidido contar en su ópera prima. Un espacio que con la desmesura de su belleza y su abundancia, de alguna manera complementa el carácter hosco de los dos protagonistas. Al principio incluso puede parecer que Michelsen y sus pocas palabras encuentran un espejo inmejorable en ese Sur lejano, frío y prácticamente deshabitado. Como si el camionero creyera que esa región que recorre de ida y de vuelta desde hace más de 40 años es su mejor confidente, una entidad incapaz de revelar los secretos que comparten en inviolable silencio. Por eso el hombre se sorprende y maravilla cuando una joven que recoge en la ruta le revela la polifonía del bosque, del río y de la lluvia. En ese momento Michelsen no solo entiende que el silencio, incluso el más proverbial (como el suyo), es una máscara ideal para ocultar y proteger una riqueza desconocida, sino que ese universo ancestral, esas voces que brotan de la propia tierra, se parecen a él y lo representan mejor de lo que imaginaba. La escena supone una revelación, una verdadera epifanía, un instante de liberación para ese hombre que se ha acostumbrado a llevar a la rastra sus culpas y dolores sin permitirse una queja, de la misma forma en que su camión ha remolcado el lastre de un acoplado siempre cargado durante cuatro décadas. El despertar simbólico trae consigo nuevas posibilidades que le permiten al protagonista descubrir que maneja su propia vida y que le está permitido apartarse de la huella en la que permaneció atrapado durante tanto tiempo. Michelsen entenderá, quizá por primera vez en su vida, que ser padre (ser hombre) es mucho más que proveer. Y con la complicidad de esos caminos que conoce mejor que a sí mismo, irá en busca de recuperar el tiempo perdido. Ríos aprovecha el molde de las road movies para ofrecer una fabula que aborda gentilmente algunas taras de la masculinidad y traza un camino sensible para demostrar que construir un modelo de hombre distinto es una tarea posible. Un hombre mejor para el futuro.
"El plan divino": entre el costumbrismo y la farsa A medio camino entre el costumbrismo y la farsa (o entre la inocencia y el absurdo), El plan divino traza un recorrido de comedia por encima de una historia que podría haber sido narrada como drama. Se trata de un nuevo trabajo como director del actorVíctor Laplace, quien debutó en este rol hace 20 años con El mar de Lucas y cuya última ficción fue Puerta de Hierro, el exilio de Perón(2012), donde transitaba los últimos años de proscripción del líder justicialista, personaje que además se encargó de interpretar. Lejos del perfil dramático de dichos antecedentes, acá Laplace se atreve a penetrar en los laberintos de la comedia y para ello ha elegido una historia compleja que representa un auténtico desafío a la hora de abordarlo desde el humor. Eustaquio y Heriberto son aspirantes a cura que asisten al anciano y maltrecho padre Roberto, párroco a cargo de una iglesia en un pueblito en la provincia de Misiones. Ambos son además ex niños expósitos, huérfanos que fueron criados allí por el propio cura al que ahora deben cuidar. A pesar de esa vida compartida, Heriberto y Eustaquio están lejos de sentir cariño por quien a priori aparece como su benefactor. De hecho acaban de recibir una notificación del obispado en donde se les anuncia que muy pronto serán ordenados sacerdotes, pero en lugar de alegrarlos el anuncio los angustia. En el caso de Heriberto (Javier Lester) porque su vocación está en crisis, luego de que un sueño húmedo le confirmara que está enamorado de una feligresa y que el sacerdocio no es para él. En el de Eustaquio (Gastón Pauls) porque la ordenación representaría tener que ser trasladado a otra parroquia, ya que mientras el padre Roberto esté con vida ese lugar le pertenece. Si bien la situación los afecta a ambos, Eustaquio es el más conmovido. A tal punto, que poco después aparece diciendo que Dios se le apareció transfigurado en tucán y le dio un mensaje que él interpreta de manera unívoca: deben asesinar al padre Roberto para así poder cumplir cada uno con su sueño. El tono elegido para desarrollar la historia demanda el corrimiento hacia la sobreactuación como recurso humorístico, rasgo que junto al costumbrismo le dan a El plan divinoun aire anacrónico, a contramano de buena parte del cine argentino actual. Pero al mismo tiempo el guión no teme meterse con temas complejos como la pedofilia o el asesinato, evitando una gravedad que hubiera representado un golpe mortal para el relato. A diferencia de eso juega a fondo las cartas del humor negro y si bien no siempre obtiene los resultados deseados, aun así la decisión representa una muestra de valor en tiempos en los que la corrección política ha causado estragos en el sentido común. Es que lo mejor de El plan divino emerge cuando no teme combinar el gag físico con la sangre o se permite abordar el tabú desde el humor. El recurso vuelve a mostrarse como una herramienta narrativa válida tanto para poner en escena temas incómodos, como para combatir a cierto neopuritanismo imperante que signa el clima de época.
"El valor de una mujer": la lucha por los derechos La película de Marco Tulio Giordana pone en escena el drama de una mujer acosada y expuesta a distintos niveles de abuso. En pleno auge de movimientos feministas por la reivindicación de los derechos de la mujer y de repudio a las agresiones de género, el italiano Marco Tulio Giordana dirigió El valor de una mujer, film sobre el acoso sexual laboral. Sí, se trata otra vez de un hombre narrando la lucha de una mujer por sus derechos. El caso puede servir para volver a destacar el espacio desigual que las mujeres ocupan en el cine. Y para reavivar una discusión que tuvo lugar cuando el argentino Juan Solanas estrenó Que sea ley, su documental sobre los movimientos a favor de la legalización del aborto: ¿es que no hay mujeres en el cine que puedan contar estas historias, tan vinculadas a la forma en que ellas mismas han decidido pararse en el mundo actual? Porque si se atiende a la importancia del punto de vista, asunto primordial cuando se habla de cine más allá de la ansiada igualdad de derechos, está claro que las cosas pueden verse distintas si el que las mira es un hombre o si lo hace una mujer. Sobre todo en asuntos como estos. No es que haya nada malo en el enfoque que Giordana le da al tema en El valor de una mujer. Porque tampoco se trata negarle a nadie la posibilidad de contar lo que quiera contar, sino de subrayar este tipo de situaciones que tienen una fuerte carga simbólica a la hora de presentar un mapa de la situación. Nina es madre soltera y aunque está en pareja prefiere arreglárselas sola en lo que tiene que ver con la crianza de su hija. Es una mujer joven y consigue un buen trabajo como mucama en una residencia para ancianos ricos. Se trata de una institución que pertenece a la Iglesia, pero que tiene un directorio laico donde todos los cargos son ocupados por hombres. A las mujeres les toca el trabajo de campo. Ya desde su coda inicial la película subraya la forma en que el jefe máximo mira a la empleada nueva desde la ventana de su oficina. Hasta que un día la manda a llamar después del horario laboral y ahí ocurre el hecho que dará pie al drama que justifica a la película. Giordana retrata de forma extraordinaria todas las instancias de acoso y los distintos niveles de abuso, transmitiendo la angustia y el desamparo que atraviesa Nina, quien luego de rechazar los avances de su jefe acaba en una situación de extrema vulnerabilidad. La labor de Valerio Binasco en el rol de acosador y el de Bebo Storti como cura cómplice merecen ser destacados por su capacidad para hacerse odiar con ganas. Más allá de eso El valor de una mujer consigue poner en escena su drama con oficio, aunque por lo general transite sobre el carril de las convenciones. Eso es lo que ocurre con la elección de una institución religiosa como escenario, ya que si bien resulta convincente (la conducta reprobable de tantos miembros de la Iglesia Católica hace que todo se vuelva verosímil), también representa el camino fácil. Y es que al mismo tiempo evita instalar el tema en otros espacios. Porque está claro que las situaciones de acoso son masivas y generalizadas, pero es más cómodo dejar que la máscara del monstruo la siga cargando uno solo.
"Midsommar": terror a pleno sol El director estadounidense se muestra tan capaz de construir climas de gran tensión como de desbordarse en viñetas de gore desatado sin vacilar. Los espejos son paradójicos, porque así como son capaces de contener la profundidad más honda, al mismo tiempo no pueden evitar el límite de una condición física que los obliga a ser mera superficie. El cine es igual: la profundidad de campo es apenas la ilusión de un haz de luz proyectado sobre una sábana blanca. Lo mismo puede decirse de Midsommar, segundo film del estadounidense Ari Aster. Por un lado da cuenta de una complejidad narrativa infrecuente –sobre todo dentro del cine de terror, tan afecto a lo superficial— y de un virtuosismo estético capaz de cautivar con la delicada composición de un plano o la creatividad invertida en la puesta y los movimientos de cámara. Pero al mismo tiempo se permite el gesto vanidoso de prodigarse en símbolos algo burdos o de acumular trucos cancheros que parecen más dirigidos a ganarse a la tribuna, que a proveer de verdadera sustancia a la historia. Como la ilustración que se muestra al inicio de la película, Midsommar está organizada como un doble recorrido que va de la oscuridad hacia la luz. En el plano estético, la historia comienza en lo más crudo del invierno boreal, de días grises y nieves cegadoras, para desarrollarse y cerrar en el verano escandinavo, de jornadas diáfanas y sol de medianoche. El mismo tránsito se da en términos narrativos. Dani, una estudiante universitaria, se entera en los primeros cinco minutos de que en la otra punta del país su hermana depresiva finalmente consiguió matarse, pero en el mismo acto también asesinó a sus padres. La pérdida de la familia como soporte emocional y su posible reconstrucción son dos de los pilares que vertebran el relato. Lo monstruoso surgiendo de las entrañas de esos mismos núcleos primordiales es otro. Dani está de novia con Christian y en él se apoya para evitar sentirse sola. Pero el vínculo no es ni profundo ni sólido y será la mala noticia la que lo sostenga por la fuerza. Meses después, en pleno duelo y de forma inconsulta, Christian decide viajar a Suecia con un grupo de compañeros que tampoco sienten simpatía por ella. Dani no forma parte del plan y será la culpa la que obligue a Christian a invitarla. Y allá irán todos a Suecia a visitar la aldea de uno de ellos, donde se celebrará un tradicional rito de fecundidad durante el solsticio de verano. Si desde lo dramático la tragedia ilustra el lado sombrío de la vida, ahí comienza un recorrido vital de tránsito hacia la luz. La llegada a esa comunidad de ensueño que parece conectar con lo esencial del acto de vivir se abre como espacio ideal para que Dani cierre el duelo. El rito ancestral para atraer la fertilidad (de la tierra y de los vientres) se afirma como antítesis de la muerte. Ese marco representa para la protagonista la perspectiva de un núcleo familiar que le permita llenar el vacío de la pérdida. Las costumbres del lugar fascinan a los visitantes del mismo modo en que lo exótico comienza de a poco a dar muestras de un carácter funesto. La ambigüedad no tarda en surgir y todo ocurre de forma ominosa, como el gesto de aquel sol que iluminaba el extremo derecho del dibujo inicial. Midsommarpertenece al subgénero de cultos paganos y en ese sentido el nombre del protagonista representa un juego infantil que Aster se permite con la intención de plantar lecturas obvias. Y aunque detalles como ese, o la voluntad de mostrarse virtuoso en el uso de recursos fotográficos y visuales, son los que lastran a la película, de algún modo esa capacidad para permitirse cualquier cosa sin temor al ridículo también la convierte en una experiencia de angustia y placer. Aster no duda y se muestra tan capaz de construir climas de gran tensión, como de desbordarse en viñetas de gore desatado sin vacilar. Y hasta de llevar todo eso al límite del grotesco y aún así mantener al público aferrado a las butacas, hasta convencerlo de que cualquier cosa es posible.
"La vida en común": una frontera múltiple El segundo largometraje del director de "Los días" atiende con igual detalle tanto a la estética de la puesta en escena como a la poética de su construcción cinematográfica. Hay un universo cinematográfico, que es muy amplio en el cine independiente argentino, donde los relatos surgen del tejido que se forma al trenzar a la ficción con el documental. Películas que le proponen al espectador un desafío, una incógnita: la posibilidad de dejarse llevar por las historias pero sin contar la seguridad que da saber si lo que se está viendo es el retrato de la realidad o la proyección de una fantasía. Son estas películas las que consiguen que se vuelva evidente la inutilidad de semejante certeza. Porque, en el fondo, el cine siempre es un artificio que de forma inevitable representa una toma de posición frente a la realidad. La vida en común, segundo trabajo de Ezequiel Yanco, forma parte de ese cosmos. La vida en común del título es la que comparten los jóvenes protagonistas de la película, que se desarrolla en la inmensidad del desierto y dentro del silencio proverbial que lo define. Se trata de un mundo simple, urdido con más expectativas que palabras, hecho que no impide montar un relato vigoroso a partir de él. Las imágenes que dan cuenta de esa vida, que no termina de ser urbana pero tampoco plenamente salvaje, contrastan con la potente narración en off realizada por la voz de uno de los niños. Se trata de una clásica historia de iniciación en torno a la caza de un puma que merodea el poblado, pero que para ellos representa la continuidad de otro relato que se intuye ancestral: un rito de paso. Ese texto, sencillo pero profundo, incluye momentos de poesía expresiva en la que anida el núcleo de poder del film. La vida en común atiende con igual detalle tanto a la estética de la puesta en escena como a la poética de su construcción cinematográfica. Los protagonistas son parte de la comunidad Nación Ranquel, un caserío enclavado en tierras que la provincia de San Luis restituyó a los integrantes de ese pueblo. Las construcciones del lugar, cuyo diseño parece inspirado en el de las antiguas tolderías indígenas, articulan un espacio que parece una visión alucinada y futurista de aquella excursión a los indios narrada por Lucio V. Mansilla en su obra más popular. Aunque también podría tratarse del set de filmación de una fantasía pos apocalíptica al estilo Mad Max. Hay algo profundamente irreal en esos edificios que se alzan de manera inesperada en medio de la nada sin fin. Yanco encuentra en Nación Ranquel su propio Aleph y lo convierte en película. El director aprovecha la extrañeza que dicha arquitectura le aporta para filmaruna frontera múltiple. Una encrucijada que representa el punto de encuentro que reúne a lo poético y lo prosaico, la mitad de un camino que va de la vigilia a lo onírico. Aquella confluencia de lo real y la ficción. A partir de esa premisa, el director transforma en cinematográfico el mestizaje cultural en el que se ubica el universo que retrata y es sobre esa premisa alegórica que trabajan los engranajes narrativos de La vida en común.
"Terminator: destino oculto": la peli de Pavlov 35 años y seis películas después, la nueva Terminator busca reconectar con el espíritu original pero apenas recrea momentos icónicos. Los años ’80 son el origen de una mitología cinematográfica riquísima. No es casual el revival que en la actualidad abreva en dicha fuente buscando estimular en el espectador contemporáneo (haya vivido o no la época) la inmensa red de referencias que de ella surgen. De características sobre todo fantásticas, al universo de los ’80 lo define cierta ligereza pop a la que suele confundirse con vacuidad, con la explotación de una estética destinada al consumo pasatista. Sin embargo la mayoría de las películas que lo conforman no están exentas de una mirada política que expresa las inquietudes y temores de su era: el reaganismo y uno de los momentos más angustiantes de una Guerra Fría que, nadie lo sabía entonces, estaba a punto de terminar. Terminator (1984) es un ejemplo de esa combinación de pulp que trafica una mirada sobre su contexto. El film convirtió a James Cameron en director fundamental de Hollywood en las últimas cuatro décadas y a Arnold Schwarzeneggeren súper estrella. 35 años y seis películas después, Terminator: destino oculto busca reconectar con ese espíritu que el devenir de notorios pasos en falso no lograron borrar. De hecho el film pasa por alto todo lo ocurrido tanto en las dos secuelas de 2003 y 2009, como en el reciente reboot de 2015, para retomar la historia donde la dejó Terminator 2: el día del juicio(1991), el último film de la serie dirigido por Cameron. O casi, porque la nueva película niega la coda de aquel episodio dos, en el que Sarah Connor convertida en abuela disfrutaba de un futuro posible. Eso no quiere decir que esta vez se trate de un paso firme. Aunque Destino oculto parecía tenerlo todo para revitalizar la saga (el salto al origen; el regreso de Cameron, esta vez como productor; el de Linda Hamilton al papel de Connor; la inclusión en el reparto de Edward Furlong, que había interpretado al John Connor niño de 1991; el omnipresente Arnold), en el balance final vuelve a tropezar con muchas de las piedras que se llevaron puestas las secuelas olvidadas. De hecho, aún aportando algún giro estimulante, comparte más elementos estéticos con el cine contemporáneo (ese al que Scorsese y Coppola definieron de forma injusta como “No-Cine”) que con aquel de los festivos ’80, y tiene más de refrito que de novedad. Más preocupada por las explosiones y por los golpes de efecto que por el drama, puede decirse que de alguna manera Destino oculto es una película pavloviana, más interesada en hacer ladrar al público recreando escenas icónicas y obligando a los personajes a repetir (o reformular) los conocidos one liners de la saga, que por aportarle nuevo contenido. En ese marco no del todo alentador, la película también tiene sus aciertos. Mackenzie Davis y su casi metro ochenta es uno de ellos: la canadiense encarna con acierto a la aguerrida ángel de la guarda del futuro de la humanidad. Otro es volver a colocar a la historia en un territorio de frontera que multiplica sus sentidos. Porque si desde lo fantástico la saga transita el límite entre el presente y el futuro, recordándole de paso al espectador que todas las decisiones que se toman hoy tienen un efecto en la construcción de mañana, en el plano de lo real la acción se desarrolla una vez más en la frontera sur de los Estados Unidos. Si Terminator 2 postulaba ya en 1991 a ese espacio como una zona de conflicto, en el cual la protagonista buscaba cruzar a México tratando de alejarse los peligros del mundo moderno, la nueva película realiza el recorrido inverso, encontrando a sus protagonistas en América latina y forzándolos a buscar una salvación al norte del río Bravo. El enemigo siempre es el mismo: la tecnología usada de manera irresponsable y la complicidad del poder.
"El rocío": cuando la muerte entra en escena En clave ficcional, la historia remite a las denuncias por el uso de glifosato en la fumigación de plantaciones cercanas a zonas habitadas. La primera secuencia de El rocío, último trabajo de Emiliano Grieco, es aterradora. Pero no en un sentido fantástico, vinculado al cine de género y sus trucos, sino a partir del diálogo que necesariamente el cine establece con la realidad. En ese comienzo un grupo de hombres enfundados en trajes estancos color amarillo que los aíslan del entorno (y alegóricamente también de la realidad), rocían una plantación de soja. Los planos detalle se encadenan en cámara lenta. El mecanismo permite apreciar como las partículas atomizadas del líquido se esparcen sobre la alfombra verde del cultivo que desde la década de 1990 es la estrella de la agricultura nacional. Corte al primer plano del piecito de una bebé acostada. Con la misma calma de la secuencia precedente, la cámara realiza un paneo sobre la cama hasta detenerse en una ventana abierta. Junto con la luz del sol y la brisa que empuja levemente la cortina, por ahí se meten aquellas mismas partículas de rocío, que comienzan a descender sobre las sábanas y la piel de la nena como si se tratara de la niebla en una película de John Carpenter. La metáfora es la misma: se trata de la muerte que hace su dramática entrada en escena. Ambientada en escenarios rurales (la película se filmó en Entre Ríos, aunque ese detalle no se menciona), la historia remite inevitablemente a las reiteradas denuncias por el uso de glifosatoen la fumigación de plantaciones cercanas a zonas habitadas. Tema muy abordado desde el documentalismo (ver la reciente Viaje a los pueblos fumigados, de Pino Solanas, por ejemplo), pero no tanto desde la ficción. Que los orígenes de Grieco como cineasta se encuentren en el documental puede ayudar a explicar no sólo su interés por el mismo, sino también a entender el contundente naturalismo que define a su relato y la proximidad palpable entre el narrador y sus personajes. El rocío cuenta las contingencias que atraviesa Sara, madre de la nena, que no solo tienen que ver con el drama derivado del uso de agrotóxicos. La película aprovecha para presentar de manera más amplia el contexto en el que ella vive. La alarmante cercanía entre la clase obrera y el campesinado con la marginalidad; las diferencias de clase; la misoginia; las deficiencias del sistema de salud; el narcotráfico o la responsabilidad cómplice de las instituciones en determinadas realidades son algunos de los tópicos que la película aborda, a veces de lleno y otras de manera tangencial. Puestos en una lista, todos estos temas juntos justifican el temor de que la película se convierta en un pastiche de buenas intenciones. El mérito de Grieco como narrador (y guionista, junto a la también cineasta Bárbara Sarasola Day) se encuentra en la doble capacidad de manejar los elementos del relato con mesura, evitando caer en el exceso, y de no cargarle a la protagonista el estigma de la víctima también en el plano de la ficción. Acá el cine imagina una salida, terrible también, pero que la realidad por lo general no ofrece.
"Zombieland: Tiro de gracia", humor absurdo y muertos vivos La secuela de Tierra de Zombis muestra a los cuatro protagonistas, que sobrevivieron instalándose nada menos que en la Casa Blanca. El estreno de Zombieland: Tiro de gracia, secuela del film Tierra de Zombis de hace una década, confirma que el impacto que la figura del zombi ha tenido en la cultura popular es inmenso, generando tal vez el único núcleo mítico original del siglo XX. Nacidos en 1968 en la monocromática ópera prima de George A. Romero, La noche de los muertos vivos –en donde la palabra zombi no era pronunciada ni una sola vez—, en la actualidad el personaje del muerto viviente ocupa por derecho propio un lugar importante dentro del mainstream. Cine, televisión, historieta e incluso la literatura han corrido a mojar sus patas en la fuente zombi para aprovechar sus posibilidades narrativas. Y si bien la saga Zombieland trabaja con éxito a partir de los códigos de la comedia y la parodia, también hereda la capacidad metafórica de estas criaturas de apariencia chata pero de gran complejidad. Clásica historia de apocalipsis epidémico, Tiro de gracia retoma a los cuatro personajes que en la original lograban constituir un núcleo familiar signado por la disfuncionalidad, en un mundo por completo disfuncional. Han conseguido sobrevivir a la horda cuidándose unos a otros, para finalmente formar un hogar instalándose nada menos que en la Casa Blanca. El espacio da pie a una buena ración de humor político, que no teme ironizar acerca de una clase gobernante no siempre digna, como esbozar una mirada crítica de la cultura de consumo. Pero como ocurría en la primera película de Romero, lejos de hallar tranquilidad, acá también se generan conflictos y disputas que tensan las relaciones interpersonales, potenciadas por el aislamiento. Curiosamente, ese concentrarse en los vínculos que se aferran a la ficción de una normalidad imposible hace que la amenaza externa quede en un segundo plano. Y si el zombi siempre encarnó la idea atemorizante de lo otro, aquí ese/eso otro dejó de importar, convirtiéndose en algo alejado de lo cotidiano. Tan ocupados están los protagonistas en creer que pueden vivir una vida como la de antes, que olvidan que aquel mundo ya no existe. Tal estado de enajenación se rompe cuando uno de los miembros de la familia (la adolescente encarnada por Abigail Bresling) escapa al exterior y entonces la amenaza vuelve a tornarse real. El chiste de que la chica se haya ido atrás de un exalumno de música de Berckley, hippie y pacifista, sirve para confirmar que no hace falta ser zombi para ocupar el lugar de lo otro. Salir otra vez al mundo para rescatar a la nena de la familia será el motor de una nueva aventura donde el humor vuelve a funcionar muy bien. Apoyado sobre todo en la química de la pareja integrada por Jesse Eisenberg y Woody Harrelson, que se muestran dueños de sus personajes, Tiro de gracia ratifica lo conseguido en 2009, aprovechando una vez más el poder del humor negro y el absurdo. Y hasta se permite combinar el arquetipo del zombi con el del doble, otra figura de raíz siniestra para abordar con gracia el miedo al otro.
"Maléfica 2": la maldad tiene cara de mujer "Dueña del mal" se apoya en acontecimientos narrados en la versión de Charles Perrault que ya estaban presentes de forma mucho más siniestra en el relato germinal "Sol, Luna y Talía" (1634), de Giambattista Basile. Basado en el cuento La Bella Durmiente pero con el punto de vista invertido, Maléfica fue uno de los grandes éxitos de la temporada 2014. Precursora dentro del catálogo en el que Disney recrea sus grandes éxitos animados con actores en lugar de dibujos, la película además presentaba la novedad de tomar como eje del relato ya no a la princesa adolescente condenada al sueño, sino al hada oscura que como regalo de bautismo le dejó a la niña la citada maldición. La relectura indagaba en el origen de aquella maldad para descubrir una historia de abuso que le permitió a la película resonar en perfecta sincronía con su época, necesitada de heroínas que pudieran representar una feminidad más actual (empoderada, digamos). Convertida en saga de modo previsible, Maléfica: dueña del mal , dirigida por el noruego Joachim Ronning, se afirma en ese mismo territorio, respetando la simbología de los cuentos de hadas. La primera película replicó el original animado de 1959, que tenía como referencia central la versión del cuento recogida por los hermanos Grimm en la década de 1810 e incluso a la adaptación para ballet que Tchaikovski realizó a fines de ese mismo siglo. En cambio Dueña del mal se apoya en acontecimientos narrados en la versión de Charles Perrault de finales del siglo XVII, que ya estaban presentes de forma mucho más siniestra en el relato germinal Sol, Luna y Talía (1634), de Giambattista Basile. La acción transcurre pocos años después de que la princesa Aurora despertase del maleficio al recibir un beso de verdadero amor, que en este caso no se lo da un príncipe sino la propia Maléfica. La idea, que coloca al amor materno en lugar del amor romántico como expresión cabal del sentimiento, actualiza una idea que el austríaco Bruno Bettelheim desarrolló en la profunda interpretación de las diferentes versiones del cuento incluida en su libro Psicoanálisis de los cuentos de hadas: la heroína completa su camino cuando se entrega al vínculo parental. Porque Maléficano es tanto una historia de amor, como un cuento de madre e hija. Pasado ese tiempo y bajo la tutela de Maléfica, Aurora se convirtió en reina del mundo de las criaturas fantásticas. Pero también creció su romance con el príncipe Felipe, cuyo beso no alcanzó para despertarla pero si para ganar su corazón. Felipe pide su mano y Aurora acepta, el problema es quién se lo dice a la rencorosa Maléfica. Todo empeora durante el banquete de anuncio del compromiso, cuando la madre de Felipe pretende apoderarse del lazo maternal que une al hada con la joven. El pack de damas que integran Angelina Jolie, Elle Fanning y Michelle Pfeiffer, en los roles del hada, la princesita y la reina madre, sostienen con eficacia un triángulo de pasión en clave femenina. Si Aurora representa la absoluta inocencia a punto de perderse para siempre y Maléfica una ambigüedad emocional fuera de control que oscila entre el amor y los celos o el resentimiento y el perdón, la reina de Pfeiffer recupera para las mujeres el derecho a ser las malas de la película en tiempos donde la corrección política amenaza con quitárselo. Y vaya si es mala esta madre castradora que trata de devorarse (alegóricamente) a su adorable nuera. Una suegra de las de antes. Pero Dueña del malinsiste en buscarle raíces a su protagonista y crea para la ocasión un pueblo de hadas oscuras viviendo en el exilio. En ese punto el relato entra en piloto automático y termina pareciéndose a la mayoría de las películas de fantasía que van del universo Harry Potter a El Señor de los Anillos y de Las crónicas de Narnia al sinfín de productos que buscan explotar esa estética recargada de criaturas (cada vez menos) fabulosas.
"Rambo: Last Blood", un fiel exponente de la era Trump El excombatiente ahora lucha en su propio país, asolado por un grupo de mexicanos violadores que se meten por túneles cavados bajo el muro salvador. Toda acción, todo movimiento, todo impulso humano que busque replicar el constante fluir del universo es, por oposición, un intento de derrotar a la muerte. Eso que Freud llamó pulsión de vida, que pugna y a la vez encuentra su equilibrio en la pulsión de muerte. El cine, en tanto puesta en escena basada en la acción, sería la más vital de las artes representativas, la que consigue el milagro de que, ahí donde haya un proyector, los muertos revivan por obra y gracia de la luz. Pero en el momento en que la acción deviene repetición, en remedo de su propia naturaleza, incluso el más vivo de los movimientos comienza a desaparecer detrás de sí mismo y, de algún modo, a conjurar a la muerte. "Rambo: Last Blood " haceregresar a John a la pantalla por quinta vez. Sylvester Stallone puede ser considerado un artista paradigmático de todo esto, en tanto la insistencia con la que regresa a sus personajes icónicos parece ser un intento desesperado por mantenerlos con vida (y a través de ellos aferrarse, darle un sentido a su propia existencia), aunque al mismo tiempo sus películas se van volviendo más y más elegíacas. Ese mecanismo que en la continuidad de las sagas Rocky/Creed consigue fluir hasta poéticamente, en el caso de Rambo lo hace de forma grotesca. Este episodio cinco, Rambo: Last Blood, que atendiendo a su título debería ser el último (aunque la secuencia final resulte ambigua), sirve para marcar con claridad el carácter opuesto de ambos personajes. Porque mientras Rocky Balboa, incluso enfermo y maltrecho, no hace otra cosa que honrar la vida en su vínculo con el hijo de su mejor amigo, a quien le inculca todo lo que sabe dentro de sus propias limitaciones, en cambio John Rambo no consigue salir del claustro en el que la guerra lo dejó atrapado a mediados de los ’70. Tanto que no parece correcto afirmar que se trata de un personaje atravesado por un trauma, sino que directamente no hay nada en él que no lo sea: Rambo es todo trauma. Siguiendo ese línea, hasta podría pensarse en él como un símbolo que encarna la herida colectiva que la guerra (y sobre todo una guerra perdida, como la de Vietnam) representa para un pueblo como el estadounidense. Pero esa lectura solo es válida en relación al film original, en la que el excombatiente es acosado y despreciado por la misma sociedad que lo mandó al frente. En los episodios posteriores, y sobre todo en este, solo se trata del trauma desencajado girando en falso sobre la muerte, una y otra vez. A eso se suma un guión que acá tiene la maldad de dejar al personaje sin salida, obligándolo a actuar de forma mecánica, a hacer lo que mejor hace pero que es también aquello que quisiera dejar de hacer: matar como reacción automática. Claro que no habría historia si eso no ocurriera, pero también es válido pensar al cine desde la ética y así concluir que se trata de una película cruel, no por la representación desmesurada de la violencia, sino por la poca piedad que tiene por su criatura. Last Blood solo se trata de eso: de provocar al protagonista hasta hacerlo reaccionar para goce de los fans. Y la reacción llega porque es lo esperable en un personaje que siempre respondió a una lógica reaccionaria. Desde ahí la saga vuelve a dialogar con la actualidad política, porque si en los ’80 Rambo representaba una expresión cabal del reaganismo, despanzurrando rojos en nombre de la libertad, el Rambo modelo 2019 es un fiel exponente de la era Trump. Ahora la guerra es en casa, donde un ejército de mexicanos violadores se meten en Estados Unidos por túneles cavados por debajo del muro salvador. Y Rambo los mata de formas tan extremas como creativas, aunque sin ningún rasgo lúdico, lejos del humor de un personaje actual y violento como John Wick, para quien una masacre es apenas la excusa ideal para una rutina perfecta de slapstick.