"¿Dónde estás, Bernadette?": avatares de la sensibilidad femenina El director texano vuelve a demostrar que es capaz de filmar la ternura sin convertir al asunto en un amasijo edulcorado y pegajoso, gracias al uso inteligente de recursos como la ironía o el sarcasmo. Maestro contemporáneo en el arte de encontrar lo extraordinario en el contexto de lo cotidiano, Richard Linklater ya lleva 30 años retratando la mejor versión posible de universos no siempre felices y decididamente nunca perfectos. Incluso cuando se trata de fantasías distópicas (A Scanner Darkly, 2006), de romances incompletos (la trilogía de Antes del amanecer), de familias disfuncionales (Boyhood, 2014), de las heridas que deja abiertas la guerra (La última bandera, 2017), de la vida de un perdedor (Escuela de rock, 2003) e incluso de un criminal (Bernie, 2011), el director texano se las ingenia para mirar siempre la cara más brillante de la vida, como cantaba Eric Idle en el número musical que cierra La vida de Brian (1983), última película de los Monty Python. Y¿Dónde estás, Bernadette?, su trabajo más reciente, no es para nada la excepción a esa regla. La película está ambientada otra vez en un paisaje familiar atípico y siempre en el hemisferio más progresista de la sociedad estadounidense. Sin embargo, Linklater realiza un movimiento inédito en su filmografía: narrar desde la mirada de una mujer. Porque si bien es cierto que sus películas siempre incluyen personajes femeninos de gran relevancia, solamente la Céline de Julie Delpy en la trilogía Antes del amanecer tenía un protagonismo central (incluso en ese caso, debía compartirlo con el personaje de Ethan Hawke). A diferencia de todo eso, en ¿Dónde estás, Bernadette? el centro de la escena le pertenece a la mujer del título, e incluso los personajes secundarios más relevantes, como la hija o la vecina de la protagonista, también representan distintos avatares de una sensibilidad femenina. Y para ser hombre, la cosa le sale bastante bien. Bernadette Fox es la esposa de un alto ejecutivo de Microsoft, con quien comparte una hija adolescente. Gracias al éxito laboral de su marido, ella vive inmersa en el ámbito doméstico, que en este caso también incluye actividades que la tradición le reservada a los hombres. De modo que Bernadette se encarga tanto de preparar el desayuno para toda la familia, y de llevar y traer a la hija de la escuela, como de realizar el mantenimiento de un caserón antiguo con bastantes cosas por reparar. Sin embargo, hay algo en su actitud, en su forma de vincularse con los otros, que no se corresponde con la imagen clásica del ama de casa. Por el contrario, su mirada ácida de la realidad, su desprecio por todos y algunos rasgos que bordean lo sociopático dejan bien claro que se trata de alguien que está muy lejos de sentirse cómoda en el lugar que le toca. En el que tal vez ella misma se ha ido quedando. Aunque el personaje le sirve para trazar desde el humor un perfil crítico de su propia clase, exponiendo las boberías de cierto progresismo onanista, Linklater también aprovecha a Bernadette para volver a indagar en el vínculo de padres e hijos. Pero esta vez desde ese ángulo absolutamente femenino, en donde la contraparte masculina, sin dejar de ser necesaria, resulta por completo accesoria en términos narrativos. Porque es la relación con su hija -mucho más que la que mantiene con su esposo- la que ordena emocionalmente a la protagonista. De la misma forma, es la niña y no el marido quien funciona como apoyo incondicional para que Bernadette se sienta otra vez capaz de recuperar el lugar activo que alguna vez supo tener y que, como ocurre con muchas mujeres, decidió relegar creyendo que era lo mejor para la familia. Linklater vuelve a demostrar que es especialista en el registro y la representación de lo emotivo, un hecho que lo convierte tal vez en el único director de Hollywood capaz de filmar la ternura sin convertir al asunto en un amasijo edulcorado y pegajoso, gracias al uso inteligente de recursos como la ironía o el sarcasmo. Con esas herramientas le permite al espectador gozar de su lado sensible, sin necesidad de avergonzarse por ello. Posibilidad que, sobre todos los varones, deberían agradecer y no desaprovechar.
"Que sea ley" : el poder de la palabra El documental indaga en el fenómeno social que produjo el debate por la legalización del aborto con una posición tomada ya desde el título. Si algo quedó claro el 8 agosto de 2018, cuando el Senado desaprobó el proyecto que proponía legalizar el aborto seguro y gratuito en todo el territorio nacional, es que no había marcha atrás. Que la decisión tomada por los congresistas, aun representando a un importante sector de la sociedad, no interpretaba de forma satisfactoria la necesidad de la mayoría, ni legislaba a favor de los más vulnerables. Y al mismo tiempo permitió constatar que cuando el cuerpo social se apropia de un derecho, tarde o temprano el poder político estará obligado a legitimarlo en la norma. De esa certeza partió el director Juan Solanas para realizar un documental que registra las luchas de los colectivos feministas que militan por la despenalización del aborto en la Argentina, al que no por casualidad decidió darle el título de Que sea ley. Se trata de un documental de estructura clásica, que recoge testimonios y presenta información de manera directa.Lo primero a partir de tradicionales cabezas parlantes; lo segundo a través de las no menos usuales placas y textos sobreimpresos, que apoyan con datos concretos lo que los relatos aportan en calidad de pensamiento o experiencia personal. No dejan de llamar la atención los recursos elegidos, a los que se podría hasta calificar como conservadores en términos cinematográficos, teniendo en cuenta que lo que se está retratando con ellos es el movimiento más revulsivo que haya surgido en la política nacional desde la recuperación democrática. El contraste entre fondo y forma es notorio, pero no inocente. Porque eso no quiere decir que aquello que Solanas pone en escena no venga cargado de una potencia abrumadora. Por el contrario, los testimonios expresan de manera contundente una serie de argumentos que sostienen la necesidad de intervenir cuanto antes, para modificar una realidad que no solo convierte en delincuentes a las mujeres que, por la razón que sea, no se sienten capaces de asumir la maternidad, sino que pone en riesgo sus propias vidas. Amenaza que, como se sabe, deja desprotegidas sobre todo a quienes ya se encuentran en desventaja. Alguien dice en la película que el precio de la clandestinidad lo pagan las más jóvenes y las más pobres, en ambos casos por una desigualdad que tiene que ver con variables económicas: unas por no estar aún emancipadas; las otras por carencia de recursos. La decisión de Solanas parece surgir de una voluntad más política que cinematográfica y más didáctica que narrativa: la necesidad de transmitir una serie de ideas que, puestas a dialogar entre sí en un mismo espacio y tiempo, le permitan al espectador incorporar conceptos y procesarlos para llegar a sus propias conclusiones. En el marco de esa decisión, Que sea leyse permite registrar qué es lo que pasa en la vereda de enfrente, dándole un espacio a quienes militan en contra de la legalización del aborto, los autodenominados defensores de las dos vidas. Esos registros que en los papeles le permiten a la película cumplir con el trámite de presentar las dos caras, por el otro subrayan su carácter de documental de tesis. Que sea ley no indaga de forma libre en el fenómeno social que produjo el debate por la legalización del aborto, sino que lo hace con una posición tomada ya desde el título. Por eso su mayor potencia no reside en las voces de los referentes del movimiento (personajes de la cultura, la política o la militancia), si no de las de quienes fueron víctimas de la situación legal en vigencia. Son sus palabras las que revelan la tragedia humana, ese sufrimiento en carne propia que permitirá eventualmente el milagro de la empatía. Son esas voces, junto a los registros vivos de distintas expresiones de esta lucha colectiva, las que en definitiva consiguen hacer de Que sea ley una experiencia documental potente y válida.
"Punto muerto": un policial chapado a la antigua El policial es una de las columnas sobre las que se apoyan las industrias del cine y la literatura, aprovechando una popularidad que parece inagotable. A casi 180 años de que Edgar Allan Poe redactara su acta de nacimiento con la trilogía de cuentos protagonizados por el detective Auguste Dupin, y luego de mil y una reencarnaciones, el género sigue gozando de buena salud. Por eso no es extraño que Daniel de la Vega, uno de los impulsores de la escena del cine de género en la Argentina, haya decidido abordarlo en su nueva película, Punto muerto. Aunque su nombre es reconocido sobre todo por su vínculo con el terror, De la Vega se permite aquí jugar con la variante detectivesca, expresión que estableció las reglas básicas de su funcionamiento narrativo. La estructura de Punto muerto se inspira y funciona como homenaje a esa estirpe clásica del policial, tanto en el campo cinematográfico como en el literario. La mención a Poe no es entonces caprichosa, como tampoco lo sería ensayar una lista que incluyera a Arthur C. Doyle, Agatha Christie o Emile Gaboriau, entre tantos que ayudaron a darle forma a la estética detectivesca en el campo literario. O mencionar los clásicos films de monstruos de los estudios Universal, algunas producciones de la británica Hammer o las películas del Doctor Phibes, protagonizadas por Vincent Price, como posibles fuentes de inspiración y objetos de reverencia en el terreno del cine. De la Vega busca que su propuesta encaje de forma precisa en ese molde que intenta replicar/ homenajear. La trama y el misterio se sostienen en torno de un crimen de cuarto cerrado, génesis del policial en tanto pertenece a la misma clase de enigma que debía ser resuelto en “Los crímenes de la calle Morgue” (1841), el primero de los cuentos de Poe protagonizado por Dupin (desafío que luego enfrentaron otros detectives, de Sherlock Holmes al Padre Brown). Además la historia se desarrolla en un escenario que termina de crear el ambiente adecuado: un seminario de literatura policial que se realiza en un señorial hotel de campo, donde un prestigioso escritor dará una charla sobre el género y presentará su último libro, en el cual el detective que lo protagoniza logra resolver, claro, un asesinato cometido en un cuarto cerrado. Filmada en un expresivo blanco y negro, De la Vega le insufla al relato cierto espíritu victoriano, al mismo tiempo que alude a la escena literaria local de la primera mitad del siglo XX (incluyendo citas directas, como la colección Séptimo Círculo creada por Borges y Bioy; o el personaje de una aristocrática gestora cultural de apellido Ocampo). El tono recargado de las actuaciones también remite a viejas estéticas cinematográficas, misma dirección en la que apunta el personaje de un inspector llamado Christensen. Más allá del juego alusivo, emergente de una voluntad celebratoria, Punto muerto se aferra demasiado a los trucos formalistas, así en lo narrativo como en lo visual, y por esa vía acaba retorciendo en exceso su propio imaginario. Es cierto que el detalle puede representar un lastre, pero no alcanza a arruinar la experiencia.
"Nuestros veranos": tragicomedia coral La instancia del divorcio de la protagonista es apenas el eje narrativo en torno al cual giran los problemas que cargan los personajes que la rodean. “Ningún giro ordinario del destino, como la enfermedad, la bancarrota o el fracaso profesional repercute tan cruelmente en el inconsciente como el divorcio”: esas son las palabras que eligió la italiana Valeria Bruni Tedeschi (en adelante VBT) para abrir Nuestros veranos, su última película. La frase no es suya, sino del dramaturgo alemán Botho Strauss, ni es novedosa para el cine. Ya la utilizó 19 años atrás y con el mismo fin Liv Ullmann en Infiel, uno de sus cuatro largos de ficción como directora, sobre un guion de Ingmar Bergman. A diferencia del film más bien intimista de la noruega, que aborda los efectos que el divorcio provoca en los personajes directamente afectados por él (una pareja, su hija y el tercero en discordia), el de VBT es una tragicomedia coral que tiende a la desmesura. Dentro de esa estructura que inscribe al desborde emocional como principal recurso dramático, la instancia del divorcio de la protagonista es apenas el eje narrativo en torno al cual giran los conflictos personales que cargan los personajes que la rodean. Como buena parte de su filmografía como directora, Nuestros veranosfunciona como espejo de la vida personal de VBT, a quien no le preocupa nada que el asunto se vuelva evidente. Tan poco le importa que comparte el oficio de cineasta con Anna, la protagonista que ella misma interpreta, quien además es abandonada por un marido que elige irse con una modelo. Lo mismo que hizo en 2012 su ex, el actor Louis Garrel, para comenzar una relación con la top model Laetitia Casta. Y hasta su propia hija Oumy, a quien adoptaron con Garrel, interpreta el papel de Celia, la hija adoptiva de Anna. Si a muchos directores se los critica por hacer teatro filmado en lugar de cine, de VBT podría decirse que lo suyo es el psicoanálisis filmado de froma ligera. La directora lleva el asunto al extremo, haciendo que Anna se encuentre en plena escritura de un guión que gira en torno a la muerte de su propio hermano, ganándose los reproches de toda la parentela (incluido el fantasma del difunto) por convertir la intimidad familiar en un espectáculo público. Una película en la que ella se interpretará a sí misma y su marido hará de su marido, solo que este decidió irse con la otra en la primera escena, justo antes de que Anna se reúna con unos productores buscando financiar el rodaje. Retrato filoso e irónico de la burguesía de la Europa latina, VBT imagina un universo que tiene algo de cortesano. Eso incluye intrigas palaciegas, deseos cruzados, romances no siempre posibles o visibles y la división entre servidores y servidos, que a pesar de sus diferencias comparten un estado de permanente insatisfacción. Lo mejor de Nuestros veranos ocurre cuando la directora utiliza el desborde de sus personajes para revelar y reírse del carácter decadente de su clase (y de sí misma por extensión). Lo peor: cuando por ese mismo camino se vuelve condescendiente con propios y ajenos.
"Mujer en guerra": muñeca brava Exponente de una suerte de realismo mágico europeo, "Mujer en guerra" trenza la crítica social y un registro a veces fantasioso con las buenas intenciones y los mensajes morales subrayados. Halla es una mujer solitaria pero socialmente activa y dedicada su comunidad, que dirige un coro barrial en los suburbios de Reikiavik, la capital de Islandia. Pero esa parte de su personalidad es la máscara perfecta para mantener oculta otra cara: ella es también una activista muy comprometida con causas ecológicas, rol en el que no duda en pasar a la acción desde la clandestinidad. Alguien a quien el establishment considera una terrorista, lugar que Halla reivindica al atribuirse una serie de atentados contra la industria del aluminio en su país, a la que considera dañina para la naturaleza, bajo el seudónimo de "La mujer de la montaña". Exponente de una suerte de realismo mágico europeo, Mujer en guerra trenza la crítica social y un registro a veces fantasioso con las buenas intenciones y los mensajes morales subrayados. Estas características se funden en una amalgama que tiene al correcto manejo de los tiempos del suspenso y la exhibición de cierto ingenio en el uso de los recursos específicos de la narración cinematográfica como elementos salientes. Tales son las herramientas que el cineasta islandés Benedikt Erlingsson pone a disposición de una historia con la que busca la complicidad emotiva del espectador de mirada progresista, consciente de los dramas del mundo actual y tan capaz de adherir a las causas populares y apoyar a quienes van contra ellas, como de conmoverse con el sufrimiento ajeno, aunque más no sea dentro del cine. El resultado es una película bellamente realizada en el plano estético, que consigue ser efectiva en el balance del desarrollo dramático, aunque a veces fuerza su propio verosímil y resulta obvia en materia política. Lo que Halla representa de forma extrema es un estereotipo reconocible de ese progresismo europeo, aquel que no duda en abrazar las causas del reciclaje, la ecosustentabilidad y el respeto por el orden natural, valiéndose de una comodidad primermundista que en este caso la protagonista no duda en arriesgar. Hay algo de idealismo setentista, de hippismo 2.0, que se pone en juego en el personaje de Halla. Una idea que se completa y queda más clara con la figura de una hermana gemela, Ása, una profesora de yoga que aspira a pasar dos años meditando en el ashram del famoso gurú Maharashi. Ambas representan las dos caras de la misma moneda: una desde un lugar espiritual y afectivo pero naïve; la otra desde un materialismo rabioso no exento de conexiones con cierto saber ancestral. Erlingsson vuelve evidente ese vínculo con la tradición cultural al incluir en el plano diegético elementos que el cine suele mantener fuera de él. Así, los músicos responsables de la banda sonora incidental (basada en variantes del folklore nórdico) comparten la puesta en escena con Halla, hasta convertirse en algo así como su voz de la conciencia y, llegado el caso, también en sus mejores cómplices.
"Pájaros de verano": ecos trágicos La nueva realización del director de "El abrazo de la serpiente" está inspirada en hechos reales que tuvieron lugar entre las décadas de 1960 y 1980 en territorio original de la tribu de los wayuu. Tras el éxito de su tercera película, El abrazo de la serpiente, entre cuyos numerosos premios se destacan los que recibió en los festivales de Cannes y Mar del Plata, así como su nominación en 2016 al Oscar como Mejor Película en Lengua Extranjera, llega a las pantallas argentinas Pájaros de verano, nuevo trabajo del cineasta colombiano Ciro Guerra. Codirigido junto a Cristina Gallego, quien ofició de productora en todos los trabajos anteriores de su compañero, aquí se vuelve a abordar un costado poco conocido de la historia colombiana, cuyos ecos trágicos se enlazan con el oscuro presente de la más septentrional de las repúblicas de América del Sur. Pero aunque los hechos narrados puedan ayudar a poner esa realidad en perspectiva, la intención de la película no parece ser ni explicativa ni didáctica sino simplemente, y nada menos, la de obtener un valor que surja de su propia condición de relato. Pájaros de verano, como afirma un breve texto que prologa a la acción, está inspirada en hechos reales que tuvieron lugar entre las décadas de 1960 y 1980 en una región al norte de Colombia, La Guajira, territorio original de la tribu de los wayuu.Atados a sus tradiciones ancestrales, los wayuu viven en clanes familiares que se vinculan de manera muy similar a como lo hacían las grandes casas reales de Europa incluso en esa misma época: negociando entre sí los matrimonios de sus hijos dilectos. La película comienza con el ritual de entrada en la madurez de Zaida, primogénita de Úrsula –ambas heredaron el don de dialogar con los espíritus a través de los sueños entre la familia de los Pushaina—, quien en el mismo acto es ofrecida en matrimonio. Hasta ahí llegó Rapayet, miembro de los Abuchaibe Uliana, que aunque maneja con habilidad algunos negocios con los alijuna, como llaman a negros, europeos y demás pueblos no originarios, no se encuentra entre los miembros más respetados de su familia. Pero él es orgulloso y se siente capaz de cumplir con la cuantiosa dote que se le exige por la mano de Zaida. Rapayet hace dinero vendiendo alcohol entre los clanes con su amigo, el mulato Moisés. Al menos hasta que se cruza con un curioso cuerpo de paz. El mismo está integrado por un montón de gringos pseudo hippies, quienes realizan acciones de infiltración anticomunista entre los nativos(la película comienza a finales de los ’60) y andan buscando a alguien que les consiga marihuana. Rapayet se ofrece a eso y le encargan 50 kilos. Hasta acá la película parecía perfilarse como un western étnico, presunción que sostenía en algunos detalles del contexto. Pero esos 50 kilos de porro encierran un punto de quiebre no solo para el relato cinematográfico que propone Pájaros de verano, sino también para el destino de los waynuu. Y por qué no también para la historia colombiana. A partir de ahí la película se convertirá primero en el mito de origen de un gangster, para luego transformarse en un relato de narcos construido en forma de saga familiar que no tiene nada que envidiarle a la de los Corleone. Si se vuelve hacia atrás, no parece casual que ambas historias comiencen con una boda, un ritual de paso que tanto expone la fidelidad a una estricta tradición, como la ambición y el poder que se concentra en quienes manejan los destinos de los clanes. Guerra y Gallego aprovechan la mitología del relato mafioso y sus particularidades para releer este episodio de la historia de su país en clave épica. Pero también elegíaca, en tanto puede ser vista como retrato seminal del imperio de la muerte que aún hoy se pasea por Colombia. En el medio hay de todo: acuerdos y traiciones, veneración por los mandatos de la sangre y la certeza de que su derramamiento es el único camino para compensar toda pérdida. El origen de un camino hasta ahora sin retorno.
"Magalí": encrucijadas de la América profunda La ópera prima de Juan Pablo Di Bitonto pone en tensión dos formas de concebir y abordar la realidad. Puede decirse que el realismo al que apela el director Juan Pablo Di Bitonto para darle forma al relato de Magalí, su ópera prima, no está exento de ciertas cuestiones místicas o espirituales que forman parte de los universos de las creencias o la fe. Que en este caso se insertan en el marco de la encrucijada cultural de la América ancestral. La película instala el corazón de su historia en ese cruce, poniendo una vez más en tensión dos formas de concebir y abordar la realidad. Una de ellas construida a partir de una mirada que puede ser definida como occidental, urbana y racional en el sentido positivista del término –y que a grandes rasgos coincide con la que puede tener el clásico espectador de cine— y otra de orden tradicional, en la que el ser humano no está colocado en la cima de la pirámide de la creación, sino que se encuentra inserto en ella, como un elemento más dentro de un sistema de delicados equilibrios. Esas son las dos realidades que colisionan en el momento en que Magalí, una enfermera que trabaja en un hospital de Buenos Aires, debe regresar a su pueblo en el noroeste del país a partir de la muerte de su madre. Cuando la protagonista se marcha de la pensión donde vive se ve obligada a abandonar a su perro, al que deja en una plaza, atado a un poste de luz. Esa será la primera manifestación de una culpa que Magalí parece arrastrar desde antes y que tal vez se vincule de manera simbólica con la necesidad de haber dejado a su propio hijo, Félix, al cuidado de su madre ahora muerta, para poder venir a trabajar a la ciudad. Un nexo que parece confirmarse al llegar al pueblo, donde Félix apenas le dirige la palabra y la trata con desprecio. La idea de Magalí era viajar para cumplir con el compromiso de asistir al entierro de su madre y volver enseguida a la ciudad para reincorporarse a su trabajo, pero esta vez llevándose a Félix con ella. Sin embargo comenzará a encontrar una serie de resistencias que se irán interponiendo con su regreso. La inesperada aparición de un puma que durante las noches ataca el ganado se convertirá en el principal obstáculo, ya que su familia ha desempeñado históricamente un rol destacado en ciertos ritos ancestrales dentro de la comunidad. Y con la muerte de su madre todo el pueblo –incluido Félix— espera que Magalí se haga cargo del ritual indicado para apaciguar al espíritu que habita en ese puma, para hacer que se aleje y de esa forma la realidad pueda volver al cauce del orden cotidiano. Di Bitonto alinea hábilmente los elementos del relato para que el conflicto vaya surgiendo de la fricción entre esos dos órdenes que habitan dentro de Magalí. Un conflicto que se manifiesta de forma concreta en el poder que los otros depositan en la protagonista, pero que es antes que nada la manifestación física de ese dilema interior del personaje interpretado sin necesidad de grandes movimientos histriónicos por la gran Eva Bianco. En sus dudas, en la contradicción entre su educación familiar y su formación científica (lo ancestral y lo “occidental”) es donde tienen origen los nudos que van signando el devenir dramático de este relato. El director aprovecha además la extrema sequedad de la geografía para realizar un potente trabajo fotográfico con el paisaje (sobre todo nocturno), pero sin caer en la tentación del mero paisajismo. Tal vez el mayor exceso de Magalí resida en la insistencia de una cámara en mano que en varios pasajes se vuelve demasiado inestable, generando una incomodidad a la que es difícil encontrarle una justificación narrativa.
"Claudia": los ritos y sus caricaturas El film puede ser visto de manera borgeana, como una trama de dos niveles en la que a partir de un hecho traumático la realidad comienza a esfumarse, cediéndole espacio a lo ilusorio. Con el riesgo y el exceso como atributos distintivos, y tras haber oficiado como película de apertura en el último Bafici, llega a las salas comerciales Claudia, nuevo trabajo de Sebastián de Caro. La del título es una mujer joven, meticulosa y fría a quien parece no importarle demasiado su vida privada, cuya máxima aspiración es la excelencia aplicada a su oficio: organizadora de eventos. La secuencia inicial es una puesta en abismo de esa obsesión. Claudia está parada entre bambalinas con un handy en la mano y así se queda hasta que termina el espectáculo musical en cuya producción trabaja. Recién ahí se permite abandonar su puesto para asistir al sepelio de su padre. En Claudia De Caro parece haberse propuesto el desafío de poner en evidencia el modo en que ciertos ritos ancestrales han sido vaciados de su contenido simbólico, para acabar convertidos en pantomimas, caricaturas de lo que alguna vez representaron. En ese juego entre la deconstrucción y la resignificación está lo mejor de la película. Para llevarlo a cabo el director y guionista diseñó un dispositivo de dos movimientos, el primero de los cuales tiene lugar en ese mismo velorio. Para evitar conectar con su dolor, la protagonista se aferra a lo único que la hace sentir segura: su trabajo. Apenas llega a la sala donde se despiden los restos de su padre Claudia encara a la responsable de la funeraria para decirle que la iluminación del lugar es mala, que el féretro no está a la altura correcta, que el café es feo. La enumeración revela la puesta en escena, desnudando la banalidad del rito, que lejos de cumplir con su antigua función ceremonial se reduce a una serie de convenciones seguidas de memoria. En la segunda etapa Claudia debe reemplazar a una compañera en el rol de wedding planer en una de esas fiestas de casamiento que son el non plus ultra del kitsch. Un festival de superficialidad aspiracional en medio del cual lo siniestro emergerá de forma inesperada. El quiebre se produce cuando la novia le confiesa a la protagonista que no quiere casarse y le pide que la ayude a eludir el trance. La primera reacción de Claudia es atenerse a la planificación, pero no tardará en notar movidas extrañas entre los invitados. Acá la película revela su linaje: el de ciertos relatos alucinados y paranoicos cuya producción fue abundante en la década de 1970. Claudia irá atando cabos hasta comprender que la novia no es otra cosa que el cordero inocente, la ofrenda en el sentido más pagano del término. Con ese giro De Caro le restituye al rito su carga simbólica, pero lo hace por el camino del absurdo, convirtiendo a los invitados en grotescos confabulados y al carnaval carioca en una danza que se volverá macabra a través del ridículo. De Claudia puede decirse que es un film desencajado, desconcertante en el mismo sentido en que lo era Vaquero, ópera prima de Juan Minujín que también tuvo la responsabilidad de abrir un Bafici (la edición de 2012). Ambos trabajan a contrapelo del verosímil, apelando a un registro actoral desmedido con el propósito de generar un clima de inestabilidad que hace equilibrio al filo de la cordura. La banda sonora a la Darío Argento, intensa y sobreexpuesta, potencia esa atmósfera enajenada que le hace honor al linaje mencionado. Claudia también puede ser vista de manera borgeana, como una trama de dos niveles en la que a partir de un hecho traumático la realidad comienza a esfumarse, cediéndole espacio a lo ilusorio o lo delirante. Algo que en el cine ha hecho de forma maravillosa el británico Peter Strickland (ver su película Berberian Sound Studio, por ejemplo), cuya estética tal vez haya influido en De Caro. Aunque en su caso los excesos acaben torciéndole el brazo al riesgo, haciendo que en su mitad final el relato tienda al desequilibrio.
"IT: capítulo 2", el regreso del payaso maldito La versión adulta del Club de los Perdedores, 27 años después, no logra reeditar la química que se producía en el seno de aquel combo de pibes. La segunda parte de IT , que completa la adaptación de la popular novela de Stephen King, es uno de los títulos más esperados de 2019. En especial en la Argentina y no solo por cuestiones cinematográficas. Es que Andy Muschietti, su director, es el primer compatriota en triunfar en el Hollywood moderno, convirtiendo al capítulo inicial en uno de los blockbusters más redituables del cine en su historia. El dato, que fuera de contexto es solo una curiosidad estadística, tiene su correlato en las virtudes de un film que superaba la media de un género difícil como el terror y, al mismo tiempo, confirmaba a Muschietti como un cineasta con capacidad para jugar en la Champions de la industria. IT Capítulo 2 ubica su acción 27 años después de los hechos ocurridos en la película anterior. Los siete adolescentes del Club de los Perdedores son ahora adultos exitosos en sus vidas profesionales, pero no tanto en el terreno personal. La duplicidad queda plasmada en la secuencia inicial, cuando Mike, el único del grupo que aún vive en el pueblito donde crecieron, llama a cada uno para decirles que el ente maligno que se manifiesta a través de Pennywise, el payaso asesino de niños, ha vuelto a aparecer y que deben regresar para volver a enfrentarlo todos juntos, como prometieron a los 13. “La gente cree que recuerda lo que quiere”, dice una voz en off, recitando un texto que oficia de prólogo. “Pero a veces somos lo que quisimos olvidar”, remata. La memoria es un elemento fundamental en la estructura de esta segunda parte. Será a partir de ella, de recuperarla y de tratar de hacerle honor, que estos adultos podrán enfrentarse a sus propias inseguridades y temores, apoyados en aquella amistad sólida que construyeron en la infancia y que el paso del tiempo ha ido disolviendo. Lo mejor del Capítulo 1 surgía de la sensibilidad con que Muschietti abordaba el vínculo entre esos chicos y la forma en que le hacían frente al traumático fin de la infancia, del cual el sádico payaso se volvía una metáfora explícita. IT Capítulo 2 juega a poner en paralelo aquella crisis de la adolescencia con esta de los 40, 27 años después. Pero la versión adulta del Club de los Perdedores no logra reeditar la química que se producía en el seno de aquel combo de pibes y por eso el guión vuelve al pasado con insistencia. Para tratar de encontrar allá lo que no termina de surgir en el presente del relato, exponiendo una “desconexión” que se traslada a la estructura narrativa. Las historias de los personajes adultos recorren la película de forma demasiado autónoma, cada una por su propio andarivel. Por su parte la escena final parece un “remake” del final del primer capítulo, como si los 169 minutos de duración fueran un exceso que dejó a todo el equipo sin ideas. Eso y algunos cabos sueltos lastran a IT Capítulo 2 con una lista de cuentas pendientes que ni los simpáticos cameos de un par de cineastas de estirpe cinéfila, ni otras sorpresas que la película incluye, consiguen equilibrar. A pesar de todo, el crédito de Muschietti sigue abierto.
"La música de mi vida": bailando con The Boss La película cuenta la historia de un adolescente de ascendencia pakistaní que encuentra en las canciones de Bruce Springsteen un soporte emocional. “Aramos, dijo el mosquito que estaba parado encima del buey”. Así dice la adaptación ATP de un dicho popular que también tiene una versión triple equis. La frase suele usarse para referir de forma irónica a la actitud de quienes no dudan de tomar posesión de los logros ajenos, aun cuando no han aportado nada para que estos se concretaran. Aprovechando este concepto podría decirse que en el mundo del cine contemporáneo faltan bueyes y sobran mosquitos. La última de las categoría mencionadas le calza perfecto a La música de mi vida, comedia musical dirigida por la británica nacida en Kenya pero de origen indio Gurinder Chadha. La película cuenta la historia de Javed, un adolescente de ascendencia pakistaní que encuentra en las canciones de Bruce Springsteen un soporte emocional oportuno. Serán estas las que le permitirán liberarse de las tradiciones conservadoras de su familia y al mismo tiempo sobrellevar la discriminación que él y su comunidad sufren en la Inglaterra de los ’80 a causa de su origen. La música de mi vida se monta entonces a dos bueyes a la vez. Por un lado parasita el fetichismo ochentoso que viene pagando buenos dividendos a todo aquel que le haya apostado un pleno. Por el otro se sube al probado éxito de utilizar las canciones de un ícono rockero como anzuelo para espectadores nostálgicos. El truco ya probó ser efectivo con Freddy Mercury en Bohemian Rapsody, con Elton John en Rocketman, en una escala mucho menor con Lords of Chaos, basada en la desquiciada escena noruega del black metal en los ’90, y casi nada con The Dirt, biopic de los Motley Crüe. A favor de La música de mi vidadebe mencionarse que no se trata de una biografía de Springsteen, sino de otra historia inspirada en hechos reales que en este caso revive a un personaje anónimo. Acá el famoso Jefe de Nueva Jersey recién aparece en unas fotos intercaladas entre los títulos finales, posando junto al periodista Sarfraz Manzoor, el Javed real, un fanático que vio a su ídolo en vivo unas 150 veces. La película se basa en su historia. Valiéndose de recursos de la comedia, Chadah pinta un fresco del duro período tatcherista. Por esa vía intercala de modo cándido crisis económica, desocupación y xenofobia con conflictos propios de un adolescente, que van de las penas de amor a la necesidad de encajar. Una aspiración que para un “paki” (forma despectiva que los británicos usan para llamar a los pakistaníes) tiene alcances más complejos de los habituales. Las letras del Jefe ayudan a moldear la lectura crítica y a veces oscura que Javed hace de la realidad. El recurso funciona de a ratos pero también abona a un clima progresivamente edulcorado, que al combinarse con la prerrogativa de exotismo acaba por producir un pastiche tan luminoso como superficial. Una película mosquito.