Otra muñeca maldita. Siguiendo con la tendencia de explotar las franquicias incluso después de dar pruebas fehacientes de su agotamiento, llega a las salas argentinas Annabelle 2: La creación. Se trata del segundo episodio de la saga de la muñeca maldita, que es en realidad una derivación de otra saga, El conjuro, que también lleva dos películas, ambas dirigidas por James Wan, y que seguramente acabará convirtiéndose en un clásico del cine de terror de los 2010, aunque no tenga demasiados argumentos válidos para llegar a tanto. En este caso se trata de rastrear los orígenes de ese objeto diabólico con forma de muñeca vintage que apenas era presentado en la primera El conjuro (2013) y que ya tuvo un primer acercamiento en 2014. Lo curioso y quizá lo más interesante de la saga Annabelle es que las dos películas van recorriendo la historia de la muñeca en sentido inverso. Si El conjuro la mostraba en el marco de una historia ambientada en los años 70 y los hechos narrados en Annabelle (2014) tenían lugar sobre los últimos años de la década anterior, los sucesos de esta segunda entrega se desarrollan en algún punto entre la década de 1940 y mediados de la siguiente. Enmarcada en el paisaje vasto y solitario del oeste rural, Annabelle 2 comienza con la historia de un juguetero artesanal y su mujer, quienes pierden trágicamente a su pequeña hija en un accidente de tránsito. La escena en que una vieja camioneta de campo atropella a la niña en un camino polvoriento está no sólo dentro de lo mejor de la película, sino también en el trailer, revelando así uno de los momentos de mayor impacto emotivo del relato. Doce años después, aquel matrimonio recibe en su casona a un grupo de huérfanas y a la monja que las cuida. Claro que el cuarto que perteneció a la niña es una zona tabú dentro de la casa, lo mismo que la habitación donde la madre vive recluida. Por supuesto, enseguida empezarán a pasar cosas raras de las que sólo las pequeñas huéspedes serán testigo. Como ocurre con la mayoría de las películas de terror, incluyendo en el conjunto tanto a las buenas como a las malas, la segunda parte de la muñeca maldita vuelve a parecerse a un manifiesto de propaganda cristiana, donde el mal siempre responde a un infierno, sus amanuenses son demonios que respetan hasta el protocolo de tener cuernos y la salvación procede solo de las palabras impresas en su libro santo. Por supuesto que hay films como La bruja (The VVitch, Robert Eggers, 2015) que se permiten releer esa tradición de modo más rico, yendo más allá de las convenciones, buceando en motivaciones psicológicas y hasta históricas para enriquecer dicho universo. El problema es que no hay nada de eso en Annabelle 2, sino todo lo contrario: un estilizado refrito de lo que ya mostraron incluso sus antecesoras de saga, construido a partir de una estructura de scketches terroríficos que el relato va encadenando. Algo que también hereda del segundo episodio de El conjuro.
Nada nuevo bajo el sol y sus galaxias aledañas. Nueva película de ciencia ficción con aspiraciones de saga y pensada para un público adolescente, Valerian y la ciudad de los mil planetas es además el último mega proyecto del director y productor francés Luc Besson. Este último dato funciona como una definición cinematográfica en sí misma y permite hacerse una idea rápida y somera de qué es lo que se puede esperar de ella. Desborde imaginativo basado casi exclusivamente en un dispositivo visual barroco; la utilización del recurso del humor como fin antes que como medio y la acción sin pausa como norte narrativo, son algunas de las características que definen a la categoría “Film de Luc Besson” y que en este caso se cumplen a pies juntillas. Basada en una historieta de origen francés, Valerian... es la historia de dos agentes especiales de un estado interplanetario, a quienes se les encomienda la misión de recuperar un objeto extraño y valioso del cual lo ignoran todo. Pero, claro, todo lo que pueda fallar, fallará, dando pie a la aventura. Deudora de emblemáticas sagas espaciales tanto en lo estético como en lo narrativo, la película no le aporta nada nuevo ni interesante al universo imaginativo de este tipo de productos. Como la mayoría de los trabajos en los que Besson participa, sea como productor, director o ambos, Valerian... es un producto de exploitation, que en este caso sería Spacexploitation. Besson fagocita, vampiriza y parasita antes que releer, reescribir o ampliar el género del cual se alimenta, dando como resultado una película pobre, chata y predecible. El principal argumento para tratar de convertir a Valerian... en un éxito de ventas es la promoción de un despliegue visual con pretensiones de vanguardismo, que sin embargo no es tal. Aunque se invirtieron millones en su diseño y realización, el universo imaginativo de la película es, sin embargo, muy pobre, atado a cuanto estereotipo se le cruza. Ejemplo claro de esa morosidad es la secuencia que transcurre en un mercado intergaláctico clandestino. De modo predecible, dicho mercado no solo remite al modelo de las ferias persas o turcas, suerte de La Salada del espacio, sino que se encuentra enclavado en un plantea desértico. Y como hay desierto, el director llena todo de una ornamentación arábiga adaptada a lo cósmico, incluyendo ridículos personajes con turbantes, una arquitectura y una banda sonora al tono, y un ambiente babélico similar al que George Lucas creó para su emblemática taberna de mercenarios. Besson no imagina: regurgita. Avatar, La guerra de las galaxias, Viaje a las estrellas, los videojuegos en primera persona: Valerian... es una caricatura mala en la que las referencias se superponen a la velocidad de la luz, como si lo que se buscara fuera abrumar al espectador para no darle tiempo a pensar. Un desborde que como contrapartida apela todo el tiempo a discursos explicativos, en busca de echar agua pero sin conseguir que nada se aclare.
Mirada al turismo sexual en Buenos Aires. El film no pretende ser un informe sobre el mongering, sino que se concentra en tres casos para mostrar los razonamientos simplistas y el machismo torpe de sus personajes, y dejar en evidencia sus empobrecidas miradas de la realidad. Ramiro es argentino, pero cuando tenía seis meses su familia se mudó a Houston, Texas. Por alguna razón que nunca especificada (porque no está acá por voluntad propia), vive en Buenos Aires desde los 35 años. Ahora tendrá unos 50 y en su persona confluyen lo peor de las clases medias de la Argentina y Estados Unidos. “Hola, amigo”, saluda a alguien en la calle, pero dos pasos más allá, cuando el otro ya no lo oye, lo insulta. “¡Fuck You!”, dice entrando en un supermercado donde compra una petaca de whisky berreta, y se la toma mientras sigue camino. Al rato habla (en español) con un policía en un andén del metrobús de 9 de Julio. Le cuenta que en Texas es legal que todos vayan armados y el policía no sabe bien qué responder a eso. Otros dos pasos más y Ramiro confiesa a cámara (en inglés) que “hay que hablar con los fucking indians de vez en cuando”. Enseguida señala la imagen gigante de Evita que decora el edificio del Ministerio de Desarrollo Social y cuenta que va a llevar a unos turistas a visitar su tumba. “Les voy a mostrar las flores que deja la gente que la quiere tanto a esa puta de mierda. ¡Y les voy a contar la verdad!”, dice y con el rostro desencajado grita: “She’s a comunist, she ruined this country!”. Monger, documental del estadounidense Jeff Zorrilla que aborda el tema del turismo sexual en Buenos Aires, tiene en Ramiro a su protagonista. No es el único, pero sí el que más llama la atención, el que provoca más curiosidad y a quien dan ganas de seguir viendo. No porque caiga simpático ni despierte empatía, sino lo contrario. Pero la película no se ensaña con él: simplemente lo sigue, lo observa y lo deja hablar. No hace falta más. “En la Argentina me puedo coger a una chica que se parece a una que vi en la revista Penthouse cuando tenía 13 años. Me cuesta menos que una cena y mi sueño se hizo realidad”, cuenta Ramiro, hombre de la noche, putañero y... (el espectador puede completar la descripción con las palabras que mejor le parezcan). La palabra “monger” (o mongering) se aplica a aquellas personas que se dedican al turismo sexual, quienes suelen habitar en comunidades virtuales, agrupándose en foros y sitios donde comparten sus experiencias y se hacen recomendaciones. La película de Zorrilla no pretende ser un informe sobre mongering (aunque descorre un par de velos para espiar y ver de qué se trata), sino que se concentra en tres casos para contar la intimidad de sus experiencias. Ramiro es uno y pronto se hace obvio que sus paseos para turistas en Recoleta no son su principal ocupación, sino un adicional que viene incluido en el precio de conseguirles chicas y guiarlos por la noche. José Reyes, típico yanqui grandote y con pinta de exuniversitario que llega a BA para alcanzar la marca de 400 mujeres, es otro de ellos. Está a 15 de su récord personal y lleva un detallado registro de cada una incluyendo, claro, puntajes por sus tetas, culos y su desempeño en la cama. El tercero es un inglés con un perfil distinto: tuvo un hijo con una chica que conoció en un privado y se quedó en el país para criarlo, porque ella tiene su propia familia. El quiere que crezca en contacto con ambos, aunque sabe que ella no puede prestarle la atención debida y que el nene tendría mejor futuro en Inglaterra. Ramiro define a la prostitución como “un crimen sin víctima, uno de los pocos verdaderos libre mercados que quedan en el mundo”. Habrá quien le pueda objetar a Zorrilla la ausencia de una mirada más profunda a uno de los lados del “negocio”, alguien que demuela los razonamientos simplistas y el machismo torpe de sus personajes, pero Monger no se trata de mostrar las dos caras de la moneda de forma obvia. En ese simple dejar hablar, Zorrilla consigue que sean esos hombres consumidores de mujeres los que dejen en evidencia sus empobrecidas miradas de la realidad, sus dificultades para vincularse más allá del “intercambio comercial”. Incluso consigue ponerlos en situaciones paradójicas, que si bien no dicen más de lo que podría decir un psicólogo o una militante feminista respecto de lo miserable de la explotación de las mujeres, tal vez lo dicen mejor. Cinematográficamente mejor. Como cuando sigue a José Reyes en su recorrida por la ciudad y lo captura mientras se filma a sí mismo con su celular, realizando uno de sus reportes en video para los seguidores de su sitio web, donde cuenta sus “hazañas”. Lo interesante no es lo que José dice, porque no dice demasiado, sino que lo haga desde el Puente de la Mujer en Puerto Madero, ignorando el hecho por completo del mismo modo en qué vive ignorando qué pasa al otro lado de sus “aventuras”.
Una jugada de taquito que salió pifiada. Con su nueva película, El fútbol o yo, dirigida por Marcos Carnevale, Adrián Suar sigue apostando a caballo ganador. Es decir: se calza uno de esos personajes que le salen de memoria, se abraza a una historia que tranquilamente podría ser el argumento de una serie costumbrista, esas que durante años fueron la marca registrada de su productora Pol-ka, y apuesta por la comedia, el género que desde hace más de una década lo convirtió de manera decidida en una de las figuras más taquilleras del cine argentino. Una apuesta segura, por supuesto, pero también conservadora. Y no sólo comercialmente, en tanto se aferra a un modelo de éxito probado –tratándose de una película en torno de un espectador adicto al fútbol es una tentación volver a la máxima que afirma que “equipo que gana no se toca”–, sino también en lo artístico, ya que representa un trabajo que desde lo actoral Suar realiza de taquito. Y se nota, algo que en este caso no es un elogio. Es necesario aclarar, para ser justos, que El fútbol o yo ofrece algunos momentos de diversión genuina al contar la historia de Pedro, un hombre cuya compulsión por ver todos los partidos de fútbol que puede, ya sea en la cancha o por televisión, acaba por poner a su vida al filo del derrumbe. Pedro pierde su trabajo como ejecutivo en una empresa importante, luego de que las cámaras de seguridad lo pescan viendo fútbol todo el tiempo en horario de oficina, y su mujer lo conmina con la frase del título a ver qué es lo que quiere hacer con su vida. Sin embargo también debe ser dicho que los mejores momentos surgen sobre todo del mérito individual de algunos miembros del elenco. Sobre todo del trabajo de Alfredo Casero, quien interpreta a uno de los miembros de un grupo de alcohólicos anónimos al que el protagonista acude cuando reconoce que tiene un problema, o a Miriam Odorico, a cargo de un papel breve pero efectivo. Y a veces, claro, a Adrián Suar. Porque en cuanto a la historia, su construcción se aferra a estructuras convencionales con una rigidez que le impide al relato avanzar libremente. Producto de esa decisión ocurre que en El fútbol o yo todo está en su lugar y no hay espacio para ninguna (ninguna) sorpresa, ni siquiera en sus mejores momentos. La forma de abordar al personaje es siempre superficial y se lamenta que la trama no se permita ir más profundo en una cuestión de la cual su adicción al fútbol parece ser apenas el avatar más visible. Porque lo que en el fondo parece estar ocurriéndole a Pedro es ni más ni menos que la crisis de la mediana edad, algo que solo podría haber aparecido con una mirada más atenta, más humana del personaje. Por el contrario, la película se contenta con ponerle la cámara encima para seguirlo bien de cerca y no perderse ni uno de los tropiezos que irá dando en su desorientado periplo, para reírse de él, de sus desventuras y de su patético deambular de una escena emotiva a la otra, solo porque el recetario de la comedia así lo prescribe.
Lengua materna. El documental , rescata un caso que merece conocerse no sólo porque registra un hecho vital de la identidad multicultural argentina, sino uno que es único en el mundo. Se trata de la historia de Blas Jaime, último hablante de chaná, lengua que se creía extinguida desde finales del siglo XIX junto con el pueblo litoraleño del mismo nombre. Para mensurar la importancia de Jaime basta mencionar que su aparición motivó la inclusión del chaná en el Atlas Universal de Lenguas de la Unesco como uno de los 18 idiomas hablados dentro del territorio argentino, consignando que sólo existe 1 (un) hablante. Jaime cuenta que aprendió el chaná a través de su madre, quien le transmitió lo que ella misma había aprendido de madre, y esta de su abuela, siempre por vía oral. Una lengua materna, nunca mejor dicho. El dato revela más que lo que la anécdota cuenta, porque habla del rol de la mujer dentro de la sociedad chaná como guardiana y transmisora del acervo de su pueblo. Un matriarcado cultural, idea que se confirma en el hecho de que ellas eran además las encargadas de realizar las tareas de alfarería, produciendo las piezas destinadas a la labor doméstica, pero también aquellas que cumplían funciones decorativas o religiosas. “Las mujeres eran las que impulsaban los cambios de lugar [mudanzas]”, cuenta Jaime. “Y cuando se abandonaba un territorio, ellas rompían todas las vasijas y las iban arrojando por el camino para dejar atrás los malos espíritus que hubiera ahí”. A través de él también es posible conocer algunas de las costumbres de los hombres dentro de la tradición chaná. Al hablar de sí mismo dirá: “yo nunca he llorado todavía. Ni río ni lloro. Ni risa ni llanto, ni baile ni canto. El hombre, el guerrero, no canta ni baila, ni se rinde ni se arrodilla ni traiciona. Todas esas son las utapec, las prohibiciones de la cultura”. Desde lo cinematográfico Lantéc chaná realiza un estupendo trabajo de fotografía, sobre todo en el retrato de los distintos espacios geográficos que se recorren durante el relato. Como contrapartida la película en general no logra ir más allá de las herramientas básicas más usadas para presentar los testimonios, haciendo que el relato oscile entre una narrativa esquemática y el alto impacto visual. Por encima de ambos elementos se encuentra la potencia de su protagonista, sobre quien la película se apoya de manera absoluta. El peso de los relatos de Jaime alcanza para incrementar el valor de Lantéc chaná. Su explicación de por qué se extinguieron su lengua y su pueblo es un buen ejemplo. Cuenta que los españoles tenían un método eficaz para imponer su idioma a los aborígenes, evitando que las culturas locales se propaguen a través de las lenguas originales. Dice el protagonista que a los niños que en lugar de hablar castellano lo hacían en el idioma de sus padres se les cortaba la punta de la lengua. A las niñas en cambio se les pinchaba un ojo. “Así cualquier idioma se pierde”, concluye.
Lo profundo del mito. Igual que un minero cava cada vez más profundo en busca del tesoro de su vida, o como un trovador, un contador de historias populares que en su continuidad también narran la historia de su propio pueblo, Nicolás Herzog presenta su segunda película, Vuelo nocturno, como un desvío que retoma un sendero que había quedado abierto en su ópera prima, Orquesta roja (2010). Se trata del relato mítico que revela la conexión argentina detrás de El principito, la obra ineludible de Antoine de Saint-Exupery, aquel aviador, fotógrafo y escritor que vivió algún tiempo en el país durante su juventud. Es decir, antes de convertirse en el autor del libro más traducido en la historia después de la mismísima Biblia. Cuenta esa “leyenda” que el francés, quien se encontraba en la Argentina como director de la Aeropostal francesa, en uno de sus vuelos debió aterrizar forzosamente en los inmensos jardines de un castillo habitado por una aristocrática familia de Concordia, Entre Ríos. Y que ahí conoció a Suzane y Edna, las dos niñas de la casa, con quienes de inmediato lo unió un gran cariño. Siempre se ha dicho que Saint-Exupery se inspiró en aquel vínculo para escribir su novela Tierra de hombres, pero que ahí también brotó el germen de su libro más famoso. Herzog ya había rozado esa historia en su primer film, donde las ruinas del castillo San Carlos ocupaban un rol vital. Ese fue el improvisado escenario que en los ‘90 un grupo de militantes de izquierda, con la complicidad del canal Crónica TV, utilizaron para fraguar la noticia de un comando guerrillero que amenazaba con tomar las armas para “combatir al capital”. Una anécdota absurda que es el corazón de Orquesta roja, pero que dejaba abierto el misterio de aquel castillo abandonado. Siete años después el director reconstruye con detalle el paso del piloto escritor por tierra entrerriana y su relación con aquellas niñas que en realidad no eran tales, sino dos jóvenes de las que el francés parece haberse enamorado. Al menos platónicamente. Herzog cuenta una historia de fantasmas y se vale de los únicos medios capaces de aprehender sus presencias: la fotografía, las grabaciones de audio y sobre todo, la memoria. A partir de fotos familiares, de viejas películas en las que las dos hermanas, ya grandes, retoman su relación con el piloto francés, y de la memoria de la gente del pueblo o de los familiares del autor de El principito, el director va aportando documentos a su reconstrucción. Sin embargo, lejos de cumplir con el objetivo de documentar, el efecto de Vuelo nocturno parece ser el contrario: el de alimentar la leyenda. Elementos para ellos sobran. Alcanza con mencionar la grabación en la que el propio Saint-Exupery realiza una serie de notas sonoras para una versión cinematográfica de Tierra de hombres, que Jean Renoir, nada menos, pensaba rodar en los Estados Unidos. Quizá se vuelvan excesivas las escenas dramatizadas con las que Herzog reconstruye escenas con dos niñas jugando a ser Suzane y Edna, pero más allá de ellas consigue llegar a lo profundo del mito. Al menos tan profundo como las capas del tiempo acumulado lo permiten.
La memoria emotiva del terror analógico. Cuando una película consigue reanimar con tanta potencia el espíritu de ese cine de terror al que se identifica con los años ‘80, trayendo de entre los recuerdos más profundos los nombres de John Carpenter, Clive Barker o Wes Craven, entre otros, para reproducir la misma sensación de sequedad en la boca que provocaba el hecho de ser espectador de sus creaciones más abrumadoras, entonces, sólo por esa maldita bendición se le debe al menos gratitud. La canadiense Conjuros del más allá, dirigida por la joven dupla que integran Jeremy Gillespie y Steven Kostanski, es esa película capaz de recuperar la memoria emotiva de aquellas experiencias juveniles, en las que el miedo era una fiesta a la que siempre se estaba invitado. La red que esta teje con la estética a la que se acaba de aludir es amplia y excede la mera enumeración de cineastas y referencias específicas, que por otro lado son fácilmente detectables. Porque si bien es cierto que los títulos a los que parece homenajear es interminable (El enigma de otro mundo, de Carpenter; Hellraiser, de Barker, o Re-Animator, de Stuart Gordon, por nombrar sólo a tres de ellos), también lo es que desde el guión y la dirección artística se ha hecho todo lo posible para que esta sensación pueda ser percibida con fuerza por cualquier espectador. Ya desde el inicio mismo del relato, su puesta en escena y ubicación temporal, Gillespie y Kostanski eligen que los ‘80 (quizá los primeros ‘90) sean el campo de batalla sobre el que tendrá lugar la acción. La ausencia de telefonía celular; los viejos monitores de las computadoras, donde el sistema titila en luminosas letras verdes; o los modelos de los automóviles, entre otros detalles, establecen con certeza un tiempo que no es presente, sino un brumoso pasado próximo. Los directores, que también son los guionistas, deciden arrancar la narración in media res, para que de entrada a nadie le queden dudas de que la cosa va en serio. La película reproduce en primera instancia el famoso dispositivo de encierro carpenteriano, en el que un grupo heterogéneo, aislado del mundo dentro de un viejo hospital, se ve obligado a enfrentar una inexplicable amenaza circundante, a la vez que son acosados por un enemigo interno no menos abominable y monstruoso. Pero la dupla no se conforma con hacer funcionar ese mecanismo, sino que le suma a la fórmula una siniestra secta esotérica liderada por un infernal científico loco, un purulento ejército de muertos vivos y una conexión cósmico- lisérgica con submundos demoníacos. Sí, es cierto, nada que ya no haya sido explorado por la primera temporada de la exitosa Stranger Things, aunque sin una sola pizca de esa fantasía naïve que todo el tiempo sobrevuela a la exitosa serie televisiva, que este año tendrá su esperada continuación. Como en ella, en Conjuros del más allá también hay una pasión por lo analógico, por los monstruos de látex, las vísceras colgantes, los fluidos reales y el maquillaje tradicional, que le devuelven al género la sustancia física que aquella generación de cineastas supo explotar más de 30 años atrás. Sin embargo, si bien resultará grata para quienes el miedo y el asco representen experiencias disfrutables per se, hay algo de inconcluso, de excesivo y fallido en el pantagruélico pastiche que ofrecen Gillespie y Kostanski. Y es que por momentos la mera acumulación de detalles se termina pareciendo a un collage barroco y hasta surrealista, antes que a una serie de elementos encadenados con una lógica narrativa y con un fin bien determinado. Como si se tratara de un cadáver exquisito en el que las partes se fueron sumando más allá del todo, confiando en que toda serie es capaz de generar un sentido, los elementos de los que se compone la trama parecen alimentar un enigma que no necesariamente podrá ser explicado. Pero si algo enseña el policial –y la máxima aplica a cualquier género en el que la intriga sea parte vital de la ecuación–, es que las pistas deben poder ordenarse para permitir que el misterio sea resuelto no sólo por los protagonistas sino, sobre todo, por el espectador. En cambio, en Conjuros del más allá parece haber sido más importante el trabajo de crear las preguntas que intentar responderlas y eso, sin remedio, se vuelve una debilidad que no puede evitar mencionarse. Con una ventaja: Gillespie y Kostanski se proponen y consiguen que de todas formas el recorrido completo sea grato de transitar.
La distancia de la letra a la pantalla. La película reúne cinco historias basadas en algunos de los cuentos del rosarino, en las que sendos directores se atreven al desafío de transportar a la pantalla su mística narrativa. El resultado final, como suele ocurrir en esta clase de reuniones, es desparejo. Volveré y seré película. A diez años de su muerte, la figura del Negro Roberto Fontanarrosa reapareció en la memoria colectiva, reencarnada en el cuerpo de los artículos y números especiales que los suplementos de cultura y las revistas le han dedicado. Con justicia, ahí se lo recuerda o bien como uno de los más grandes historietistas y humoristas gráficos de la rica historia de esos géneros en la Argentina, o se vuelve a reclamar por su un lugar dentro del panteón literario, espacio al que las miradas académicas o críticas le tienen prohibida la entrada. Pero parafraseando aquel enunciado de la liturgia peronista, Fontanarrosa también ha vuelto en el cine, a través de una serie de relatos adaptados al formato del cortometraje que, reunidos bajo el título de Fontanarrosa, lo que se dice un ídolo, le dan forma a una película colectiva. La película incluye cinco historias basadas en algunos de los cuentos del rosarino, en las que sendos directores se atreven al desafío de transportar a la pantalla su mística narrativa. El resultado final, como suele ocurrir en esta clase de reuniones, es desparejo, con algunos de los cortos acercándose más que otros al objetivo. Vale aclarar que el cuento que da título a la película (“Lo que se dice un ídolo”, del libro de 1983 El mundo ha vivido equivocado) no se encuentra entre los adaptados. En cambio la nómina incluye a “Sueño de barrio”, dirigido por Néstor Zapata; “Vidas privadas”, por Gustavo Postiglione; “Elige tu propia aventura”, por Hugo Grosso; “El asombrado”, por Héctor Molina, y “No sé si he sido claro”, de Juan Pablo Buscarini. Además de tres piezas animadas en las que Pablo Rodríguez Jáuregui, conocido animador rosarino, le da vida a tres episodios de Semblanzas deportivas, clásica serie de historieta que parodiando el tono nostálgico de cierto periodismo deportivo rescataba las historias absurdas de deportistas olvidados. Una de las claves del éxito en este tipo de adaptaciones resulta de hallar la forma de convertir en acción los recursos literarios. A partir de ello, los trabajos que consiguen distanciarse más de dicho tono acaban siendo los más logrados cinematográficamente. Debe destacarse en primer lugar la versión de “El asombrado”, logrando poner realmente en escena la vida de ese hombre que no proyecta sombra, interpretado por Darío Grandinetti. Más o menos en el mismo nivel están “Vidas privadas”, donde un par de personajes teatrales se le van literalmente de las manos a su autor y a los actores, con buenos trabajos de Gastón Pauls, Julieta Cardinali y Jean Pierre Noher; y “No sé si he sido claro”, en el que Dady Brieva cuenta frente a un juez la historia trágica del pibe con el pito más largo del pueblo. Más lejos queda “Sueño de barrio”, cuyo tono costumbrista lo deja más cerca del sketch televisivo que del cine, siendo “Elige tu propia aventura” el que peor suerte le toca. Ahí el paso de un lenguaje a otro se convierte en un problema irresoluble que se corporiza en la voz en off omnipresente que lidera el relato, marcando su dependencia de la letra escrita.
Cuando el tiempo cuenta más que nunca. La nueva película del director de Memento e Interestelar vuelve a trabajar con paralelismos temporales, pero en este caso no al servicio de un relato fantástico, sino de un episodio bélico constitutivo de la identidad británica, al que le aporta espectacularidad. La Batalla de Dunkerque es un hecho clave no solo dentro de la Segunda Guerra Mundial, sino también dentro de la construcción de la identidad británica. O, al menos, del imaginario en la que esta se sostiene. Tuvo lugar a menos de un año de iniciada la contienda, desde el 26 de mayo hasta el 4 de junio de 1940, cuando las fuerzas armadas de la Alemania nazi de un solo golpe se disponían a tomar Francia y humillar al reino de las islas, principal rival en la disputa del poder en Europa. El poderío germano era tal que ni la alianza de las otras dos grandes potencias del viejo continente alcanzó para detener su avance. El territorio francés fue cayendo y las tropas que aún resistían eran cercadas contra la costa en Dunkerque, pequeña ciudad que es uno de los puntos de mayor cercanía entre el continente y las islas. Lugar doblemente estratégico en tanto significaba aplastar a Inglaterra en sus propias narices y conquistar un punto para el siguiente paso en la campaña de Hitler: invadir las islas y dominar Europa. En ese punto comienza la última película del británico Christopher Nolan que lleva por título el nombre de ese pueblito del norte de Francia. Con una escena de inicio ágil y elocuente, demostrando gran precisión fotográfica, Nolan sigue a un pequeño escuadrón de soldados ingleses sorprendido por el fuego enemigo en una calle de Dunkerque. En la huida desesperada, los chicos (porque eso son) van cayendo de a uno y la cámara se queda con el único sobreviviente, que tras ser recibido por la última línea francesa, llega a la playa donde cientos de miles de soldados británicos hacen filas y filas esperando ser rescatados para volver a la patria. Humillados, vencidos, sometidos por el terror alemán. Terror es una palabra clave de en el relato de Dunkerque. Es lo que el director intenta transmitir reconstruyendo los ataques permanentes de la Luftwaffe, la fuerza aérea del Reich, sobre esas playas donde los ingleses aguardaban por su rescate casi sin defensa. Terror es lo que busca y terror lo que consigue. Nolan recrea el Blitzkrieg de los famosos aviones Stuka, conocido por el relato de muchos ex combatientes de la Segunda Guerra, utilizando todos los recursos que el cine pone a su alcance. Primero el sonido, los aullidos crecientes de los aviones cayendo en picada sobre la playa. O el fuera de campo: las caras de horror que van apareciendo en la multitud de chicos con uniforme que se amontonan contra el mar, buscando en el cielo el perfil aún invisible de los bombarderos. Y cuando estos al fin aparecen entre las nubes, la corrida inútil, porque en la arena no hay a dónde huir. Las bombas, los cuerpos volando y después volver a hacer las filas como si nada, como si los cadáveres de los compañeros no estuvieran ahí. Y de vuelta a esperar. Nolan hace buen uso del fuera de campo, evitando mostrar al ejército alemán más allá de sus avatares aéreos, acentuando la sensación de miedo por aquello que apenas puede ser visto. Y maneja con pericia el tiempo narrativo, obsesión que ya estaba en Memento (2000), El origen (2010) o Interestelar (2014). A diferencia de algunos de esos ejemplos, acá consigue que el recurso elegido no se vuelva una trampa. El director indica la distancia temporal que separa a Dunkerque de Gran Bretaña, según se la cubra con los aviones Spitfire que el Reino Unido manda para asegurar la retirada (una hora); en los barcos civiles enviados para apoyar la evacuación, ya que las bombas alemanas hundían cualquier nave de guerra dispuesta para tales fines (un día); o lo que demorarían los soldados en salir de Francia si debieran esperar en sus filas hasta encontrar lugar en los buques de la Marina (una semana). De ese modo sigue al soldado que sobrevive en la primera escena, a un hombre que con su hijo se dirige a Francia con su barquito para participar del rescate (la famosa Operación Dinamo, que involucró civiles) y al piloto de uno de los aviones británicos. Cada relato tendrá su tiempo, acorde a la escala real mencionada, y sus líneas se irán cruzando de modo que ciertos detalles aparecerán de manera repetida según el punto de vista de cada una. Pero aunque las tres avanzarán de manera independiente, también se irán empatando hasta confluir todas juntas en un gran final de marcado e inevitable tono emotivo. Esa es la proeza de fondo de la película, pero que esta vez Nolan consigue poner al servicio de la eficacia narrativa y no al revés. Por desgracia Dunkerque adolece de un acento patriotero muy notorio sobre el final, una búsqueda de impacto sensible tan innecesaria como predecible.
Robots a cuerda. Esta crítica ya se escribió. Ese podría ser el escueto texto dedicado a Transformers, el último caballero, quinta película en 10 años que realiza el director y productor Michael Bay explotando a los robots gigantes capaces de convertirse a sí mismos en diferentes vehículos, surgidos como populares juguetes en la ultra pop década de 1980, y que hoy son una multimillonaria franquicia global. Con esa sola frase alcanzaría para contar de qué se trata la cosa (porque más que película es una cosa) y podría dejarse el resto de la página en blanco. Pero aunque el recurso sería interesante, con la potencia suficiente para establecer con claridad un concepto crítico que define bien a esta película –la idea de vacío–, el pacto entre el lector y el periodista exige ser respetado, extendiéndose, no mucho pero sí al menos un poco más, y no será este cronista quien lo rompa. Transformers 5 vuelve a tener el porte excedido de sus protagonistas, con una duración de dos horas y media que representan un abuso cuando no se tiene nada para decir. En su afán para encontrarle una rosca más a la tuerca, esta vez los guionistas le inventan a la historia de los robots gigantes un vínculo con la leyenda del Rey Arturo, haciendo que la “magia” de Merlín tenga su origen en la aparición anacrónica de un gadget tecnológico que uno de los autobots (la facción buena de estos personajes mecánicos) le cede al mítico mago para que la civilización pueda derrotar a la barbarie. Pero si ese punto de partida suena descabellado, y lo es, al menos se le debe reconocer el atractivo de mostrar algo distinto, ciertamente inesperado. Un modesto dulce que sin embargo no servirá para aligerar ni un poco el mal trago de los 140 minutos que la película aún tiene por delante. Todo es mecánico en la quinta entrega de una saga que ya tiene en carpeta dos nuevos episodios, a estrenarse en 2018 y 2019. Como si todo hubiera sido pensado con lógica robótica, Transformers 5 funciona como un muñeco a cuerda que a pesar de su desmesura sólo puede repetir una y otra vez el mismo patrón de acción. Bay apuesta por la fórmula y así el humor, herramienta fundamental en una producción ATP de probada masividad, nunca logra superar el límite de la sonrisa a desgano. Lo mismo ocurre con el uso de la música y las escenas de acción: todo es obvio, molesto, ruidoso. A tal punto llega la pereza que sus guionistas no tuvieron empacho en robarse la idea de la pandilla de chicos en bicicleta deslumbrados por una nena freak, que es el centro de la serie Stranger Things, gran éxito de 2016. Bay recae en su obsesión de usar a los personajes femeninos como poster desplegable de revista erótica. Pero también es cierto que la incorporación de Mark Wahlberg a la saga en el episodio anterior le permite al director representar lo masculino con igual chatura. Un igualitarismo hacia abajo, se diría. De ahí a una serie de chistes dignos de los hermanos Sofovich hay un paso y Bay lo da sin ningún problema.