Cuando el pasado no termina de cerrar. La película acompaña las vidas cotidianas de dos personas que cortaron su relación de pareja. A cada una de ellas le corresponde una de las estaciones mencionadas en el título. Historias atravesadas por la idea de lo incompleto y lo interrupto. Mariana y Pablo fueron alguna vez una pareja. No es que sea evidente desde el comienzo de la conversación que sostienen al salir de un barcito palermitano, mientras él la acompaña a ella hasta la parada del 39. Pero algunas de las cosas que dicen y ciertos gestos, sobre todo los de Pablo, lo dejan claro muy pronto. Alcanza con un ademán de su mano que se pierde en el aire antes de llegar a su destino, el hombro de Mariana, para darse cuenta de que en el vínculo entre ellos hay algo que ha quedado interrumpido, incompleto. Esas dos, la de lo incompleto y lo interrupto, serán herramientas que los directores (y guionistas) Malena Solarz y Nicolás Zukerfeld tendrán siempre a mano para contar El invierno llega después del otoño. Aunque curiosamente el título habla de una continuidad que tiene la potencia inalterable del destino, resumida en esa cita al permanente ciclo estacional, hay algo de fragmentario, de disperso y hasta de casual en el relato que Solarz y Zukerfeld proponen en torno de las vidas de Mariana y Pablo. Es que luego de ese brevísimo primer acto que tiene lugar durante la espera del colectivo, la película se divide en dos mitades, en cada una de las cuales acompañará a los protagonistas en el recorrido aparentemente aleatorio de sus vidas cotidianas. Y a cada una le corresponde una de las estaciones mencionadas en el título: la que está dedicada a Pablo transcurre en otoño y la de Mariana durante el invierno. Como si se tratara de un nuevo exponente del mumblecore, esas películas en las que sus protagonistas, siempre jóvenes, deambulan por el mundo hablando casi entre dientes mientras la vida les pasa por el costado (al menos en apariencia), El invierno llega después del otoño sigue a sus dos protagonistas con atención exclusiva, percibiendo de la realidad sólo aquello que a estos les incumbe. Una especie de tercera persona que no tiene nada de omnisciente, sino que se adhiere a Pablo y Mariana como una rémora y viaja junto a ellos, brindándole al espectador apenas la información que de sus recorridos se pueda obtener. Que no es mucha. La película evita la tentación del diálogo inútil, del discurso revelador o cualquier otro recurso fácil para contar su historia, que no sea el de las acciones de sus protagonistas, que si bien son abundantes no revisten más interés que las de la vida cotidiana de cualquiera. Fiestas, exámenes, proyectos, amigos, noches en compañía o soledad que hablan de esos presentes en los que en realidad no pasa nada, pero que sin embargo dan cuenta del círculo sin cerrar que Mariana y Pablo han dejado en alguna parte de su pasado. Coherente con su despojada forma de narrar, los directores terminan la película sin permitirse arriesgar ninguna hipótesis de futuro. Aunque todo el mundo sabe que después del invierno viene la primavera.
Un toro que tiene mucho para contar. Con la voz deliberadamente engolada de Arnaldo André, un viejo padrillo Aberdeen Angus, aristócrata de la carne argentina y de modales exquisitos, narra la historia de la industria cárnica, que forma parte indisoluble de la identidad nacional. El género documental sea quizás el más prolífico dentro de la producción reciente del cine argentino. Tal vez por la posibilidad de trabajarlo a partir de presupuestos muy limitados o por su capacidad para convertirse en recipiente de cualquier tema, de los más obvios a los más extravagantes. Esa elasticidad permite que se adapte tanto a la voluntad de cineastas dispuestos a tensar sus límites estéticos o conceptuales, como a la de directores que deciden utilizarlo en su variante más conservadora. Entre esos extremos habita una densa franja de producción dispuesta a tomar elementos de ambos, en busca de crear una sinergia a la vez creativa y clásica. Cuando la combinación se realiza con inteligencia, el resultado suele ser estimulante. Tal es el caso de Carne propia, trabajo en el que el director y guionista Alberto Romero traza una particular historia de la industria frigorífica argentina. El fluido elegido para transportar el hilo de esa historia, es uno de los aciertos que hacen que esta película valga la pena ser vista. Se trata de su protagonista y narrador, un viejo padrillo Aberdeen Angus, un aristócrata de la carne argentina de modales exquisitos, refinado discurso y la estupenda voz de Arnaldo André. En este toro, cuyos amaneramientos y perfil ideológico recuerdan la caballerosidad decadente de un dandy inglés de finales del siglo XIX, Romero descarga la tarea de proveer al relato de un punto de vista. Que no necesariamente es el de la propia película, pero que puede subrayarlo por oposición. Si la engolada voz del toro y su lenguaje florido remedan a los de un viejo estanciero que añora la edad de oro del campo argentino (la realidad pre peronista), la película desandará el camino que va desde la explotación a manos de capitales británicos, en el corazón mismo de la Argentina decimonónica, hasta la impredecible economía del siglo XXI. El relato comienza con la voz en off del toro –a la que André le aporta el color exacto para reconocer de inmediato cuál es la Argentina que se expresa a través de ella– mostrando orgullo por el lugar destacado que a su género le toca en la historia del país. Pero también la resignación de quien conoce su destino. “Destino, ¡qué bella palabra!”, dice el narrador. “Y nosotros, dóciles vacunos, le hacemos honor: nacimos para aquello por lo que nos matan.” Cuando la cosa empieza a ponerse existencial, el relato deriva en un raconto del primer emprendimiento industrial ligado a la producción ganadera del país: la fundación del frigorífico Liebig, bautizado en memoria del químico alemán que en 1847 inventó la fórmula del extracto de carne o corned beef, un gran negocio a comienzos del siglo pasado. La ciudad de Liebig, fundada en Entre Ríos para ser habitada por los obreros y gerentes de la planta, es en la actualidad casi un pueblo fantasma. Sus habitantes no dejan de extrañar los días en que los ingleses ocupaban el ambiguo rol paternalista del buen patrón, y reservando para sí mismos, sin saberlo, aquel otro del buen salvaje. La siguiente parada del relato tiene que ver con otra ciudad frigorífica, hoy también en ruinas: Berisso. O, como dice un pasacalle, el “Kilómetro 0 del peronismo”. La historia de los frigoríficos Armour y Swift, la de su población inmigrante, las figuras de los sindicalistas Cipriano Reyes y María Roldán, y el rol fundamental que los trabajadores de la carne tuvieron en la movilización del 17 de octubre de 1945, ha sido contada muchas veces. Pero no deja de ser interesante volver a ella para no olvidar cuál es el origen del movimiento político más importante de la historia argentina. Y no por casualidad el recorrido termina en el frigorífico Subpga, convertido en cooperativa por sus trabajadores en el año 2006, luego del abandono por parte de los empresarios que lo manejaban. Cada uno de los tres mojones de este relato son útiles para entender la realidad política de tres momentos bien distintos de la Argentina. Si el personaje del toro y la interpretación de André resultan verdaderos hallazgos, lo mismo puede decirse del diseño de los títulos de apertura y la música incidental. En ambos casos es notoria la influencia de los tres primeros filmes de Sergio Leone, aquellos westerns inolvidables en los que el duelo también representaba una metáfora sutil del enfrentamiento de clases. Quizá no haya mejor herramienta para entender la historia social de la Argentina que la de la industria de la carne, ese producto que parece enorgullecer por igual a pobres y ricos, y que forma parte de una construcción de identidad.
El sabor de lo conocido. En el juego de los roles del cine argentino, Ariel Winograd ha asumido desde el inicio de su carrera el lugar del comediante. De director de comedias que pueden oscilar entre lo clásico y lo moderno, pero que tienen al cine industrial estadounidense como metro patrón. Con esa certeza y envidiable determinación construyó una carrera sólida y homogénea en relación a su persistencia en el género, pero también en cuanto al resultado final de sus trabajos. Winograd lleva media docena de comedias al hilo desde su debut en 2006 con Cara de queso. Cinco años separan a aquel debut de Mi primera Boda, primera comedia pura de su filmografía, y también la más floja. A partir de ahí Winograd ha hilvanado cuatro películas, incluyendo la recién estrenada Mamá se fue de viaje, que pueden haber golpeado con mayor o menor precisión, pero siempre han dado en el clavo del género. De original hay poco en Mamá se fue de viaje, cuyo argumento trae desde el comienzo el sabor de lo conocido. Víctor y Vera llevan 20 años de matrimonio, tienen cuatro hijos y se reparten los roles familiares del modo más clásico posible. Él, empresario medio pelo que consiguió con esfuerzo llegar a gerente de recursos humanos de una cadena de supermercados de insumos industriales. Ella, abogada, dejó de ejercer para convertirse, maternidad mediante, en un ama de casa más sufrida que abnegada, a pesar de que se trata de una familia de clase alta y cuenta con el apoyo estratégico de “la señora de la limpieza”. Fe de erratas: está bien, ahí donde se ha dicho “clásico” debe leerse “conservador”; tanto como el posterior planteo. Vera se queja de que no da más y Víctor retruca que no es para tanto: “sabés lo que daría por estar todo el día en casa con los chicos”. Las consecuencias no se harán esperar. Ella se irá de viaje por unos días, dejándolo a cargo de todo. Lanzada la bomba, el trabajo de Winograd consiste en mostrar las consecuencias que la explosión provoca en la vida de Víctor, dejando a Vera en un oportuno fuera de campo idílico. Porque si bien el planteo es conservador, no lo es tanto como para arruinarle a la mujer sus merecidas vacaciones. En cambio registra a conciencia la esperable ineptitud con que Víctor trata de suplirla en la cotidiana tarea de ser padre a tiempo completo. Aunque el nudo del relato parece un poco anacrónico, alcanza con atender a la realidad para darse cuenta que quizá no lo es tanto. Es cierto que Mamá se fue de viaje está construida a partir de fórmulas; que abunda en situaciones ya vistas hasta en los dibujos animados; que los cambios operados en sus personajes parecen no ser más que superficiales, y que no consigue nunca convertirse en una comedia de carcajadas, más allá de momentos esporádicos. Pero así y todo logra mantenerse en aceptable estado de gracia. Buena parte del mérito radica en un acertado elenco, con Diego Peretti y Martín Piroyansky como estandartes, buenas labores de Carla Peterson y de los cuatro chicos. Todo eso sin restar importancia al oficio del director, quien maneja los tiempos para que lo viejo mantenga algo de su conocido encanto.
Apocalipsis retratado en clave íntima. El director estadounidense hace un uso atinado y efectivo del miedo, sin caer en los subrayados y jugando con el contraste. “En el principio era la palabra” dice el comienzo del Evangelio de San Juan y la frase puede servir para hablar de la película Viene de noche. Si en muchos mitos de origen, incluidos los del cristianismo, la palabra divina es la fuente del relato, este segundo largometraje del director Trey Edward Shult también nace de una palabra y esa palabra es “miedo”. Es sólo a partir de él que puede comprenderse esta historia que vuelve sobre el tópico de un fin del mundo en el que se combinan causas biológicas y sobrenaturales Es el miedo lo que mantiene encerrados en una vieja granja abandonada a la familia formada por Paul y Sarah junto a su hijo adolescente Travis. Un miedo con muchas caras que la película comienza a mostrar desde el primer minuto. En una habitación rústica los protagonistas lloran junto a un hombre viejo y enfermo. Todos llevan máscaras para respirar, así que sólo es posible reconocer su dolor a través del sonido y el lenguaje corporal. Sarah es la que más sufre, porque el moribundo es su padre. Los dos hombres se llevan al viejo todavía vivo en una carretilla hasta una fosa cavada en medio del bosque y ahí Paul lo sacrifica de un tiro en la cara. Luego arroja el cadáver al pozo y lo incinera. Aunque toda la secuencia está cargada de un alto impacto al que la película volverá a apelar en varias ocasiones, Viene de noche se caracteriza por asestar sus mejores golpes con sutileza. En el equilibrio que el director consigue entre ambos recursos se encuentra el poder de este trabajo. Aunque nunca se sabrá que pasó, está claro que esa enfermedad ha diezmado a la humanidad y que ese es el motivo por el que esta familia vive aislada. Sin embargo el virus no es la única causa que explica el encierro. Algo habita en las noches, allá afuera, algo que es necesario evitar. Shult construye una realidad en la que el universo se ha reducido para los protagonistas a la mínima expresión de los inmediatos vínculos familiares que los unen. Por eso cuando aparece otro hombre la primera reacción también es la de una violencia nacida del temor. Así como la noche trae consigo un miedo por una otredad velada (ese “it” intraducible del idioma inglés), la presencia humana genera un miedo mucho más concreto, que es el que producen los otros, iguales a uno pero extraños. La película utiliza con inteligencia el espacio de la casa, completamente tapiada con excepción de una única puerta de salida, para oponerlo a la inmensidad de un exterior convertido en amenaza. No deja de ser sugestivo que esa puerta roja que separa la seguridad del encierro de la amenaza exterior, se encuentre al final de un pasillo decorado con una fila de retratos familiares que subrayan lo siniestro. Tampoco lo es que sea en Travis, el adolescente, en quien se materialice el producto de una ansiedad hecha de sueños, fantasías y deseos, circunstancias que, como señala el título, suelen venir con la noche. Como el miedo. El de Shult no es el único film reciente en abordar la extinción de forma minimalista, más cerca del tenso drama íntimo que de la superproducción. Pueden mencionarse En lo profundo del bosque, de la canadiense Patricia Rozema; la argentina El desierto, de Christoph Behl; o la danesa Ellos te esperan, de Bo Mikkelsen. En todas ellas se trata menos de retratar la lucha que el individuo debe realizar para sobrevivir entre una multitud en la que lo humano se ha vuelto ajeno, que de ensayos acerca de la construcción de vínculos emotivos ante el abismo de la nada. Ese es el duelo que transitan los personajes de Viene de noche, cuyo gran interrogante gira en torno de la alienación de lo humano al ser empujado al grado cero de la civilización, con el miedo convertido en el último vestigio humanidad.
Seguir descubriendo el cine de Brasil. La película de Leone hace foco en el drama laboral de Rosalía, pero su atractivo no reside solo en el inevitable paralelismo. Los caminos cinematográficos más recientes de Brasil y la Argentina no abundan en encrucijadas. Aunque se trata de los dos países más grandes de América Latina, no sólo en extensión sino también por el peso de su influencia cultural, hace rato que sus historias parecen desarrollarse en paralelo. O peor, a espaldas la una de la otra, lo cual resulta curioso tratándose de territorios apenas separados por el fantasmal trazado de su frontera. En los últimos años cada uno ha producido cerca de 150 películas anuales, de las cuales casi ninguna se ha estrenado en el país vecino. El cine brasileño es una entelequia para el público argentino (salvo cuando dirigen Walter Salles o Fernando Meirelles, que por otra parte hace rato no filman en Brasil), mientras que las películas argentinas son un misterio para los brasileños (a menos que en ellas actúe Ricardo Darín). Por eso es una bienvenida sorpresa que en los últimos meses se hayan estrenado una serie de coproducciones que por fin parecen haber puesto a ambos cines frente a frente. A fines de 2016 se estrenó la comedia Decime qué se siente, de Fernando Fraiha, y la semana pasada fue el turno del policial La muerte de Marga Maier, debut en solitario como directora de la actriz argentina Camila Toker. Hoy se suma a las carteleras de varias salas del país Por la ventana, ópera prima de la brasileña Caroline Leone, que como ninguna de las dos anteriores consigue fundir sin estridencias esa familiar extrañeza en un relato único. Pero lo hace sin grandes aspavientos, sin subrayados obvios ni intenciones didácticas: simplemente deja que su relato corra, sin detenerse a distinguir entre lo uno y lo otro. Rosalía tiene más de 60 años y hace al menos 30 que trabaja en una fábrica paulista de balastos eléctricos, donde llegó a convertirse en jefa de producción, posición que dentro de una pyme no se parece en nada al que podría tener en una corporación multinacional. El asunto queda claro cuando Rosalía se queda sin trabajo porque el dueño de la empresita está acordando una fusión con otra y el crecimiento implica sacrificios. Una historia conocida: de un día para el otro Rosalía se convierte en obsoleta, una pieza prescindible. Leone no necesita de un gran despliegue para que el drama que ocupa el primer acto de su película quede planteado con dolorosa contundencia. Tanto que el comienzo de la película juega con la apariencia del documental y la confirmación de su carácter ficcional no deja de resultar una sorpresa. Demolida, Rosalía es sostenida por José, su amoroso marido, quien la empuja a acompañarlo en el viaje que debe hacer para entregarle un auto a la hija de su jefe, que vive en Buenos Aires. Por la ventana se convierte así en una road movie que lleva a la pareja por la interminable extensión de ambos países. “Pero es todo igual”, se sorprende ella cuando él le dice que ya han cruzado la frontera, luego de una impactante escena en Iguazú. “Es lo mismo pero diferente”, responde José. Con idéntica fluidez, sin distinguir demasiado cuando un estado se convierte en otro, Rosalía irá dejando atrás su depresión para aferrarse a la calidez de lo cotidiano. Ser testigo del poder de las cataratas será para ella el portal hacia una nueva forma de percibir su vínculo con la realidad, aunque tarde un poco en darse cuenta, porque la realidad sigue siendo la misma. Convertir esa continuidad territorial en una paráfrasis visual del recorrido interno de Rosalía es el gran mérito de la guionista y cineasta. Leone utiliza además al cariñoso José casi como un alter ego, para poner en escena a través de él su voluntad de nunca soltarle la mano a su protagonista, guiándola hasta un final abierto pero iluminado de esperanza.
Sobre la supervivencia del más apto. Si se pudiera imaginar algo parecido a una cruza entre El lobo de Wall Street, de Martin Scorsese, y la saga Indiana Jones creada por Steven Spielberg, el improbable fruto de ese injerto podría ser El poder de la ambición. Aunque su vínculo genealógico tiene que ver sobre todo con aquello de la supervivencia del más apto en el seno del ecosistema financiero del capitalismo más salvaje. Sin embargo, el film dirigido por Stephen Gaghan –ganador del Oscar al Mejor Guión Adaptado en 2000 por Traffic de Steven Soderbergh– y sobre todo su protagonista, el empresario minero Kenny Wells, interpretado con ligero exceso por Matthew McConaughey, también tienen muchos puntos de contacto con aquellos buscadores de oro que de algún modo son los fundadores de la gran expansión territorial estadounidense del último tercio del siglo XIX. Basada en la historia real del heredero de una empresa minera familiar en crisis, pero fundada justamente por aquellos pioneros que atravesaban desiertos en busca del sueño de la riqueza, El poder de la ambición se mueve muy bien en ambos territorios. Su mayor potencia radica precisamente en la forma equilibrada en que va entrecruzando ambos mundos: el del buscador de tesoros que, a su modo pero como tantos aventureros antes que él, va detrás del mito de El Dorado, con el del empresario que luego de alcanzar la cima del mundo financiero debe lidiar con los grandes depredadores, para quienes apenas representa un mapache. Casi quebrado pero dispuesto a apostar todo por ese destino familiar que abraza con pasión, Wells financia la explotación de un área virgen de la selva de Indonesia, depositando su confianza en un joven geólogo que a partir de la teoría, pero sin pruebas empíricas, afirma que ahí se oculta la reserva de oro más importante del mundo moderno. Haciendo equilibrio sobre el filo del fracaso y poniendo el cuerpo como si se tratara de un personaje sacado de los cuentos de buscadores de oro de Jack London, Wells verá como al fin la veta dará sus frutos de un modo casi mágico, justo después de que él se recupere de forma igualmente milagrosa de un brote de malaria. A partir de ahí recibirá el apoyo de desconocidos, pero también de amigos que habían dejado de atenderlo; rechazará ofertas millonarias; será operado políticamente y responderá estimulando los mismos resortes. Resurgirá y caerá, una y otra vez, hasta una coda final que no será como la de Cenicienta. O tal vez sí. El poder de la ambición es otro retrato del alma financiera de los Estados Unidos, pero que en lugar de hablar de negocios fantasmas como el film de Scorsese o La gran apuesta, de Adam McKay, pone en su centro al objeto histórico del poder económico: el oro. Ese, Oro (Gold), a secas, es el título original de la película y su búsqueda física, el sustrato real que les da al protagonista y al personaje del geólogo interpretado por el venezolano Edgar Ramírez un aura más humana, más frágil, concediéndoles el beneficio de la esperanza a través de un final no del todo amargo.
El coleccionista de habitaciones. En un contexto en donde el cine de terror es degradado cada jueves con estrenos uno más burdo que el otro, sólo defendibles haciendo un uso reduccionista de la teoría de géneros –según la cual estos se basan en una serie de presupuestos que tanto sirven de patrón narrativo como de santo y seña con el espectador, pero confundiendo este concepto con el mero rejunte de lugares comunes–, Abattoir, recolector de pecados tiene al menos un punto que consigue salirse de esa lógica que le permite a cineastas mediocres repetirse hasta la farsa. Sin pedirle peras al olmo (o maestría a un director como Bousman, que con dificultad apenas puede con los rudimentos del oficio) y si bien la propuesta básica sigue girando en torno del “más de lo mismo” habitual, los creadores de la historia han conseguido al menos desarrollar una idea imaginativa. Por desgracia nunca consiguen insertarla en un universo que esté a la altura de su modesto logro. Julia es una reportera encasillada en el rubro inmobiliario (extraño subgénero periodístico que linda con lo fantástico) quien escribe en un diario de cuarta y aspira a trabajar en la sección policial, deseo al cual su editor le poda constantemente las alas. Sin embargo el destino hará que ambas especialidades le resulten útiles para investigar un caso que la toca de forma personal, cuando un hombre masacra a la familia de su hermana sin motivo aparente. El asunto se enrarece más cuando la casa en donde ocurre el crimen se vende a un desconocido en menos de una semana y el cuarto en donde ocurrieron los asesinatos es removido de la construcción, incluyendo paredes, techo, piso, muebles, todo. A pesar de un elenco muy pobre y de un manejo técnico apenas regular, la introducción del elemento fantástico consigue el objetivo mínimo de la intriga. Julia descubre que lo que ocurrió en casa de su hermana no es un hecho aislado y la investigación la pone tras la pista de un coleccionista de habitaciones en las que han ocurrido crímenes trágicos y truculentos. Aunque Bousman es un director poco dado a salirse del libreto y maneja el relato sin lugar para sorpresas –porque hasta los sustos y sobresaltos son planeados de forma tan rutinaria que se los ve venir incluso a varias escenas de distancia– la sola invitación a conocer ese laberinto espectral construido de habitaciones macabras soporta lo que de otro modo sería insostenible. Es esa promesa de potenciar ad absurdum el concepto de casa embrujada lo que hace menos arduo el trámite de seguir un relato realizado de forma torpe y apurada, cuya lógica por momentos parece sostenida con alfileres y con un cambalache de influencias obvias dejándose ver por acá y por allá. La promesa se cumplirá en una experiencia similar al concepto del viejo tren fantasma, lo cual será malo o bueno dependiendo del espectador. Aún así, el balance volverá a cerrar con números rojos, confirmando la crisis del género.
Al fin llegó el turno de la superheroína. Quizás el film sobre la princesa amazona consiga pelearle a Marvel, aunque funciona mejor en su primera parte que en el final. El gigante histórico de las historietas, la editorial DC Comics, llega muy tarde para sumarse a la moda de convertir a los superhéroes en estrellas de cine. Exactamente 17 años tarde. Es el tiempo que separa el estreno de Mujer Maravilla del episodio original de la saga X Men (2000), con que Bryan Singer colocó la piedra fundamental sobre la que Marvel, la competidora “joven” de DC, edificó el imperio que mueve la mayor cantidad de millones en la industria cinematográfica mundial. No es que otros personajes de DC no hayan tenido sus apariciones en todo ese lapso, porque Superman y Batman, los dos mascarones de proa de la escudería, han marcado presencia. Sobre todo el segundo, el superhéroe de éxito más longevo dentro del ámbito del cine. Pero mientras Marvel desplegaba su universo de forma tan efectiva como exponencial, superando el límite de su personaje más popular, el Hombre Araña, DC no conseguía ir más allá de Batman, sumando fracasos. Es por eso queMujer Maravilla puede convertirse en un hito que le sirva para reinsertarse en una competencia que hace rato pierde por goleada. No es que la película sobre Diana, la princesa de las amazonas que se vuelve una heroína del mundo moderno, sea una maravilla, para abusar del juego de palabras, porque se nota que le falta una pulida final. Sin embargo no se le puede negar efectividad a la hora de presentar al personaje y narrar el inicio de su historia. Algo que no consiguieron ninguno de los tres intentos realizados en el siglo XXI para revivir a Superman ni, mucho menos, la torpe presentación de Linterna Verde (2011). Si algo se les achacaba a todas ellas era tomarse demasiado en serio, de un modo casi existencial, la esencia del relato de superhéroes. Mujer Maravilla es la primera adaptación al cine de un personaje de DC que parece haber aprendido algo del éxito de Marvel: que ser un superhéroe puede ser un peso, sí, pero también es una diversión. Hay en Mujer Maravilla una voluntad lúdica por aligerar ese peso que los personajes inevitablemente sienten, porque se trata de individuos con un desarrollado sentido de la responsabilidad que les permite comprender que el poder es una carga. Y las herramientas elegidas para ellos son el humor y una estructura multigénero que le aporta al relato una renovación de aire constante. La película empieza como una épica de aventuras, narrando el origen del personaje en la Grecia antigua como princesa de las amazonas, míticas mujeres guerreras que han vivido en su isla hasta comienzos del siglo XX como si el imperio helénico todavía dominara Europa. De ahí pasa a la comedia cuando Diana conoce al mayor Steve Trevor, espía estadounidense que cae por accidente en la isla escapando del ejército alemán (los malos de siempre), en plena Primera Guerra Mundial. Juntos parten hacia Londres para tratar de poner fin a la guerra y ahí tiene lugar el clásico recurso del choque cultural de un personaje desenvolviéndose en territorio ajeno. Enseguida la película se irá travistiendo en relato bélico, romántico, fantástico y de acción. Si bien se agradece haber aceptado el desafío de contar la historia de la Mujer Maravilla sin necesidad de apurarse a saltar a la actualidad (donde comienza a montarse el universo de la Liga de la Justicia), también es cierto que el tercer acto no está para nada a la altura de lo que se construyó hasta ahí. Será por la suma de lugares comunes (otra vez el clímax basado en la omnipresente destrucción) o que el villano no termina de alcanzar la estatura de némesis de la heroína, pero lo cierto es que el desenlace defrauda. Aún así, las bases son siendo sólidas. A eso se le suma la acertada elección de Gal Gadot para encarnar a la protagonista. Y el hecho de que tras 17 años por fin llega el turno de una mujer fuerte para que las chicas y, por qué no, también los chicos, puedan relacionar lo heroico con algo más que la testosterona que desborda de esas mallitas que le aprietan los bultos a los supermachos.
Quinto episodio, iguales andanzas. La saga continúa con efectividad y repitiendo esquemas, esta vez con el pirata Jack Sparrow (Johnny Depp) enfrentando a un antagonista sólido, el capitán Salazar (Javier Bardem). Nuevo episodio, las mismas andanzas: ese podría ser un resumen somero de La venganza de Salazar, quinta entrega de la saga de los Piratas del Caribe que, como ya es costumbre, vuelve a comandar el histriónico Johnny Depp en la piel del no menos bufonesco capitán Jack Sparrow. Otra posible sinopsis podría decir algo así como “nuevos personajes, idénticos patrones de conducta”, en este caso para hacer gráfico cierto esquematismo sobre el que se apoyan estas renovadas aventuras, que dirigen los noruegos Joachin Ronning y Espen Sandberg, conocidos por la lograda Kon Tiki: Un viaje fantástico (2012), aunque siempre bajo las órdenes de Jerry Bruckheimer, quien como un demiurgo maneja los hilos de la saga desde las sombras de la producción. Claro que el hecho de que no haya sorpresas en cuanto al formato, el ritmo o el rumbo que la narración toman una vez que la historia se hace a la mar, no significa que la película no consiga ser efectiva. Porque de hecho lo es en varios aspectos, y en buena medida se debe justamente a los rasgos conservadores que se acaban de mencionar, en la obediencia con que se apega a ciertas fórmulas. El contrapeso que rescata a la película de ese esquematismo lo aporta un guión construido a partir de la suma de escenas pensadas en forma de gags muy logrados, que mantienen distraído al espectador a medida que la historia avanza. Ahí lo mejor viene de la mano del humor físico, a través de situaciones coreografiadas al detalle, como la secuencia inicial del robo al banco o la escena de la lucha en el cadalso, en las que Sparrow es la estrella en derredor de la cual gira el universo de La venganza de Salazar. Si uno se deja llevar por ese torrente lúdico, quizá tarde un buen rato en darse cuenta de que en realidad el camino que se recorre es bastante familiar. Incluso esa epifanía podría llegar después del final de la película y a esa altura tal vez ya no importe demasiado. El centro de la escena, se dijo, vuelven a ocuparlo Depp y su carismático pirata-rockero, dejando en claro que cuando las cosas le salen bien es un estupendo farsante (así como cuando le salen mal ocurren desastres épicos). Otro punto positivo de este quinto episodio es que la figura de Sparrow vuelve a contar con el contrapeso de un antagonista sólido, como el fantasmal y españolísimo capitán Salazar, interpretado por el siempre efectivo Javier Bardem. A diferencia de lo que ocurría en las dos películas inmediatamente anteriores, en donde las cosas se fueron desdibujando de a poco, el personaje de Bardem consigue erigirse en una auténtica némesis para Sparrow, incluso desde el perfil mismo de ambas criaturas. Si Sparrow es una especie de bufón al que es imposible tomarse en serio, el instrumento ideal para que Depp ponga en acción su habilidad para la comedia física, el Salazar de Bardem resulta de veras amenazador y la presencia que le aporta el actor español es determinante. Sobre todo al comienzo de la película, ya que a medida que el relato avanza y Sparrow va zafando una y otra vez del acoso de su enemigo, éste comienza a perder su halo intimidatorio. Y eso puede volverse un problema, porque Salazar es el tipo de personaje que, al contrario de Sparrow, para ser efectivo necesita sí o sí ser tomado en serio, y sus constantes fracasos lo terminan convirtiendo, tal vez de forma involuntaria, en una especie de Coyote al que el correcaminos Sparrow siempre se le escapa en el último segundo. La aparición de dos jóvenes personajes, que deberían estar destinados a aportarle nuevos bríos a la historia, es en realidad un abrojo pensado para que en una próxima entrega, que se anuncia convenientemente en las escenas poscréditos, la saga acabe mordiéndose la cola. Un mecanismo para traer de regreso algunos personajes perdidos en las profundidades de los primeros episodios y tal vez cerrar el círculo. Nota final: se recomienda estar atentos para no perderse un breve pero simpático cameo que vuelve a jugar con el origen rockero de capitán Jack Sparrow.
El trabajo de rastrear las identidades. El primer foco de la película es la notable labor del Equipo Argentino de Antropología Forense, pero en el film de Beraudi hay mucho más: un trabajo que retrata de manera impecable no sólo la tarea científica, sino también la búsqueda de los familiares de las víctimas. –¿Qué hechos se le atribuyen a su hermana? –pregunta uno de los jueces. –No lo sabemos– responde la testigo Rosaria Isabella Valenzi. –Nunca fue juzgada. Solamente desapareció. El diálogo corresponde a una de las cintas que registran el proceso que juzgó a los comandantes de las juntas militares que gobernaron la Argentina durante la última dictadura militar y retrata de forma paradigmática la búsqueda sin fin que aún hoy llevan adelante decenas de miles de familias. “Era grotesco ver a una familia tan numerosa como la nuestra y a pesar de eso sentirnos tan solos”, dice David Toubes, que era un nene cuando un grupo de tareas entró a destrozar su casa, a golpear a su padre frente a él y después llevárselo para siempre. David no se olvida que lo único que pidió en ese momento Juan, su padre, fue que lo sacaran al patio para que sus hijos no tuvieran que ser testigos del comienzo de un calvario que lo mantuvo en el más horroroso y cruel de los limbos por casi 40 años. Si hoy Juan Toubes no continua desaparecido no se debe al mea culpa del Estado nacional, responsable del mayor acto terrorista de la historia argentina, ni a un ejercicio de contrición por parte de la familia militar, brazo ejecutor de aquella sinrazón, que nunca se avino a desclasificar los documentos que podrían aclarar el irreparable daño que sus acciones le provocaron al seno de la sociedad argentina. Si un montón de huesos sin nombre metidos dentro de una bolsa hoy vuelven a llamarse Juan Toubes ha sido gracias a la labor de un grupo de profesionales que, desde hace poco más de tres décadas, se dedica a buscar los restos y restituir la identidad de esas 30 mil almas perdidas. De rescatar esa labor se trata en su capa más obvia el documental La memoria de los huesos, dirigido por Facundo Beraudi, que busca registrar el impresionante trabajo que realiza el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), creado en 1984 con el fin de buscar e identificar “los restos de personas detenidas–desaparecidas como consecuencia del accionar del Terrorismo de Estado entre 1974 y 1983”, según consigna la institución en su propia página web. Una institución cuya excelencia trascendió los límites del país, siendo convocada para colaborar en distintas causas alrededor de todo el mundo en las que la identidad de los muertos necesita ser restaurada. Y el trabajo de Beraudi es en verdad valioso. No sólo por el insoslayable material que incluye, sino por la forma delicada en que ha conseguido narrar cinematográficamente, dándole un lugar no sólo a los hechos y cronologías, sino atendiendo también al costado emocional, parte fundamental de la historia que decidió contar. La memoria de los huesos transmite con éxito esas emociones y logra hacer que el espectador sienta, al menos por un momento íntimo y fugaz, que también él es parte de esas familias extraviadas en el flujo de una búsqueda fantasmal. Un pariente muy lejano de esos hombres y mujeres que anhelan más que nada en la vida conocer el destino final de los suyos. Sin golpes bajos, sin subrayados, simplemente observando y registrando, Beraudi se las arregla para que el cine produzca el milagro de la empatía, incluso en casos distantes como el de una campesina que busca y encuentra enterrados en la selva los restos de su madre, asesinada por los bombardeos del ejército de El Salvador durante la llamada guerra civil que desangró a ese país en la década de 1980. Como ocurre en la realidad, si bien la película busca en primera instancia retratar el esfuerzo de quienes integran el EAAF, los principales protagonistas no son estos médicos arqueólogos, sino las familias de las víctimas. Y aún más profundamente, la búsqueda misma, un concepto abstracto al que la película consigue corporizar a partir de encadenar acciones concretas. Y lo hace con sobriedad, encontrando la esencial belleza que se esconde en el hallazgo de esos huesos anónimos que de golpe vuelven a convertirse en personas. Es cierto que bien sobre el final Beraudi tropieza con sus propias buenas intenciones al sobrecargar el relato con una banda sonora innecesariamente emotiva. Sin embargo es difícil achacarle esa decisión: los 75 minutos anteriores se encuentran entre lo mejor de ese subgénero del cine argentino en el que los protagonistas van en busca de sus parientes desaparecidos, junto a Los rubios de Albertina Carri o M de Nicolás Prividera.