Copia descarada y falta de humor. Como los malos sueños, las malas películas también pueden volverse recurrentes. Es lo que pasa con Si no despierto, el poco imaginativo cuarto trabajo de Ry Russo-Young, uno más dentro de la lista de aquellos que se inspiran en Hechizo de tiempo, obra maestra de Harold Ramis y una de las comedias más soberbias de la historia del cine. Aunque en este caso la inspiración deviene en copia descarada, no sólo de su idea central sino de la estructura y del arco de transformación que recorre su protagonista. Porque, básicamente, se trata de lo mismo, pero sin ningún humor. Un personaje, en este caso una adolescente a punto de terminar la secundaria, se encuentra atrapada dentro del mismo día, sin ser capaz de romper ese lapsus de tiempo replicante. La diferencia es que acá no sólo nada tiene gracia, sino que se trata de un drama con pretensiones de lección moral para manipular la culpa de algún nene bien mal aprendido. Porque eso es lo que son Samantha y sus tres amigotas insufribles, pegadas al estereotipo de chicas populares y huecas que repiten ad infinitum cientos de school movies estadounidenses. Es cierto que a esa edad a una gran mayoría de chicos y chicas lo único que le importa es sacarse la calentura y cagarse de risa de todo, incluso de sus pares, pero la superficialidad de estas cuatro es supina. Sin embargo, ahí está el único logro del film, que necesita convencer al público de la completa vacuidad de sus criaturas, para que el vía crucis moral que está a punto de comenzar tenga algún sentido. Es el día de San Valentín y esa noche se supone que Samantha perderá la virginidad con su novio, un ser tan superficial como ellas pero en el envase de machito winner. Un nabo, bah. Pero Samantha es pretendida además por un chico menos llamativo aunque infinitamente más humano, al que ella desdeña casi tanto como con sus amigas desprecian a Juliet, la freaky del colegio, una especie de Carrie White desempoderada. Es cierto que Si no despierto no es la única película que se sirve de las ideas de Ramis, pero es la que peor y más alevosamente lo ha hecho. Porque Samantha recorre un camino idéntico al de aquel periodista cáustico encadenado a presentar una y otra vez a la marmota Phil: primero es estupefacción y luego horror lo que siente ante la posibilidad de vivir para siempre el mismo día. Y de ahí al absurdo, a agotar todas las posibilidades (buenas y malas) de vivir siempre lo mismo, para al fin descubrir cuál era la razón de ser de ese limbo. El colmo de los horrores: la voz en off de la protagonista explica todo, revelando cada sentimiento y cada epifanía barata que la protagonista va viviendo a medida que avanza en ese loop, como si su obvia transformación en escena no fuera suficiente. Alcanza con imaginar a Bill Murray explicando Hechizo de tiempo durante la proyección de la película para entender que se trata de una pésima decisión, que le quita al relato de raíz la poca potencia que pudo haber tenido.
Ahora el monstruo es la octava plaga. Con unos colonos que buscan una suerte de nueva “tierra prometida”, Ridley Scott relega al monstruo al rol de un instrumento del mal. El regreso de Ridley Scott a la saga Alien no podía ser más potente. Luego de la mínima desviación que representó Prometeo (2012), también dirigida por él, en Alien: Covenant la mesa simbólica vuelve a estar bien servida. Es cierto que puede considerarse a Covenant una sucesión de momentos que ya han sido parte de los capítulos previos, dándole un aire de remake indirecta. Sin embargo, su punto de partida permite un nuevo canal de lectura, al incorporar muchos elementos provenientes del relato religioso. De hecho, los protagonistas ahora son un grupo de colonos que se dirigen a un planeta distante, de características similares a la Tierra, en donde esperan darle un nuevo destino a la humanidad. Cualquier similitud con el mito de la “Tierra prometida” no es mera coincidencia. Pero esta vez el monstruo juega un rol, sino secundario, al menos subalterno como instrumento del mal y el horror. Si al comienzo de la saga su presencia era percibida como pura irracionalidad (pura pulsión, podría decirse si uno se pusiera psicoanalítico), para pasar a exhibir cierta inteligencia e incluso a demostrar una innegable capacidad para la construcción de un estructura proto social (uno de los grandes aportes que James Cameron le hizo a la serie en su segundo episodio), esta vez la criatura aparece por primera vez subsumida a un orden superior que remite a la idea de lo divino, concepto que la película propone ya desde su escena inicial. En ella, el robot David descubre la ventaja que una conciencia artificial tiene sobre el elemento humano. Una diferencia básica en el vínculo que una y otra establecen respecto del conocimiento, porque mientras el cíborg conoce a su creador cara a cara (el ingeniero que lo diseñó), el hombre ignora todo en cuanto a su origen. Con lógica incuestionable, la inteligencia artificial detecta en ese déficit una debilidad estructural que, a diferencia de la relación amo-esclavo que lo liga a su creador, la coloca a ella en el primer escalón de la pirámide universal. A partir de eso y siguiendo el mismo patrón lógico, David concluye que toda debilidad constituye una anomalía que debe ser eliminada en pos de alcanzar el ideal de perfección en que se cimenta siempre el concepto de lo divino. Y en tanto debilidad, esa ignorancia se convierte en indeseable. Un razonamiento que por un lado se acerca al fascismo, pero también a la idea de un Dios arrasador que no duda en destruir a sus criaturas falibles, ya sea con un diluvio, una lluvia de fuego o a través de siete plagas exterminadoras. David representa esa voluntad divina que relega al monstruo a ocupar el lugar de la plaga, un instrumento de aniquilación de todo lo que es indeseable. En ese carácter se concreta además una vieja intención de varios personajes de la saga, la de convertir a la criatura en un arma biológica perfecta. Si la primera película fue rebautizada acá como El octavo pasajero, en referencia a la inesperada presencia del monstruo en una nave con siete tripulantes, aquí se lo podría considerar como la octava plaga, la definitiva, enviada para acabar de raíz con el problema de erradicar a aquellos a quienes se considera impuros. Una nueva solución final instrumentada por un nuevo ideal de superhombre, más superhombre que nunca. A diferencia de otras deidades, capaces de usar en beneficio propio el dispositivo carnal de sus criaturas para reproducirse –algo de lo que se valieron desde Zeus y los suyos hasta el propio dios cristiano–, David es un dios estéril, impotente e incluso castrado, ya que no hay ninguna razón para que un androide tenga aparato reproductor. Por lo tanto, David no sólo es incapaz de reproducirse sino tan siquiera de consumar el acto, como queda claro en alguna escena cercana al desenlace de la historia. Quizás ahí se encuentre el núcleo duro de su perfección borgeana, ya que, a diferencia de los abominables espejos y de la cópula, David no sólo se encuentra incapacitado para reproducir lo humano, sino que puede convertirse en el hacedor de su exterminio. Es ahí cuando el rol simbólico de falo desencadenado, para aprovechar las oportunas palabras que alguna vez usó el escritor Elvio Gandolfo para describirla, vuelve a recaer sobre esta criatura históricamente fálica, digna de su creador, el hipergenital artista plástico suizo H.R. Giger. Un gran consolador del cual se sirve este diosecito capado para concretar las penetraciones que, como suele ocurrir con los que alardean de superhombres, él mismo no es capaz de realizar
Armando un político new age. Aunque Hendler es uruguayo, varios personajes aluden de forma directa al infierno de la política argentina, en una comedia ácida y lacónica en torno del protagonista y la red de criaturas que lo rodean, que de a poco se va convirtiendo en una tensa intriga política. Construida sobre el ineludible molde de la realidad, la segunda película como director del actor Daniel Hendler, El candidato, cuenta la historia detrás de la construcción de un candidato político. Pero no de uno surgido de las entrañas de la política misma, de sus aparatos generadores de cuadros, sino de otra especie, una muy de moda en estos tiempos: la del extraño, el hombre que llega desde afuera, no sólo libre de los vicios de la política tradicional (la vieja política), sino bien dispuesto a despegarse de ella, a renegar incluso de sus aristas ideológicas formales en pos de generar el espejismo de una alternativa de apariencia novedosa. Pero ese es apenas el disparador de una historia que recorrida sotto voce (aunque no tanto) por otros relatos que la van complejizando en lo narrativo, pero que también enriquecen su imaginario cinematográfico. Porque si bien El candidato empieza como una comedia ácida y lacónica en torno del protagonista y la red de criaturas que lo rodean, de a poco se va convirtiendo en una tensa intriga política que nunca se resigna a perder la gracia. No sorprende que Hendler maneje con soltura los hilos que mueven ese tipo de comedia a cara de perro. Ya había mostrado algo de eso, pero en una versión más amable, en su opera prima Norberto apenas tarde. Pero se trata además del género en el que él mismo se ha hecho famoso como actor, desde que en una famosa publicidad de principios de la década de 1990 le diera vida a Walter, un chico criogenizado en los 80 como parte de un experimento. La gracia de aquel spot residía en el hecho de que Walter se despertaba en los primeros años del menemismo y no entendía qué era lo que estaba pasando, por qué en tan pocos años las cosas habían cambiado tanto. La campaña pertenecía a una de las compañías telefónicas recién privatizadas que promocionaba, tempranamente, los beneficios de un cambio que hoy no sólo es el motor del protagonista de su película, sino de aquellos políticos en los que Hendler se ha inspirado para crearlo. Más sorpresivo resulta su buen manejo de la trama de intriga que, aunque es cierto que se va tejiendo a partir de los códigos y recursos de la farsa, no carece de tensión y se sostiene de forma verosímil hasta el final de la película. Martín Marchand es hijo de un empresario famoso, nene bien que ya pasó hace rato la barrera de los 40, quien con su decisión de impulsar un nuevo espacio político también intenta generar un camino que lo saque de la sombra agobiante de su padre pero sin perder los beneficios del poder, sino más bien lo contrario. Para ello contrata a un grupo de especialistas en comunicación para comenzar con la tarea de construir su nuevo perfil público. Ya en la primera reunión, que se desarrolla en la palaciega estancia de la familia Marchand, se produce el choque inevitable, cuando un joven diseñador gráfico intenta profundizar con una franqueza que parece inocente (pero quizá no lo sea tanto), en el perfil político que impulsará la iniciativa del candidato. El episodio, breve pero inquietante, no sólo aporta en términos de construcción dramática, sino que pone en evidencia que el principal objetivo en el trabajo de construcción de una imagen no pasa tanto por saber qué es lo que hay que mostrar, sino más bien en cuáles son las cosas que se quieren ocultar. Curiosamente, aunque el eje de su construcción está puesto en la cuestión de las apariencias, de lo que se oculta y lo que se muestra, e incluso sobre la oposición entre lo abierta y lo veladamente ideológico, El candidato es una de esas películas en las que si algo ladra y mueve la cola, seguro es un perro. Aunque Hendler es uruguayo y su relato tanto puede estar ambientado a uno u otro lado del Río de la Plata, lo cierto es que las características de los personajes aluden de forma directa al infierno de la política argentina. Incluso el director y guionista se ha encargado de dejar pistas elocuentes, como las iniciales del nombre de este empresario que apoya su candidatura en la idea de lo nuevo como virtud (Neo es el nombre de tres letras que ha elegido para su partido). O llamar Eloisa a la verborrágica madrina política de Marchand, quien a pesar de esa letra que sobra se parece bastante a la gran Doña Corleone de la política argentina. Aunque las referencias no carecen de gracia, tal vez en esa disimulada explicitud se encuentra el punto más flojo de una película que consigue hacer de lo ambiguo su mejor bandera.
El mejor equipo de los últimos 50 años. La saga espacial dirigida por James Gunn es la mejor de todas las del universo cinematográfico creado por Marvel. Si algo le faltaba a Guardianes de la Galaxia era que su segunda parte fuera igual de buena o incluso mejor que la primera. Con el Volumen 2 ya en los cines es posible aventurar que la saga espacial podría convertirse en la mejor de todas las pertenecientes al universo cinematográfico creado por los Estudios Marvel (hoy parte de la casa Disney) y que incluye entre otras las trilogías (completas o en vías de hacerlo) de personajes como Iron Man, Thor, Capitán América o los Vengadores. Al igual que esta última, Guardianes de la Galaxia está protagonizada por un equipo de héroes que trabajan en conjunto. La principal diferencia entre ambos teams radica en el hecho de que los Vengadores son un puñado de egos tratando de funcionar en equipo, en tanto que en los Guardianes el protagonismo se lo lleva el carácter de comunidad que sus personajes conforman, aunque muchas veces los egos también se saquen chispas. Una diferencia nada menor, en vista de los resultados y proyecciones de ambas sagas. Si La era de Ultron, segunda entrega de los Vengadores, mostró debilidades muy claras respecto del primer episodio, algunas vinculadas a esa falta de cohesión, en cambio el Volumen 2 de los Guardianes no podría ser mejor. Ya durante la escena que acompaña a la secuencia de títulos, en la que los héroes se baten contra una especie de kraken del espacio, el director James Gunn demuestra ser dueño de una finísima mirada cinematográfica. En ella decide desdoblar la acción para convertir la escena en un impensado musical, relegando a un segundo plano lo que en películas como esta normalmente ocuparía la primera capa. En ese simple pero lúcido movimiento Gunn consigue una modesta obra maestra del pop, al tiempo que deja en claro que Guardianes de la Galaxia es antes que nada una comedia. Una voluntad que luego sostiene en un altísimo nivel a lo largo de toda la película. Alcanzan apenas otro par de secuencias para notar el juego de paralelismos que el guion comienza a trazar con la saga épica espacial más importante de la historia del cine, La guerra de las galaxias. Ya la siguiente escena, en que la reina de los Sovereing agradece a los Guardianes haber cumplido con el encargo de acabar con la amenaza del monstruo espacial, remite en su diseño y contenido al distintivo final del Episodio IV (el original, que acaba de festejar su cumpleaños n° 40), en el que los protagonistas son honrados como héroes. Una escena más tarde, todo el grupo escapa del ataque de un enjambre de naves enemigas y parece estar viendo al mismísimo Halcón Milenario. Porque de algún modo Quill remite a Han Solo y Rocket, el mapache mercenario, no deja de ser una versión enana, bocona y malhumorada del viejo Chewbacca. De hecho ambas parejas comparten el hecho de haber sido cuatreros espaciales antes de su destino heroico. Pero el giro más maravilloso que Guardianes de la Galaxia se permite a partir de este juego de espejos, es la inclusión de Kurt Russell con un papel determinante. No sólo por su vínculo con uno de los personajes y porque la tecnología digital permite verlo joven otra vez y con su peinado ochentoso –truco que envía al espectador directo y sin escalas a las emblemáticas colaboraciones del actor con John Carpenter–, sino porque consigue algo más importante: justicia poética. Es sabido que Russell peleó con George Lucas por el papel de Han Solo (en Yotube pueden verse los tapes de su audición), antes de que este quedara en manos de Harrison Ford. Por eso su presencia en este contexto representa un guiño feliz, producto de una cinefilia de raíz rabiosamente popular. Y todo esto es sólo el primer acto. Cabe una aclaración: entender que Guardianes de la Galaxia asume sin pudor su condición de comedia no significa que los aspectos ligados a la acción sean secundarios o un mero relleno. Guardianes es también una estupenda película de aventuras, en la que la trama es clara y funcional al objetivo central, constituyéndose en el soporte ideal sobre el que la comedia se despliega con comodidad. Para ello no duda en recurrir a un humor muchas veces infantil, convirtiendo a los personajes casi en criaturas de escuela primaria, pasando por un slapstick de dibujo animado no exento de cierta violencia naif, y hasta se permite precisos toques de absurdo y picaresca, todo ejecutado en el momento justo y en el lugar indicado.
Escasa realidad. Thriller a contramano de la realidad, Mío o de nadie, de Denise Di Novi, propone una fantasía en la que una mujer celosa y psicópata le hace la vida imposible a la nueva pareja de su exmarido, llevando la decisión hasta las últimas consecuencias. Es decir: deshacerse a como dé lugar de aquella a quien considera una intrusa que arruinó su familia. A contramano, no porque casos como el que propone el argumento no existan en la realidad, sino porque el tipo de violencia que surge en algunas parejas a partir de los celos (o cualquier otro disparador) suele recorrer el sentido inverso, es decir del hombre hacia la mujer, variante que constituye uno de los temas más preocupantes de la sociedad actual. Claro que el cine no tiene por qué postularse como una representación fiel de la realidad ni convertir cada película en instrumento de denuncia. El mazo de sus posibilidades narrativas es inabarcable y el éxito o el fracaso dependen de la pericia de cada director para sacarle provecho a las cartas elegidas. El espectador tiene la opción de entrar en la película no por el portón obvio de un aparente realismo, sino de dejarse caer a través de la puerta-trampa de la farsa. Desde el realismo Mío o de nadie se convierte en una obra fallida, que trabaja a partir de estereotipos forzados y mezcla peras con calefones. En cambio, si se escoge filtrar todo el relato por el tamiz de la farsa, la película puede volverse un entretenimiento válido. El film no tarda en morder la banquina, haciendo que la malvada protagonista urda un plan inverosímil en el que le saca provecho a la violencia de género para ponerla a favor de su causa. El relato comienza a generar un ruido que se convertirá en batifondo, ofreciendo un desenlace hilarante. Pero la duda de si se trata o no de una película seria convertida en comedia involuntaria nunca se devela y la decisión de mirarla de un modo u otro recae en el espectador, revelando una generosidad que la mayoría de las películas malas nunca tienen.
Una suma sin buen resultado. El cine no es matemática. Es decir, no siempre de la suma de sus potenciales se obtiene el resultado esperado y Los padecientes, tercer largo de Nicolás Tuozzo, puede ser un ejemplo de ese hecho. La película está basada en la novela policial homónima del psicólogo mediático Gabriel Rolón, el mismo que durante años supo hacerle muy bien la segunda a Alejandro Dolina en su programa de la medianoche, cuya carrera luego se disparó y diversificó, convirtiéndose en invitado frecuente en programas de televisión de todo tipo y en un superventas de la industria editorial. Todos estos elementos no representan datos menores a la hora de imaginar los motivos que llevan hasta esta adaptación cinematográfica. Para dicha tarea se reclutó a un equipo de especialistas que incluye a un gran director de fotografía como Félix Monti; a Sebastián Escofet, experimentado músico de películas; un elenco que combina calidad con alta exposición, y a un director como Tuozzo, con oficio para encarar la tarea. Pero como se dijo, el cine no es sumar y listo el pollo, sino que hasta el mejor equipo necesita de un corazón que le permita moverse de manera vital y no por puro reflejo mecánico. Ese músculo se llama guión y la película muestra enseguida sus problemas cardíacos. Los primeros indicios llegan a través de los diálogos, que suenan artificiales durante casi toda la proyección y no existen muchos actores capaces de hacer sonar natural lo que no lo es. Osmar Núñez, que interpreta a un comisario, es uno de ellos. El resto del reparto debe lidiar no pocas veces con el problema de decir y hablar como se espera que lo haga un personaje de novela policial (de determinado tipo de novela policial) y así se pierde la oportunidad de creer aunque sea por un rato que esas criaturas son algo más que meros engranajes de la ficción. De eso se trata el cine.
Contra el machismo. Mucho se le ha señalado al cine, y sobre todo al que produce la industria estadounidense, su carácter machista, la terquedad en hacer del hombre el dueño de la mirada con la cual se describe al mundo. Y el cine de terror quizá sea el ejemplo más acabado de ese perfil, ya que en la mayor parte de las producciones del género el lugar destinado a la mujer se reduce a tres roles básicos: la víctima, el objeto lujurioso y el origen del mal. Destinos que suelen subrayarse con elementos de la tradición cristiana. En La morgue, su primera película en inglés, el noruego André Øvredal parece haberlo entendido, haciendo que la protagonista cargue con el triple estigma. Con inteligencia, la historia incluye una cuarta característica, menos frecuente: la venganza. La morgue (título en castellano que borra la presencia de lo femenino que en el original, La autopsia de Jane Doe, ocupaba el centro) comienza en la escena de un crimen en el que toda una familia ha sido masacrada sin que haya señales que delaten la entrada o la salida del asesino. Pero la mayor sorpresa es la presencia en el sótano del cadáver de una mujer desconocida que la policía encuentra a medio enterrar. A diferencia del resto de las víctimas, cuyos cuerpos fueron mutilados, el de esta joven permanece intacto. Para tratar de dar con algún indicio, los restos de la chica son llevados a los forenses del pueblo, un hombre que junto a su hijo son tercera y cuarta generación en el negocio de estudiar a los muertos. El resto de la película transcurre en esa morgue donde el cadáver, en apariencia intacto, comienza a ser observado, abierto, diseccionado y expuesto. Hasta ese momento la chica ya ha pasado por víctima y por objeto, tanto en el plano metafórico (su cuerpo, que si bien representa un cadáver pertenece a una actriz joven y bonita, permanece desnudo durante toda la película) como literal, ya que los médicos lo manipulan a su antojo en el sentido más estricto. Será en el devenir de ese proceso quirúrgico y metódico en donde surgián las otras dos instancias. Como si se tratara de una toma de conciencia de esos lugares a los que el género reduce lo femenino, La morgue pone en escena algo parecido a un pedido de disculpas a la figura de la mujer por tanto maltrato hecho película. Pero lo hace del modo más oportuno: poniéndolo en escena, haciendo que sus protagonistas masculinos consigan entender cuál es el lugar que les toca dentro de una cadena de ultrajes que su investigación remonta hasta el origen mismo de los Estados Unidos. Claro que se trata de una de terror, una de esas en las que el final no llega para dejar tranquilo a nadie sino todo lo contrario, y entonces no hay disculpa que valga. Y es que La morgue es también una historia protagonizada por hombres empecinados en apropiarse del cuerpo de esa mujer, al que bien se le puede adjudicar la representación de todas las mujeres que han sido violentadas por hombres hasta la muerte (y más allá), solo por cargar con el crimen freudiano de haber nacido sin pene. El mensaje parece claro: no hay forma de ocultar ese horror ni de tapar esa culpa. Nunca.
No somos ángeles. A partir de un rosario de voces, el documental de Escobar propone una discusión entre defensores y detractores de la Iglesia Católica, donde los últimos tienen preeminencia. Desmontar la construcción de una institución milenaria como la Iglesia Católica, uno de los pilares sobre los que se edificó la cultura de Occidente y que sigue siendo uno de los grandes centros desde donde se construye el poder en el mundo, no es una tarea sencilla. No importa si se está a favor o en contra de ella: retratar a la Iglesia, sus ideas, su lugar en la Historia y el rol que sigue ocupando en el presente, intentando mantener una mirada imparcial, ciertamente es una tarea digna de algún tipo de Hércules intelectual. Tal parece haber sido, en principio, el objetivo del director Patricio Escobar con su documental Bienaventurados los mansos, que esta semana puede verse en el cine Gaumont, en dos funciones diarias. Haciendo pie en el lugar que la Iglesia ocupa en la actualidad, Escobar recorre los anales de la institución en busca de dar con las explicaciones que sirvan para entender el tremendo poder que esta tiene, incluso más allá de lo religioso. Para ello recurre a una larga lista de fuentes (muy) autorizadas para hablar tanto a favor de su trabajo caritativo al interior de las comunidades y en favor de los desfavorecidos por las estructuras de las sociedades, como en contra de su discutible rol político en la historia de mundial, que la involucran en algunos de los momentos más oscuros de los que se tengan memoria. A partir de ese rosario de voces, Bienaventurados los mansos propone una discusión entre defensores y detractores, en la que rápidamente los argumentos de unos y otros pueden agruparse en dos grandes grupos. Los que se manifiesten a favor pondrán el acento en la labor de base de la Iglesia, su trabajo con pobres, necesitados, enfermos y demás parias sociales. Por su parte, quienes la atacan recurrirán a una mirada macro, desde donde es posible contemplar su innegable rol político, como así también el extenso listado de escándalos a los fue y sigue siendo asociada. Los consultados dotan al trabajo de Escobar de una polifonía que consigue representar de manera bastante fiel los argumentos e intereses de un lado y otro. La enumeración de nombres es abrumadora. En un rincón los monseñores José María Arancedo, Jorge Casaretto y Antonio Baseotto; Roberto Bosca, miembro del Opus Dei; Gabriela Cicalese, vice directora nacional de Caritas; o Francisco Olveira, cura párroco de la Isla Maciel. Del otro Rubén Dri, teólogo y ex sacerdote; el abogado y filósofo Aníbal D’Aura, autor del libro El hombre, Dios y el estado; el psiquiatra Enrique Stola, acompañante terapéutico de una de las víctimas de abuso sexual del padre Grassi; o Emiliano Fittipaldi, periodista de la revista italiana L’Espresso que reveló múltiples casos de corrupción económica en el Vaticano. Más o menos en el medio, Guillermo Olivieri, secretario de culto de la nación 2003-2015. De correcta construcción cinematográfica, aunque conservadora (o limitada) en el manejo de los recursos, si algo se le puede criticar a Bienaventurados los mansos es cierta parcialidad. Si bien parece darle más espacio a las voces que defienden las posiciones de la Iglesia, el orden en que los testimonios son presentados siempre le da la última palabra a los detractores. Una estructura de montaje dispuesta de modo tal que cada serie de argumentos esgrimidos a favor de la Iglesia es seguida de otra, de signo contrario, encargada de desarticular a la primera. De ese modo enseguida se vuelve evidente de qué lado de la discusión se ubica la película. Que los últimos fotogramas estén reservados a la figura del filósofo del siglo XVI Giordano Bruno, apóstata o hereje según quien lo mire, quemado vivo por la Inquisición, no hace más que confirmarlo.
Ese pequeño monstruo tan parecido a uno. El realizador de la saga Madagascar juega con la figura del hermano como espejo deformante, en donde todos los caprichos que al protagonista le parecían maravillosos de sí mismo, se vuelven odiosos cuando son explotados por ese otro tan parecido a uno. No hace falta decir que, de Caín y Abel en adelante, los conflictos entre hermanos han alimentado buena parte de la ficción universal y de esa excusa argumental se sirve esta vez el cine infantil. Porque Un jefe en pañales, de Tom McGrath, no se trata de otra cosa que de los celos y las miserias que provocan en la mayoría de las personas la llegada de un hermano y de la discordia que suele signar muchas veces estos vínculos. Y, claro, de la posterior aceptación de ese otro tan extraño y por qué no siniestro, en cuanto tiene de uno tanto como ningún otro ser humano en el planeta. Ahí reside el nudo del problema. Por supuesto que tratándose de una película infantil acá no se llega a los extremos bíblicos, aunque tampoco se elude plantear la cosa como un desafío a muerte, al menos en los términos en que esta puede ser tramitada por un chico de 10 años y su hermanito recién nacido que en este caso, es cierto, cuenta con algunas capacidades especiales intimidantes. Tim, el protagonista, es un chico con una infancia que, de tan feliz, él mismo, ya adulto y cargando con el rol de narrador en off, no duda en definir como perfecta. Una perfección obviamente infantil, en donde lo único que importa es tener a papá y mamá a su completa disposición las 24 horas del día, todos los días. Todo eso se termina el día en que llega a casa el hermano menor que, al menos a los ojos de Tim, es todo un farsante. La película muestra con gracia la forma en que el arribo del bebé trastoca la vida familiar y retrata al recién llegado como una especie de monstruo despótico bien consciente de su poder de manipulación. Poder que, sin embargo, sólo parece ser percibido por Tim, quien además es el principal perjudicado con los cambios que la nueva presencia le impone a la dinámica del hogar. Tal vez el mayor mérito de Un jefe en pañales resida en su capacidad para sacarle jugo a la fórmula de ver a la figura del hermano como espejo deformante, en donde todos los caprichos que al protagonista le parecían maravillosos aplicados a sí mismo, comienzan a volverse odiosos cuando son explotados por ese otro tan parecido a uno. La figura del hermano como némesis es la que ordena el relato. Por supuesto que la película lleva esa idea a un extremo absurdo, convirtiendo al bebé en uno de los gerentes de la empresa Baby Corp., encargada de mandar desde el cielo a cada bebé con su correspondiente familia, que se encuentra en una misión especial. Con astucia y valiéndose de la imaginación hiperactiva del protagonista, la película maneja la historia con ambigüedad, aunque plantando la evidencia necesaria para dejar claro que lo que cuenta un Tim ya adulto no es sino un relato de su propia fantasía. La película se permite una serie de ironías a partir del juego de las diferencias entre las miradas progres y conservadoras dentro de la cultura estadounidense y da cuenta de una paleta de influencias que van de la alusión a la estética de los dibujos animados de los años ‘40 y ‘50 a una serie de citas que hablan de una cinefilia bien pop, que incluyen desde Indiana Jones o El Señor de los Anillos a Mary Poppins, entre otras. Un jefe en pañales es una comedia de gran agilidad y poder de impacto, de esas que no dejan espacio ocioso y cada instancia dentro de su línea de tiempo se encuentra ocupada por un nuevo gag. Así, el promedio resultante de la fórmula risas por minuto es abrumador. La película responde a una estructura a la que los estudios Dreamworks, responsables de la producción, suelen recurrir con frecuencia y que marca la gran diferencia con Pixar, sus “hermanos mayores”, principales competidores y líderes en la industria del cine infantil. Mientras que el sello que forma parte del conglomerado Disney ha alcanzado el grado de maestría en eso de contar una historia poniendo en primer lugar el desarrollo de la trama, en Dreamworks suelen organizar las estructuras narrativas a partir de módulos a los que se intenta explotar al máximo, siendo el relato completo el resultado de la continuidad de dichos episodios. Como ocurría en Shrek 2 o Madagascar 3 (también dirigida por McGrath, quien suele prestar su voz a muchos personajes de películas de Dreamworks), ese es el orden que rige el devenir de Un jefe en pañales. Y aunque eso puede ser visto como una muestra de debilidad, lo cierto es que en este caso la fórmula resulta eficaz.
Cuando el terror es sólo una fórmula vacía. Hay algo nefasto en el hecho de que una película de terror casi vacía de todo mérito, lugar que esta vez le toca a Nunca digas su nombre, ocupe cada jueves un casillero en la renovación de la cartelera. En primer lugar porque no parece tratarse de una acción basada en un criterio curatorial, sino más bien de un simple mecanismo comercial que se aprovecha de un público poco exigente. Claro que el cine es un negocio y cada quien lo lleva como quiere. Aún así es imposible no notar que esta omnipresencia semanal es funcional a un sistema de reparto que le obtura la posibilidad de acceder a ese espacio vital, depredado por los “tanques” de Hollywood, a otro tipo de producciones (incluyendo el cine argentino y el europeo), que sin duda le aportarían mucho más a la riqueza del menú de estrenos. En paralelo y atendiendo al hecho artístico, productos como Nunca digas su nombre hacen que un género con la potencia del terror se vuelva inocuo, estéril, negando su doble capacidad subversiva de convertir al miedo en un entretenimiento válido y de ser el medio para contar algo más del mundo que la mera sucesión burocrática de saltos en la butaca. Aún así esta película dirigida por Stacy Title no es de lo peor que ha llegado a las pantallas locales y al menos logra generar ocasionales climas de angustia, algo que jamás consiguen muchas de las que suelen estrenarse. El resto es fórmula: una pareja de universitarios y un amigo alquilan una vieja casa para vivir juntos y abaratar costos. La casa tiene un sótano lleno de porquerías, entre las que hay una mesa de luz que oculta el nombre de una aparición que es invocada con sólo pronunciar o pensar su nombre. Esta idea –la imposibilidad de escapar de cierto carácter independiente del propio pensamiento, que a veces parece ajeno incluso a la propia voluntad–, carece sin embargo de dos elementos vitales para alcanzar su potencial. Por un lado, de un guión que vaya más allá de las convenciones del combo que reúne universitarios, casas ominosas, viejas maldiciones y sótanos. Por el otro, de una criatura que concrete la amenaza de asustar. El trabajo de creación de este personaje inefable, el Bye Bye Man, es paupérrimo, tanto por el lado del maquillaje como por el de la creación digital. El hecho se vuelve una buena oportunidad para destacar cuánto ha crecido el cine de género en el país, capaz de generar con menos recursos económicos productos mucho más valiosos que este. Un ejemplo: ¡Malditos sean! (2012), de Fabián Forte y Demián Rugna, filmada con un presupuesto menor al de una publicidad, a falta de un monstruo digno tenía dos, fruto del ingenio y la pericia de los especialistas locales en maquillaje y efectos especiales. Y además mantenía vivo el espíritu lúdico del género, algo de lo que en esta otra no hay ni noticias. Por el contrario y parafraseando a Borges, Nunca digas su nombre es una de esas de terror a las que se va olvidando a medida que se las ve.