Tom Cruise, el héroe algo burocrático. Segundo episodio de otra saga en la que Tom Cruise interpreta a algún tipo de agente especial, papel al que le viene sacando punta desde hace unas cuantas películas, incluyendo las cinco Misión: Imposible o la comedia de acción Noche y día (2010), Jack Reacher: Sin regreso representa la continuidad de este personaje que ya fue presentado en sociedad en Jack Reacher (2012). En este caso se trata de un ex mayor del ejército, quien desde un anónimo y oscuro retiro se dedica a resolver por izquierda problemas que las instituciones no son capaces de solucionar por las vías legales. Algo así como un comando paramilitar de un solo hombre, dedicado a la tarea de hacer llegar la justicia hasta aquellas grietas en las que el sistema no puede (o no le interesa) meterse. Un papel a la medida de Cruise, que le exige al actor ese tipo de desafíos físicos que tanto parecen gustarle y tanto rédito comercial le han dado. Como en los buenos cuentos, en los que las primeras líneas tienen la obligación de seducir al lector para atraparlo en la red del relato, Jack Reacher: Sin regreso tiene un inicio prometedor. Con humor e ingenio, en ellas quedan claros el perfil peligroso del personaje y su carácter no del todo marginal, ya que mantiene un contacto formal con el ejército a través de una oficial, la mayor Turner. Un vínculo telefónico que va excediendo lo protocolar. Cuando el nomadismo de Reacher lo lleva a Washington e intenta conocerla en persona, Turner ha sido encarcelada bajo el cargo de espionaje y él sospecha que alguna trama sombría se esconde bajo esa fachada. Esa relación y la aparición de una posible hija desconocida representan potenciales puntos débiles para el protagonista, un lobo solitario acostumbrado a cuidar sólo sus propias espaldas. El film avanza por esa vía con eficiente espectacularidad e intriga sostenida, pero sin sorpresas. Si algún punto a favor tenía su predecesora era su capacidad para sorprender a partir de una trama sólida en la que todos los engranajes encajaban con precisión. En cambio acá todo es más bien burocrático. Las persecuciones, los vínculos que obligan a Reacher a abandonar su modus e incluso la construcción de un adversario que represente un desafío para el protagonista, todo parece construido a reglamento. Justamente uno de los puntos más altos de la original era el villano de turno, interpretado de manera soberbia por el director de cine alemán Werner Herzog, quien conseguía que su personaje infundiera terror. Acá en cambio los malos son apenas tipos con los que hay que pelearse, una y otra vez, sin transmitir nunca una real sensación de miedo. Tal vez parte de esa pérdida recaiga en la decisión de cambiar al director de la primera, Christopher McQuarrie (ascendido a director de Misión: Imposible 5), por el no siempre efectivo Edward Zwick, quien ya había dirigido a Cruise en El último samurái (2003).
Ascenso, apogeo y caída de El Cholo. La película del director venezolano narra la historia del panameño Roberto Durán, uno de los boxeadores latinoamericanos más importantes de la historia, sino el más grande de ellos, en el contexto de un país signado por sus violentas relaciones con los Estados Unidos. El boxeo es, por mucho, el deporte cinematográfico por excelencia. Varios elementos se combinan para que esto ocurra. Por un lado lo referente a su forma: su plasticidad física, el espacio reducido en el que el drama se desarrolla, facilitando que la cámara pueda meterse literalmente en el plano de la acción, y su expresión legitimada de la violencia. Por el otro, lo que tiene que ver con el potente arco imaginario que este deporte es capaz de abarcar. Usina de historias que permiten reunir en la misma línea dramática a los bajos fondos con el lujo y las tentaciones mundanales, al deseo con el castigo y al honor con la traición, el boxeo es el deporte en que la tragedia y la gloria humanas pueden apreciarse con mayor contraste. De todo eso y de la propia realidad se nutre Manos de Piedra, del venezolano Jonathan Jakubowicz, que narra la historia del panameño Roberto Durán, uno de los boxeadores latinoamericanos más importantes de la historia, sino el más grande de ellos. La historia de Durán es especialmente cinematográfica. Ya sea por el perfil del personaje, tan singular, seductor y arrogante como noble y torturado, o por el lugar que ocupa en el deporte y la cultura de su país, Durán –El Cholo, como lo llaman sus íntimos, o Mano de Piedra como se lo conoce en todo el mundo por su fabulosa carrera boxística– vivió como para que su vida fuera una película. Jakubowicz se encarga de poner en escena la mayor cantidad de detalles posibles para explicar el fenómeno. Y lo hace con buena mano, sin esquivarle el bulto a la historia política de Panamá y al complejo y violento vínculo que ese país tuvo con los Estados Unidos a partir de la explotación y administración del estratégico Canal. La película logra salir airosa del desafío de poner en paralelo la carrera boxística de Durán y la violencia a la que su país fue sometido durante los años 60, 70 y 80 (y que siguió en los 90, ya fuera del marco temporal que el film propone) por parte de la política militar estadounidense. Desde lo estrictamente sinóptico, Manos de Piedra hace eje en tres puntos de la vida de Durán: su vínculo con su entrenador Ray Arcel, uno de los más respetados en la historia del box; la relación con Felicidad, su mujer de toda la vida; y el duelo deportivo que mantuvo con Ray Sugar Leonard, otra leyenda del cuadrilátero. El trabajo de Robert De Niro como Arcel marca uno de los puntos más altos en la decaída carrera reciente del gran actor (además de funcionar como guiño a su recordada labor en Toro salvaje, de Martin Scorsese). Por su parte el venezolano Edgar Ramírez como Durán se encarga de confirmar sus virtudes actorales. En tanto que Jakubowicz realiza un buen retrato de las tensiones que circundan al boxeo y una representación vívida y realista de su práctica. Pero también resbala sobre algunos excesos melodramáticos y secuencias eróticas sin utilidad argumental alguna, que le aflojan los tornillos a una estructura lo bastante sólida como para tener que recurrir a ese tipo de trucos y efectismos.
Dos padres para la criatura de Bridget. Como en las dos entregas anteriores de la saga, una vez más son los hombres quienes ordenan (en el doble sentido de la palabra) el destino de la famosa chica tarambana, pero más allá de ese estereotipo el oficio de la directora consigue algunos logrados pasos de comedia. Clásico exponente de lo que suele llamarse de modo reduccionista “comedias románticas para mujeres”, la saga de la enamoradiza y medio tarambana Bridget Jones es un clásico de comienzos del siglo XXI, en el sentido más pop en el que puede entenderse a esa entelequia llamada “clásicos”. Saga que necesitó 15 años para convertirse en trilogía. Lapso en el cual el personaje pasó de ser protagonista de uno de los bestsellers más exitosos del la industria editorial británica de su tiempo (y no es poco decir, si se tiene en cuenta que en esa lista habitaban J. K. Rowling y Harry Potter), a un producto vintage condenado a quedar atado a su época. Algo parecido le ocurrió a la actriz encargada de darle vida a su avatar cinematográfico, Renée Zellweger, quien habiendo sido una de las estrellas femeninas más requeridas de Hollywood se convirtió en una desaparecida en acción, caída que incluyó un hostigamiento mediático luego de que algunas fotos la mostraran extrañamente cambiada por los caprichos de la cirugía plástica. Abordar El bebé de Bridget Jones, de Sharon Maguire, que cierra el círculo abierto por El diario de Bridget Jones (2001) y que tuvo continuidad en Bridget Jones: Al borde de la razón (2004), no es tarea sencilla. En primer lugar por el paradigma femenino que en ellas se representa, hoy un poco desvirtuado por las luchas de género, aunque incluso en su propia época ya resultaba un tanto anacrónico. Es que si algo representa su figura es un modelo de mujer que intenta ser independiente, pero que no puede evitar terminar siendo una especie de princesa loser que necesita de la figura de un hombre para resolver los entuertos en los que se enreda, a causa de su propia candidez. En ese sentido, la idea de mujer que personifica también es clásica –por no decir conservadora–, aún cuando se la intente morigerar con la fuerza y la tenacidad del personaje para valerse por sí misma. Nada es muy distinto en esta tercera parte. Bridget ahora tiene 43 años, vuelve a empezar la película sola, sin hombre, sin hijos, pero ahora con el reloj biológico corriéndola de cerca. Con “ayuda” de una amiga más joven, Bridget se encuentra teniendo sexo con un desconocido (Patrick Dempsey) en un festival de música. Unos días después, termina en idéntica situación con Mark (Colin Firth), el amor de su vida, con quien sobre el final de la segunda película parecía que vivirían felices y comiendo perdices. Pero no. Mark ahora está casado con otra, aunque a punto de divorciarse, permitiendo que Bridget vuelva a tener esperanza en el amor. Porque así es la vida de Bridget: son siempre los hombres los que parecen ordenar (en el doble sentido de la palabra) su rumbo y su destino. Dicho perfil estaba presente en los dos primeros films, aunque es en el segundo donde aparece con más fuerza y retratado de manera explícita. Ahí Bridget era tironeada por su vínculo con dos hombres de signo opuesto, uno mujeriego y encantador (Hugh Grant, obvio), el otro (Firth) frío y caballeroso a la antigua. Ambos atados a una forma determinada de mirar lo femenino, nunca atentos al deseo de la mujer que se disputan, también a la antigua: a las piñas. En el fondo siempre son ellos los que deciden por Bridget, aunque finalmente esa decisión coincida con el que –los espectadores lo sabena es el deseo de la protagonista. A tal punto es dependiente Bridget de la figura masculina, que la misma película acaba encerrándola en la cárcel sólo para que uno de sus príncipes venga a arreglar lo que ella no puede. Ahora Bridget termina felizmente embarazada, pero deberá pagar esa felicidad ignorando cuál de los dos tipos con los que se acostó es el padre de su bebé. Aunque la idea es afín a todo lo expuesto más arriba, El bebé de Bridget Jones consigue salvar las papás con oficio para la comedia. Es cierto que nada cambia en lo ideológico y la felicidad de Bridget depende de lo que los dos hombres decidan antes que de su propia voluntad. Sin embargo el guión está lleno de pequeños giros y situaciones bien resueltas (al contrario de la película anterior, que empujaba a la protagonista por callejones sin salida), que hacen de esta una película disfrutable. Parte del mérito parece recaer en el regreso de Maguire, directora del primer film, pero también en el guionista Dan Mazer, uno de los responsables de Borat (2006) y Brüno (2009), dos obras maestras de lo políticamente incorrecto llevado al extremo. Algo que también es puesto en escena, con mayor sutileza, en esta ocasión.
El superhéroe con síndrome de Asperger. En una época en la cual las remakes y las adaptaciones de la literatura o la historieta vienen a paliar la falta de ideas originales, un film como El contador, de Gavin O’Connor, puede ser una buena noticia para el cine de acción. No porque represente una revolución (ni mucho menos), sino porque encuentra un punto de partida más o menos ingenioso para crear un personaje atractivo y contar una historia que sin ser novedosa no carece de interés. Ese personaje es Christian Wolff, un niño autista (el trastorno específico que padece es el cada vez más conocido Síndrome de Asperger, el mismo que alguna vez se asoció erróneamente a Lionel Messi), cuyas habilidades con la matemática lo convierten ya adulto en un notable contador con algunas oportunas habilidades extra. Claro que la mentada originalidad en el punto de partida se limita al género de acción, ya que el tópico de los autistas, en particular aquellos con capacidades geniales en el terreno de la matemática, ha sido abordado no pocas veces por el cine, de Rain Man (Barry Levinson, 1988) en adelante. Abandonado por su madre e hijo de un padre militar muy riguroso, Wolff recibe desde chico una estricta educación marcial y es entrenado en disciplinas de combate para compensar la debilidad de su afección. Lo distintivo de El contador es que toma ese trastorno neurobiológico para convertirlo en origen de un gran poder y a Wolff, por lo tanto, casi en un X–Men. Porque es sobre el camino del (super)héroe, tan de moda tanto en el cine como en la televisión desde hace más de 15 años, que el film va montando su estructura. Como otros personajes provenientes de ese nicho, el protagonista tiene un pasado tormentoso y traumático que al crecer le permite convertir en virtud lo que en principio parecía una maldición. Wolff utiliza su oficio como fachada, del mismo modo en que Clark Kent o Peter Parker se ocultaban detrás del periodismo y combinando la habilidad contable con su efectividad en la lucha y el uso de las armas, se dedica a asesorar a distintas mafias alrededor de todo el mundo en el lavado de dinero. Por supuesto, ese es apenas el punto de partida de un relato que se va complejizando de a poco. Es cierto que no pocas las veces El contador termina haciendo equilibrio sobre el filo de su propio verosímil y también que se excede en la acumulación de giros, sorpresas y vueltas de tuerca. Aun así nunca pierde la punta del hilo en la maraña de su trama, ni la atención del espectador, manteniendo alta la tensión del relato hasta el final. Además O´Connor hace gala de un gran manejo coreográfico de la acción y el guión se permite encontrar un costado humorístico para las distintas situaciones cotidianas a las que el protagonista se enfrenta en su dificultad para socializar, permitiendo que el balance final sea positivo.
La diferencia entre alegría y felicidad. La mayoría de las mejores películas infantiles de estos años son comedias, y Trolls es especialmente disfrutable. Pero el sentido del humor y la eficacia de los gags son solo dos de sus virtudes. El cine para chicos moderno, surgido tras el boom producido por los obras de los estudios Pixar a partir de Toy Story (1995), descansa sobre todo en su gran capacidad para diversificar su target más allá de su público natural, ganándose también a los espectadores jóvenes y adultos. Dicho éxito, que convirtió al género en uno de los más redituables para la industria del cine en la actualidad, se encuentra anclado sobre todo en el uso eficiente de los recursos humorísticos. Es por eso que puede afirmarse sin temor a decir una barbaridad que la mayoría de las mejores películas infantiles de los últimos 20 años son, antes que eso, grandes comedias. El estreno de Trolls, nueva producción de los estudios Dreamworks dirigida por Mike Mitchell y Walt Dohrn, viene a confirmar la regla aunque, como ocurre con los mejores exponentes del género, su eficacia humorística no es la única virtud que tiene para ofrecer. Basada en los personajes/juguetes creados por el pescador danés Thomas Dam en la década de 1930 (pero popularizados a la velocidad de la luz a partir de fines de los 50), Trolls cuenta la historia de una pequeña comunidad de pequeños duendes (o algo así), que habita en un árbol en medio del bosque y cuyas únicas ocupaciones en la vida son cantar, abrazarse y hacer de la alegría un culto. Para las dos primeras actividades hasta tienen un cronograma diario, mientras que la alegría les dura todo el día y se manifiesta a través de avatares visuales como los arcoiris, la brillantina y los fuegos de artificio. El contrarelato de tanta dicha lo ponen los bertenos, una suerte de ogros sumidos en una amargura perpetua cuya único motivo de alegría consiste en una festividad anual en la que salen a cazar trolls para comérselos. Como toda especie ¿evolucionada?, con el tiempo los bertenos aprenden a criar a los trolls para alimentarse de ellos. En realidad construyen una reja alrededor de su árbol y una vez por año la abren para comerse un troll cada uno: esa es la definición de alegría para los bertenos. Hasta que un día los trolls escapan y construyen su aldea en otra parte, nuevamente seguros, libres y siempre alegres, dejando a los bertenos solos con su vida miserable. La idea detrás de Trolls es tan simple de explicar como compleja en sus alcances: la alegría no es lo mismo que la felicidad y la película se aproxima a esa conclusión sin prisa ni pausa. Porque esa manifestación vacua de la alegría, que necesita autocelebrarse y no está exenta de globos de colores e incluso de una pátina de autoayuda new age, es la que permite que los troll vuelvan a ser capturados por los bertenos. Ahí comienza el nudo del film, en el que la princesa Poppy y el amargado Branch, el único troll descolorido, mala onda y paranoico de toda la aldea, deben regresar al pueblo berteno a rescatar a sus amigos capturados. Será ese camino y las dificultades que en él se presenten, lo que les permitirá tanto a unos como a otros reconocer la sutil diferencia entre repetir mecánicamente los rituales de la alegría o simplemente ser felices. Además de sus rasgos de comedia, rubro en el que la película es impecable, haciendo gala de un manejo de recursos que abarca desde el humor blanco al absurdo, pasando por el gag y el humor físico, Trolls también se inscribe en (y reaviva) la tradición del musical animado. En su banda de sonido –en la que mucho tiene que ver el talento de un artista cada vez más interesante como Justin Timberlake (que además es la voz de Branch en el reparto original)–, se van acumulando las grandes canciones, muchas de ellas vinculadas a la escena de la música disco, estética ideal para acompañar el colorido despliegue de la alegría por la alegría misma. Dichas canciones representan además un conjunto de citas a la cultura pop global, algunas de ellas hasta cinéfilas, que permiten afirmar que Trolls es una de las grandes sorpresas del año.
El recurso de “cine dentro del cine” le permite al director poner en escena una doble sátira; aunque por momentos pierda el equilibrio, el mecanismo funciona con gracia y efectividad. Martín Piroyansky, el Waterfall del título, hace otro trabajo destacado. La apuesta que realiza el director Alejandro Chomski con su sexto largo, ¡Maldito seas, Waterfall!, puede parecer infrecuente al principio, pero forma parte de un linaje conocido dentro del cine independiente argentino. Comedia nihilista que posa de nihilista (definición que parece algo contradictoria, pero sin embargo no lo es), la película cuenta la historia de Roque Waterfall, un joven que ha llegado hasta los 30 años sin necesidad de hacer nada. Luego de la muerte de sus padres Waterfall vive solo en un departamento en Chacarita, se dedica sólo a administrar las propiedades que recibió en herencia y se mueve sólo lo indispensable. Apenas si se sienta a mirar los partidos de Atlanta que tiene grabados en VHS (únicamente los triunfos), compra porro para él y su amigo Harry a un delivery, se pasea en pantuflas con la remera de su equipo y sobre todo por el barrio, donde todo el mundo lo conoce y lo quiere, y muy ocasionalmente tiene contacto con el sexo opuesto. Sólo si se da. Hay algo en este trabajo de Chomski que recuerda al cine de Alejo Moguillansky, sobre todo a sus últimas dos películas, El loro y el cisne (2013) y El escarabajo de oro (2014). No sólo porque el casting incluye actores que suelen ser parte de sus elencos, como Rafael Spregelburd, Walter Jakob o Edgardo Castro, o por el tono de farsa que por momentos asume el relato, sino también por su doble carácter satírico. Por un lado como chiste interno sobre las estéticas del cine independiente; por el otro como juego formal de cine dentro del cine. Como en El escarabajo…, acá también un cineasta recibe fondos europeos para filmar una película, pero en el camino decide filmar otra. En este caso, un director checo que tiene que filmar un documental sobre personas que no tienen nada, pero se encuentra con Waterfall, cuya figura de dandy decadente lo fascina, y decide filmar su vida, la historia de un hombre que lo tiene todo, pero no hace nada. Pero también hay lazos que van desde ¡Maldito seas, Waterfall! a Dormir al sol, la película anterior de Chomski, basada en la novela de Adolfo Bioy Casares. Como en aquella, cuya acción transcurría en la intrincada arquitectura de Parque Chas, uno de los barrios más extraños de Buenos Aires, acá todo ocurre en el barrio parque Los Andes, que tiene mucha menos prensa que aquel otro, pero que también es un barrio con algo de micromundo. Chomski aprovecha esa geografía para hacer del extraño universo de Waterfall una especie de Aleph oculto a cielo abierto. Por otra parte la figura de Bioy –otro hombre que tenía todo lo necesario pero cuyas únicas actividades consistían en escribir, acostarse con todas las mujeres que pudiera y cenar con Borges–, es citada como referencia de la figura del protagonista quien, sin embargo, ni siquiera tiene a la literatura como actividad y su amigo Harry dista mucho de parecerse a Borges (aunque es cierto que se aparece bastante seguido por la casa de Waterfall para fumarle el porro). El gran chiste del film consiste en intercalar completa la película que el director checo filma sobre la vida de Waterfall, no sin antes descargar su acidez sobre el cine independiente. Por supuesto que la película dentro de la película es un remanido rejunte de clichés cargado de una falsa poesía similar a la de aquel corto que filma Barney Gómez, el amigo alcohólico de Homero Simpson, en un conocido capítulo de la serie creada por Matt Groening. Un gesto de autoconciencia que resulta divertido. El problema de ¡Maldito seas, Waterfall! es que a veces se pasa de canchera y algunos diálogos (y algunas actuaciones) desequilibran el tono de farsa, que por lo general es bastante logrado. Por otra parte la película se atreve a algunos gags con cierto riesgo (como uno bien al comienzo, en el que Luis Machín interpreta a un ex combatiente de Malvinas lisiado), donde lo políticamente incorrecto es jugado con gracia. En tanto que Martín Piroyansky como el despreocupado Waterfall vuelve a mostrar por qué su figura sigue creciendo en el ámbito de la comedia local.
El juego de la copa. La tabla ouija (o güija, según el diccionario de la Real Academia), cuya versión de cabotaje es conocida con el nombre doméstico de juego de la copa, es más vieja que la escarapela. Leyenda o superstición que logró llegar al siglo XXI, el jueguito es conocido en todo el mundo y no debe haber persona que no lo haya jugado (o al menos intentado jugar) alguna vez durante la adolescencia. El mismo ha inspirado unas cuantas películas de los orígenes más diversos, del Reino Unido a Egipto y de las Filipinas a España, datos que dan cuenta de su popularidad global. Que es tanta como para que Hasbro, gigante de la industria juguetera, se la apropiara como marca, la convirtiera en juego de mesa y decidiera construir en torno a él una saga de películas de terror. El estreno de Ouija: el origen del mal es el segundo episodio de dicha serie, cuya primera parte se estrenó en 2014 sin demasiadas buenas repercusiones. Ante el mal antecedente, este film dirigido por Mike Flanagan resulta una sorpresa inesperada. No porque se trate de la octava maravilla del cine de terror, sino porque al menos realiza con cierta gracia y estilo lo que ya ha sido hecho tantas veces de modo chapucero y vulgar. En dicho éxito mucho tiene que ver la decisión de dar un salto de casi 50 años, para ambientar la historia en 1967, época en la que, además de proliferar el amor libre y la psicodelia, representó una era de plata del ocultismo. La trama retoma un personaje de la primera entrega, Paulina Zander, pero ahora desde su adolescencia. Ella y su hermanita Doris viven con su madre, quien se las rebusca como medium, farsa que la mujer monta para ganarse la vida tras la muerte trágica de su marido. Un fraude en el que ambas hijas participan, ocultas, ayudando a su madre con los diferentes trucos con los cuales engañan a los incautos. Hasta que Paulina juega con unos amigos a la famosa ouija y le recomienda a su madre incorporarlo a la pantomima. Los resultados son desastrosos. Ouija: el origen del mal tiene el tino de no exagerar en la representación gráfica de los espectros de rigor, sino que elige bien cuándo mostrar, con buen sentido de la oportunidad. Y se toma su tiempo para presentar la situación familiar, caldo de cultivo para el drama sobrenatural que de a poco acecha a las tres mujeres. Flanagan (quien no tuvo nada que ver con el film anterior) se concentra en la creación de climas, aprovecha para combinar humor y morbo con buenos resultados, y cuenta con la ayuda invalorable de tener una niña entre los protagonistas: el punto de vista de un chico siempre ayuda a generar empatía en el cine de terror y el director sabe sacarle el jugo. Por supuesto que la apuesta se afloja sobre el final, que suele ser el punto débil del género, aunque nunca pierde el sentido de la dignidad.
La intimidad como campo de batalla. Tras un primer acto que en realidad es final trágico, el film vuelve atrás para ver cómo se llega a ese pequeño infierno sentimental. No es sencillo comenzar cualquier tipo de relato, incluyendo el que se realiza en una película, si lo primero que se decide hacer es revelar el final. Mucho menos si se trata de un relato de suspenso, en los que el misterio es una herramienta fundamental para mantener atrapado a espectador. Eso es lo que decidieron hacer los directores Santiago Fernández Calvete y Sebastián D’Angelo en Tríada, desafío del que logran salir muy bien parados. La historia gira en torno del vínculo que se establece entre la pareja integrada por Matías y Julia, dos jóvenes que recién comienzan a transitar el camino de la convivencia, con Rodrigo, amigo de Matías de toda la vida, que es en realidad su único amigo. La primera secuencia encuentra a Matías descubriendo in fraganti lo que parece ser una aventura amorosa entre su mujer y su amigo, pero sin que ellos lo noten. Lejos de perder el control, Matías organiza un día después una salida entre los tres, en la que ninguno parece estar pasándola bien. Cuando se están por despedir, Matías se ofrece a llevar a Rodrigo hasta su casa, pero antes de llegar a destino dobla en una calle sin salida, cerrada al fondo por un gran paredón. A pesar de los ruegos de su novia y de su amigo, Matías acelera y la escena funde a negro poco antes de que el auto se estrelle contra el muro, justo en el momento en que él mismo desabrocha el cinturón de seguridad de su pareja. Un interrogante queda flotando en la oscuridad final de la escena: “¿Cuándo es el último momento en que ves a alguien?” Esa pregunta se convierte en la oportuna puerta de entrada para el resto de la historia. Porque luego de eso, Fernández Calvete y D’Angelo retroceden hasta el verdadero comienzo de la historia, al momento en que Julia y Matías se conocen a partir de un encuentro incómodo en el bar que es propiedad de este último. Y de ahí a la entrada de Rodrigo, que acabará siendo el tercero en discordia de esta historia. Los directores cumplen en presentar muy bien a sus personajes, apelando a elementos que establecen las características de sus personalidades a partir de detalles que, siendo claros, no son necesariamente obvios. Así es posible percibir la violencia contenida en Matías aún antes de que esta aparezca en escena de forma explícita. Del mismo modo, su relación con Julia se encontrará atravesada por una tensión constante. La llegada de Rodrigo, dueño de una sensibilidad que es complementaria al carácter duro de su amigo, representará una inoportuna válvula de escape para la presión que acumula la pareja. Aunque con elementos técnicos limitados a las posibilidades de una producción modesta, Tríada está narrada de forma prolija y efectiva. El guión escrito por el propio D’Angelo (quien además se hace cargo de darle cuerpo al personaje de Matías) se ocupa de engrosar la historia con diversas subtramas que, al superponerse, van construyendo de forma lógica ese desenlace que la película se arriesga a convertir en el primer acto. De esa forma cumplen, sin estridencias ni gestos ampulosos, en articular un relato en el que la intimidad se convierte en un campo de batalla por momentos asfixiante. Parte del mérito de que Tríada pueda considerarse una película exitosa en su intento de transmitir las diferentes tensiones que operan entre los personajes recae en la labor de los tres protagonistas, Mercedes Oviedo, Gustavo Pardi y el propio D’Angelo, quienes consiguen que sus composiciones de Julia, Rodrigo y Matías pulsen la cuerda precisa para que este pequeño infierno sentimental se convierta en un escenario verosímil, cercano al espectador.
Síntesis entre lo clásico y lo moderno. Basada en una novela de John Le Carré, el film de espionaje dirigido por Susanna White propone un escenario global con la forma de un rompecabezas siempre incompleto, en el que las piezas se van ordenando y desordenando varias veces a lo largo del relato. Como ocurre con la mayoría de los moldes narrativos del cine, las películas de espías tienen un conjunto de reglas y códigos precisos en los que se cimenta el espíritu de eso que en su momento supo llamarse intriga internacional, que luego se redujo a una línea dentro del espectro amplio del thriller, pero que es un campo vasto con un carácter propio. Una identidad que el final de la guerra fría consiguió debilitar sensiblemente, pero que el panorama post 9/11 volvió a cargar con energías y fuentes de inspiración renovadas. Ambas líneas del género tienen a su vez características particulares. De estética muchas veces cercana al film noir, la línea clásica tenía la paciencia necesaria para hacer que la clave del misterio estuviera siempre delante de los ojos del espectador, pero que sólo se revelara al final, como un truco de magia realizado en cámara lenta. Con la saga de Jason Bourne como modelo, las películas de espías modernas adquirieron una personalidad frenética que volvió al género más ágil, pero igual de asfixiante. Con el tiempo empezaron a aparecer películas que consiguieron amalgamar algunos elementos de ambas genealogías, a veces con buenos resultados. Un traidor entre nosotros, de Susanna White, es una de esos casos. El largo primer acto de la película alcanza para dejar entrever las características híbridas del film. En la primera secuencia un contador ruso es asesinado en un bosque nevado junto a su mujer y a su hija mayor, luego de asistir a una reunión que tiene lugar durante una función de ballet en un teatro, en la que firmó una serie de documentos que le permitirán a un joven empresario, también ruso, comenzar a articular sus planes para extender hacia occidente sus turbios negocios bancarios. De ahí el relato salta a una pareja de ingleses pasando unas vacaciones en Marruecos. Perry es profesor universitario y su mujer abogada. Durante una cena en la que ella debe volver al hotel para atender cuestiones de su trabajo, él acaba haciendo amistad con Dima, otro ruso, quien se encuentra con un grupo de compatriotas en algún tipo de celebración. El ruso evidentemente es un hombre peligroso, pero también es agradable y seductor, y Perry acaba aceptando ir con ellos primero a una fiesta y días más tarde al cumpleaños de su hija, al que es invitado junto a su mujer. Ahí Dima le revelará que es testaferro de la mafia rusa y que necesita de su ayuda para poder salirse de ese círculo, porque sabe que luego de firmar ciertos documentos, él y los suyos también serán asesinados como aquel contador y su familia. Todo ese inicio pone de manifiesto la capacidad de Un traidor entre nosotros para combinar los dos registros del género, recuperando por un lado el espíritu clásico de las películas de espías, al demostrar que de alguna manera el final de la guerra fría fue solamente una formalidad. Una fachada detrás de la cual aquel enfrentamiento bipolar empezó lentamente a reconvertirse en otra cosa, en este caso una guerra por el dominio de los capitales negros, pero sin perder su carácter original. Pero también para establecer un escenario global en el que la historia comenzará a moverse a los saltos, dándole forma a un rompecabezas siempre incompleto, en el que las piezas se irán ordenando, desordenando y reordenando varias veces a lo largo del relato. Un traidor entre nosotros maneja de manera eficaz tanto la intriga como la acción, haciendo que los diferentes ingredientes se vayan revelando de manera orgánica, sin perder nunca el eje del verosímil, imprescindible para esta clase de historias. Aunque no se trata de un film en el que la espectacularidad entendida a la manera estadounidense sea un elemento preponderante, su directora se las arregla para que el nivel de adrenalina se mantenga alto, aunque para ello recurre más a provocar sobresaltos sobre la línea del relato que a artificios coreográficos de alto impacto. Ewan McGregor vuelve a demostrar su versatilidad para poner la cara y que todo se vuelva creible para el espectador, y encuentra en el duelo actoral con el sueco y cada vez más britanizado Stellan Skarsgard un contrapeso ideal para sostener juntos el andamiaje de intriga que la película propone.
Historia cruel de desengaño y venganza. En La noche del lobo, de Diego Schipani, todo parece bien elegido. Los escenarios, los arquetipos y los actores para representarlos, un buen trabajo con la música y el sonido, la sensación de peligro que rodea a las criaturas que serpentean en la noche. Todo es funcional a esta historia de desengaño y venganza que hace centro en los aspectos más sórdidos del micromundo nocturno de la comunidad gay. La cosa está clara desde la primera escena: Pablo le dice a Ulises que no quiere volver a verlo y que cuando vuelva a la noche espera que se haya ido. Ulises se va, pero primero le mea y le caga la cama, le roba dinero y un arma, y le rompe algunas cosas. Cuando Pablo encuentra su casa en ese estado enfurece y decide salir a buscar a Ulises. La noche del lobo es el relato de todo lo que ocurre esa noche. Esta estructura de solidez aparente, que parece reunir las piezas necesarias para articular con éxito la historia que Schipani se dispone a contar, adolesce de una debilidad que socava su efectividad. Porque lo que debería fungir como enlace para hacer que los engranajes encastren entre sí y la máquina cinematográfica se ponga en marcha con elegancia, pocas veces consigue que las piezas se amalgamen en un movimiento coordinado. Una causa de ello podría ser la comodidad de buscar el impacto en el lugar incorrecto, mostrando lo innecesario pero sin atreverse a hacer explícitos detalles más relevantes. Sin embargo el nudo de esa impotencia radica sobre todo en el carácter notoriamente artificial de la apuesta dramática. Esa falta de “luz natural” en la acción narrativa afecta el plano de lo oral, haciendo que las líneas que los personajes deben articular rara vez consigan sacudirse la persistente falta de espontaneidad que las atraviesa. Y no por falta de oficio en los intérpretes, que se empeñan en sostener a sus personajes a pesar de ese lastre, sino porque el guión no logra dar con el tono adecuado para que la acción se desarrolle de forma verosímil. Algo parecido ocurre con la gestualidad y la construcción física de los personajes, que parecen no poder desprenderse de ese carácter declamativo que desborda hacia lo corporal. Y es una lástima, porque el trabajo de casting tampoco es malo. Los protagonistas, Tom Middleton y Nahuel Mutti, están bien elegidos para ocupar los roles que les han confiado. Hay en ambos ciertas características físicas y fotográficas que facilitan el ensamble con sus physique du rol. El primero, por ejemplo, le confiere a Ulises una potencia seductora en la que reúne violencia con desamparo y fragilidad, rasgos que lo emparentan con algunas criaturas de Pasolini. En el caso de Mutti –cuyo Pablo parece una parodia física de Fito Páez–, realiza un buen trabajo con el estereotipo del “puto intelectual recién salido del ropero” que sueña con la vida burguesa de un matrimonio “para toda la vida”, pero que no puede dejar de sumergirse en las aguas más peligrosas de la noche, donde habitan los lobos.