Terror gótico argentino, con esclavos y tormentas. No pocos aspectos de interés son los que presenta Los inocentes, ópera prima del hasta ahora productor argentino Mauricio Brunetti. Algunos dentro de lo estrictamente cinematográfico, otros vinculados con su temática y con el trasfondo histórico en el cual se ancla el relato. Si hubiera que definirla en relación a su filiación genérica, podría decirse que en líneas generales se encuadra dentro del cine de terror gótico. Pero también es una producción de época, un novelón familiar con un eje fuerte en el conflicto paterno-filial y, sobre todo, un film que aborda un aspecto de la historia argentina muy pocas veces retratado por el cine local: el de la esclavitud. Ambientada en una estancia de la provincia de Buenos Aires, Los inocentes transita de manera simultánea dos líneas temporales, una a mediados del siglo XIX y la otra en 1871. Ambas giran en torno de Güiraldes, terrateniente que ha hecho fortuna convirtiendo en próspero lo que alguna vez fue un páramo. Interpretado por Lito Cruz, Güiraldes es despreciable por donde se lo miré: sádico con sus esclavos; implacable con su hijo Rodrigo, aquejado por problemas congénitos en sus piernas; indiferente con Doña Mercedes, su mujer, devota de la Virgen. La película arranca con una escena de azotes en la que el patrón intenta dar una lección no sólo a sus siervos, sino también al pequeño Rodrigo, a quien considera débil a causa de su salud, pero también porque se rebaja a hacer amistad con ese chico negro que ahora es el blanco de los latigazos. Rodrigo será enviado por su madre a la ciudad, para tratar su dolencia y a la vez alejarlo de la figura nefasta de su padre. Cuando regrese 15 años después como un hombre casado, ya no quedarán esclavos en la finca, pero su padre seguirá siendo el mismo ser perverso. Fluctuando en el tiempo, el film cuenta los abusos de los que Güiraldes hizo objeto a Ofelia, su esclava más bella, pero también como aquel pasado resurge de manera fantasmal con la vuelta de Rodrigo, para cobrarse no una sino muchas venganzas. Tanto la reconstrucción de época como el trabajo puntilloso de arte en Los inocentes merecen destacarse. Sin embargo pierde el balance en la disparidad no tanto de registros actorales, porque la labor del elenco es buena, como de registros vocales. Lejos de reconocerse una labor orgánica en el diseño de un castellano que responda al imaginario del siglo XIX, por un lado Sabrina Garciarena o Ludovico Di Santo intentan hablar un argentino a la antigua, y por el otro Lito Cruz, quien nunca se aleja demasiado de un tono de porteño contemporáneo. En cuanto al uso de los recursos del género, Brunetti logra atmósferas ominosas y opresivas, cercanas a las viejas películas de zombies haitianos. Pero también abusa de ciertos lugares comunes, como las noches de tormenta, redondeando un trabajo con altibajos, pero que representa un aporte interesante al cine de terror hecho en Argentina.
Como “Nueve reinas”, pero made in China. Como si se tratara de las versiones chinas de Ricardo Darín y Gastón Pauls, los protagonistas de Una novia de Shanghai, la nueva película del argentino Mauro Andrizzi, son dos ladrones de poca monta que se pasan los días en tratando de hacerse unos mangos en la calle, aprovechándose de las desatenciones de los transeúntes. Igual que en Nueve reinas, la gran ópera prima del fallecido Fabián Bielinsky, acá también una ciudad vertiginosa es el telón de fondo necesario para que estos delincuentes inofensivos puedan sobrevivir (y no mucho más que sobrevivir), mientras esperan que la vida los ponga frente a la oportunidad que por fin los haga salir de perdedores. Y Shanghai, aún más que Buenos Aires, parece ser el lugar indicado para que estos personajes pasen desapercibidos y puedan hacer su trabajo de forma anónima. Superpoblada y estridente, hipertrofiada e hiperbólica, Shanghai reúne las condiciones necesarias para el tipo de historia que Andrizzi se propone contar, en la que la convivencia entre la tecnología urbana más avanzada y el respeto por tradiciones milenarias parece darse con naturalidad asombrosa. Porque si por un lado los protagonistas representan un emergente propio de su época, por el otro también lo son de una cultura que no se permite ceder ni su identidad ni sus creencias en pos de ese pragmatismo moderno que hoy es el principal y más fluido (y tal vez el único) vínculo entre Oriente y Occidente. Una novia de Shanghai es una película de fantasmas, pero también una historia de amor que consigue ir de la tragedia al final feliz por el camino de la comedia y del absurdo. Porque la oportunidad que los protagonistas esperan les llegará cuando el espíritu de un hombre que acaba de morir en la habitación del hotel en donde deciden pasar la noche recurra a ellos para poder descansar en paz. La voz del muerto les cuenta sobre su vínculo imposible con una mujer casada, con la cual se amaron en secreto literalmente hasta la muerte. Esta entidad les pide que roben el cadáver de la mujer amada, enterrado junto al de su marido, y lo envíen en barco hasta una ciudad en el interior de China en la que él mismo está enterrado, para que, de acuerdo a un antiguo ritual funerario, ambos cuerpos puedan acompañarse y perpetuar en la muerte ese amor que no puedo ser consumado en vida. A cambio, el espíritu les promete revelar el lugar exacto en donde enterró una pequeña fortuna, trato que los protagonistas aceptan con gusto. Director de otras películas para nada convencionales como Iraqui Short Films (2008) o Accidentes gloriosos (2011), Andrizzi maneja con solvencia esas múltiples líneas narrativas y estéticas a partir de una suerte de montaje paralelo, en el que consigue hacer que cada una de ellas se incorpore o se retire del eje central del relato en el momento preciso. Además se permite utilizar recursos visuales lo-fi para representar las escenas sobrenaturales u oníricas, que son pequeñas y exquisitas piezas humor kitsch muy fácil de vincular con cierto estilo farsesco propio del cine de los países orientales. El resultado es una extraña película de cine oriental que se parece al cine argentino (y/o viceversa), en la que sus protagonistas (dos chantas que tranquilamente podrían ser porteños), mantienen charlas en las que una y otra vez el budismo y el feng shui se cruzan con el calefón. De ese modo Andrizzi consigue trazar el retrato de un mundo en el que las urgencias y ambiciones de la materia no son, por fortuna, lo más importante y la felicidad siempre es posible por otros medios.
A los tiros en el capitalismo salvaje. El western siempre fue un género político, utilizado para retratar la historia y los valores de los Estados Unidos como nación, y el director de Día de entrenamiento no desaprovecha esa herramienta, que tiene como lejano origen el clásico Los siete samuráis, de Akira Kurosawa. Nuevo trabajo del cada vez más prolífico, desparejo y usuario serial de distintos géneros narrativos Antoine Fuqua, Los 7 magníficos representa un film infrecuente dentro del perfil actual de la categoría de los blockbusters, los mentados tanques de Hollywood. Inusual porque rescata un género como el western, virtualmente extinto como negocio a gran escala. Por eso tampoco extraña que para recuperarlo se haya elegido la jugada menos riesgosa, que es la de rescribir uno de los éxitos más grandes que dio el género en lo comercial, en lugar de usar un guión original. El rulo se retuerce más si se toma en cuenta que aquel original homónimo, dirigido en 1960 por John Sturges e interpretado por estrellas como Yul Brynner, James Coburn, Steve McQueen y Charles Bronson, era también una remake. En aquel caso de Los siete samuráis (1953), obra maestra de Akira Kurosawa, una de las muchas que llevan la firma del director japonés. También es todo un síntoma que el modelo de western elegido no haya sido el del vaquero solitario, sino el de un grupo de hombres con habilidades especiales unidos para combatir el mal. Un modelo que de algún modo se asemeja al del equipo de superhéroes, al estilo de Los Vengadores o la reciente Escuadrón Suicida que, al contrario de lo que ocurre con las películas del oeste, sí son uno de los negocios más redituables de la industria del cine contemporáneo. La historia es la de siempre: un pueblo es asolado por el malo de turno, esta vez Bartholomew Bogue, violento empresario que ha hecho un imperio minero saqueando villorrios perdidos como ese, en el extremo suroeste de un país que acaba de terminar su Guerra Civil. La cosa empieza con una gran escena: el pueblo reunido en asamblea dentro de la iglesia discute cuál es el mejor camino para resolver el asunto. Pero lo que en realidad se está debatiendo son las diferentes formas de enfrentar al capitalismo, sistema del cual el corrupto Bogue representa su variante más salvaje. Para unos lo mejor es bajar la cabeza y que cada quien siga en lo suyo; otros argumentan que lo correcto es unirse, armarse y enfrentarlo. Una discusión tan vieja que Fuqua consigue adaptarla con ingenio al contexto del lejano oeste, para hacer de ella el punto de partida de su película. La irrupción de Bogue en medio de la asamblea termina de establecer cuáles son las condiciones: el que está de acuerdo se queda y el que no, se lleva una bala en la cabeza como souvenir. Casi como en la vida real. Es cierto que la analogía en algún momento comienza a ponerse gruesa, pero aún así funciona. Un grupo de vecinos que se cuentan entre los que han perdido algún familiar a manos de Bogue (interpretado con solvencia por el especialista en psicópatas Peter Sarsgaard), decide contratar a Chisolm, un recio oficial de justicia, para que venga a reinstaurar el orden. Conocedor del personaje al que se enfrentará, este hombre de ley decide reclutar un pequeño escuadrón de forajidos, descastados y ex soldados para cumplir con el encargo. Quien se pone en la piel del líder es Denzel Washington, uno de los actores fetiche de Fuqua; el otro es Ethan Hawke, que también forma parte del equipo. Con ambos filmó su primer éxito, Día de entrenamiento (2001), por la que Washington se convirtió en el primer actor negro en ganar un Oscar por un rol protagónico. Pero el western siempre fue un género político, utilizado para retratar la historia y los valores de los Estados Unidos como nación, y Fuqua no desaprovecha esa herramienta. Sus siete magníficos son un grupo plural y heterogéneo, que replica el amplio catálogo cultural y étnico de su país. En él están todos representados: negros, indios, chinos, latinos y los blancos, claro, en sus variantes cool, conservadora y white trash. Que los que sobreviven sean los representantes de las tres minorías menos favorecidas no es una decisión azarosa, sino una forma de incluir dentro de esta clásica construcción de identidad a través de la ficción a aquellos que fueron siempre los excluidos, los parias o, directamente, el enemigo.
Elecciones de vida. Entre los muchos logros de esta agridulce comedia italiana está el de retratar de un modo extraordinario el paso del mundo de la infancia al de la adolescencia de su protagonista. Con su base narrativa montada sobre un realismo que no elude la variante mágica, pero con mucha simpatía por la farsa, la comedia y el melodrama, Las maravillas de Alice Rohrwacher hunde sus raíces de plano en algunas de las tradiciones más reconocibles de la rica y vasta historia del cine italiano. Presentada el año pasado en el marco del Bafici, su relato arranca con la familia de Gelsomina, una chica que atraviesa el último verano de su niñez, que es también el primero de su adolescencia, que no son la misma cosa. Habitantes de una zona rural en la provincia de Umbría, corazón geográfico de Italia, no hay muchas diferencias formales entre el modo en que vive esta familia y cómo lo hacían los personajes de Feos, sucios y malos (Ettore Scola,1976): amontonados en una casa que es más ruina que otra cosa y al margen de la sociedad. Aunque es cierto que pueden ser un poco sucios (pero una suciedad que tiene más de hippismo que de miseria), la diferencia es que en la familia de Gelsomina están muy lejos de ser feos y, mucho menos, malvados. Más bien lo opuesto. Y que su marginalidad es, ante todo, voluntaria, una elección de vida. Afincada en una tierra que alguna vez fue la de los míticos etruscos, aquel pueblo que habitó la península algunos siglos antes de que los romanos comenzaran a apropiársela, la familia de Gelsomina se dedica a la apicultura y la producción artesanal de miel. El grupo lo completan su madre, sus tres hermanitas, Cocó, una amiga de la madre, quienes viven de manera casi ascética a instancias sobre todo de Wolfgang, padre cascarrabias que está en contra de casi todo contacto con las estructuras sociales y que cree fervientemente en que no falta mucho para el fin del mundo. Criadas en ese universo de una libertad que lo es sólo en apariencia, Gelsomina y sus hermanas casi no conocen como es la vida lejos de esa casa destartalada, del trabajo en los colmenares, de los juegos en las playas del lago o del pueblito vecino. Viven ahí, sometidas a esa excéntrica reclusión al aire libre que les impone el pater familias, casi como en la prehistoria. Así, como prehistoria, define esa vida rural Milly Catena, una conductora de televisión que llega con todo su equipo para grabar una especie de reality show en el que las familias de aquella región, una de las más agrestes de Italia, competirán entre sí disfrazadas de etruscos. La cosa tiene su gracia, porque es muy poco lo que se sabe de este pueblo antiguo, de cual han quedado muy pocos rastros históricos. Para estas cuatro chicas que apenas conocen el mundo, encontrarse por sorpresa con el rodaje fellinesco de los avances publicitarios del programa y con la exuberante Catena disfrazada de algo así como una diosa etrusca, resulta una forma tan maravillosa como violenta de empezar a conocer qué hay más allá de su aislamiento. Tan seducida queda Gelsomina con la figura de Catena (interpretada por la eficiente y bella Monica Bellucci) y con la posibilidad de ganar ese concurso que le permitiría a su familia aspirar a una vida mejor, que hasta llega a enfrentarse a Wolfgang e incluso a desobedecerlo, impulsada por el deseo. Rohrwacher consigue entrelazar con delicadeza las diferentes instancias que conviven en Gelsomina, desde la relación de amor-odio con su hermana menor a la lealtad con su madre y de la devoción por un padre para quien ella es la niña de sus ojos, a la inocente traición a la que la empuja el propio espíritu de su incipientemente pubertad. Entre sus mayores logros está el de retratar de un modo extraordinario ese mundo de infancia en disolución, con los lenguajes privados compartidos entre hermanas y sus fantasías iniciáticas, al que los colores y las texturas estivales parecen destacar todavía más. Desde ahí, la directora y guionista compone una fábula acerca del crecimiento de gran potencia dramática y exquisita gracia narrativa.
Volver al bosque para no innovar nada. La película pone el foco en el hermano de una de las víctimas de El proyecto Blair Witch, pero todos los aciertos, como en las copias posteriores, se diluyen en una historia de terror del montón, que incluso traiciona sus principios. Tres jóvenes desaparecen en un bosque filmando un documental sobre la leyenda de una bruja que habita en él. El hallazgo de las cintas con el material crudo de ese documental era la excusa sobre la que los directores Dan Myrick y Eduardo Sánchez montaron la revolucionaria El proyecto Blair Witch (1999), que dio origen al auge de los films de terror de found footage (material encontrado), en los que los protagonistas filman sus propias desgracias. 27 años después, el hermano menor de uno de aquellos desaparecidos decide volver al mismo bosque con tres amigos a tratar de resolver el misterio de lo que realmente pasó ahí. De eso se trata Blair Witch, La bruja de Blair, de Adam Wingard. La original fue una de las primeras películas en entender hacia dónde podía dirigirse el cine a partir de la utilización de las nuevas tecnologías digitales que hoy permiten que casi cualquiera pueda filmar. Ahí radica una de sus muchas virtudes. En cambio, el film de Wingard no tiene nada de innovador, sino que apenas incorpora el uso de nuevas herramientas tecnológicas (drones, cámaras auriculares, GPS), para contar más o menos la misma historia de jóvenes acosados por una entidad que filman su propio calvario. A pesar de la similitud, las diferencias estéticas (e incluso éticas) de ambas son muchas e importantes. En primer lugar porque al lado de ésta, la original parece un film realizado bajo el estricto Dogma ’95 popularizado por Lars Von Trier y Tomas Vinterberg. Si algún hallazgo y mérito tenía aquélla era su capacidad de generar terror sin mostrar absolutamente nada, y sin más efecto especial que el manejo del sonido y la oscuridad para generar uno de los fuera de campo más radicales y efectivos de la historia del cine. Al mismo tiempo la cámara en mano, empuñada por los protagonistas, conseguía generar una extraña experiencia de observación casi en primera persona. Pero este film no solo se aparta de algunas de aquellas reglas, sino que ciertas decisiones hasta representan una traición respecto de ellas. En ese sentido Blair Witch, La bruja de Blair es una película de terror del montón, con más puntos de contacto con algunas de las que se subieron a la ola del found footage a partir del éxito de El proyecto Blair Witch (una de las 5 películas más redituables de la historia en la relación costo-beneficio), como [Rec] (J. Balagueró y P. Plaza, 2007) o Actividad paranormal (Oren Peli, 2007), que no pudieron con la tentación de tener que mostrar algo, que a la minimalista y más innovadora propuesta de aquella. Se puede decir que Blair Witch, La bruja de Blair es apenas una copia de las copias de la película que le da origen. Algo así como una copia al cuadrado, con algunos sustos pero sin ningún aporte ni sorpresa.
Otra forma de abordar el duelo. La cineasta, conocida por su labor como colaboradora de Adrián Caetano, hilvana tres historias de pérdidas con una estética que se aproxima a la del cine de fantasmas y un tono que se concentra en los estados alterados que los agujeros emotivos provocan en los deudos. Sugestiva ópera prima de Luciana Piantanida –conocida por su labor como colaboradora de Adrián Caetano, con quien escribió una decena de guiones–, Los ausentes ofrece una particular mirada acerca de los duelos y del sensible universo que se va edificando en torno de las personas obligadas a atravesarlos. Lo peculiar del abordaje que la película propone tiene menos que ver con un retrato realista de los paisajes del duelo, sino con el tono elegido para contarlo. Con una estética que muchas veces se aproxima a la del cine de fantasmas, tanto desde lo narrativo como desde lo visual y, sobre todo, lo sonoro, la directora y guionista consigue hilvanar tres historias de pérdidas que, sin sacarle el cuerpo al drama, prefieren concentrarse en los estados alterados que las ausencias y los agujeros emotivos provocan en los deudos. Lejos de regodearse en aquellas figuras retóricas del cine de terror que apuntan al sobresalto, Piantanida acierta al concentrarse en la construcción de climas enrarecidos que ponen de manifiesto el estado mental y emotivo de sus personajes, de cuyas historias tal vez no convenga adelantar demasiado, salvo que han perdido seres queridos muy próximos. Las tres historias transcurren durante el verano en un pueblo de provincia y ese clima resulta utilitario para el tipo de historia que la directora ha elegido contar. Hay algo del agobio estival que recorre toda la película y que puede notarse, por ejemplo, en el tipo de iluminación elegida. Sobre todo para las escenas nocturnas, cargadas de amarillos y anaranjados que ayudan a generar esa atmósfera de irrealidad que suele acompañar los momentos de grandes pérdidas. En esa misma dirección, el final de los tres relatos coincide con el inicio de las festividades del carnaval, espacio en donde lo onírico se cruza con lo siniestro, en un rito cuya potencia Piantanida ha sabido aprovechar para hacer confluir el cierre de los tres relatos. Con buenos trabajos de todo el elenco, Los ausentes construye una versión verosímil de esa alienación que produce el dolor de la pérdida. Un estado mental muy próximo a la locura, capaz de desfigurar la realidad hasta hacerla parecer propia de alguien que no es uno mismo. Ese estado de enajenación está presente en los tres protagonistas, todos ellos atrapados en diferentes laberintos. Uno, en los vericuetos kafkianos de la burocracia que le sigue a la muerte; otra en un espacio doméstico, cuyos rincones no hacen más que hacer aparecer una y otra vez aquello que ya no habita ahí. Y el último que, perdido dentro de su propia percepción, se obsesiona en perseguir los rastros de una ausencia. Tres formas de encierro que se vuelven evidentes en la forma en que Piantanida hace que sus criaturas vean al mundo, siempre espiando a través de puertas entornadas o de vidrios sucios que, de una u otra forma, acaban por deformar la realidad.
Los humanoides no descansan. Star Trek - Sin Límites, dirigida por Justin Lin y producida por J. J. Abrams, logra sostener el producto no sólo en términos comerciales, sino sobre todo en lo narrativo y estético, sin lesionar ni debilitar el espíritu de la saga. A diferencia de las incursiones cinematográficas de la troupe original de la popular serie televisiva Viaje a las estrellas, que a pesar de contar con las presencias estelares de William Shatner y Leonard Nimoy nunca consiguió producir más que un puñado de películas modestas, el relanzamiento de la saga apadrinado por la figura cada vez más influyente de J. J. Abrams, ha conseguido completar con éxito su primera trilogía. El estreno de Star Trek - Sin Límites termina de darle forma al triángulo que componen Star Trek - El futuro comienza (2009) y Star Trek - En la oscuridad (2013), ambas con Abrams como director, productor y principal responsable del eficaz lifting operado sobre la saga. El éxito fue tal, que le sirvió al último gran creador que dio el cine fantástico de gran presupuesto para ganarse la posibilidad impostergable de dirigir el Episodio VII de La guerra de las Galaxias. Aunque continúa vinculado al proyecto como productor, lo cierto es que la salida de Abrams dejó vacante la silla de director de esta tercera entrega de Star Trek. Dicho lugar lo ocupa esta vez el taiwanés Justin Lin, quien además de conseguir que su trabajo no desentone con lo hecho hasta ahora, logra sostener el alza del producto no sólo en términos comerciales, sino sobre todo en lo narrativo y estético, sin lesionar ni debilitar el espíritu de la saga. Tal vez el gran aporte de Star Trek - Sin Límites sea el uso del humor de un modo mucho más amplio y menos marginal que en las entregas anteriores, en las que el recurso por supuesto estaba presente, pero subsumido a la acción y la aventura. Esta vez reviste tal importancia que marca el tono de apertura de la historia, con el capitán Kirk fracasando estrepitosamente en una misión de paz cuyo objeto, a la postre, resultará fundamental en el hilo de la historia principal. Este cambio, que sin ser radical es por lo menos significativo en el tratamiento narrativo, sin dudas es menos responsabilidad de Lin como director que de la renovación completa de la plantilla de guionistas. La misma incluye esta vez a Doug Jung, novato escritor de televisión, y sobre todo al reconocido comediante y guionista inglés Simon Pegg, que además forma parte del buen elenco con el que cuenta el film. Pegg, que ha dado sobradas muestras de saber de qué se trata el asunto –su currículum incluye los libretos de películas de culto como la comedia zombie Shaun of the dead (2004) o Paul (2011), sobre la amistad entre dos fanáticos de las historietas y un E.T. medio hippón–, consigue darle al humor el espesor suficiente como para que el rol del comic relief, en lugar de encontrarse limitado a un único personaje, se lo vayan alternando entre sí las estrellas del elenco. La película cumple con todos los presupuestos que nacieron con la famosa serie, creada por Gene Rodenberry en la década de 1960. Entre ellos el de presentar un universo rico y diverso en especies humanas o humanoides, que comparten en paz el espacio universal, unidos bajo la figura política de la Federación de Planetas. Star Trek - Sin Límites da grandes muestras de imaginación, como el diseño del planeta artificial Yorktown que, por supuesto, es una urbe moderna y fabulosa que remeda a la Gran Manzana en versión interestelar. El film aprovecha todo eso para ofrecer una visión del mundo integradora y plural, en la que todos tienen (o pueden tener) su lugar. No es casual que en medio de esa gran diversidad llevada a extremos universales, el guión se permita la interesante novedad de romper el paradigma machista y patriarcal dándole a uno de los miembros de la tripulación de la nave Enterprise una identidad que se aparta de la lógica heterosexual. Es cierto que se trata de un simple detalle dentro de una secuencia en la que seres de todos los rincones del cosmos comparten en paz un espacio urbano. Sin embargo es un gesto potente que con gran inteligencia conecta una visión de fantasía acerca de la diversidad, con una realidad concreta que trasciende la pantalla. Un gesto como ese, realizado con convicción pero sin subrayados que lo destaquen de manera artificial e innecesaria, resulta un aporte interesante a esta aventura a la que no le falta nada. Ni siquiera los explícitos homenajes a los actores Leonard Nimoy y Anton Yelchin, ambos fallecidos entre el rodaje y el estreno del film.
El arte de la animación “stop motion”. Basado en la tradición japonesa, el film abunda en referencias vinculadas al budismo y al sintoísmo: en Kubo el orden físico convive con espíritus, brujas, monstruos y animales parlantes. Los estudios Laika, modestos si se los compara con los todopoderosos Disney, Pixar, Dreamworks o Sony, son el gran secreto a voces del cine de animación del siglo XXI. Especializados en el arte del stop motion, todas sus películas hasta ahora han sido nominadas a los Oscar y que nunca lo hayan ganado tiene que ver más con asuntos de lobby y marketing que con sus inagotables virtudes y méritos artísticos. Porque eso es lo menos que puede decirse de El cadáver de la novia (Tim Burton, 2005); Coraline (Henry Selick, 2009); ParaNorman (Chris Butler y Sam Fell, 2012), y Los Boxtrolls (Graham Annable y Anthony Stacchi, 2014). Cuatro films de registro fantástico que abrevan en la vertiente más oscura del relato infantil, aunque la etiqueta les quede chica. Por ese mismo camino corre el último trabajo de Laika, Kubo y la búsqueda samurai, dirigida por Travis Knight, quien participó de (casi) todas las anteriores como animador y hoy es director artístico del estudio. Así como Laika parece trabajar a contra moda, resistiendo en el terreno de la animación cuadro a cuadro cuando la variante digital demostró ser uno de los grandes negocios de los últimos 20 años, Kubo también se aparta del imaginario y la estética habitual del mainstream. Y si sus antecesoras incursionaron con éxito en géneros infrecuentes en el cine para chicos, como el relato gótico y de terror o el cine de zombies y fantasmas, ahora es el turno del relato mítico. Basado libremente en la tradición japonesa, el film abunda en referencias vinculadas al budismo y al sintoísmo. Esta última doctrina, sobre todo, sirve para explicar por qué en Kubo el orden físico convive naturalmente con espíritus (buenos y malos), brujas, monstruos, animales parlantes, reencarnaciones, hechiceros y hechizados. Como en todo relato legendario, la película comienza reclamando atención. “Si van a parpadear, háganlo ahora” es lo primero que dice la voz en off que se encarga de poner en marcha la historia y al mismo tiempo remite al origen oral de mitos y leyendas. La importancia de ese registro oral dentro de la película se ve reforzado por la historia del protagonista. Kubo es un niño tuerto de 12 años que se gana la vida como juglar, cantando aventuras de samurais en la aldea en la que vive con su madre. Utilizando un shamisen mágico (instrumento musical de tres cuerdas y ejecución similar a una guitarra), Kubo le da vida a distintas figuritas de origami con las que representa las andanzas de un samurai que se enfrenta a todo tipo de monstruos, incluida una gallina que escupe fuego. La historia tiene vericuetos tortuosos que incluyen, además del niño mutilado, a un abuelo perverso, dos tías asesinas, un padre muerto en batalla y una madre traumada y sobre protectora (aunque tal vez todo lo anterior justifique su preocupación). Pero la belleza de Kubo no descansa únicamente en lo atractivo de su relato o en la maravillosa e imaginativa puesta en escena, sino en una poética del cine que puede ser leída como una carta de amor al propio oficio de la animación artesanal. Porque si en Kubo una voz en off cuenta la historia de un chico que cuenta historias, con su instrumento mágico y sus muñequitos de papel plegado el protagonista realiza el mismo trabajo que Travis hace con plastilina y una cámara. Este último en un estudio de cine, en el siglo XXI; aquel sobre el piso de tierra del mercado, en una aldea del Japón medieval.
Un juego para poner los pelos de punta. Exponente logrado de un cine que consigue incorporar con éxito a su relato las interfaces gráficas de las diferentes plataformas digitales que hoy se encuentran integradas a la vida social, Nerve, un juego sin reglas, es también un ejercicio narrativo que le propone al espectador un tour de force por una amplia paleta de géneros. Un paseo que comienza como una típica historia de coming of age en la que Vee (Emma Roberts), una adolescente tímida que en su último año de secundaria no termina de encontrar su lugar en el mundo, debe empezar a afrontar las decisiones que implican la inminente integración al universo adulto. Mediante un montaje gráfico ágil, el inicio muestra desde la subjetiva de Vee el escritorio de su PC, en el que abre múltiples redes sociales, su casilla de correo para escribir un mensaje dirigido a la universidad a la que su madre pretende que vaya, y atiende una llamada de Skype de su mejor amiga Sydney. A través de ella descubrirá la existencia de Nerve, un juego online al que se describe como un Verdad-Consecuencia pero sin la parte de Verdad. Un juego en el que quienes deciden participar deben cumplir con los desafíos que los que simplemente eligen ser espectadores anónimos les van proponiendo. Por supuesto que Vee, que siempre ha hecho del bajo perfil su religión, acabará participando para demostrarle a la desinhibida Syd que ella también puede tomar riesgos. Nerve es el nuevo opus de la pareja de directores integrada por Henry Joost y Ariel Schulman –que este año no estrenarán una sino dos películas en Buenos Aires (la próxima es Viral)–, quienes manejan con acierto los tonos de los diferentes segmentos del film. Si cuando Vee conoce a Ian (Dave Franco) en su primer desafío, la mención de la novela Al faro de Virginia Woolf genera un link literario que parece extenderse en la recorrida que la pareja comienza por la noche neoyorquina, al estilo del recorrido de Holden Caulfield en El guardián entre el centeno de J. D. Salinger, pronto la cosa volverá a tomar un rumbo inesperado. Esta vez cercano al clima paranoico diseñado por David Fincher sobre múltiples capas de engaño en Al filo de la muerte (The Game, 1997). Porque Nerve le va proponiendo a y Vee desafíos cada vez más riesgosos, rodeándolos de una red en la que los propios participantes son parte de un complot de escala global. Schulman y Joos consiguen generar impacto, tensión y suspenso con cada nueva prueba y se guardan para el final un nuevo giro, que a pesar de tener una obvia intención moral (en eso se parece a la saga 12 horas para sobrevivir), no deja de resolver la cosa de un modo atractivo (y feliz). Es cierto que a esa altura no todo se mantiene verosímil, pero tampoco importa demasiado.
Gris de ausencia que ilumina una época. En un exquisito blanco y negro que recrea la década del 60, el director de El otro narra la historia de una joven madre viuda, que con la pérdida de su marido ve tambalear no sólo su estabilidad emocional sino también su posición social. Gran trabajo de Erica Rivas. “Anoche soñé con tu hermano”, dice una mujer recostada en un sofá. Unas piernas cruzadas de mujer que entran a cuadro por un costado hacen pensar que se trata de una sesión de paciente y psicoanalista, pero no. Es una madre hablando con su hija. El registro fotográfico en perfecto blanco y negro le da al cuadro un tono atemporal: podrían ser los años 50 o la semana pasada. En la siguiente escena Luisa, la hija, huele unas camisas de hombre y se acaricia el rostro con ellas, en un acto que tiene algo de fetichismo. El fetichismo del duelo. De eso, de los agujeros que deja la ausencia, se trata La luz incidente, el nuevo trabajo de Ariel Rotter, el director de Sólo por hoy y El otro. La película avanza a través de una sucesión de planos medios o de planos generales apretados, la mayoría de ellos fijos, porque la cámara sólo se desplaza si Luisa lo hace, como si necesitara economizar energía, sabiendo que a medida que avance la historia demandará una inversión mayor. A veces ni siquiera pierde tiempo en ajustar el foco, sino que se limita a esperar que sea el propio movimiento de los personajes el que los vaya haciendo entrar en él. En esa paciencia hay arte. En la piel de Luisa, esta joven que a mitad de los 60 acaba de enviudar y debe criar sola a sus mellizas bebés, Erica Rivas luce estupenda. El gran trabajo de vestuario, maquillaje y peinado la hacen ver como una Audrey Hepburn melancólica y carnosa. La aparición de Marcelo Subiotto en el rol de Ernesto, un pretendiente al que conoce en una fiesta, sacude el relato, que con él gana en humor y en absurdo. Al principio como parte de una estrategia de seducción; luego como efecto colateral de su propia personalidad. Luisa le cuenta a su madre que conoció a un hombre. “¿Cómo se llama?”, pregunta ella. Luisa contesta: “Ernesto”. “¿Y apellido no tiene?” La nueva pregunta ayuda a reconstruir un contexto en el que el apellido de un hombre y el respaldo de una familia eran un bien social muy preciado. Sobre todo para una joven madre viuda, que con la pérdida de su marido también ve tambalear su posición y estabilidad. La primera cita de Luisa y Ernesto es sintomática y marca cuál será la tónica, el color del vínculo. El la lleva a un club de jazz y ella intenta mostrarse interesada. En cambio, Ernesto parece menos preocupado por ella que por sostener su propio personaje de hombre fascinante. Esa noche al volver a su casa, Luisa se quedará planchando las camisas de su marido muerto hasta la madrugada. El contrapunto con Subiotto potencia la labor de Rivas, quien es capaz de transmitir cualquier emoción, sentimiento o estado de ánimo con el solo movimiento de sus ojos. De un modo extraordinario ella se desdobla entre la mujer que resiste los embates amorosos cada vez más invasivos de Ernesto, y la madre estoica y obsesionada con el bienestar de sus mellizas. No es la primera vez que Rivas compone a una madre de tal potencia dramática. Lo hizo de forma igualmente brillante en Por tu culpa, de Anahí Berneri. La escalada de seducción de Ernesto (que empieza a parecerse a Droopy) se vuelve más torpe y grotesca, pero sin vulnerar nunca su estampa de hombre protector y seguro de sí mismo. Gran mérito de Subiotto, quien logra que su personaje siga siendo cautivante incluso en los momentos en los que produce vergüenza ajena. Cuando al fin le pide su mano, Ernesto no escucha a Luisa sino que, como en club de jazz, permanece deslumbrado por su propia fantasía, la de pertenecer a una familia que no lo incluye. Pero no hay una pizca de egoísmo en su actitud. Más bien una ineficacia supina para manejar sus propios sentimientos y deseos, y para entender ya no el duelo ajeno, sino a la mujer que tiene delante. Ernesto es, en definitiva, un típico hombre de los 60, un modelo que, sin embargo, no se ha extinguido. Sobre el final la cámara realiza el único movimiento disrruptivo de todo el relato, porque es posible detectar en él su obvio carácter de declaración estética. Se trata de un exquisito travelling en retroceso a través de un pasillo, que al principio le va dando aire al plano y parece quitarles presión a Luisa y sus hijas, que están solas en el living de la casa. Pero enseguida una serie de puertas van reenmarcando una y otra vez a las tres mujeres, subrayando el encierro, hasta que la cámara se detiene y el foco las va deshaciendo, convirtiéndolas a ellas también en fantasmas.