Ahora hay un estilo iraní para el terror El film de Amirpour ensaya interesantes vueltas de tuerca sobre el género, que a pesar de tanta historia sigue dando buenos exponentes. Aquí, además del protagonismo femenino, la figura del vampiro encuentra otros matices para redondear un film disfrutable. Recién van cuatro meses de 2016 y ya se han estrenado más películas interesantes que rondan el género del terror que en todo 2015 (y por qué no también, de 2014). Todas ellas realizadas o bien fuera de los Estados Unidos o bien dentro de ellos, pero siempre lejos de los grandes sistemas de producción. Los ejemplos vienen rápido a la memoria, no sólo porque todo es tan reciente que recordarlas no debería ser un problema, sino sobre todo porque se trata de películas que han conseguido dejar una marca a partir de haber expresado sus intenciones y deseos con una potencia y una calidad que no es frecuente en el núcleo más duro del género. A esa lista, que ya integraban Cuando despierta la bestia, del danés Jonas Alexander Arnby; La Bruja, de Robert Eggers; y Goodnight mommy, de los austríacos Veronika Franz y Severin Fiala, ahora se le debe sumar Una chica regresa sola a casa de noche, de la inglesa criada en los Estados Unidos pero de ascendencia iraní Ana Lily Amirpour. Resulta curioso que estas películas se repartan de manera equitativa cuatro de los tópicos tradicionales dentro del terror: la licantropía, la brujería, los fantasmas y el vampirismo. No menos llamativo resulta que tres de estas cuatro películas coloquen una figura femenina como protagonista, como eje a partir del cual surge y gira el horror. Chicas adolescentes o muy jóvenes, para más datos. Pero el hecho no es privativo de estos casos, sino que se engloba dentro de una corriente mayor que viene ganando espacio dentro del cine reciente: el de las heroínas protagónicas. Una tendencia que llegó a su máxima expresión en Mad Max: Furia en el camino, de George Miller, en donde la aguerrida Imperator Furiosa, interpretada por Charlize Theron, hace empalidecer al propio protagonista de esta saga clásica. En todos los casos –y Una chica regresa sola... no es la excepción–, el lugar que las protagonistas tienen en la ficción suele replicar el espacio que las mujeres ocupan dentro de las sociedades reales, pero también portan un carácter violentamente redentor. A pesar de haber sido rodada en los Estados Unidos, la ópera prima de Amirpour está filmada como si fuera iraní, hablada en persa y ambientada en un pueblo anónimo de aquel país, aunque los detalles parezcan remitir a un espacio fantástico y hasta onírico, que el expresivo blanco y negro vuelve más inquietante. Y el lugar de la protagonista tiene que ver con esa cultura en la que la mujer debe ir cubierta, sin exponer su cuerpo. Entre otras cosas. Práctica a la que los ojos occidentales imponen un carácter siniestro y a la cual la película sabe sacar provecho. Si de algo se encarga el cine de terror cuando se lo realiza con inteligencia, es de subvertir los status quo. Por eso en la chica vampiro de Una chica regresa sola confluyen dos caracteres opuestos y a la vez complementarios. Por un lado, el de esa tradición oriental que le atribuye a la mujer una impureza natural y la someten al arbitrio del hombre. Por el otro, la liberación de una potencia contraria a dichas fuerzas opresivas, que la protagonista descarga sobre los hombres, de los niños a los ancianos. No es raro que, más allá de los detalles ornamentales, sea posible vincular a esta chica vampiro con la protagonista de Persépolis, obra emblemática de la historietista iraní Marjane Satrapi. En efecto, ambas grafican el lugar que le toca a la mujer en aquella cultura, al mismo tiempo que exponen una voluntad crítica y revolucionaria respecto de dicha realidad. De la mano de su protagonista, esa chica vampiro que va ajusticiando hombres, que anda en patineta y hasta se enamora del chico lindo y bueno del pueblo, Amirpour declara que en Irán, igual que en París, Nueva York o Buenos Aires, las chicas sólo quieren divertirse, donde “divertirse” significa simplemente “ser”. Pero Una chica regresa sola... no se cierra en se microcosmos. Pasajera entre dos mundos, como Satrapi, Amirpour deja claro desde el título que tal vez no haya tanta diferencia entre las peligrosas desventajas de ser mujer en aquella y esta parte del mundo. Acá también sigue siendo intolerablemente peligroso que a ellas se les ocurra volver solas a casa de noche porque, como todo el mundo sabe, las chicas vampiro justicieras no existen. Hasta ahora, claro.
El dilema del “daño colateral”. Como toda película con mensaje, Enemigo invisible, del sudafricano Gavin Hood, empieza con uno. “La verdad es la primera víctima de la guerra”, dice una frase proyectada en los primeros fotogramas y se la atribuye al griego Esquilo, uno de los padres de la dramaturgia griega, pero quien antes que eso fue soldado del ejército ateniense que derrotó a la armada persa en Maratón. Pero la autoría de la frase es discutida y también se les adjudica al escritor pacifista británico Arthur Ponsonby, creador de un conocido decálogo de la propaganda pro bélica; y al estadounidense Hiram Johnson, senador demócrata, durante la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, en la actualidad dicho epigrama se ha vuelto popular luego de que el australiano Julian Assange lo pronunciara en 2010, tras publicar a través de su sitio Wikileaks toneladas de documentos secretos que revelaron el lado más oscuro de las incursiones militares de los Estados Unidos y sus aliados en Medio Oriente. Y es justamente con esa última aparición de la frase, y no con Esquilo, con la que el relato que Hood se vincula más estrechamente. A tono con el cine post Jason Bourne, Enemigo invisible propone un escenario de conflicto global, en el que las potencias intervienen a distancia en diferentes focos esparcidos por el mundo, con el apoyo de sus adláteres locales. En este caso la acción se desarrolla en un barrio pobre de Nairobi, Kenia, aunque los motores que impulsan dichas acciones se encuentran en sendas bases militares de Londres y el desierto de Nevada, cerca de Las Vegas. Desde ahí, utilizando un sistema de vigilancia que combina agentes locales en tierra y drones estadounidenses en el aire, los altos mandos militares y políticos del Reino Unido y Estados Unidos dirigen una operación que busca eliminar a dos de los terroristas más buscados por el gobierno inglés, uno de los cuales es una ciudadana británica. El film se maneja con un tono de seriedad, en un marco de pretensión realista (a pesar de la presencia de detalles dignos de James Bond) y gira en torno de un dilema ético improbable, pero que de algún modo ya había sido abordado por Clint Eastwood en Francotirador. Cuando los responsables de la operación (una coronel y un general ingleses interpretados por Helen Mirren y el gran Alan Rickman, fallecido en enero) confirman la identidad de sus objetivos y se disponen a acabarlos con un misil, el piloto del dron que debe dispararlo capta con su cámara la presencia de una nena vendiendo pan en la esquina de la casa que debe ser bombardeada. Lo que sigue son órdenes, contraórdenes, recálculos de daños colaterales y discusiones para determinar qué es lo que debe hacerse. Es cierto que la película termina siendo una diatriba acerca del valor de “mal menor” de ciertas muertes civiles, justificadas por la destrucción de objetivos militares, un punto de vista muy discutible. Pero no es menos cierto que Enemigo invisible consigue sostener un alto grado de tensión durante todo su desarrollo, haciendo que el relato justifique desde lo cinematográfico el debate que propone.
La máscara como espejo del misterio. Como ocurría en La bruja, otra película reciente a la que el rótulo del terror no le hace justicia, acá es nuevamente el núcleo familiar la fuente desde la cual emerge lo extraño y a la vez ominoso. Un film siniestro, en el más freudiano sentido del término. No es raro que una película como Goodnight Mommy, de los austríacos Veronika Franz y Severin Fiala, haya generado tantos defensores como ofendidos. Tampoco sorprende que el motivo para que los primeros la ensalcen y los otros la detesten sea más o menos el mismo: que Goodnight Mommy no es una película de terror. Por suerte. Aunque una mirada general obligue muchas veces a la simplificación de etiquetarla dentro de ese género a falta de uno más apropiado. Es verdad que la película comparte determinadas herramientas con algunos subgéneros de dicha categoría –los climas ominosos, cierto sadismo explosivo y desatado, y un detalle final que no es prudente revelar– que la acercan bastante. Sin embargo el tratamiento general excede los límites del terror para avanzar sobre todo hacia el drama familiar, en donde lo sobrenatural funciona como un canal sobre el que sus protagonistas transitan como pueden su vínculo con la tragedia. Pero así como no hay ninguna duda de que no se trata de una película de terror, tampoco la hay respecto de que Goodnight Mommy puede y debe ser definida como un film inquietante. Siniestro, en el más freudiano sentido del término. El hecho de que sus protagonistas sean Lukas y Elías, un par de mellizos idénticos, no hace más que poner como punto de partida el tema del doble, un tópico tradicional en la obra del padre del psicoanálisis, tan austríaco como la película. Y, como ocurre en La bruja –otro título reciente al que el rótulo del terror no le hace justicia–, acá es nuevamente el núcleo familiar la fuente desde la cuál emerge lo extraño y a la vez ominoso. Goodnight Mommy comienza en una plantación en la que los dos chicos juegan a esconderse y a tomar al otro por sorpresa. Uno de ellos lleva una máscara. Como ocurre habitualmente con los mellizos, Lukas y Elías conforman una unidad bifronte en la que uno de ellos funciona como parte dominante de esa entidad. En este caso le corresponde a Lukas, el enmascarado, asumir el rol más activo y la película lo muestra siempre guiando los juegos y las incursiones por el campo que rodea la moderna y cómoda casa en la que viven. Toda la primera secuencia representa muy sutilmente ese juego de dobleces y reflejos. Luego de jugar en el campo los chicos se adentran en un bosquecito para terminar en la boca de un túnel oscuro en el que Lukas empuja a Elías, para recién entrar él mismo una vez que su hermano ha desaparecido en las sombras. Pero esta serie de escenas también tiene un doble final y la siguiente muestra a Elías flotando en un lago encima de una colchoneta inflable. Su reflejo invertido se extiende sobre el agua, debajo de él. Elías llama a Lukas, pero todo lo que ve son burbujas y la superficie levemente alborotada del agua. Recién después de eso la madre llega a la casa, tras haberse sometido a una operación que, pronto se sabrá, tiene su origen en un accidente de autos. Lleva el rostro vendado, como una momia, y esa máscara forzada pone distancia entre ella y sus hijos. Así como el título original de la película remite al tradicional juego infantil del Veo, veo, todo en la película es pasible de ser discriminado entre aquello que puede ser visto y aquello que no. Y en esa máscara que ella debe llevar (aunque a veces parece que en su uso hay más un deseo que una necesidad), los chicos encuentran un límite que les impide hallar a su madre. Y no se trata de una metáfora: encerrados en su propio mundo dual, Lukas y Elías se convencen de que la mujer bajo las vendas no es su madre. Una conclusión a la que la actitud poco maternal de ella con los chicos (y sobre todo con Lukas, a quien ignora de un modo cruel) le suma puntos. Aunque es cierto que no se trata de una película de terror, eso no significa que el horror no sea parte de la ecuación. Pero un horror doméstico e íntimo, al que los cinéfilos podrán encontrarle fácilmente un pariente en la obra de Michael Haneke, en películas terribles como Funny Games (1997) y sobre todo El video de Benny (1992), donde lo familiar es atravesado de modo literal por el espanto. La virtud de Franz y Fiala está en su capacidad para hacer que ese horror emerja sin traiciones, pero también sin piedad.
Una luz del otro lado del boquete. El tercer largo del director de Rosarigasinos es un policial que avanza de manera vertiginosa y aferrado a un guión de hierro, donde todas las piezas encastran de manera perfecta con una prolijidad poco frecuente, aunque de modo algo convencional. Joaquín es muy huraño para ser aún joven, y vive solo. En realidad vive con Casimiro, un perrito cascarrabias como él, que de tan viejo ya ni se levanta de la alfombrita que tiene en un rincón del caserón. Postrado en una silla de ruedas con la que va de la sala al sótano, donde tiene su taller, Joaquín tampoco camina. Y un día llega Berta, una chica atractiva con una hijita, preguntando por el cuarto que Joaquín alquila en su terraza. Aunque ella es confianzuda, Joaquín la trata con hosca indiferencia. Pero justo él cumple años y ella le prepara una torta, y como trabaja de bailarina de caño le regala una sensual función privada. Mientras Berta le baila a Joaquín, un clip de montaje paralelo muestra cómo la hija de ella se gana la confianza de Casimiro. La música funde ambas escenas y mientras el numerito de Berta sube de temperatura, el pobre Casimiro, estimulado por la nena, se pone de pie después de mucho tiempo. Luego de eso no sería extraño que el propio Joaquín milagrosamente también se levantase de su silla, pero no: él no se para. Aunque cualquiera con algo de picardía, efecto Kuleshov mediante, podrá imaginar que lo que se le para a Joaquín es otra cosa. El relato de estas primeras secuencias es una muestra que representa con fidelidad los lúdicos mecanismos narrativos y la estructura completa de Al final del túnel, el entretenido tercer largometraje del director rosarino Rodrigo Grande, después de Rosarigasinos (2001) y Cuestión de principios (2009). Un policial que avanza de manera vertiginosa y aferrado a un guión de hierro, en donde todas las piezas encastran de manera perfecta con una prolijidad poco frecuente. Una perfección y una prolijidad que tal vez se vuelvan un poco excesivas, pero que en vistas de tanto policial descuidado y hecho a los ponchazos (no solamente los del cine argentino), se agradecen largamente. Porque Al final del túnel tiene una gracia que Grande sabe dosificar, aportando el tono preciso que cada instancia del relato va demandando. De esa manera la película es un thriller cuando debe serlo; nunca abusa del drama, aunque juegue con sus límites; no teme pisar el acelerador para ponerse violenta y moderadamente explícita en el momento justo; ni mucho menos apelar a la comedia sobre el final, como si fuera consciente de que el juego de casualidades que propone no puede ser tomado demasiado en serio, si no es con esa bienvenida cuota de humor. Una de las fuentes de inspiración más habituales del cine actual es la realidad, al punto de que la repetida leyenda que avisa que lo que está por verse se encuentra “basado en hechos reales” se ha convertido en un lugar común. Si bien Al final del túnel no lo dice en ningún momento, la base policial de su historia retoma desde la ficción (y de manera muy libre) el ya mítico caso de los boqueteros que robaron una sucursal del Banco Provincia en el barrio de Belgrano, durante el fin de semana de Año Nuevo en 2011. Cambiando algunos detalles superficiales (el robo ocurre en Navidad en lugar de Año Nuevo) o agregando otros para aportar sordidez y convertir a los malos en monstruos (sobre todo al líder de la banda, interpretado con sádica eficacia por Pablo Echarri), Al final del túnel busca despegarse de aquel robo espectacular en el que la banda de boqueteros cavaron durante seis meses un túnel de 30 metros para llegar desde una casa vecina hasta la bóveda del banco. Para terminar de tomar distancia, Grande escoge un punto de vista externo para contar la historia: el de Joaquín, ese hombre inválido cuya casa se encuentra entre el banco y la propiedad que los ladrones eligieron para empezar a construir su túnel. En la piel del protagonista, Leonardo Sbaraglia revalida su lugar como uno de los actores preferidos por los productores de este tipo de películas de “alta gama” del cine argentino. Junto a Echarri, el aporte del eterno Federico Luppi y la española Clara Lago, encabezan un elenco que logra hacer que este cuento en donde las fatalidades son la clave, consiga ser verosímil.
Un duelo de western Ricardo Darín y Oscar Martínez se enfrentan a la manera del Lejano Oeste en una película ambientada durante la dictadura militar y que, ideológicamente, tiene puntos discutibles. Como no puede faltar en la cartera de la dama ni en el bolsillo del caballero, Kóblic es la tradicional película de Ricardo Darín del año. A esta altura una costumbre. ¿Una sana costumbre? La verdad es que sí, por varios motivos. Uno de ellos económico: sus películas siempre resultan un negocio, en primer lugar para sus responsables (director, productores, etc.), pero que también generan réditos para el Instituto del Cine, además de engrosar los números del cine argentino en los balances de fin de año. Pero todo eso no debería importar en una crítica. Desde este punto de vista hay algo que es mucho más importante: que Darín cumple. Pero mejor ir por partes. El relato transcurre en 1977, uno de los años más sangrientos de la última dictadura, y es la historia de un oficial piloto de la Armada. Pero no de cualquier oficial de la Armada, sino de uno que, tras haber pilotado uno de los vuelos de la muerte, decide desertar y esconderse en un pueblito del interior, abrumado por el conflicto moral que dicho acto le provoca. La idea es hacerse pasar por piloto fumigador y no llamar la atención de los escasos habitantes del pueblo. En particular del comisario Velarde, al que varios definen como un cuatrero. Y Darín está impecable, por supuesto. No menos cierto es que la mayoría de las criaturas que viene componiendo de un tiempo a esta parte pulsan más o menos las mismas cuerdas sensibles y dramáticas. El resultado es una galería de personajes homogeneizados y ubicuos, que funcionan ahí donde se los ponga, ya sea en un juzgado, en un edificio de siete pisos, en una ferretería, en una cátedra de derecho o, como ahora, en un pueblito del Lejano Oeste. Porque en Kóblic hay mucho western, incluso (o sobre todo) en ese tironeo moral del protagonista, ya que si de algo se ha ocupado este género es de la justicia, de las diferentes formas de ejecutarla y de los dilemas que de ellas surgen. Esta vez Darín tiene como contraparte a ese comisario interpretado con toda la bienvenida hijaputez de la que es capaz Oscar Martínez. Es en esa vívida repulsión que surge entre Kóblic y Valverde donde la película se asienta dramáticamente y no en los jugueteos morales algo manipuladores sobre los que se construye el personaje de Darín. Son esas escenas y no los remordimientos de Kóblic, las que hacen que la secuencia final (y con ella toda la película) pueda ser justificada. Porque si se piensa el desenlace en función de los dilemas del protagonista, todo se reduce a la mera fantasía de ver ganar a los buenos usando las armas de los malos. Es llamativo que un personaje de una moral tan innecesariamente irreductible (Sebastián Borensztein, el director y coguionista, termina haciendo que un oficial de la Armada en plena dictadura sea más bueno que el Gauchito Gil) no se dé cuenta que la justicia sumaria no sólo está mal en un caso, sino en todos. Sin embargo, aunque ese y otros reproches sean posibles, Darín y Martínez se encargan de construir con sus personajes una lógica narrativa para la cuál no hay otra salida posible que ese final violento. Claro que entregarles todo el crédito a los actores también es injusto. Porque ha sido Borensztein quien tuvo la capacidad de darles el espacio para generar ese vórtice de energía y para conducir el relato con pulso clásico. Del mismo modo, como sucede en muchas ocasiones con este tipo de propuestas, a veces no consigue eludir los trazos gruesos (el paralelo entre el perro herido y Kóblic) ni las metáforas fáciles (la anécdota del encendedor dialogando con el fuego del final). En resumen: mucho para disfrutar y mucho para discutir.
Policial en modo documental. Si, como propone la película, a una época se la conoce por sus crímenes, entonces el film de Otero, que se inicia con el asesinato de un subcomisario de la policía bonaerense, ofrece un retrato de los últimos 25 años de la historia argentina. Clásico ejemplo de documental policial, G., Un crimen oficial, de Daniel Otero, mixtura en su relato elementos propios de ambos géneros, sumando además algunas piezas propias de la intriga política. Pariente bastante cercano de Parapolicial negro, documental en el que Javier Diment trazaba un retrato posible de los años ‘60, al intentar comprender el surgimiento de la Triple A, la película de Otero también funciona como mapa de una época. En este caso la década del ‘90, con su complejo trasfondo político y económico. Y lo hace a partir del crimen del subcomisario de la policía bonaerense Jorge Gutiérrez, asesinado de un balazo en la cabeza durante una madrugada del invierno de 1994, en un vagón del ferrocarril Roca. Un homicidio para el que aún hoy la Justicia sigue sin encontrar un culpable, a pesar de que casi desde el principio los hechos y sus protagonistas parecen estar bien claros. Eso es lo que esta película intenta demostrar. Así como el documental de Diment estaba basado en un texto previo –un artículo periodístico del gran cronista policial Ricardo Ragendorfer–, el de Otero se apoya en una investigación propia, publicada apenas cuatro años después del asesinato con el título de Maten a Gutiérrez. En él se reconstruye la investigación del crimen, cuyo objetivo habría sido el de detener una investigación sobre operaciones de contrabando, que el subcomisario llevaba adelante casi sin apoyo de su propia fuerza. Con la muerte de Gutiérrez el caso tomo dimensiones inesperadas y terminó siendo pieza clave de la investigación de lo que se conoció como aduana paralela. Con ese nombre se denomina a una gigantesca cadena de operaciones ilegales de importación y exportación que incluían todo tipo de bienes, desde automóviles de alta gama a cocaína, propiciadas por la flexibilidad de los controles aduaneros a partir de la privatización y tercerización de los mismos, llevada adelante por el gobierno de Carlos Menem. Bastará decir que el caso incluye, entre tantos, el escándalo por el tráfico de armas a Ecuador, por el que el propio ex presidente fue condenado a siete años de prisión, para tener una idea de las implicancias de la aduana paralela. Está claro que Otero conoce al detalle los hechos y los rincones oscuros de esa trama, y los narra ágilmente y con claridad. A pesar de las limitaciones técnicas, el director se las ingenia para que Un crimen oficial sea una película visualmente atractiva y dinámica. Para ello es fundamental un montaje fluido, la utilización de diversos efectos que subrayan el formato original en video del material de archivo y los oportunos aportes del dibujo, que juega con la estética de la historieta negra, y la banda sonora. Esta última merece un comentario aparte, ya que sus responsables, Gustavo Gioi y Gastón Picazo, consiguen a partir de la mixtura de géneros disímiles como la cumbia, la electrónica o el blues, construir el marco sonoro ideal para esta historia que se mete en lo más sórdido del conurbano profundo. Un crimen oficial es además un trabajo que implica un gran coraje. La investigación de Otero señala directamente al cabo de la Policía Federal Alejandro Santillán, todavía en actividad, como autor material del asesinato. También involucra como parte responsable a las cúpulas que por entonces guiaban los destinos de la federal y de la bonaerense. Y a algunos de sus personajes más nefastos, como el ex comisario Carlos Gallone (actor destacado durante los años de la represión, que carga con la triste celebridad de ser el protagonista de aquella foto en la que un oficial parece consolar con un abrazo a una de las Abuelas de Plaza de Mayo) o Jorge “Fino” Palacios, procesado por encubrimiento del atentado a la AMIA (ocurrido un mes antes del asesinato de Gutiérrez). Un entramado que también salpica al empresario Julio Gutiérrez Conte, dueño del depósito fiscal Defisa, ubicado detrás de la comisaría de Avellaneda donde trabajaba Gutiérrez y que el subcomisario investigaba justo antes de ser asesinado. Gutiérrez Conte fue CEO de la empresa Aeropuertos Argentina 2000 hasta 2012. Si, como dice la propia película, a una época se la conoce por sus crímenes, entonces G., Un crimen oficial ofrece un interesante recorrido por los últimos 25 años de la historia argentina.
ver a la propia memoria Uno de los grandes méritos de Shanly es que, a pesar de que hay varios elementos de la vida de Juana que podrían producir angustia, no cae en el miserabilismo o en el juicio a sus personajes. Con ello consiguió una obra que se destacará en la producción 2016. Hay películas que se ven y pasan de largo, como cuando se mira por la ventana del colectivo y las imágenes se suceden de manera mecánica, anónima, y desaparecen enseguida sin dejar marcas. Otras películas son como tarjetas postales, bellísimas, donde todo está en su sitio y dan ganas de guardarlas bien, para que no se rayen ni se doblen, y poder volver a verlas así, perfectas, cada vez que el deseo surja de nuevo. En el caso de Juana a los 12 se podría decir que es como sentarse a mirar el patio de una casa que alguna vez uno mismo habitó. Una experiencia ambigua, en la que los fantasmas de las escenas familiares que tuvieron lugar ahí, vuelven como latigazos de una memoria no siempre fiel, para reabrir los surcos del pasado que, de forma paradójica, provocarán gozo y angustia, placer y dolor, pero nunca indiferencia. Tal vez en ello tenga que ver el hecho de que se trata de la historia de una nena –una preadolescente en realidad– y del registro minucioso de las dificultades específicas que debe atravesar en su complicado vínculo con el mundo. Un retrato sumamente vívido de un momento particular de la vida que, aún con sus propias marcas, es capaz de funcionar como un avatar de la infancia con el que cualquiera puede sentir algún grado de identificación. Pero este juego de espejos que cada espectador podrá hacer con su propia infancia no es el único mérito de un relato que los tiene y en cantidad, sino apenas la puerta de entrada a una de las mejores películas argentinas que se estrenarán este año. La protagonista es Juana, tiene 12 años y es una chica retraída. Demasiado para lo que los docentes de la escuela bilingüe a la que asiste consideran normal. La película empieza con una reunión entre una de esas maestras y la mamá de Juana. En ella, una informa a la otra acerca del mal desempeño de la nena en el colegio, de sus dificultades para atender en clase y cumplir con las tareas, para terminar preguntando si nunca se le ocurrió hacerle algún estudio a Juana. El modo brutal que la maestra tiene de dar por sentado que la nena sin dudas sufre un problema mental –psicológico, psiquiátrico, neurológico: no importa qué, pero algo tiene–, contrasta con la manera distante con que la mamá recibe tal afirmación acerca de su hija. Como si no le importara, o en realidad no entendiera la gravedad de lo que le están diciendo. Esta escena es importante, porque a lo largo de la película la mamá de Juana mostrará otras desatenciones en su crianza, a partir de las cuales lo más fácil será juzgarla. Lo difícil es permitirse comprender que esas desatenciones no son muy distintas de las que Juana muestra en el colegio. Escrito y dirigido por Martín Shanly, el film registra con detalle la vida emotiva de Juana. El vínculo con sus amigos. La forma cruel con que es tratada por algunos de sus maestros y el impacto que eso genera no sólo en ella, sino en sus propios compañeros de clase; pero también la paciencia y la naturalidad que le dispensan otros. La vida doméstica. Su relación con un hermano menor. La débil presencia de su madre y la sutil ausencia no sólo de un padre, sino de cualquier otra figura masculina adulta relevante. Pero Juana a los 12 no es el retrato sádico de un calvario individual, sino que está llena de momentos de humor que se intercalan con ternura entre las dificultades cotidianas de su protagonista. Y, sobre todo, es una película generosa que no se propone juzgar a nadie; más bien intenta comprender por qué a veces el mundo funciona como funciona y por qué, a su manera, a cada uno le toca alguna vez ocupar el doloroso lugar de la víctima. Dentro de un relato narrado con una seguridad poco frecuente en un debutante, el director consigue un rendimiento altísimo por parte del elenco completo, que entre varios niños incluye a su hermana Rosario interpretando a Juana (toda una revelación) y a su propia madre, María Passo, en el papel de la mamá. Además se permite la libertad de apelar a recursos estéticos riesgosos, como la decisión de ambientar la historia en un pasado no muy distante que genera cierta extrañeza; quizá mediados de los ‘90, como sugieren sutilmente el uso del VHS y la ausencia de celulares. Y más aún la siniestra y reveladora puesta en escena de un sueño de Juana durante un estudio neurológico, secuencia que no desentonaría en películas exquisitas como Berberian Sound Studio (2012) o The Duke of Burgundy (2014), de Peter Strickland, y que además aporta elementos esenciales para terminar de entender qué mecanismos activan el complejo mundo de la protagonista. Así, Shanly demuestra que su generosidad no se acaba con sus personajes, sino que también se extiende a los espectadores.
En los antípodas del cliché “Rain Man” La problemática en torno de un trastorno neurológico con la complejidad del autismo constituye el núcleo de Fausto también, donde queda claro que los acompañantes terapéuticos forman parte del círculo íntimo en el que lo clínico se diluye en el marco familiar. Hace algunos años atrás, para la medicina no había diferencia entre un chico con autismo y una mesa. Lo dice Mercedes, madre de Fausto Celave, un chico autista, a quien un médico le dijo exactamente eso cuando su hijo tenía dos años. Hoy Fausto va a la universidad. La problemática en torno de un trastorno mental con la complejidad del autismo constituye el núcleo del documental Fausto también. Y dentro de ese espectro amplio, el de- safío particular que representa la integración de un chico autista al sistema educativo argentino. Un desafío doble, porque no sólo debe admitirse como tal a aquel que realizan las instituciones para incluir a Fausto dentro de sus actividades del modo más natural y completo posible, sino también el que el mismo Fausto emprende contra sus propios límites al avanzar en ese camino. Pero aunque ese sea el tópico casi excluyente, las grietas del relato permiten que la mirada sea más amplia, dejando entrever fragmentos de la vida cotidiana de su protagonista. En esa zona es interesante ver la forma en que sus acompañantes terapéuticos llegan a convertirse en parte esencial de un círculo íntimo en el que lo clínico se diluye en un marco familiar ampliado, donde lo profesional acaba por asumir un perfil que tal vez pueda percibirse como muy cercano a la amistad. Sobre todo por parte de Fausto. Si se la analiza a partir de sus aspectos técnicos, Fausto también representa una realización de recursos limitados: apenas un par de cámaras siguiendo al protagonista en sus actividades; testimonios directos que no llegan a ser cabezas parlantes (pero casi); o el registro de alguna situación importante, como la reunión del plantel docente de la Universidad de La Plata a la que Fausto desea asistir para comenzar la carrera de informática. Y, claro, material de archivo como videos o fotografías que muestran la evolución de Fausto tanto en el plano íntimo como en el terapéutico. Algunas de esas limitaciones técnicas derivan en implicancias estéticas significativas, como el uso permanente de la cámara en mano que no pocas veces resulta molesto, con sus temblores y su pérdida constante del foco. Pero también es cierto que a través de dicho recurso se consiguen captar momentos de una delicada sensibilidad. Como aquel en que Fausto se enoja porque sabe que no le fue bien en uno de los tres primeros exámenes que tiene que rendir en la facultad y entonces se aleja de su grupo para estar sólo con su computadora portátil, mientras la voz en off de su acompañante explica que a veces esa es su reacción cuando debe enfrentar algún tipo de frustración. O aquella otra en que Fausto recuerda a su padre, fallecido a causa del tabaquismo, y en la que él mismo subraya que es por eso que no hay que fumar, mientras llama la atención de la cámara sobre un cartel de prohibido fumar que se encuentra en un lugar bien visible de su propia biblioteca. Pero el mayor éxito del documental dirigido por Juan Manuel Repetto reside en el hecho de apartarse del lugar común de retratar la figura del autista genio, como ocurre con ficciones como la clásica Rain Man (Barry Levinson, 1988) o la reciente y nunca estrenada en la Argentina A Brilliant Young Mind (Morgan Matthews, 2014). En ellas se asocia a este trastorno con una capacidad mental extraordinaria, fenómeno que es tan poco frecuente en autistas como entre personas normales. ¿O acaso el mundo está lleno de genios? Fausto es un chico con una capacidad estándar, a quién aprender le cuesta ni más ni menos que a cualquiera, pero que demanda un trato especial para poder desarrollarse. Como él hay muchos que chocan contra el hecho de que las instituciones no están capacitadas para enfrentar el desafío que representa educarlos. Sobre el final, dos especialistas afirman que la posibilidad estadística de nacimientos de bebes con autismo ha aumentado hasta un 500% en los últimos 20 años. Hoy uno de cada 88 chicos puede ser autista. “Se viene una marea de chicos parecidos a Fausto”, dicen. Lejos de ser una amenaza, la frase es un llamado de atención que el film amplifica a través de un relato que se sigue con interés.
Un compendio de mitos y leyendas. La promisoria ópera prima de Eggers va mucho más allá de las perezosas convenciones del cine de terror para internarse en los mitos de origen de la cultura estadounidense, marcada por la religión y la culpa, y donde “todos somos impuros”, pero las mujeres más. El cine de terror se ha convertido en una suerte de inversión de bajo riesgo. Se apuesta poco en lo económico y en lo creativo, con la posibilidad de obtener al menos un mínimo de ganancia que justifique la movida. El resultado es un universo de películas perezosas y poco imaginativas que parecen salidas de una línea de montaje antes que de la mente de un cineasta. Al mismo tiempo, el género no ha dejado de ser un campo de experimentación en el que talentosos directores nóveles hacen sus primeras armas. La lista de nombres es enorme y en progreso. Su última adición importante parece ser la de Robert Eggers, director de La bruja, film que viene de conseguir un alto impacto en la última edición de Sundance. No por casualidad La bruja tiene algunos puntos de contacto con cierto estereotipo de cine independiente, en donde la observación y los silencios son utilizados para generar atmósferas abrumadoras que consiguen decir más que las palabras y las acciones. Donde cierto preciosismo visual –virtuoso tratamiento fotográfico mediante– es parte fundamental de una ecuación que se propone intimidar por opresión antes que por sorpresa, enfatizando los climas y las atmósferas antes que el impacto efectista. Herramienta que, por otra parte, tampoco es desdeñada, sino utilizada con sutileza y buen sentido de la oportunidad. La bruja es, sobre todo, un cuento tradicional, un compendio de mitos y leyendas que forman parte esencial del origen de la cultura y de la sociedad estadounidense. Su nombre original lo deja bien claro: A New England Folktale. Un relato gótico surgido del seno de la tradición de aquellas colonias puritanas de la Nueva Inglaterra del siglo XVII, que a la postre resultaron el germen vital de lo que hoy son los Estados Unidos. Así como El matadero de Esteban Echeverría puede ser visto desde el presente como un documento que a partir de la ficción resulta más elocuente que muchos libros de historia para hablar de lo que significa ser argentino, La bruja también puede, entonces, tener esa capacidad. Ambas piezas comparten el horror como fondo. Escrito por el propio director –quien afirma haberse basado en documentos históricos y actas judiciales de la época para dar forma al cuento y a sus personajes—, de algún modo el guión consigue ser la base de una ficción cuasi documental. Como pocas veces se ha conseguido antes, Eggers recrea desde el cine una hipótesis bastante verosímil de cómo debió ser la vida en aquellas colonias, dando cuenta del doble desafío que para los colonos representaba enfrentar por un lado una realidad inédita y por el otro el temor frente a sus propias supersticiones y mitos de origen, pero sin ceder ni perder la esperanza ante la posibilidad de una vida y un mundo nuevos. Algo de eso hay en la historia de Williams y Katherine, una pareja de colonos que son expulsados de su comunidad por sus principios religiosos demasiado estrictos. Parece mucho, teniendo en cuenta que aquellas colonias se encontraban habitadas por familias que abandonaban Inglaterra convencidas de que la iglesia protestante respetaba cada vez menos sus tradiciones (por eso reciben el nombre de puritanos). Curiosamente ese estricto carácter moralista y poco tolerante (otra característica de los peregrinos de Nueva Inglaterra) que la comunidad les achaca a Williams y a su familia resulta ser el mismo mecanismo que se activa para expulsarlos. La pareja y sus cinco hijos parten y se establecen en una pradera que linda con un bosque cuyo carácter siniestro, por si hiciera falta, es evidenciado por una obvia pero muy eficaz banda sonora. Plagada de símbolos de un cristianismo casi medieval, donde un macho cabrío negro puede resultar la encarnación del mal, un par de mellizos ser portadores (otra vez) de un carácter siniestro, o en donde la manifestación de la naturaleza femenina resulta una amenaza a la moral, La bruja juega sus cartas con inteligencia. En uno de los grandes momentos de la película Williams le enseña a su hijo que “todos nacemos impuros” y “somos hijos de la culpa”. Al final queda muy claro por qué en el idioma inglés apenas una letra separa a una puta (bitch) de una bruja (witch, o vvitch, según la interesante grafía que se utiliza en el título original de la película). Porque parece que “todos somos impuros”, pero las mujeres más.
Policial con final cantado Con gran sentido de la oportunidad, el estreno de La resurrección de Cristo viene a coincidir con un nuevo Jueves Santo del calendario cristiano. Con un título local que no deja dudas acerca de su contenido (mucho más sugerente resulta el original Risen: ascendido, elevado; pero también levantado, no en el sentido del que despierta sino de quien se alza con fuerza en contra de algo), se trata además de un film que con seguridad se sumará a las matinés temáticas que son costumbre de la televisión durante las pascuas, junto al Jesús de Nazareth, de Zefirelli; La pasión de Cristo, de Mel Gibson (más sanguinaria que Holocausto caníbal de Ruggero Deodato), o Rey de reyes, clásico de clásicos de Nicholas Ray. Sin embargo, a pesar del título revelador, debe decirse que La resurrección... parte de una premisa bastante más interesante que la mayoría de los films evangélicos.Para empezar, el protagonista no es Jesús ni ninguno de sus seguidores, sino Clavius, un tribuno romano destinado a custodiar los territorios de Judea bajo el mando del prefecto Pilatos. Tras aplacar un motín de rebeldes locales contrarios a la intervención romana, Clavius regresa a Jerusalén, donde Pilatos le encomienda supervisar la crucifixión de un hombre que se ganó la simpatía de los humildes, pero que ha generado el suficiente recelo entre las autoridades judías como para solicitar su ejecución. Clavius ve morir a Jesús y cuando cree que su gestión ha concluido, Pilatos le encarga custodiar la tumba del muerto: se teme que sus seguidores roben el cadáver para fingir el cumplimiento de una profecía de resurrección. A pesar de los esfuerzos, Clavius no logra evitar que el cuerpo desaparezca.La primera mitad de La resurrección... corre sobre una estructura de policial clásico, en la que Clavius no es otra cosa que un detective tratando de resolver un crimen. Cómo ocurre en ese tipo de policiales, no hay Sherlock sin Watson, y Clavius tiene en el joven centurión Lucius un adlátere eficaz. El director Kevin Reynolds consigue que la pesquisa sea seguida con interés y Joseph Fiennes le aporta un perfil convincente al ambicioso pero contrariado tribuno. Pero en lugar de mantenerse dentro de esa línea de relato agnóstica, La resurrección... se revela como lo que es: una película religiosa y ese cambio de fe no le sienta nada bien. El policial fracasa con estrépito, porque el objeto buscado aparece in media res y ya no hay más misterios que aquellos que implica el propio credo. Como tampoco resulta una sorpresa que el muerto de golpe aparezca con vida, la cosa pierde en atractivo lo que gana como mera recreación evangélica. Teniendo en cuenta que se trata de una historia que no sólo es muy conocida, sino demasiado filmada, lo que se gana en consecuencia no es gran cosa. Si a eso se suma que algún personaje parece más salido de la legendaria La vida de Brian, de los Monthy Pyton, que de “una de Jesús”, La resurrección de Cristo quizá le sirva a la Iglesia para anotarse un triunfo, pero para el cine seguro es una derrota.