Cómo detectar las disonancias del alma Con un verdadero seleccionado de técnicos y actores del cine argentino, el segundo largo de la directora de Rompecabezas es un film sobre las pérdidas y la manera en que pueden convertirse en la piedra basal de una nueva construcción. “Buenos Aires - Epoca de humo - Abril 2008.” Desde el prólogo, El cerrajero (segunda película de la directora Natalia Smirnoff, después de Rompecabezas) sitúa la acción en un momento sumamente específico del pasado reciente de la Argentina. Resolución 125, conflicto con el campo y una ciudad invadida por el humo de una misteriosa quema ocurrida en el límite de las provincias de Entre Ríos y Buenos Aires, epicentro de la disputa del Gobierno con los terratenientes y productores agropecuarios. No todas estas precisiones son especificadas de manera literal, pero las referencias aparecen con nitidez durante el primer acto de la película. Lo que sí queda claro es que el olor asqueroso de esa humareda que el viento empujó hasta Buenos Aires (y más allá) influyó negativamente en el ánimo de los porteños. Esa época gris e irrespirable de la que el humo es una excelente metáfora –se la mire desde donde se la quiera mirar– es el telón de fondo sobre el que se recorta la historia de Sebastián, un cerrajero aficionado a construir cajitas de música artesanales con las placas de metal de cerraduras en desuso. Sebastián (Esteban Lamothe) es un tipo laburador al que su pasatiempo convierte en un impensado luthier, detalle que permite adivinar en él una sensibilidad muy particular. Pero además, según dicen sus amigos, es una especie de Casanovas urbano. Sin embargo, este (ya no tan) joven cerrajero se encontrará sin querer ante un punto de inflexión en su vida y el humo tendrá mucho que ver en ello. Por un lado está Mónica (Erica Rivas), una más-que-amiga que aparece para contarle que está embarazada y que a pesar de haber estado con alguien más, está segura de que Sebastián es el partícipe necesario de esa situación. Dado el contexto, no deja de causar gracia que la fórmula “llenar la cocina de humo” sea una de las formas habituales en las que el lunfardo llama al embarazo, sobre todo cuando tiene más de accidente que de planificación, y que justo sea éste uno de los hechos que lo pondrán frente a frente consigo mismo. Casi de inmediato Sebastián adquiere la extraña facultad de percibir ciertos conflictos latentes en las vidas de sus clientes, don que se manifiesta en el mismo momento en que introduce sus herramientas dentro de las cerraduras que debe reparar. Como si ese mero acto de penetración le permitiera detectar no sólo el origen del atasco en el mecanismo, sino el de aquellas trabas en el espíritu de quien esté junto a él en ese momento. Un poder acorde con el carácter de Sebastián porque, en tanto mujeriego, suena lógico que esa sensibilidad se active durante esos momentos de “penetración”. Y en tanto luthier, del mismo modo en que esa “intuición” le permite identificar el tono de las chapitas que usa en sus cajas musicales, también le revela las disonancias en el alma de los dueños de las cerraduras a las que accede. A pesar de que Smirnoff se preocupa por hacer que el escenario en el que transcurre la historia sea bien reconocible en lo espacial y temporal, enseguida se toma el bienvenido atrevimiento de darle al relato este giro fantástico que la encolumna detrás de una tradición narrativa argentina que excede lo cinematográfico. Un recurso de algún modo borgeano, si se piensa en que a Carlos Argentino Daneri el Aleph también le fue dado en un tiempo y lugar de la ciudad muy específicos. Claro que en vez de agarrar por el desvío metafísico que solía tomar el escritor, la directora elige hacer foco en la forma en que esa revelación opera emotivamente en Sebastián. Porque del mismo modo en que su clarividencia interpela a sus clientes, él también comenzará a ver de otro modo los detalles de su propia vida, como si ese don imprevisto fuera también una puerta de acceso a sus sentimientos y emociones. Con un verdadero seleccionado de técnicos y actores del cine argentino, El cerrajero es sobre todo un film sobre las pérdidas y la forma en que pueden convertirse en la piedra basal de una reconstrucción. Y Smirnoff vuelve a mostrar capacidad para encontrar lo extraordinario en lo cotidiano y expresarlo con precisión, elegancia y austeridad narrativa.
Hasta la ficción debería tener límites ¡Que alguien pare a Luc Be-sson! A juzgar por los casi diez meses que ya pasaron de 2014, el más norteamericano de los directores del cine francés –que además es un productor serial– parece padecer un improbable trastorno al que podría bautizarse como filmorrea, kinorragia o, sin vueltas, síndrome de incontinencia cinematográfica. Véase: al inicio de la temporada se estrenó Familia peligrosa, con Robert De Niro y Michelle Pfeiffer, y al promediar el año fue el turno de 3 días para matar, estelarizada por Kevin Costner, y Brick Mansions, con el fallecido Paul Walker. De las dos últimas fue productor y director de la otra, rol que vuelve a ocupar en Lucy, protagonizada por Scarlett Johansson con el apoyo de ese mercenario de lujo que es Morgan Freeman. Cuatro películas en nueve meses, cantidad y tiempo que mueven a la exclamación asombrada: ¡Que lo parió! De las cuatro puede decirse que son genuinos productos bessonianos: mecanismos formulados apegados a los géneros, hechos a imagen y semejanza del cine estadounidense, pero reproducidos a velocidad de Fast Forward. Claro que hay películas suyas que quisieron ser otra cosa, como la producción para chicos Arthur y los Minimoys (2006), la insoportablemente kitsch Angel-A (2005) o su relamida versión de Juana de Arco (1999), que se cuentan entre lo menos logrado de su filmografía, en especial las últimas dos. Si bien es cierto que están lejos de ese piso, puede decirse que de las cuatro películas modelo 2014 las más efectivas son aquellas en las que Besson decidió no ocupar la silla del director y eso ya es decir algo de Lucy. Besson no pierde tiempo con detalles y va directo al punto de una historia que, de Nikita a El quinto elemento, remite a los dispositivos básicos de su cine. La chica del título es secuestrada por un mafioso oriental para usarla de mula, implantándole en el vientre una bolsa con medio kilo de una nueva y potente droga sintética que pretende introducir en el mercado europeo. Al ser golpeada por uno de los malos, el paquete se rompe dentro de su cuerpo provocándole una sobredosis que deriva en un inmediato y progresivo aumento en el uso de su capacidad cerebral. Ventaja que supone un poder sin límite pero que al mismo tiempo la irá degradando físicamente. Aun siendo ágil en lo narrativo, ingeniosa desde lo visual y hasta entretenida, Lucy está cargada de puntos ciegos, baches argumentales, inconsistencias y artilugios de guión cuestionables que obligan a pasarse toda la película discutiendo con las decisiones y el recorrido que Besson le va dando al relato. ¿Por qué alguien que llega al grado de iluminación al que accede Lucy se comportaría a veces de manera tan torpe o impostadamente salvaje? Podría argumentarse que se trata de un relato fantástico en donde las reglas las pone el que imagina. Pero hasta las fantasías más irreales tienen un límite marcado por la coherencia interna del universo creado, una raya que el director cruza a mansalva. Por momentos con desaprensión, como encaprichado en no cambiarle ni una coma a la fórmula de protagonista inocente + justicia por mano propia + persecución en auto + final feliz, a la que tanto se aferra y parece considerar la panacea del éxito.
Los jóvenes perdidos en su laberinto Basada en una serie de novelas del escritor estadounidense James Dashner, la alegoría, un poco en la línea de Los juegos del hambre, excede el límite de las sagas para adolescentes y se vuelve un digno exponente de la ciencia ficción. Las sagas literarias fantásticas dedicadas al público infantojuvenil surgidas a partir del gran éxito de Harry Potter han tenido una evolución acelerada en el universo de las adaptaciones cinematográficas. El inicio de la serie Los juegos del hambre marcó un nuevo piso de calidad dentro de la categoría. En esa misma línea de la ciencia ficción distópica, lejos del terreno del fantasy en donde se desarrollaban las aventuras del mago adolescente y más lejos todavía del romanticismo puritano y pegajoso de los vampiros de Crepúsculo, Maze Runner: correr o morir, dirigida por Wes Ball y basada en una serie de novelas del escritor estadounidense James Dashner, parece haber aprendido bien todas las lecciones que ese recorrido previo fue dejando. La idea de enfocarse sobre una comunidad adolescente que vive encerrada en el centro de un laberinto gigante y en donde la memoria de cada uno de los miembros se limita al momento en que despertaron confinados ahí se ha desarrollado de tal modo que, como pasa con Los juegos del hambre, el producto excede el límite de las sagas para adolescentes, convirtiéndose en un digno exponente de la ciencia ficción. Y lo hace con buen criterio narrativo, proveyendo al espectador de la información justa para que la intriga se sostenga hasta el final, donde un giro deja la puerta abierta a la segunda parte. Apenas se sabe que los chicos fueron dejados ahí dentro de a uno, incorporando a un nuevo miembro cada mes, y que ellos solos han tenido que aprender las reglas del laberinto que rodea al gran bosque en donde viven. Así le fueron dando forma a una aldea casi medieval, tanto en su arquitectura como en su organización social, en la que los trabajos se reparten para que cada individuo sea útil al objetivo final: resolver el desafío de un laberinto que todas las noches modifica su diseño y libera unas criaturas monstruosas que operan como guardianes, haciendo que sea virtualmente imposible salir de él. Uno de los puntos que vuelven interesante a esta primera entrega de Maze Runner es la variedad de referencias (tal vez influencias) que pueden detectarse en ella. Por un lado, el hecho de que los protagonistas ignoren los motivos por los que permanecen cautivos en ese espacio paradójico amplio pero cerrado, asfixiante y misterioso, remite a la serie Lost, la creación de J. J. Abrahams que hoy parece prehistórica, pero que marcó un antes y un después en la elaboración de contenidos de la televisión norteamericana. Por otro, la forma organizada en que estos adolescentes van creando de la nada un entramado social primitivo recuerda la alegoría de El señor de las moscas, la novela de William Golding. También es imposible pasar por alto el mecanismo que cada mes incorpora un nuevo chico amnésico a esa comunidad, ciclo que reproduce el carácter sacrificial que poseían los siete jóvenes y las siete vírgenes que, según el mito helénico, eran confinados cada nueve años en el laberinto de Creta para saciar al Minotauro. Algún memorioso podrá trazar líneas entre los planes de escape de estos jóvenes y los de Fuga en el siglo XXIII, olvidada película protagonizada por Michael York y luego devenida producto televisivo, que a su manera representa un antecedente de este tipo de sagas distópicas. Y si de resolver laberintos se trata, Maze Runner también convoca la imagen de las ratas de laboratorio obligadas a aprender en un espacio que las supera intelectualmente. Aunque ese cúmulo de citas ayuda a engrosar los sentidos del relato, su eficacia no sería la misma si aparecieran de manera pretenciosa o subrayada. Dirigida con solvencia por el debutante Wes Ball, hasta ahora experto en efectos especiales, al mando de un elenco de jóvenes casi desconocidos, más allá de algunas escenas pasaditas de rosca dramática, Maze Runner es un film equilibrado, que no abusa del efectismo y confía en la historia que tiene para contar. No es poca cosa.
Poner en pantalla la sangre nueva del cine Desde aquella película original que reveló a varios nombres que cobraron especial peso en años posteriores, la serie que ahora llega a nueve se distingue por la apertura a nuevos lenguajes. Y aun con sus altibajos, la fórmula sigue dando tela para cortar. La leyenda detrás de la saga Historias breves, antologías de cortos de directores noveles impulsadas por el Instituto Nacional del Cine, es tan gloriosa como ambigua. Es conocido de sobra aquello de que la primera de ellas, estrenada en 1995, reunió a un conjunto de jóvenes talentosos que acabaría convirtiéndose en los cimientos sobre los que comenzaría a construirse lo que se dio en llamar (e insiste en ser llamado) Nuevo Cine Argentino. Daniel Burman, Adrián Caetano, Lucrecia Martel, Ulises Rosell y Sandra Gugliotta (de quien esta semana se estrena Arrebato, su tercer largometraje), entre otros, fueron parte de esa aparición que tomó por sorpresa al cine nacional. Casi veinte años y nueve ediciones pasaron desde entonces y a pesar de que el milagro no volvió a repetirse, Historias breves continúa siendo considerada un semillero del cine argentino. No es que esté mal pensarlo así, a contramano de todo triunfalismo y evitando el conteo de directores exitosos surgidos de cada edición, como si se tratara de cabezas de ganado y no de artistas en formación. Sobre todo porque la apuesta de permitir a sucesivas generaciones de jóvenes hacer sus primeras armas en público es valiosa en sí misma. Una herramienta no sólo de promoción de la actividad cinematográfica, sino una parte necesaria de los procesos de aprendizaje. Porque más allá de los éxitos estadísticos ocasionales, todas las Historias breves representaron la ilusión renovada de contemplar la puesta en marcha de nuevos y desconocidos talentos. La fantasía de estar viendo, sin saberlo, los primeros pasos de algún gran cineasta del futuro. Esta novena edición no es la excepción a esa regla. Si un elogio se le debe hacer a Historias breves 9 –o, en realidad, a quienes hayan seleccionado los cortos que la integran– es la capacidad para atender de manera generosa a los múltiples caminos que recorre el cine argentino actual. Dentro de la selección tienen lugar cortos de las estéticas más diversas y que de algún modo replican el mapa de la producción cinematográfica contemporánea. Así como algunos de los trabajos parecen acomodarse dentro del cine independiente modelo FUC (Universidad del Cine), como la contemplativa de intención poética El pez ha muerto, de Judith Battaglia, o esa suerte de experimento mumblecore preadolescente que es Videojuegos, de Cecilia Kang, otros como El desafío, de Andrés Arduin, aparecen más próximos a lo que se conoce como Cine Independiente Fantástico Argentino, con directores como Daniel de la Vega, Fabián Forte y Nicanor Loreti a la cabeza. Entre ambos extremos, el abanico de Historias breves 9 es muy amplio y si algo comparten los siete trabajos es la valentía de asumir algún riesgo cinematográfico, más allá de la evaluación particular que pueda hacerse de cada caso. Que el primer corto, El gran Vairitoski, de Matías Carrizo, sea una pieza de animación trabajada en Stop Motion, resulta una sorpresa grata. Más allá de lo simple de su versión circense del enamorado y la muerte, su director parece conocer bien sus limitaciones, forzándolas para obtener de ellas el mayor rédito posible. Por su parte El paso, de Victoria Mammaloti, y Estacionamiento, de Luis Bernárdez, tal vez sean los que cargan con el lastre de metáforas más obvias: una maquilladora y su hija que ven gente muerta, una, y una pareja recién comprometida que queda atrapada en los infinitos subsuelos de un estacionamiento donde se irán corporizando algunos miedos domésticos, la otra. Sin embargo, en ambos casos el manejo de los climas narrativos, el trabajo actoral y dos puestas en escena oportunas consiguen que los relatos nunca se vuelvan burdos. Pero el más estimulante de los cortos (no necesariamente el mejor) es En crítica. En él, de manera sorpresiva, la directora Luz Orlando Brennan toma como protagonista al Roberto Arlt periodista en la redacción del diario Crítica, donde se encarga de cubrir una ola de suicidios que oscurece la Buenos Aires de fines de los años ’20. Con una destacada ambientación de época, una fotografía ambiciosa y el buen trabajo de Alberto Ajaka en la piel del escritor, este petit noir cierra este paseo por lo que quizás alguna vez será llamado el Nuevo Cine Argentino, versión 3.0.
Por los caminos del policial En la primavera que vive el género gracias a éxitos recientes, el film de Gugliotta busca dibujar su historia en un impreciso límite entre la realidad y la ficción. A veces lo consigue y las actuaciones acompañan, aunque quedan algunos cabos sueltos. El estreno de Arrebato, de la directora Sandra Gugliotta, vuelve a poner en evidencia el peso que el cine argentino reciente ha cargado sobre la estructura del policial, a partir del éxito de El secreto de sus ojos. Desde que en 2009 se estrenó la de Campanella, gran parte de las películas argentinas más exitosas en términos comerciales pertenecen a este género, que se ha convertido en una plataforma segura para intentar tomar por asalto las boleterías, pero sin caer en el barro de géneros menos prestigiosos. Fuera de los que tuvieron a Ricardo Darín por protagonista –en donde no es posible determinar si el éxito debe atribuírsele al género, al actor o a la sumatoria de ambos factores–, títulos como El corredor nocturno (2009, Gerardo Herrero), Sin retorno y Betibú (2010 y 2014, ambas de Miguel Cohan) y hasta Muerte en Buenos Aires (2014, Natalia Meta) validan el poder que el policial ha acumulado en estos años. Arrebato se ubica dentro de ese rango. Como ocurre en los casos mencionados, Gugliotta también se apoya en la presencia de una figura como Pablo Echarri, una apuesta que busca traducirse en éxito comercial. Habrá que ver si el actor logra posicionarse de cara al público como una alternativa posible a la Darín-dependencia. Desde lo narrativo, la directora intenta armar una trama intensa de idas y vueltas en la que la ficción y la realidad dentro de la ficción se contaminan mutuamente, desdibujando el límite que las separa (pero no tanto) hasta que la vida privada acaba siendo infectada por el submundo oscuro al que desciende el protagonista. El disparador de la película es efectivo. Luis (Echarri, sosteniendo de manera eficaz su responsabilidad protagónica) es un docente universitario y escritor de policiales que investiga un crimen sórdido como parte del trabajo previo para una futura novela. Así conocerá a una viudita alegre/femme fatale (Leticia Bredice, sobreactuada, pero no más que de costumbre) acusada de matar a su marido, quien con su mirada cínica potenciará el lado paranoico del escritor hasta hacerlo dudar incluso de la fidelidad de su propia mujer (Mónica Antonópulos, haciendo buenos aportes a la tensión dramática y erótica). Con una construcción cinematográfica más o menos clásica en cuanto a la linealidad de la narración, con una fotografía correcta y una banda de sonido apropiada aunque algo excedida, los problemas del opus tres de Gugliotta no tienen que ver con lo técnico, sino más bien con abordar el género desde un lugar seguro. Una falta de riesgo que tiene relación directa con la forma en que el cine argentino suele abordar el policial, más como imitación que como adaptación del cine norteamericano. Tendencia que se manifiesta en lo que podría definirse como “excesos de ambientación” que pretenden “internacionalizar” la forma en que se perciben los escenarios en los que se desarrollan las acciones. Una intención que en un film de corte fantástico resultaría menos evidente, pero que en un policial de corte realista equivale a lesionar parte del verosímil. Pero más allá de la sumatoria de pequeños detalles que revelan ese carácter imitativo, no es eso lo que convierte a Arrebato en un policial fallido. El verdadero inconveniente es aquel que ningún relato del género debería permitirse: los cabos sueltos. Porque Gugliotta a veces interviene de manera apurada, forzando la maquinaria policial, resignando en el camino precisión y pasando por alto detalles nada menores. Detalles que, sobre el final, hacen que los engranajes del relato se zafen, produciendo inconsistencias que vulneran lo esencial para asegurar el éxito del género: la confianza del espectador.
Un limbo para reunir todos los lugares comunes A ver si les suena esto: Mia es una joven chelista llena de proyectos y sueños que una tarde de invierno sale de paseo junto a su familia casi ideal. Aunque a ella (que todavía es adolescente) su papá ex rockero, su mamá ex groupie y su hermanito menor fanático de Iggy Pop le parezcan un plomazo. Salen, a pesar de que ese mismo día haya tenido lugar una de las nevadas más copiosas del año, porque ya se sabe que cuando una familia es tan feliz como la de Mia no hay nieve que alcance a enfriar tanto amor. Por supuesto que salen y sólo les falta cantar aquello de “en el auto de papá nos iremos a pasear” para que le quede bien claro a todo el mundo qué tan perfectas son las cosas. Allá van los cuatro, entonces, sobre la ruta nevada, justo cuando a la vocecita en off de Mia se le ocurre pensar en que es interesante cómo “la vida es una cosa y en apenas un instante se convierte en otra”. Basta que lo diga para que papá pierda el control, el auto patine sobre el asfalto helado y vayan a dársela de frente contra una camioneta. Cuando Mia despierta tendida en la nieve lo primero que ve es su propio cuerpo desde afuera, atendido por un grupo de paramédicos junto al auto familiar arruinado y patas arriba. Nadie la ve, nadie la oye y, desesperada, Mia acaba viajando en la ambulancia que traslada al hospital su cuerpo inconsciente. Si decido quedarme, dirigida por R. J. Cutler y con guión basado en la novela de Gayle Forman (que por desgracia tiene una continuación y amenaza con convertir el asunto en secuela), viene a ocupar el lugar del drama lacrimógeno que no puede faltar en la cartelera anual. Como si no alcanzara con esa recaída, también se entronca en el linaje de las películas en donde uno de los protagonistas queda suspendido en el limbo. De Ghost, la sombra del amor para acá la lista es amplia y tanto puede incluir a la notable Sexto sentido de M. Night Shyamalan como a la muy fallida Un lugar donde refugiarse de Lasse Hallström. Pero a la que más se acerca es a Invisible, de David Goyer, en la que su protagonista queda en una posición muy cercana a la de Mia, ambos deambulando en espíritu entre sus seres queridos mientras deciden si se mueren de una vez o no. La diferencia es que al lado de Si decido quedarme, la otra resultaba un ejemplo de solidez. Rejuntado de todas las convenciones de las películas románticas para adolescentes, de los dramas familiares, de las películas de autosuperación y, claro, de las de fantasmitas más amigables que Gasparín, el film de Cutler pisa todos los palitos de cada lugar común de lo más lumpen del cine industrial. Del remedo del plano en la proa de Titanic (pero en patineta) a una escena romántica que incomoda no por atrevida sino por grasosa, pasando por cuadros que de tan compuestos empalagan, Si decido quedarme apenas deja resquicio para que la pequeña Chlöe Grace Moretz revalide con lo justo lo buena actriz que demostró ser en otras películas.
La versión más humana del semidiós La versión de Brett Ratner no olvida ni esconde el origen mítico de Hércules, sino que lo aprovecha para hacerlo emerger en el momento en el que le es más útil al relato. Y cuenta una nueva aventura de uno de los personajes más famosos de la mitología griega. Los mitos griegos son como los dinosaurios: ideales para cautivar a los chicos, tanto a los que efectivamente lo son como a aquellos que todavía guardan uno en algún rincón y al que cada tanto le dan permiso para salir un rato. Ambos temas comenzaron a ser explotados por el cine casi desde el comienzo de su historia y al día de hoy se acumulan relatos al respecto de todas las calañas posibles. Es que la figura del héroe es nodal dentro del relato cinematográfico, sobre todo en el cine estadounidense de corte clásico. Por eso no fue casual que, como solía decir Borges (que de cine sabía por sabio, pero mucho más por viejo), el western acabara convirtiéndose en el recipiente ideal para el género épico propio de las mitologías antiguas. Por eso tampoco llama la atención que regularmente los grandes estudios se embarquen en nuevas versiones de los viejos mitos helénicos. Justamente Hércules, uno de los personajes más famosos de aquel panteón y aún hoy uno de los más populares entre los chicos de todo el mundo (occidental), es uno de los más beneficiados. A tal punto que este Hércules de Brett Ratner, que se estrena hoy, es el segundo Hércules del año, ya que hace pocos meses tuvo lugar el olvidable estreno de La leyenda de Hércules dirigido por Renny Harlin. No hace falta comparar, pero si se insiste, el de Ratner es el que sale ganando. Lejos. En primer lugar porque su director no cae en la tentación de adaptar la historia del hijo de Zeus a la estética fantasy post Señor de los Anillos, ni intenta plegarse a la moda de los superhéroes, inventando un Hércules que vuela y tira rayos. Lejos de eso, Ratner elige apegarse al original para después alejarse prudentemente de él y, ya en terreno firme, jugar a contar una aventura nueva del más grande semidiós que supo dar el Olimpo. Seguramente gran parte del mérito le corresponde al comic creado por Steve Moore, ya que la película no se basa directamente en el mito sino en esa adaptación. En la piel de Dwayne Johnson, el actor indicado para prestarle sus músculos y su gracia, ésta es una versión humana de Hércules pero que no olvida ni esconde el origen mítico, sino que lo aprovecha para hacerlo emerger en el momento en el que le es más útil al relato. El personaje no es acá un guerrero solitario e invulnerable a fuerza de cargar con una estirpe divina, sino un hombre sobre quien se cuentan hazañas increíbles (aquellos Doce Trabajos que la película se encarga de desenmascarar como si se tratara de trucos de magia) y que el protagonista utiliza para hacer fortuna como mercenario al frente de un grupo de leales compañeros. Una decisión osada la de convertir al héroe solitario en un líder, pero que no se aparta de la lógica de un corpus mitológico que incluye relatos como el de los Argonautas, que justifican el atrevimiento. Pero no sólo en la comparación con otros Hércules para adolescentes sale ganando éste de Dwayne Johnson, sino que su espíritu lúdico forjado a conciencia la hace mucho más grata que otros acercamientos “serios” a la tradición griega, como Troya, de Wolfgang Petersen (en dónde sólo salvaba su honor el Héctor de Eric Bana). En Hércules hay humor además de acción y no debe menospreciarse el carisma y la eficiencia que Johnson muestra en ambas áreas. Aunque no hace falta aclarar que no es Marlon Brando, es justo reconocer que tampoco se trata de Victor Mature, el actor de las épicas clase B por excelencia del Hollywood de los ’50. Al contrario, Johnson es un actor que sabe cómo hacer su trabajo y cuyo crecimiento desde su aparición como Rey Escorpión en El regreso de la momia (2001) es evidente. Lo mismo vale para el director, quien supo encontrar el tono adecuado para modelar los detalles esenciales y al mismo tiempo llevar adelante un relato que, aun con el generoso uso de la tecnología digital, no deja de responder a las reglas del cine clásico de aventuras.
Realismo sucio para una fantasía distópica Algunas películas tienen tras de sí historias que muchas veces son tan interesantes como la misma película. No es que El cazador, segundo film del australiano David Michôd, no ofrezca puntos de interés propios, pero esta vez conviene empezar por esa historia de fondo: la del grupo Blue-Tongue. Se trata de un colectivo de cineastas australianos que en 1996 se juntaron para poder rodar sus propios films, de los que suelen ser directores, actores, guionistas y productores. Los Blue-Tongue son, sobre todo, Kieran Darcy-Smith, los hermanos Joel y Nash Edgerton, Spencer Susser y, claro, David Michôd. Sus películas –la mitad no estrenadas en la Argentina ni en DVD– comparten una estética que puede definirse como realismo sucio (aun cuando se trate de una fantasía distópica, como en El cazador), atravesado por una violencia que echa raíces en diversas problemáticas sociales. En ellas, el mundo es siempre un lugar inhóspito en el que la Justicia sólo funciona como mecanismo individual, pero que a escala social no tiene lugar más que como una eventualidad. Todo eso puede aplicarse a El cazador. Una línea de texto avisa que todo lo que se verá ocurrió diez años después del colapso y es un acierto que no se precise absolutamente nada más acerca de eso. Sólo se sabrá lo que la acción vaya mostrando: que tres delincuentes en fuga le roban al protagonista el auto que dejó al costado de la ruta y que éste los perseguirá obsesivamente para recuperarlo, sin aclarar hasta el final el porqué de tanto empeño. El mundo es ahora un lugar casi deshabitado, en donde la tecnología se ha retraído a la era pre-digital y en donde la desintegración social ha convertido a la ley del más fuerte casi en la única regla. Tratándose de una película australiana que tiene como escenario esas rutas que atraviesan el desierto como venas secas, no es raro pensar en Mad Max, la saga que hizo famoso a Mel Gibson. Pero El cazador está más cerca de La carretera, ardua adaptación que John Hillcoat hizo de la novela homónima de Cormack McCarthy. Con ella comparte una desesperanza que cada escena sostiene a rajatabla, aunque Michôd elige no sobrecargar su relato con el denso trasfondo cristiano que lastra a la otra. Merecen destacarse las actuaciones de Guy Pearce y Robert Pattinson y la paciencia del director para construir los estallidos de violencia que eslabonan el relato, manipulándolos con el mismo cuidado con que un fabricante de bombas caseras trabaja para que sus artefactos no exploten antes de tiempo. En contra: la excedida pretensión simbólica y el humanismo involuntariamente cómico del final, que recuerda las historias que Olmedo le contaba a Portales en el sketch de Borges y Alvarez, en las que un tipo al que le entran a robar a la casa, humillándolo a él y a toda su familia, sólo reacciona cuando uno de los chorros le moja un pancito en el huevo frito que se estaba por comer justo antes de que los malos entraran en acción.
¿Por qué reformular un chiste que funciona? Si algo habían tenido de muy bueno las dos primeras películas de esta agradable saga de comedias de acción que es Los indestructibles había sido justamente su capacidad para hacer equilibrio no en una, sino en varias cuerdas flojas a la vez. Capaz de caminar por la cornisa de la violencia sin caer al vacío de la apología tanto como de jugar con el humor sin convertirse en una payasada, esas dos primeras entregas, y sobre todo la segunda, hacían pie con mucha convicción en la autoconciencia. Una palabra (una idea) que se ha vuelto recurrente dentro del cine contemporáneo, como recurso para validar aquello que de otro modo sería inverosímil en pleno siglo XXI. De ese modo, los héroes anabolizados de la década de 1980, igual de invulnerables pero con la piel un poco más floja, regresaron 30 años después sin perder el nervio cinético e invirtiendo con inteligencia la carga ideológica, que en plena Guerra Fría solía restar más de lo que sumaba. Con esa lección aprendida, estos Indestructibles modelo 2014 vuelven a mostrar algunas de las virtudes de las dos entregas anteriores y en esa insistencia está lo mejor de esta tercera parte. Sin embargo, la película parece partida muy claramente en pedazos de calidad desigual. El comienzo es de lo mejor: diálogos filosos, chistes pavos que muestran a estos viejos musculosos como adolescentes chicaneándose en el recreo de la escuela, escenas de acción imposibles coreografiadas a ritmo de slapstick y el encanto de ver a actores como Jason Statham, Dolph Lundgren, Wesley Snipes y, sobre todo, Sylvester Stallone tomando a sus propios estereotipos en solfa. La aparición de Mel Gibson marca el punto más alto de este primer tramo, esbozando los primeros trazos de un villano a la altura del que había compuesto estupendamente Jean Claude van Damme en el film anterior: un tipo de maldad sin límites, pero con encanto cinematográfico de sobra como para ofrecer el contrapeso que todo héroe necesita para sostenerse con dignidad. La película parece encaminarse a cumplir lo que la saga promete. Pero un giro de guión (¡ay!, los giros de guión...) hace que Barney Ross (Stallone) decida prescindir de la tropa de veteranos que lo acompañó hasta acá con una fidelidad literalmente a prueba de balas, para formar un nuevo equipo de mercenarios capaz de acertar donde el otro, por una vez, no pudo. El cambio de dirección resulta un paso en falso: hasta acá la saga ofrecía disfrutar viendo a una caterva de héroes old school rebuscándoselas a pesar de las arrugas, de los achaques y hasta de estar físicamente imposibilitados de tirar siquiera una patada al aire como Dios manda (tal el caso del inmortal Chuck Norris en Los Indestructibles 2). Un retroceso para incorporar a media docena de jóvenes sin ningún carisma, y cuyo único punto a favor es haber conseguido que Antonio Banderas entregue su mejor personaje (dicho con absoluta convicción y sin ironías) desde el Gato con Botas de Shrek.
Cuando la escuela es comunicación El film puede entenderse como un documento acerca de Alejandra, una maestra para chicos sordos e hipoacúsicos, o como un relato para imaginar cómo sería el mundo si se tuviera que prescindir de un concepto fundamental de la construcción humana, como es el sonido. No es necesaria una epifanía para saber que uno de los valores agregados más grandes que tiene el cine es la capacidad de permitirle al público el acceso a otras realidades. Esto vale tanto para el documental como para la ficción, porque ambas categorías nunca se cierran sobre sí mismas. Entonces, así como es posible encontrar realidades en potencia dentro de la ficción, también es lícito pararse (aunque sentarse es más apropiado cuando se habla de cine) frente al documental como ante un relato cualquiera, sin la conciencia permanente de estar frente a un avatar de lo verdadero. En ambos casos, sea como retrato o como hipótesis, el cine amplía en el espectador el espectro de lo real. Ciertamente, Escuela de sordos, documental de la cordobesa Ada Frontini, puede ser abordado de ambas maneras, para entenderlo o bien como un documento acerca de las experiencias de Alejandra, una maestra para chicos sordos e hipoacúsicos, o bien como un relato que permite imaginar –de modo muy tangencial– cómo sería el mundo si se tuviera que prescindir de un concepto fundamental de la construcción humana, como es el sonido. Y eso sólo para empezar a hablar. El relato de Frontini tiene en Alejandra a su protagonista excluyente. Ella forma parte del 99 por ciento de las escenas en las que hay personas integrando la composición de los planos y es evidente que no habría película sin su figura. No al menos con el enfoque que Frontini ha elegido para llevarla adelante. Porque no se trata de un ensayo acerca de la sordera o de la integración de aquellos que sufren de esta discapacidad a una sociedad que sigue sin estar preparada para aceptarlos, aunque ambas cuestiones formen parte de la estructura de la película. Ya desde antes de entrar a la sala de proyecciones, desde el afiche mismo se anuncia que habrá que prestar atención a dos variables: por un lado, a los sordos, claro, pero también a la escuela. Pero no sólo a la acepción primaria de la palabra, al desarrollo del vínculo escolar entre Alejandra y sus alumnos, sino también a sus connotaciones más amplias. Vale la pena atender al detalle etimológico de la palabra “escuela”: la misma tiene un doble origen y mientras para el latín significaba “lección”, para el griego está vinculada con el concepto de “tiempo libre”. Con ambas cosas tiene que ver Escuela de sordos, en tanto lo que se retrata es un espacio de aprendizaje que va mucho más allá de los límites arquitectónicos del edificio en donde funciona la institución en la que trabaja la protagonista. Para Alejandra, el aprendizaje trasciende lo estrictamente escolar, llevando su esfuerzo por mejorar las condiciones de comunicación de sus alumnos a paseos por la plaza, días de campo, asados los fines de semana y otros proyectos paralelos que vinculan el acto educativo con la vida cotidiana. La idea que subyace en los métodos de Alejandra es que todo espacio es una oportunidad para aprender, incluso cuando se trata de su propio aprendizaje como profesional. El momento en que cena en su casa con un amigo sordo es muy ilustrativa respecto de sus deseos y de la necesidad de no encasillarse en el rol de quien enseña, sino de mantenerse abierta a la experiencia de seguir aprendiendo. Porque lo que Frontini parece proponerse es llevar el concepto de “escuela” más allá de su definición clásica, para llegar hasta la idea de comunicación, centro esencial de la cuestión humana. Si la posibilidad de comunicarse tiene que ver con la dignidad de las personas, el trabajo de Alejandra consiste en dignificar a sus alumnos, aportándoles más y mejores herramientas para la comunicación, incluso ante la imposibilidad de la palabra. Por eso la larga escena final en la que ella enseña a uno de sus alumnos adultos a mandar mensajes con su celular resulta un broche perfecto para Escuela de sordos. Una alegoría muy sencilla (y por eso tan despojadamente poderosa) que cierra a la película con una circularidad bellísima, como afirmando: “Sí: al fin hemos establecido contacto”. Pero sin palabras, por medio de un silencio confortable en el que el lenguaje no necesita pronunciarse para ser tan efectivo como siempre a la hora de representar una realidad posible.