Otro ex policía peleado con la vida Si hay películas que se sostienen sobre todo en el trabajo y el carisma de sus protagonistas (incluso a veces alcanza sólo con lo segundo), entonces Caminando entre tumbas es una de ellas. Esta viene a engrosar la más o menos reciente, exitosa y creciente carrera del gran Liam Neeson como estrella de acción, y justamente su presencia es el principal y casi excluyente atractivo que tiene este film policial cuya única intención parece ser la de replicar un personaje que el actor irlandés ya va conociendo casi de memoria y le viene reportando una aceptable repercusión en las boleterías de todo el mundo. Igual que Bill Marks, el policía aeronáutico con problemas con la bebida en la reciente Sin escalas (2014), o Bryan Mills, el agente de la CIA retirado que no termina de asumir ni de adaptarse a su nueva situación en las dos Búsqueda implacable (2012 y 2008) –y en menor medida también el desmemoriado protagonista de Desconocido (2011)–, el ex agente de policía Matt Scudder devenido detective privado es un hombre en crisis.Comparte con Marks el alcoholismo, aunque Scudder se encuentre transitando hace años una recuperación exitosa a partir de su trabajo en una comunidad de AA (Alcohólicos Anónimos), en tanto que el dolor de ya no ser es lo que lo une a Mills. Todos cargan con situaciones familiares inestables, carecen de vínculos emocionales fuertes (aunque uno de ellos se desviva por su hija) y van por la vida arrastrando culpas y traumas con estoica abnegación. Son, en definitiva, tipos duros cuya única excusa para continuar viviendo sin volverse locos sigue siendo, en cada caso a su manera, la particular relación que mantienen con la administración de justicia. Una justicia que no necesariamente se mueve por los canales de la ley, sino más bien todo lo contrario.A Scudder lo contrata un narcotraficante a quien le han secuestrado y asesinado la esposa, pero cuyo oficio le impide buscar ayuda en la policía. Esa es la excusa que lo enfrentará, por un lado, a un par de asesinos psicóticos y, por otro, a sus propios fantasmas. Caminando entre tumbas se mueve en el terreno sórdido de los bajos fondos sin escatimar en marginales de todas las calañas posibles y lo hace con una puesta en escena que pretende estilizar semejante escenario. De esa manera encuentra cierto deleite no exento de morbo en la posibilidad de hacer más o menos explícitas las atrocidades que algunas de sus criaturas cometen. Pero la película acaba volviéndose convencional incluso desde el trabajo visual, merced a una fotografía que abunda en días grises azulados y noches saturadas de luces anaranjadas o amarillas, los colores obvios para connotar la sordidez. Entonces de vuelta al principio: si algo hace que Caminando entre tumbas no se convierta en una película olvidable es la humana presencia de Neeson, quien desde sus casi dos metros y con su perfil de historieta negra consigue hacer verosímil una criatura que en otras manos hubiera devenido en caricatura.
Un desagradable encantador Este ex policía corrupto representa lo peor de cualquier sociedad y, sin embargo, no indigna a nadie. Recién salido de la cárcel y enfrentado a una España posapocalíptica, ahora Torrente decide que “se acabó el ciudadano modélico” y se propone robar un casino. No debe tomarse a la ligera que el inescrupuloso pero tonto policía José Luis Torrente haya conseguido sostenerse a lo largo de cinco películas, aun con sus altibajos, convirtiendo a la saga en la más taquillera del cine español y al protagonista en un personaje de culto en varios países, incluida la Argentina. Son indicios de que hay algo en él –y en el estereotipo que representa– que consigue resonar con fuerza en una masa que excede la categoría estricta de público cinematográfico. Porque no caben dudas de que Torrente logra salirse de la pantalla y resultarle familiar a cualquiera, convenciendo a todo el mundo de que aquello que el personaje lleva hasta el absurdo es, sin embargo, absolutamente posible en el mundo real. Todo el mérito es de su creador e intérprete, el actor y sobre todo comediante español Santiago Segura, a partir de su triple capacidad de traducir a un absurdo políticamente incorrecto aspectos importantes de la realidad; de ponerlos en escena de manera efectiva como director; y de dar vida a una criatura reconocible e inesperadamemente querible, a pesar de dar muestras permanentes de su bajeza y sus pésimos valores. Si alguien quisiera ver las películas de Torrente de manera objetiva, enseguida quedaría claro que, aunque el personaje ocupe el lugar del héroe y haya otros a quienes se puede identificar con el rol de “el malo”, el más malo siempre es él. Policía radicalmente corrupto, cobarde, racista e inepto que no hace más que aprovecharse de niños, mujeres y desahuciados, el tipo representa lo peor de cualquier sociedad: el poder corrompido en las manos más inapropiadas. Y sin embargo no indigna a nadie. Por eso el comienzo de la película resulta paradójicamente encantador. Torrente sale de la cárcel, en donde estuvo recluido desde el final de la película anterior: es el año 2018 y el mundo ha cambiado sensiblemente. La crisis ha deshecho a España, que fue expulsada de la Unión Europea y ha debido volver forzosamente a la peseta; Cataluña por fin consiguió la independencia y alguien ha pintado con sus colores la estatua de su ídolo, el cantante kitsch El Fary. Y lo peor de todo: el estadio Vicente Calderón del Atlético de Madrid se encuentra en ruinas. En plena crisis nerviosa, en medio de la destruida cancha de su querido “Aleti” y secundado por dos de los fronterizos que suelen hacerle de laderos, Torrente se juramenta: “Se acabó el hombre honesto, se terminó el ciudadano modélico: a partir de ahora seré un fuera de la ley”. Con gracia, Segura pone en escena los complejos alcances de la percepción y las distorsiones que pueden resultar de la sencilla operación de ponerse a contemplar el propio reflejo. De eso se trata la saga y ése es uno de los motivos por los que sus películas son un éxito. Reitera más o menos la misma batería de chistes: no falta en esta quinta entrega una nueva versión de la escena de “las pajillas” en el auto, que se viene repitiendo desde la inicial Torrente, El brazo tonto de la ley (1998), esta vez llevando la cosa a niveles extremos. Y, sin embargo, Segura siempre consigue hacer que cada nueva entrega funcione como un espejo deformante que expone lo peor de la sociedad –y no sólo de la de su país–. Esta vez, entre otras cosas, consigue que su versión posapocalíptica de España ponga blanco sobre negro la pretensión primermundista de un país tan vaciado por la corrupción y las fantasías neoliberales como cualquiera de los siempre menospreciados primos de América latina. Será por eso que esta versión conscientemente outsider del personaje se propone robar el complejo de casinos Eurovegas, un absurdo proyecto de capitales estadounidenses que pretendía instalar una pequeña Las Vegas en las afueras de Madrid. No por nada el personaje interpretado por Alec Baldwin se llama Mr. Marshall, una referencia directa a Bienvenido Mr. Marshall (1953), clásico de la sátira política dirigido por el gran Luis García Berlanga, acerca del vínculo entre la España franquista y los Estados Unidos vía Plan Mar-shall. Un pequeño detalle que desde la cinefilia deja claro el carácter cínico del personaje y confirma que a través del cine es perfectamente legítimo sentir un gran cariño por un tipo despreciable.
Ausencia que deja un vacío difícil de llenar Diego Recalde es un humorista prolífico, que tanto pone su trabajo al servicio de otros en su faceta de guionista (sobre todo de televisión) como lo utiliza en sus propios proyectos, que incluyen varias novelas y películas. Dos cosas se le deben reconocer. Una, aunque no represente un valor artístico, es su fuerza de voluntad para generar proyectos y ganar espacios. La otra es el ingenio para encontrar, a veces, maneras novedosas de utilizar viejos formatos, aunque no siempre la apuesta le salga del todo bien. Ejemplos de eso son Sidra, su primera película, una comedia entretenida y políticamente incorrecta construida con fotografías fijas, como una fotonovela filmada. La otra es Revista, un intento fallido de articular un relato novelado a partir de un libro que imita la forma de una revista tipo Caras. Es obvio que ideas con buen potencial no le faltan a Recalde, pero a veces da la impresión de que algunas pudieran haber tenido una resolución más acorde con sus ambiciones y que para ello sólo hacía falta dejarlas madurar un poco más. Como si al director lo animara una compulsión que lo empuja antes a hacer más que a hacer mejor. Algo que se percibe en Tenemos un problema, Ernesto, su última película, aunque también tenga sus aciertos. Recalde va al grano: Ernesto se queda dormido mirando la tele y al despertar en medio de la noche va al baño y se encuentra con que le falta el pene. No hay marcas que delaten su existencia anterior: simplemente el pito no está y en su lugar, apenas un agujerito. El comienzo es promisorio. En su de-sesperación, Ernesto recurre a la herramienta que tiene más a mano para intentar resolver o explicar lo que le pasa: la tele prendida. Como si se tratara de una representación literal de la realidad, Ernesto se comunica desesperado con cuanto programa de televentas aparece al aire. Llama a un ufólogo para contarle el caso de un “amigo” al que los extraterrestres le abdujeron el pene. Recurre a un sexólogo mediático y conservador que le recomienda un implante, dándole a elegir entre el pene de un cadáver, el que se descarta de una operación transexual o uno de goma, sugiriendo la prótesis para evitar el riesgo de implantarse un pene homosexual. Porque “la ciencia es la ciencia, pero la moral es la moral”, dice. Va a lo de una tarotista (Erika Wallner) que se sorprende de que a Ernesto le falte “la deshuesada”. Pero lo divertido de Tenemos un problema, Ernesto se va secando de a poco. Las situaciones se vuelven reiterativas, los giros se van simplificando, comienza a abusarse del recurso de usar palabras que dada la situación cobran un nuevo significado (como hablar de calles “cortadas” o reunirse en la Plaza “Castro”) y de a poco la película se va aplanando. Como si Recalde eligiera resolver la cosa de manera rápida desde la comodidad de la fórmula, en lugar de insistir por un absurdo de mayor complejidad, que hubiera demandado una elaboración más fina. El primer tercio de la película y otros trabajos del autor certifican que materia prima para hacerlo no le falta.
Los zombies en los tiempos del ébola Estrenada justo en momentos en que el ébola no sólo encendió la alarma mundial, sino que también se cobró su primera víctima allá en España, REC 4 (que se filmó antes de que todo esto se desatara) cobra una inesperada actualidad. Con el estreno de la cuarta entrega de la saga REC, el cine español vuelve a mostrarse como una plaza importante en la producción de cine de terror, al mismo tiempo que confirma a Jaume Balagueró como uno de los directores más eficaces del género y uno de los renovadores de la temática zombie junto al inglés Danny Boyle, director de Exterminio. En este capítulo cuatro, la serie retoma el final de la entrega original en la que Angela, una periodista, quedaba atrapada en un edificio donde tenía lugar el brote de una enfermedad desconocida que convertía a los integrantes de la vecindad en muertos vivientes. Que a diferencia del clásico estereotipo creado por George Romero en La noche de los muertos vivos (pero en consonancia con los de Boyle), son rápidos y furiosos, lo cual los vuelve una amenaza mucho más inmediata, acorde con los tiempos modernos. Todo es más veloz en las películas de Balagueró si se las compara con las de Romero: el contagio, la respuesta sanitaria, la certeza de la ineficacia de los controles preventivos, la propagación de la epidemia y de la información, los mismos zombies. Un cambio nada menor. Si en el modelo romeriano los zombies acaban convertidos en una subcasta sobre la cual es posible mantener una ilusión de control y donde el poder todavía respeta un orden vertical, acá los infectados responden al modelo global, tejiendo una red que atraviesa cada espacio, volviéndose incontrolable en todos los niveles justamente a partir de la velocidad con que los cambios se van dando. La película empieza con un grupo de elite rescatando a Angela, que en la escena final del film original era arrastrada hacia la oscuridad por una mujer aparentemente poseída que habitaba el ático del edificio y que parecía ser la causa de la epidemia. Pero enseguida la chica y su liberador despiertan en altamar, encerrados en un barco con un rígido sistema de seguridad, supervisado por un médico que lidera un grupo de científicos en busca de la cura para el mal. Estrenada justo en momentos en que el ébola no sólo encendió la alarma mundial, sino que además se cobró su primera víctima allá en España, luego de que el primer infectado llegara a la península desde el otro lado del Mediterráneo, REC 4 (que se filmó antes de que todo esto se desatara) cobra una inesperada actualidad. Sin embargo, se trata de una actualidad aparente, que sólo responde a esa sincronía entre ficción y realidad. Más allá del muy buen nivel técnico, que no tiene nada que envidiar a producciones norteamericanas mucho más costosas, como Guerra Mundial Z, la misma velocidad de los tiempos que corren hace que en cuatro películas las peripecias que los protagonistas van padeciendo se vuelvan un poco obvias. Algo que no pasa con los trabajos de Romero, quien siempre encuentra una vuelta de tuerca oportuna para renovar la metáfora zombie. Pero tal vez en esas reiteraciones se encuentre el éxito del terror, un género más conservador de lo que se supone. De la misma manera en que los chicos piden escuchar una y otra vez el mismo cuento, porque el goce se encuentra en la repetición de los momentos placenteros, las películas de terror proponen una estructura fija que los fanáticos esperan sea respetada. Todo el mundo sabe que si en el barco hay un cocinero filipino y un maquinista negro, alguno de ellos será el primer infectado: así y todo, cuando llega el momento y si todo está en su lugar, la cosa funciona de nuevo. No es extraño que este tipo de films sean sobre todo consumidos por adolescentes y jóvenes, quienes para alejarse del niño que fueron eligen cambiar cuentos de hadas por cuentos de miedo, pero todavía siguen demandando la mecánica de la repetición. Balagueró acierta en la elección de un barco para montar su nueva escena, un espacio cerrado y sin salida aparente que recuerda mucho a los escenarios que suele elegir John Carpenter para sus historias. Sin embargo, si se lo piensa bien, se trata de la reiteración más evidente de todas: al fin y al cabo estar encerrados en un edificio o en un barco es más o menos la misma cosa.
Muñeca brava, y maldita Esta “precuela” de El conjuro, la película de terror más exitosa de la temporada anterior, se centra en una de las reliquias del mal que provenían del productor anterior, una muñeca capaz de meterle miedo al mismísimo Chucky. Si se aplicara un viejo dicho campero para definir una de las grandes tendencias dentro de la producción del cine industrial contemporáneo, no estaría mal decir que toda película que camina va a parar al asador de las sagas. Y eso es exactamente lo que pasó con El conjuro, de James Wang, que llegó a los cines locales el año pasado y fue sorpresa. Aunque es cierto que representó lo mejor que se había visto en materia de terror clásico en mucho tiempo, El conjuro no llega a ser una película redonda: mientras más se va acercando al final va dejando de ser una relectura de los grandes títulos del género de la década del 70, para irse convirtiendo de a poco en un remedo, en más o menos lo mismo de siempre. Algo parecido, pero con menos ambición, ocurre con Annabelle, de John R. Leone-tti, una precuela de la historia contada por Wang. La misma se centra en una de las reliquias del mal que la pareja de parapsicólogos que interpretan Patrick Wilson y Vera Farmiga juntaba en el sótano de su casa. Es decir, la muñeca espantosa que da nombre a la película. Sí las acciones de El conjuro se desarrollaban durante la primera mitad de los años ‘70, Annabelle retrocede un poco más para ubicarse a fines de la década anterior. Y, como ocurría con la otra película, el contexto elegido no podría ser mejor. Una pareja de recién casados que espera a su primer hijo se muda a una casita ubicada en un lindo barrio suburbano. Mientras él se concentra en completar su residencia médica, ella pasa el tiempo dedicada a la costura frente al televisor, medio por el cual el guión introduce macabros toques de época. El informe de un noticiero habla acerca de La Familia, la famosa secta de Charles Manson que todavía no había despanzurrado a nadie. Entonces, el espanto: él le regalará a su mujer una estrafalaria muñeca, porque ella las colecciona, y esa misma noche son atacados por dos fanáticos de un culto satánico. En un interesante giro, esa noche de horror verdadero, de la cual la pareja consigue salir con vida, se convertirá en la puerta de entrada a un terror de otro mundo. Así como era fácil detectar los antecedentes sobre los que Wang construyó su película, lo mismo pasa con la de Leonetti. Si la presencia de una secta ocultista atacando a una embarazada remite con trazo firme al asesinato de Sharon Tate y a la película que su marido, Roman Polanski, rodaba en ese momento (El bebé de Rosemary), otros detalles como un cura fotógrafo trae a la memoria a La profecía, de Richard Donner. Y la muñeca a su pariente Chucky, de Tom Holland (aunque Annabelle no tenga ni una pizca del carácter paródico que fue tomando la serie del muñeco maldito). En cambio abunda en exitosas escenas de miedo, incluyendo un par que pueden afectar a los impresionables. Pero Annabelle vuelve a fallar en la misma instancia que su antecesora, el tiro del final, donde la idea cristiana del sacrificio vuelve a ser (otra vez) el centro del asunto.
El auténtico héroe de la clase obrera Sin deslumbrar y aun con sus excesos, el film consigue entretener con su historia de un héroe de extrañas características. Aunque puede discutirse si El justiciero es o no una buena película, la segunda colaboración entre el director Antoine Fuqua y Denzel Washington luego de Día de entrenamiento (2001, que le valió un Oscar al actor) sin dudas resulta entretenida e interesante a pesar de sus excesos. Se trata de un film que aborda de manera indirecta el tema del superhéroe, aunque no llegue a quedar claro si lo hace a conciencia, y ahí radica parte de su inesperada riqueza. La historia de Bob McCall (Washington), un obrero que trabaja en un supermercado de insumos de la construcción que de la noche a la mañana comienza una lucha contra el crimen solitaria, anónima y a espaldas de la ley, recorre el arco completo de ese tipo de relatos. El comienzo lo muestra como un hombre discreto y melancólico, un trabajador atento a sus compañeros y a su comunidad, pero con una rara costumbre: cronometra sus actividades domésticas. Un rasgo simple que alcanza para sugerir que tras la máscara cotidiana se oculta un hombre nada común. La paliza que un mafioso ruso le da a una adolescente obligada a prostituirse (Chloë Grace Moretz) es el hecho que detona el ansia justiciera de Bob. Como buen “americano”, primero buscará arreglar las cosas en el marco de la más importante de las leyes en Estados Unidos: la ley del mercado. En doble sintonía con la historia ideológica de su país, su impulso inicial para liberar a una esclava (sexual en este caso) no es reclamar por los derechos de la víctima o acudir a la ley penal, sino comprar su libertad. Al ser rechazada su oferta, la impunidad desatará la violenta búsqueda de justicia de Bob, quien en 30 segundos mata a cinco rusos muy malos, con una eficiencia que confirma que el tipo es más de lo que parece. Creyendo que se trata de un ajuste de cuentas entre mafias, el capo de los rusos manda al más psicópata de todos sus hombres (Marton Csokas logra hacerse odiar) para resolver el problemita. Mientras tanto, Bob sigue encontrando excusas cotidianas para imponer castigos donde la ley no llega, un poco como El vengador anónimo de Charles Bronson. Pero sobre todo como Batman: él también aprovecha la protección nocturna para impartir justicia por mano propia. La aparición de su némesis lo obligará a apelar a poderes extraordinarios que, como los de casi todos los héroes, le son cedidos por un poder superior. La clave está en la escena en la que Bob recurre a su ex jefa, que no sólo implica una revelación acerca del pasado y las habilidades del protagonista, sino que tiene un fuerte carácter simbólico: “No vino a buscar ayuda, vino a pedir permiso”, dirá la influyente mujer. Es recién entonces cuando Bob pasa de justiciero a superhéroe urbano: si a Superman el poder le viene de su linaje extraterrestre, a Thor de la divinidad y a Iron Man de la ciencia (y el dinero), Bob lo recibirá del Estado, de alguna de sus instituciones. No menos significativo en términos icónicos resulta que la batalla final contra un comando de élite de rusos asesinos tenga lugar en el Home Depot en donde él trabaja. Ahí, herramientas tales como mazas, engrapadoras o sopletes, e insumos como alambre de púas y bolsas de cemento se vuelven armas en manos de un héroe de y para la clase obrera. La suma de estos elementos hace que, tal vez, al menos superficialmente, pueda verse a Bob como lo más cercano a un superhéroe peronista que se haya visto en Hollywood. A qué peronismo representaría este personaje ya es tema de otra discusión.
Un grandes éxitos, en modo circular En la nueva película del director de Rapado aparecen marcas personales conocidas, tanto en la carnadura y carácter de los personajes como en su modo de narración. Con ello consigue buenos resultados, pero de notorias resonancias con títulos anteriores. A casi diez años de su última película de ficción y después de un pasodoble en el género documental, Martín Rejtman vuelve al primer amor con Dos disparos, donde aparecen otra vez y de modo reconocible los elementos que en algo más de veinte años de carrera modelaron el universo personal de este director fundamental del cine contemporáneo argentino. Virtual iniciador con Rapado (1992), le guste a él o no, de lo que una década después sería bautizado con el nombre de Nuevo Cine Argentino (NCA), el estreno de su nueva película coloca a Rejtman en un lugar paradójico. Porque desde su debut hasta acá es mucha el agua que ha corrido bajo el puente del NCA, una corriente que supo ser torrentosa y desbordante, que casi llegó a agotarse, pero que en los últimos años consiguió renovarse con una nueva generación de nombres y títulos que sin querer, como siempre, le dieron nuevo impulso. Sin embargo, esos vaivenes casi no se perciben en el recorrido que trazan los cuatro largometrajes de ficción de Rejtman: más allá de los evidentes progresos técnicos que separan a Rapado de Dos disparos, o de los ajustes en la fluidez con que una y otra son narradas, en esencia no hay distancia cinematográfica entre ellas. Decir que Rejtman vuelve a sus obsesiones de siempre es una de las formas de explicar la situación descripta. Un modo distinto para definir el mismo escenario sería decir que en Dos disparos Rejtman filma desde la comodidad de un lugar que conoce muy bien, del que ciertamente obtiene los mejores resultados posibles, pero que no representa un aporte sustancial a lo que había mostrado (con creces) en sus films anteriores. La anécdota del adolescente que en una tarde calurosa de verano decide pegarse dos tiros con un arma que encuentra escondida en el cuarto de herramientas de su casa es apenas la punta de un ovillo que, al desenrollarse, irá uniendo los centros nodales que el director ya visitó antes. Debe decirse que esas dos balas no sólo no matan al protagonista, sino que vuelven a colocarlo en el centro del mismo universo indolente cuya inercia lo empujó a esa acción, que él ejecuta con la misma apatía con la que hasta entonces cortaba el pasto en el fondo de la casa familiar. Aunque es posible pensar a este chico y al protagonista de Rapado como las dos caras de una moneda, tal vez sería más acertado decir que en realidad representan la misma. Existen directores que consiguen componer exitosas variaciones para hacer sonar las notas recurrentes en nuevas melodías narrativas. Para que la cosa no se convierta en una reiteración, es necesario que el compositor, sabiendo que no puede cambiar esas notas, asuma el riesgo de variar el eje sobre el que hará girar la nueva pieza. Un riesgo que no se percibe en Dos disparos. Así como en Rapado una madre de- satenta ponía falsamente fuera del alcance de su hijo la sierrita que éste usaba para robar motos, la madre de este otro hace exactamente lo mismo con el revólver. Lo curioso es que ambos instrumentos –que para los jóvenes representan un vehículo peligroso con el que buscan despegar de una realidad incómoda– acaban en el mismo lugar: un cajón de la cocina en donde ellos vuelven a encontrarlos. Pero no se trata sólo de coincidencias circunstanciales puestas en espejo: en sus películas los vínculos familiares siempre están carcomidos por una indiferencia idéntica. Y la alienación como patrón de conducta vuelve a manifestarse en la compulsión por regresar siempre a los mismos lugares (la casa de videojuegos en Rapado; la discoteca y el aeropuerto en Los guantes mágicos; la hamburguesería y de nuevo la disco en Dos disparos), espacios que favorecen la distancia entre los cuerpos. Porque si algo define a las criaturas de Rejtman es la repulsión por el contacto físico: en sus films la gente casi no se toca. Los amigos no se abrazan, los novios no se acarician, los padres no besan a sus hijos y las parejas rara vez comparten la cama. Todo matizado con las mismas (y efectivas, por cierto) pinceladas de humor seco y siempre montado sobre un relato de estructura circular, donde los personajes se van cediendo el protagonismo para terminar más o menos en el mismo lugar en que todo empezó, pero cambiados. Para seguir con la metáfora musical, no es inapropiado definir a Dos disparos como un grandes éxitos de Martín Rejtman: lo mejor de su cine vuelve a aparecer, pero la canción sigue siendo la misma.
Fábula de moralina sobreactuada La línea de comedias familiares que Disney produce para el cine no es muy distinta, en calidad e intención, de los productos que suelen integrar la grilla del Disney Channel. Historias centradas en el punto de vista de los protagonistas infantiles, con actuaciones exageradas (a veces hasta la incomodidad), un sentido del humor basado en fórmulas, ambientadas siempre en espacios reconocibles de la clase media burguesa estadounidense, por lo general estructuradas a modo de fábulas aleccionadoras, pero que nunca se atreverían a provocar la más mínima intranquilidad en sus espectadores. En ese molde encaja Alexander y un día terrible, horrible, malo... ¡muy malo!, dirigida por el puertorriqueño Miguel Arteta, y protagonizada por dos actores de experiencia en la comedia como Jennifer Garner y, sobre todo, Steve Carell. El protagonista, tercero de cuatro hermanos de una familia modelo (en el sentido de típica, pero también en el de ejemplar respecto de la “fantasía americana”), siente que todos los días son pésimos, sobre todo en comparación con el resto del grupo. Una mamá que es exitosa mujer de negocios y un papá desempleado pero con un optimismo a prueba de catástrofes; un hermano y hermana mayores que la pasan bien en el secundario, y un bebé que recibe la atención de todos. Alexander cumple doce años pero todavía es más petiso que la chica que le gusta, recibe gastadas de sus compañeros. Y su fiesta de cumpleaños parece condenada al fracaso porque el chico más canchero del grado organizó otra el mismo día. Como en innumerables películas de este tipo, un deseo de Alexander pedido a medianoche convertirá la vida de los otros en pesadilla durante un día. Una pesadilla tipo clase media estadounidense, en donde cualquier rasguño en la superficie de la buena burguesía se convierte en una potencial amenaza de exclusión. En ese sentido, Alexander... es moralista y hasta cruel, en tanto manifiesta una necesidad de hacerles ver a sus protagonistas a través del castigo que no están siendo todo lo buenos que deberían. Claro que de manera edulcorada, disfrazada de chistes mediocres, porque ningún relato de esta clase puede alarmar a sus clientes mostrando el sufrimiento de sus criaturas como un peligro real. Es por eso que esta comedia, en la que Carell hace lo que puede (y no es mucho) y Garner vuelve a merecer un premio a la sobreactuación, resulta conservadora. Porque hasta las amenazas terminan convertidas en éxitos rotundos y todo el mundo puede volver a casa tranquilo, sabiendo que para los buenos, sobre todo si se arrepienten hasta de lo que no han hecho, siempre hay un premio.
La credibilidad, borrada con el codo Algunos de los dudosos recursos narrativos elegidos por Gentile y Fernández Ferreira hacen que en muchos pasajes de su documental sea necesario volver a plantearse la vieja pregunta acerca de si el fin justifica los medios. Borrando a papá, de Ginger Gentile y Sandra Fernández Ferreira, es un documental polémico. No sólo por el debate que está generando y que pide una toma de postura frente al tema que aborda, que es uno pero con múltiples aristas, sino por algunas de las formas y recursos que ha elegido para expresar su posición frente a él. Por un lado puede decirse que la cuestión de los padres (varones), que tras una separación conflictiva son impedidos de continuar viendo a sus hijos, aparentemente sin justas causas, es un problema que el sistema judicial no contempla en toda su complejidad. Pero por otro, algunos de los recursos narrativos escogidos por Gentile y Fernández Ferreira hacen que en muchos pasajes de su película sea necesario volver a la vieja pregunta acerca de si el fin justifica los medios. El documental da cuenta de los casos de una media docena de padres que se encuentran alejados de sus hijos debido a las condiciones que las intervenciones judiciales les imponen. A veces, según ellos mismos dicen, haciendo lugar al capricho o la animosidad de sus ex tras la ruptura de la pareja. En el camino se pone en evidencia una inesperada falla en el sistema de prevención de la violencia doméstica contra menores, a partir de la cual se niega la posibilidad de que, en ciertas ocasiones, la misma pudiera provenir de las madres, limitando la culpa al territorio exclusivo del varón. Borrando a papá coloca al espectador frente a los prejuicios instalados en referencia a estos temas. Es decir que, aun cuando algunos de los casos relevados parecen elocuentes respecto de la injusticia que los mismos involucran, de todos modos es posible terminar virtualmente del lado de la madre, como si detrás de todo hombre hubiera realmente un golpeador potencial. Está claro que esto no es así, del mismo modo en que debería estar claro que, más allá de las desigualdades de género, la violencia no es un atributo ni excluyente ni exclusivamente masculino. Y que existen muchos tipos de violencia que pueden ser tan nocivos como la física. En medio de eso, llama la atención lo que dice la integrante de un centro de protección a víctimas de violencia familiar: “Mientras esos señores tienen tiempo para hacer notas y encadenarse a los tribunales, las mujeres andan llevando a los chicos a terapia, al médico, a la escuela...”. Una afirmación que olvida que cada caso es único y que, tal vez, algunos de esos señores colaborarían con gusto en esas tareas si la Justicia se los permitiera. Pero no pocas veces el film atenta contra su propia credibilidad. En primer lugar, porque nunca se le hace lugar al derecho a réplica. Ninguna de las ex mujeres, o sus abogados, aparece para ofrecer su contraparte de la historia y nunca se explica por qué no están. Y surgen las preguntas: ¿Qué sentido tiene incluir una escena en la que el propio padre dispuesto a probar la desidia de su ex registra con una cámara oculta el sufrimiento de sus hijos y lo expone frente a quien quiera verla? ¿Por qué las directoras recurren a este golpe de efecto? La utilización de esas imágenes es, en sí misma, un argumento en contra de un padre que dice querer lo mejor para sus hijos, pero parece que incluso a costa de ellos mismos. Y en contra de las directoras, que no han estado lo suficientemente atentas al límite ético de su rol. ¿Y por qué el texto sobreimpreso que presenta a uno de los profesionales consultados indica que es “‘psiquiatra, médico y feminista’ según su Twi-tter”? ¿Qué significa eso de “según su Twitter”? Si, como se intuye, la intención era poner en duda los títulos profesionales de esta persona, el asunto demandaba que se lo hiciera con claridad, aportando pruebas concretas y no echando mano de recursos que ensucian aún más un escenario de por sí bastante turbio. Lo mismo puede decirse de la escena final en la que uno de los padres pasa por la puerta de la casa donde se supone viven esas hijas a las que no puede ver y desde el auto les grita que las ama. Está claro que cierta puesta en escena muchas veces puede ser un instrumento válido dentro de un género como el documental, pero en este caso se parece más a una herramienta de manipulación que a un recurso narrativo legítimo. Y eso juega en contra de un tema que merece (y debe) abordarse con más cuidado.
Cómo superar los clichés de un género No se trata de una comedia con romance de fondo ni de una historia de amor que a veces hace reír: el director consigue que la gracia y el espíritu romántico surjan directamente de las situaciones que entrelazan las vidas de sus personajes. La comedia romántica es uno de los géneros más injustamente maltratados y menospreciados del cine. En principio, se lo suele reducir a la categoría de “cine para chicas”, definición que tiene tanto de verdadero como aquella que dice que los géneros de acción o aventuras son “para varones”. Es cierto que, tampoco hay que ser necios, en ambos casos existe un fondo de verdad: cuando una de las variables desde las que se construye una película es el mercado (y no hay dudas de que gran parte del cine industrial se elabora desde ahí), es imposible no aceptar la presencia de la noción de target en el proceso de producción; es decir, el hecho de pensar las películas como productos con un público específico como objetivo. Más allá de eso, a quien le guste el cine no se limitará a fraccionarlo de ese modo, sino que en todo caso se permitirá categorías tanto más amplias y personales: logrado o fallido; agradable o detestable; generoso o egoísta; sabroso o insípido; bueno o malo. Si hubiera que definir así a ¿Puede una canción de amor salvar tu vida? lo más justo sería recurrir a la primera mitad de estos dípticos. Claro que eso tampoco es decir mucho, porque las películas son más que una mera suma de adjetivos genéricos que en sí mismos agregan poco a la hora de hablar de cine. ¿Puede una canción..? es eficaz como comedia romántica, porque hace honor al género, trascendiendo con naturalidad esa dualidad de origen. No se trata de una comedia con romance de fondo ni de una historia de amor que a veces hace reír: Carney consigue que la gracia y el espíritu romántico surjan directamente de las situaciones que entrelazan las vidas de sus personajes, evitando los golpes de efecto que harían que la cosa se pareciera a un injerto de dos géneros metidos a presión dentro de una sola trama. El director, que también es guionista y eso multiplica sus méritos, tuvo la prudencia de no reducir el universo de sus criaturas a la claustrofobia de lo que le ocurra a su inesperada pero efectiva pareja protagónica, integrada por dos buenos intérpretes como Keira Knightley y sobre todo Mark Ruffalo, uno de esos actores que pasan por la pantalla como por la vida, y que cuanto menos parecen lucirse es porque mejor lo están haciendo. Acá los roles secundarios no se reducen a ser excusas para contar una historia principal, sino que conforman una red de individuos, cada uno con sus gracias, necesidades y deseos a los que la película siempre les hace un lugar. Aunque por momentos algunos queden algo desenfocados. Entonces no importa tanto que Ruffalo sea un notable productor de rock y fundador de un prestigioso sello independiente, divorciado con una hija adolescente, alcohólico y venido a menos, ni que a Knightley le toque el papel de una compositora talentosa y desconocida que de golpe se queda sola en Nueva York cuando a su novio, una estrellita del indie rock en ascenso, se le da por aprovechar los beneficios de la fama. Lo importante serán las diferentes formas en que el amor irá manifestándose en torno de ellos a través de los vínculos que ligan a los personajes entre sí. Así es cómo el amor romántico se convierte sólo en uno de los engranajes de un gran dispositivo sentimental, en el que también hay espacio para el amor paterno-filial, la amistad, el amor platónico, el amor perdido y el recuperado. En esa riqueza se ubica lo mejor de ¿Puede una canción...?, un film que siendo comedia romántica no teme incluir al drama, la amargura o el desengaño como parte de un mecanismo que se parece a la vida misma, pero enmascarada y vista con lente de aumento, y cuyo peor defecto es ese título en castellano explícito y pegoteado que reemplaza al mucho más simple Begin Again (Empezar de nuevo) del original.