La vieja idea del hombre como lobo del hombre Segunda parte de una inesperada saga distópica cuyo primer episodio, La noche de la expiación (The Purge), se estrenó distraídamente hace unos meses, 12 horas para sobrevivir vuelve sobre un asunto de recurrencia dilatada. Una preocupación que absorbe a la humanidad desde siempre y cuyo mejor exponente podría ser el famoso Leviatán, de Thomas Hobbes, en donde el filósofo inglés definía al hombre como lobo del hombre. Una idea que de forma literal se convierte en el tema de estas películas dirigidas por James DeMonaco y que ellas comparten con otras sagas como la japonesa Battle Royale o la reciente y exitosa Los juegos del hambre. Todas ellas toman como premisa la certeza hobbsiana de que la necesidad (o el deseo) de aniquilar a los demás es parte natural de la raza humana. DeMonaco propone un futuro inminente (2022 para la primera película; un año más para la que acaba de estrenarse), en el cual los Estados Unidos han sido refundados sobre esa certeza, implementando una noche al año en la que no sólo se permiten sino que son alentados todos los delitos, incluido el asesinato. Es la Noche de la Expiación, nueva fecha patria de la renacida nación, y a partir de su vigencia el crimen ha bajado durante el resto del año casi hasta desaparecer. Tanto la película original como 12 horas para sobrevivir recogen algunas historias que ocurren durante esa noche y la diferencia entre ambas radica sobre todo en el punto de vista. En La noche de la expiación todo sucedía dentro de la casa de una familia atrincherada para evitar la violencia social institucionalizada. En cambio en ésta, como una media puesta al revés, se trata de seguir a un grupo de personas que por distintos motivos han quedado en la calle durante la macabra festividad, lejos de la por lo menos ilusoria protección de sus hogares. Estos puntos de vista tienen un correlato social, en tanto la familia cuyo encierro era vulnerado en la primera pertenecía a la clase alta, la única que cuenta con medios suficientes como para darse el lujo de la seguridad, mientras que quienes ahora huyen por las calles de una ciudad caníbal son representantes de las clases media y obrera. Queda claro que las metáforas en esta saga no son precisamente sutiles, sin embargo representan un dispositivo de arranque inusual y de cierto atractivo para una película de este tipo. Es decir, una excusa interesante para contar lo mismo de siempre: una historia de violencia explícita que, por suerte, no cede a la tentación de la pornotortura. Que el guión de 12 horas para sobrevivir se permita menos arbitrariedades que su antecesora es un punto a favor, aunque en su contra puede decirse que no aporta al universo de la saga ninguna novedad que merezca ser destacada. Peor todavía, DeMonaco, director y guionista, vuelve a traicionar las oscuras premisas que sostienen su fantasía distópica con otro final complaciente, mostrándose más preocupado por no negarles a sus compatriotas la ilusión tranquilizadora del final feliz, que por la solidez y la coherencia de este relato de un futuro negro.
El universo para explicar lo terrenal Con referencias a Lovecraft pero a la vez con una saludable carga de ideas propias, la película de Wolf parte de un fenómeno natural para meterse en asuntos de innegable carnadura humana. Y rinde especialmente en el retrato de personajes que contrastan entre ellos. Como una puerta de entrada desvergonzadamente abierta, Sergio Wolf bautizó a su nueva película con el mismo título de uno de los relatos más conocidos de H.P. Lovecraft, “El color que cayó del cielo”, una decisión que condiciona de entrada a quienes paguen para verla (desde aquí se sugiere hacerlo). Una provocación, además, en tanto pone en evidencia los puntos de contacto entre ambos objetos, pero también obliga a realizar el esfuerzo de no anclar sobre esa referencia única, intentando ir más allá de lo obvio. Porque si bien ambos relatos tienen sensibles puntos de contacto, el film de Wolf desarrolla una búsqueda propia. Que el original sea una ficción, un cuento de horror fantástico y el film, en cambio, un documental, es uno de esos puntos donde la brecha entre cuento y película se ensancha. Pero el desarrollo cinematográfico se encarga de relativizar esa distancia aparente. El comienzo mismo de la película, de hecho, podría ser una adaptación casi literal del inicio del cuento de Lovecraft. “Al oeste de Arkham se alzan colinas selváticas y hay valles con bosques profundos en los cuales jamás ha resonado el ruido del hacha. Hay angostas y oscuras cañadas donde los árboles se inclinan de manera fantástica, entre los que discurren estrechos arroyitos que nunca han sido sorprendidos por el reflejo del sol.” Ubicada en un punto elevado y moviéndose con suavidad de izquierda a derecha –el mismo sentido en que se lee en Occidente–, la cámara de Wolf va revelando un amanecer que de a poco ilumina a una pequeña ciudad que se aprieta contra la orilla de un río. Es probable que el monte boscoso que la rodea haya sido selva alguna vez y la música que acompaña las imágenes remite con astucia a las películas de ciencia ficción clase B de los años ‘50, completando una atmósfera que no ayuda a dejar de pensar en Lovecraft. Pero no se trata de Arkham: a modo de primitivo GPS, uno de esos carteles verdes de señalización vial revela un punto exacto. Esa pequeña ciudad es Gancedo, al sur del Chaco, muy cerca del Parque Provincial Pigüem N’Onaxa, conocido popularmente como Campo del Cielo, una región en la que hace más de cuatro mil años impactó una lluvia de meteoritos metálicos. El color que cayó del cielo, la película, resulta una rareza: un western documental sobre buscadores de tesoros en el que no faltan ni los gringos (los buenos y los malos) ni los indios inocentes, ni el sheriff ni los cuatreros, y cuya trama gira en torno de una peculiar fiebre del oro. Literalmente. Porque es cierto que uno de los personajes que alimentan la historia es Bill Cassidy, científico de apellido ilustre en materia de westerns al que qoms y mocovíes llamaban “el gran indio blanco”, más preocupado por revelar los efectos del impacto de esos trozos de cielo al caer sobre la Tierra que por el objeto en sí mismo. Pero también están Miguel Rubín de Celis –explorador español del siglo XVIII que buscaba meteoritos por el valor metálico, ignorando su origen cósmico– y Bob Haag, suerte de Indiana Jones chanta, pícaro y peligroso, un moderno saqueador que se llama a sí mismo Meteorite Man y a quien se define como el mayor traficante de aerolitos del mundo. Pronto queda claro que Wolf es otro eslabón en la cadena de exploradores que, cada uno a su modo, viven obsesionados con esos fragmentos del universo caídos en desgracia. Tanto Cassidy como Haag son grandes hallazgos del film, dos personajes soberbios que representan bien la oposición entre bien y mal que es propia de las películas del Oeste. Sin embargo, el mayor mérito en ese sentido consiste en crear la idea de que no se trata personajes autónomos, sino de una entidad única partida en dos: el científico y el loco, Jeckyll y Hyde, el Jano de las dos caras. Un monstruo digno de Lovecraft. Pero el acierto más grande del documental consiste en entender cada hecho como parte de un cosmos, de una trama que excede lo anecdótico para llegar al centro de la cuestión humana. En ese sentido resulta pariente cercano de Nostalgia de la luz, documental del chileno Patricio Guzmán que relaciona los observatorios astronómicos del desierto de Atacama con los desaparecidos de la dictadura pinochetista. Wolf realiza una operación de alguna manera análoga, ligando los meteoritos a la construcción mítica de qoms, mocovíes y wichí, pueblos originales de la región, cuya comprensión del mundo resultó marcada por la milenaria lluvia de fuego, que al arrasar con la selva chaqueña se convertía en uno de los relatos de origen de aquellas culturas. Sin llegar a las luminosas revelaciones que Guzmán expone en su película, Wolf consigue que El color que cayó del cielo sea el registro fílmico de la energía liberada por el choque de dos cosmovisiones irreconciliables que todavía tienen pendiente aprender a convivir.
Una nueva excusa para vender muñequitos El éxito del cine, como en ningún otro arte, se encuentra sujeto a lograr que quien acepte el desafío y por un rato admita como posible lo que no es más que fantasía: la fe poética de la que habló Coleridge. Si eso ocurre, es posible creer en cualquier cosa, y entonces las películas son una bendición. Pero cuando fracasan en su intento de tentar la credulidad del público, ahí el cine se convierte en un objeto inútil y sin sentido. Las películas de la saga Transformers, todas dirigidas y producidas por Michael Bay, suelen recibir una cantidad de impugnaciones y objeciones que evidencian esto: que lo que ellas cuentan no le importa a nadie, ni siquiera al propio Bay, y que todo se parece más a una excusa para vender los muñequitos de los nuevos personajes que a una película. A pesar de la fortaleza de su diseño, la construcción cinematográfica de Transformers 4 es endeble, aunque parte de un interesante juego de oposiciones. Desde el comienzo, la película –toda la saga, en realidad– propone un ida y vuelta evidente entre lo macro y lo micro. La forma en que la disputa que sostienen en la inmensidad del universo dos bandos de robots extraterrestres (los Autobots buenos y los malvados Decepticons) acaba tomando como principal campo de batalla al perdido planeta Tierra; la hipérbole tecnológica que esos robots representan contra la omnipresente pequeñez humana; el choque entre superestructuras estatales y corporativas corruptas y conspirativas en contra de la familia, núcleo duro simbólicamente puro de la sociedad, que en este caso integran un padre viudo y sobreprotector con una hija adolescente y su novio. El film replica esa bipolaridad hasta vaciarla de sentido, dejando en escena sólo lo obvio: un mundo partido entre buenos, malos y unos pocos conversos utilitarios. En esa obviedad formal algo perversa también cabe la ambigüedad con que Bay muestra a la hija del protagonista, machacando sobre su condición de menor de edad, pero decorándola y exhibiéndola como una magra conejita de Playboy. Porque en el fondo al director no le interesa contar una historia, sino vender iconos y estereotipos a cualquier precio y de ahí la estética publicitaria. Por eso la estructura del relato parece menos una línea de sucesión lógica que un juego en donde el orden de los factores podría alterarse de forma aleatoria y el resultado final no cambiaría demasiado. Pero el cine no es matemática y la suma de Transformers 4 tiene un resultado negativo. También es cierto que la saga, cuya primera entrega data de 2007, es el eslabón inicial de una serie de películas que recuperan la temática de robots gigantes que popularizaran en todo el mundo series japonesas como Mazinger o Utra Siete a partir de finales de los ’60. Lo curioso es que, lejos de ser de lo mejor dentro de la tendencia que inauguran, son muy inferiores a otras como Gigantes de acero (2011, Shawn Levy) o Titanes del Pacífico (2013, Guillermo del Toro), que tal vez no existirían sin el éxito de las películas de Bay, pero a las que abajo de tanta hojalata se les siente latir un corazón que en Transformers 4 ni con un marcapaso arranca. Tratándose de aparatos, no deja de ser una paradoja. Así no hay fe poética que alcance.
Una rareza con resultados para celebrar No son usuales los proyectos como El inventor de juegos en la industria cinematográfica local. Que se trata de una película dirigida al público infantil y preadolescente basada en un libro de Pablo De Santis, uno de los autores más prolíficos y multifacéticos de su generación –su obra incluye novelas policiales, libros para chicos y adolescentes e historieta–, es lo menos llamativo. Lo que provoca sorpresa es que se trata de una coproducción de presupuesto millonario, rodada íntegramente en el país, con un elenco encabezado por una estrella menor del firmamento hollywoodense como Joseph Fiennes, casi una decena de actores estadounidenses y europeos, y un amplio reparto local que incluye a Alejandro Awada y Vando Villamil a cargo de roles importantes. Y sobre todo impacta la decisión de rodarla en idioma inglés, una elección que deja bien claro que se trata de una película pensada no sólo como una obra, sino también como un producto destinado a comercializarse en el mercado global. Teniendo en cuenta que, según informan sus responsables, el 70 por ciento del copyright del film pertenece a la Argentina, se trata de una muestra interesante de lo que el cine puede ser cuando se lo piensa como una industria cultural. Esto por supuesto no es una diatriba en contra de las películas realizadas atendiendo antes a los fines artísticos que a los comerciales. Pero pensar seriamente al cine como un mercado es uno de los puntos débiles de la industria cinematográfica local y esta película marca un camino posible. Por otra parte, todo lo anterior no serviría de mucho si el producto que se intenta vender fuera malo, a pesar de todo lo que se ha invertido. Pero felizmente no es el caso de El inventor de juegos. En primer lugar porque realiza una operación que usualmente suelen eludir las películas infantiles en la Argentina: no subestima a su público. El inventor de juegos da cuenta del complejo origen de un juego de mesa que, en la imaginaria realidad que el film propone, es el más popular del mundo. El juego se llama “La vida de Iván Drago” y debe aclararse, para quienes hayan formado su cinefilia en los años ‘80, que no tiene nada que ver con la máquina soviética que enfrentaba Rocky Balboa en Rocky IV. Este Iván Drago es un chico de barrio al que no le interesa casi nada, pero que a partir del anuncio en una vieja revista de historietas se mete en un concurso para inventores de juegos de mesa que será la puerta de entrada a una vida que desconoce por completo. Es cierto que la película abusa de la voz narradora, herramienta que permite compactar una cantidad de información pero que también provoca que el desarrollo de las situaciones sea por momentos algo abrupta. Pero Buscarini es eficiente en la tarea de diseñar una realidad fantástica convincente, en la que el niño protagonista debe enfrentar un mundo adulto muy poco dispuesto a contemplar de manera comprensiva esa anomalía llamada infancia. Y cumple con el objetivo de ser fiel a los principales nodos de la obra infantil de De Santis, un mérito nada menor.
Un innecesario ejercicio de “cortar y pegar” No hay mucho que decir a favor de la versión estadounidense de Oldboy dirigida por Spike Lee, una versión descremada y desintoxicada de aquella película hiperbólica que hace diez años lanzó al mercado internacional al coreano Park Chan-wook. Es que el original propone un piso altísimo del que Lee trató de bajarse antes de empezar a filmar, afirmando que la suya no sería una remake sino una reversión del manga (historieta japonesa) en que se basan ambos trabajos. Sin embargo, para cualquiera que haya visto la versión de Park, será obvio que el bueno de Spike no ha podido filmar la suya sin mirar de reojo a la otra. Pero al estadounidense parecen haberlo deslumbrado más ciertas proezas técnicas que intenta remedar que los sólidos detalles de fondo sobre los que el coreano cimentó su película y que él descarta en pro de “americanizar” la cosa. De modo que Lee falla en todo, porque ni consigue alcanzar los niveles de virtuosismo que Park demuestra en el manejo de los recursos estrictamente cinematográficos –los travellings, los encuadres y las puestas de cámara, la coreografía escénica o la abrumadora sencillez de un famoso plano secuencia– ni logra que su versión alcance la suficiente tensión dramática como para hacer olas narrativas que vayan más allá de la superficie del relato. Si algo distinguía al film de Park era la naturalidad con que los recursos humorísticos y poéticos y el uso de la violencia eran puestos al servicio de la historia de un hombre condenado a un inexplicable encierro de 15 años, y al que su propio deseo de venganza lo empuja todavía más abajo en su derrumbe moral. Una historia conectada con las tragedias de Sófocles, como Edipo Rey o Electra, sin que esto resulte burdo o remanido y que nunca se permite ser indulgente con el espectador. En la visión de Lee todo es chato, sin matices, haciendo que esas referencias aparezcan más cercanas a la telenovela que al teatro clásico griego. No hay visos de segundas lecturas. Si en el protagonista de la coreana la violencia era el producto a la vez excepcional y natural de un meditado proceso de degradación, en el que un profundo sentido del honor jugaba un rol capital, acá se trata de la violencia de siempre, uno de los recursos que el cine estadounidense utiliza por default en el grueso de su producción. La misma diferencia que separa lo sutil de lo torpe o lo poético de lo prosaico: la recordada escena del martillo y el plano secuencia recién aludido son buenos ejemplos de esto. Las actuaciones excedidas de Samuel Jackson, Sharlto Copley y en menor medida Josh Brolin tampoco ayudan a mejorar la ecuación. Si algo confirma entonces el Oldboy de Lee es que copiar y pegar no es lo que mejor le sale a la industria norteamericana.
Distintos planos de lo real El director construye en El rostro un laberinto de imagen y sonido en el que cada quien debe procurarse su propia salida. Y pese al uso repetido de ciertos recursos, vuelve a ofrecer una lección del manejo de la imagen, el sonido y el montaje. Abordar un nuevo trabajo cinematográfico de Gustavo Fontán demanda, entre otras cosas, volver a revisar su obra completa, porque como ocurre con pocos directores argentinos, cada una de sus películas representa una perla dentro de un collar, que tanto puede ser entendida y admirada en sí misma como por el lugar que ocupa dentro del conjunto. Por eso resulta oportuno que el estreno de El rostro en el Malba ocurra en el marco de una retrospectiva de su obra (ver aparte). Lamentablemente, entre las películas programadas no se encuentra La orilla que se abisma, film inclasificable al que se puede definir como la traducción cinematográfica de la obra poética del entrerriano Juan L. Ortiz, con el que El rostro dialoga abiertamente. Igual que ocurría con La orilla..., esta película tiene como escenario y protagonista excluyente al Delta entrerriano, biosfera que para Fontán representa también un ecosistema estético. La acción comienza sobre el río Paraná, donde un hombre lucha con su bote contra la corriente. Su figura esfumada entre la niebla de la mañana tiene algo fantasmal que se acentúa en la combinación de texturas que el uso del 16 mm y el Súper 8 le aportan a la fotografía, volviéndola casi táctil. Aunque la pericia estética de Fontán y su equipo es incuestionable, quienes conozcan la obra del director encontrarán algo de redundante en El rostro: ya se sabe que en sus películas es posible encontrarse con fantasmas, con imágenes que habitan en la frontera de lo sobrenatural. Ninguna de esas certezas alcanza para no volver a ser cautivado por el universo poético y formal del director, aunque también es posible detectar cierto carácter de clausura, de fin de ciclo. Quizá de agotamiento en la forma en que Fontán hace uso de estos recursos. A pesar de ello, El rostro vuelve a ser una lección acerca del manejo de la imagen, el sonido y el montaje cinematográfico. El director trabaja lo sonoro y lo visual de manera unitaria, utilizando la herramienta del montaje para crear un objeto nuevo, artificial, pero que no invalida el objeto real que representan por separado los paisajes y los personajes que los habitan. Entre ellos, la voz del agua es un elemento omnipresente. Como si se tratara de un coro polifónico, los elementos que componen la estructura sonora de la película están puestos a disposición de sostenerla como eje, creando en torno de ella paisajes que demandan ser percibidos desde el oído. ¿Pero se trata de la realidad o de un sueño? ¿Es el presente o el pasado lo que filma Fontán? ¿De dónde vienen esas imágenes de un realismo que de tan sobreexpuesto se vuelve fantástico? Esa falta de concordancia entre lo que se ve y lo que se oye en El rostro abona la idea de una realidad paralela que se superpone a las realidades que el sonido y las imágenes proponen en sí mismas. Es esa superposición de distintos planos de lo real lo que genera el clima inquietante que rige el relato, juegos de artificio con los que Fontán consigue convertir lo natural en un mecanismo a la vez poético y cinematográfico. El montaje establece con claridad el paralelo con la construcción poética, porque esta película virtualmente muda está organizada como un poema en el que cada sonido nunca se somete a los límites que le impone la tiranía de la imagen, sino que cada elemento aparece en el lugar que el director determina que ocupe. Algo similar ocurre con el factor humano, que no aparece como elemento central de los paisajes que Fontán construye en sus películas. El rostro no es la excepción. Es imposible no pensar en el río Leteo frente a esos personajes mudos que constantemente regresan a la orilla como si no quedara en ellos memoria alguna. Y no son pocas las veces que el director elige mostrar la figura humana de manera fragmentada y marginal, como si se tratara antes de un descuartizamiento que de una deconstrucción. Así consigue que el plano detalle de un pie en el barro tenga algo de fuera de lugar o de monstruoso. La ausencia de un rostro al que se pueda asociar con claridad, al que se alude desde el título, subraya la idea de ese demembramiento y representa la derrota de lo humano frente al poderoso concierto de una naturaleza ajena a las nociones del tiempo y la realidad. Fontán construye en El rostro un laberinto de imagen y sonido en el que cada quien debe procurarse su propia salida. Si se tiene éxito en ese intento, la experiencia habrá sido grata.
En espejo con Martin Scorsese El maduro director encara la comedia musical sin resignar tensión dramática ni emotiva. Crea tal clima de familiaridad con los personajes que sus alegrías y éxitos, sus miserias y tragedias, nunca resultan ajenos. Un montón de italianos (ítalo-norteamericanos para ser más precisos) están reunidos frente a una peluquería típica de la Nueva York de comienzos de los años ‘60. Ninguno parece trigo limpio y conversan en la vereda a los gritos, porque aunque la mayoría haya nacido en el Nuevo Mundo son tan italianos como cualquiera. De repente un auto llega a toda velocidad, golpea contra el cordón y frena a centímetros de los contertulios haciendo chillar las gomas. De él se baja una mujer hermosa, joven, que hecha una furia encara a uno de ellos a los empujones y delante de todos lo increpa: “¡Cómo se te ocurre dejarme plantada! ¿Quién te creés que sos? ¿Frankie Valli?”. La escena no pertenece a Jersey Boys: Persiguiendo la música, última y una vez más estupenda película de Clint Eastwood, sino a Buenos Muchachos, de Martin Scorsese, y tan notorio es el cruce entre ellas que para hablar de una resulta inevitable comenzar por la otra. No sólo porque la película de Eastwood gira en torno de la vida de los cuatro miembros de la clásica banda de rock The Four Seasons, en la que cantaba el mencionado Valli; ni porque Joe Pesci interpreta en el film de Scorsese a uno de los malandras más sacados de la historia del cine cuyo nombre, Tommy DeVito, es el mismo que el del guitarrista de esa banda. O porque el propio Pesci haya sido vecino y compartido la adolescencia con los músicos, y aparezca en la película de Eastwood también convertido en personaje. No son sólo estos (y otros) detalles coloridos los que dan forma al vínculo entre las películas, sino que Jersey Boys pone en paralelo el cine de dos de los más grandes directores de los Estados Unidos de los últimos cuarenta años, como no lo había hecho ninguno de sus trabajos anteriores hasta ahora. La decisión de Eastwood de contar la historia de cuatro jóvenes ligados a las redes de la mafia, desde su adolescencia en Nueva Jersey a finales de los años ‘50 hasta bien entrados los ‘70 y saltando de ahí a 1990, siguiéndolos en su ascenso pero sin olvidarse de ellos cuando el mundo se les viene abajo, es parte vital de ese enlace. Y aunque en ambos casos el foco esté atento a distintos detalles, hay coincidencias de fondo y forma: algo en el tono, las estructuras y los recursos narrativos que dan forma a Jersey Boys huele a Scorsese. El uso de una voz narradora, una posta que acá se pasan los cuatro jóvenes músicos, acentúa el efecto espejo. Sobre todo porque los personajes no narran en off sino mirando a cámara y en medio de la acción, rompiendo las convenciones igual que Ray Liotta en la escena final de Buenos Muchachos, involucrando a testigos que están más allá de la pantalla. Tampoco es frecuente en Eastwood el humor ligero que impregna el relato y es preciso remontarse a Jinetes del espacio (2000), un film muy inferior a éste, para hallar una carga análoga. La precisión rítmica con que se articula la historia de los Four Seasons, la forma en que cada escena desemboca sutilmente y da sentido a la que sigue, y el timing que organiza los números musicales dentro de la trama tienen algo de operístico que Eastwood maneja con maestría. Un carácter que en este caso la película recibe del musical homónimo en el que está basada y que cosechó varios premios Tony en 2006. Entre ellos el de mejor actor a John Lloyd Young por su interpretación de Valli, y que acá repite con honores, siendo junto a Vincent Piazza en el papel de DeVito los puntos más altos de un elenco parejo y efectivo. No sería raro que ambos acabaran heredando el trono que hace rato dejaron vacante Pacino y De Niro. Jersey Boys expone la versatilidad de Eastwood, capaz de encarar un policial, un drama místico, biopics, películas románticas o bélicas y ahora también comedias musicales de un modo siempre conmovedor pero sin resignar tensión dramática ni emotiva. Porque el mérito más grande de este film reside en su capacidad para provocar respuestas físicas, para lograr, sin necesidad de artificios groseros, que de este lado de la pantalla la experiencia del goce cinematográfico sea corporal y absoluta. Eastwood consigue crear un clima tal de familiaridad con los personajes que sus alegrías y éxitos, sus miserias y tragedias, nunca resultan ajenos, sino parte de un ejercicio que merece, debe y se agradece compartir dentro de un cine.
Una secuela de vuelo muy bajo Ya es habitual que los grandes estudios canten ¡bingo! cuando una de sus películas animadas resulta un éxito, porque saben que eso les permite seguir exprimiendo la misma naranja. Ni siquiera es necesario que se trate de grandes logros, porque hasta los éxitos moderados alientan la esperanza de convertirse en franquicias. Es lo que pasa con Cómo entrenar a tu dragón (2010), cuya recaudación apenas menor a los quinientos millones de dólares está muy lejos de los casi mil de Mi villano favorito 2 o Shrek 2, y de los más de mil de Toy story 3 o Frozen, pero son suficientes para doblar la apuesta inicial. Sobre todo porque, como se ve, las sagas animadas para chicos suelen tener sus picos de ganancias no con la primera entrega, sino con sus secuelas, incluso cuando muchas veces resulten menos interesantes que la original. Este es uno de esos casos. No resulta una sorpresa que esta segunda parte se ubique un par de escalones más abajo que su antecesora, porque si bien ambas películas comparten un mismo registro y son coherentes en sus virtudes, también lo son en sus defectos que, por cierto, no tienen que ver ni con lo técnico ni con lo estrictamente narrativo. Porque Cómo entrenar a tu dragón 2 es otro exponente del nivel que han alcanzado los estudios dedicados a la animación digital (en este caso Dreamworks) y debe decirse que si se limitara a contar su historia de jóvenes vikingos, habitantes de una aldea que aprendió a domesticar a las míticas criaturas del título, sin dudas sería una mejor película. Pero en lugar de eso, no se conforma con su destino de cuento para chicos –categoría que suele ser minimizada injustamente–, sino que abriga la torpe pretensión de dejar un mensaje, una enseñanza, y se encarga de machacarla y de ponerla burdamente en evidencia. Y ni siquiera se trata de una gran enseñanza. Es sabido que los mejores relatos, así en la literatura como en el cine, son aquellos que delegan en el receptor la potestad de encontrar posibles “mensajes”. Y un poco llama la atención este tropiezo si se atiende al currículum del director Dean DeBlois, quien debutó en cine con Lilo y Stich (2002), una de las mejores películas clase B de Disney. Pero ya en la primera entrega de esta saga se pegaba un buen resbalón con la moraleja de las capacidades diferentes, ahí mismo donde Buscando a Nemo (Andrew Stanton y Lee Unkrich, 2004) supo ser elegante y efectiva. Y en Cómo entrenar a tu dragón 2 se encarga de cantar loas a la guerra cuando es en defensa propia, cuando cualquiera sabe que para hacer una excelente película de guerra no es necesario glorificarla. Ejemplos sobran. Acá los personajes dicen cosas como: “Es imposible razonar con quienes asesinan sin razón” o “El que es malo no tiene cura”, afirmaciones que tanto pueden ser vistas como una versión ligera de “No negociamos con terroristas”, como un argumento a favor de la pena de muerte o la tortura. Temas en los que, según parece, hay quienes creen necesario ir formando a los chicos.
Promesas que quedan a mitad de camino Sin dudas, lo mejor de la película de origen francés es su pareja protagónica: Emma Thompson y Pierce Brosnan ponen toda su gracia y oficio para conseguir los mejores momentos de una trama que, en vez de descansar en ellos, se abre a caminos innecesarios. Pierce Brosnan y Emma Thompson son dos buenos actores. De verdad. No importa cuán buenos o si uno de ellos es mejor que el otro. Son buenos y con oficio de sobra como para ponerse al hombro algunas películas; y a veces lo hacen. En Love Punch, por ejemplo, casi lo consiguen. Y si en realidad no lo logran es porque la propia película resulta a veces un lastre excesivo. Aunque esa afirmación es por completo cierta, es necesario hacer algunas aclaraciones para que la cosa no suene más tremenda de lo que es en realidad. Love Punch tiene momentos disfrutables, segmentos en los que las situaciones que propone funcionan y entrega algunas grageas aceptables de comedia. Sin embargo, al tratar de identificar el origen de este desequilibrio, resulta obvio que esos buenos momentos están siempre coreografiados en torno de las figuras de Thompson y Brosnan, y enseguida vuelve la duda. ¿Es que se trata de una comedia con altibajos en la que, como una torta a medio cocer, algunos elementos han conseguido cuajar y otros en cambio han quedado un poco crudos? ¿O es que, en efecto, Brosnan y Thompson son capaces de ordeñar a las piedras? Love Punch tiene una primera escena muy prometedora, de esas que predisponen positivamente a cualquiera. Kate y Richard son una pareja divorciada de cincuentones que coinciden en la fiesta de casamiento de algún conocido en común. Es una agradable tarde de primavera y ella está parada frente a la barra tomando algo, con la belleza sobria que Thompson les suele prestar a sus personajes. El la ve, se acerca y es evidente que la edad no le ha quitado ni un poco de su encanto irlandés, el mismo que Brosnan ha mostrado desde su aparición en la vieja serie de televisión Remington Steele. Lo que sigue es un juego de seducción, encarnado en una seguidilla de acotaciones y retruécanos que los protagonistas se arrojan como dardos dialécticos envenenados de ironía, sarcasmo y un humor inteligente pero sin pretensiones y una ligereza (en todo el amplio espectro de la palabra) que se agradece. Y se agradecería todavía más si ese tono se mantuviera de forma homogénea durante toda la película. Sin embargo, enseguida el guión elige avanzar por un camino inesperado, lleno de baches y parches, provocando que los tornillos de la trama empiecen a aflojarse con tanto sacudón. Si Love Punch empieza como comedia de reenamoramiento ubicada en la frontera entre la mediana y la tercera edad, enseguida se convierte en una de esas aventuras crepusculares en la que los protagonistas deben lidiar con situaciones que, por edad y por contexto, les son por completo ajenas. En ese salto la película pierde espontaneidad, entorpece su registro humorístico y sobrecarga las actuaciones con una pátina de farsa, limitando sus mejores momentos a algunos cruces en los que Thompson y Brosnan consiguen sacarse algunas chispas más y hacer que la cosa brille. Aunque más no sea por un par de ratitos.
Sobrepasada por los excesos Eugenio Zanetti se ha ganado un lugar destacado en el universo del cine como director de arte. Se lo considera un artista versátil y su trabajo es reconocido en todo el mundo. Su currículum da sobrada cuenta de eso. El mismo incluye un catálogo de películas con puestas en escena sumamente disímiles, que comienzan con La tregua, de Sergio Renán, primera película argentina nominada al Oscar en 1975; que va de ahí hasta la muy subvalorada comedia fantástica de acción El último gran héroe (John McTiernan, 1993) y tiene su punto más alto en las nominaciones al Oscar por Más allá de los sueños (Vincent Ward, 1998) y Restauración, de Michael Hoffman, por la que además recibió dicho premio en 1996. Es indiscutible que Zanetti es un director de arte de enorme talento pero, lamentablemente, todos esos antecedentes no sirven de nada a la hora de hablar de Amapola, su debut como director y guionista. Se trata de una película emparentada con ciertos trabajos de Giuseppe Tornatore como Cinema Paradiso o Baaria, con los que comparte algunas características. Un tono nostálgico, romántico, de algún modo operístico y con tendencia al desborde sentimental; la pretensión de usar el relato como excusa para atravesar un determinado período de la historia de un pueblo o un país; las idas y venidas en el tiempo; la mixtura entre costumbrismo y lirismo, y sobre todo una producción desmesurada. Amapola introduce además un importante elemento de realismo mágico que las películas de Tornatore no tienen, pero que tranquilamente podrían haber tenido. Como se ve, se trata de una película que tiene en el exceso una de sus matrices. Excesos de un guión que pretende ser poético a partir de diálogos sobrecargados de un lirismo artificial y pomposo. Excesos musicales que se manifiestan en la compulsión de interrumpir la continuidad cada diez minutos con intermezzos coreográficos y números de canto o danza. Excesos de contexto histórico, intercalando transmisiones radiales o televisivas que refieren a momentos claves de la historia argentina, pero sin incidencia real sobre la trama. Excesos en las actuaciones, que van sin balance de una solemnidad impostada al folletín, muchas veces superponiéndose, sin conseguir nunca que lo que se actúa resulte verosímil. Excesos fotográficos, filmando todo con una empalagosa luz anaranjada que induce a creer que la película completa transcurre en los 30 minutos que dura la hora mágica del amanecer o el ocaso. O con un tono azul metálico cuando la cosa deviene tragedia. Excesos de diseño que se hacen evidentes en el barroquismo con que Zanetti recarga todo, como queriendo mostrar en cada escena que es capaz de pintar cuadros visuales. Y los excesos narrativos, los más graves, que hacen de Amapola una versión melosa, mística y kitsch de la cada vez más revisitada Hechizo del tiempo. Excesos que prueban que los talentos de un director de arte no siempre son análogos a los del director de cine.