Mitos y estereotipos de un transgresor Como ocurría con la inolvidable El día de la bestia, la historia del nuevo film del director español remite al fuerte legado que la Inquisición ha dejado en las identidades ibéricas. Empieza a la altura del mejor De la Iglesia, pero luego decae. Existe un mito alrededor del vasco Alex de la Iglesia. Un mito entendido como relato más o menos fabuloso que se alimenta de un fondo lejano y muchas veces inasible, pero que puede contener algún fragmento de verdad. El mito de De la Iglesia dice que se trata de un director innovador y creativo, cultor consumado del relato fantástico y el humor absurdo, en cuyas películas se enfrentan siempre, de un modo u otro, el bien y el mal, y siempre dispuesto a llevar las cosas radicalmente al extremo. Varios de sus films confirman algunas de las premisas incluidas en esta improvisada definición ad hoc, y otras, en cambio, se cumplen mucho menos de lo que se cree. Las brujas, su nuevo trabajo, viene a hacerle honor a esa mitología. El nuevo film de Alex de la Iglesia utiliza un humor dudoso para referirse al prejuicio de la mujer “bruja”. Como en otros títulos, el director vuelve a encontrar una excusa para el relato en su propia comunidad. Se trata del carácter esencialmente aldeano que subyace en una cultura que, como la española, no puede evitar que por las grietas de una modernidad prefabricada se cuele un pasado medieval no tan lejano. La historia contada en Las brujas, como ocurría con la inolvidable El día de la bestia, remite de modo directo al fuerte legado que la Inquisición ha dejado en las identidades ibéricas. Algo que también pasaba, pero de modo más moderado y sutil, vía franquismo, en Muertos de risa y Balada triste de trompeta. Casi un cliché (o un mal chiste), el apellido del director podría pensarse como prueba irrefutable de hasta dónde llega dicha influencia. De la Iglesia se mete ya desde el título de su nuevo trabajo con una de las obsesiones de la Inquisición, y el comienzo del film da cuenta de un cineasta ingenioso y lúcido, capaz de sorprender con una larga secuencia construida con un timing que pocos directores en el mundo pueden jactarse de poseer. En ella, un grupo de ladrones disfrazados de estatuas vivientes asaltan una casa de empeños, llevándose un pequeño tesoro de minúsculas piezas de oro. Tanto la forma falsamente desprolija con que esta escena es presentada como el frenesí coreográfico de la acción y la eficacia con la que consigue que los actores disparen sus mordaces líneas a una velocidad que nunca resigna precisión justifican algunos detalles del mito. Incluso la brillante secuencia de títulos parece anunciar al mejor De la Iglesia. Pero a medida que la narración avanza, ese piso que la película propone en sus primeros 15/20 minutos le va quedando cada vez más alto. Y ahí donde parecía haber un director osado que se atrevía a jugar con el extremo de lo políticamente incorrecto, el devenir del relato acaba por (de)mostrar que apenas hay uno bastante conservador y falto de sutileza. De hecho resulta imperdonable abordar el estereotipo de la mujer como bruja desde un humor que, de tan ramplón, es más digno de un equipo de creativos publicitarios que del director que filmó la gran escena que abre esta misma película. Que, después de empezar tan bien, De la Iglesia decida contar su historia de fugitivos convertidos en víctimas de un aquelarre con recursos humorísticos que parecen extraídos de una propaganda de cerveza, provoca una franca decepción.
Se ha formado una pareja Tras el cono de sombra que siguió a sus años dorados, las figuras de Rocky y Terminator parecen estar disfrutando de una suerte de “Período de Plata”, como lo prueba esta comedia carcelaria, en la que recuerdan a Jerry Lewis y a Dean Martin. Es notable el renacimiento que están teniendo durante estos primeros años de esta década Sylvester Stallone y Arnold Schwarzenegger, las dos grandes figuras del cine de acción de los años ’80 y... ¿alguien dijo por ahí de la historia del cine? Sí, tal vez así sea, porque sin dudas a ellos les cabe la responsabilidad de haber sido los moldes para la creación del héroe de acción moderno: hiperbólicos, hipertróficos y poco amigos de la sutileza (todo esto aplica tanto a los actores como a sus personajes). ¿O alguien recuerda que existiera algo remotamente parecido a las películas o el tipo de roles que crearon estos dos monstruos antes de Rocky, Conan, Rambo o Terminator? No: que el cine de acción se haya convertido en el género más popular de las últimas tres décadas o que hoy sea casi imposible ser actor en Hollywood si no se tiene el físico de un deportista es en gran medida por mérito (o culpa) de ellos dos. Entonces no está mal que películas como Escape imposible les permitan disfrutar de un Período de Plata, tras el cono de sombras que siguió a los ’80 y los primeros ’90, sus años dorados. Y mucho mejor sería si consiguieran estabilizarse como pareja cinematográfica, al estilo de Jerry Lewis y Dean Martin, en vista del satisfactorio resultado de este film, algo que ya había sido esbozado en Los indestructibles. Pero eso ya es ir más allá de lo prudente, soñar despierto. Sin embargo, no es ociosa la cita al dúo cómico Lewis/Martin, porque aun cuando se trata de un film de acción hecho y derecho, Escape imposible acierta en el perfil autoparódico del relato y de los personajes protagónicos. Uno de ellos es Ryan Breslin (Stallone), un escapista devenido empresario que maneja una consultora encargada de testear los sistemas de seguridad en establecimientos penitenciarios. De hecho, no hay cárcel cuyos protocolos no hayan sido destrozados por Breslin, siempre haciéndose pasar por un recluso. Hasta él llega la mismísima CIA para pedirle que se haga cargo de comprobar, a cambio de 5 millones de verdes, la seguridad de una nueva unidad carcelaria, una en donde se encierra a personas que nadie sabe que están encerradas. La palabra que utiliza la agente es “desaparecidos” y con eso la película da por sentado un estado fascista. Algo impensable en algunas de las películas que hicieron famosos a Sly y a Big Arnold, en donde el hecho de que los Estados pudieran ser fascistas no necesariamente era algo que fuera motivo de crítica, sino más bien todo lo contrario. Obviamente, Breslin acepta y unirá fuerzas con Rottmayer, otro recluso, interpretado por Schwarzenegger, en un papel donde el ex gobernador californiano vuelve a jugar a la comedia. No hay que pedirle a Escape imposible que todas sus tuercas estén bien ajustadas. De hecho, hay algunas bastante flojas. Sin embargo, eso que en otros casos podría resultar fatal para el relato, aquí no hace más que potenciar los golpes de efecto. Y así como en las películas de Jerry y Dean era sabido que, aunque uno de ellos era medio tonto y el otro medio cafishio, indefectiblemente acabarían besando cada uno a una chica y superando cualquier dificultad sin que a nadie se le ocurriera mencionar las debilidades del verosímil, en Escape imposible también es inútil pretender que todo encaje a la perfección. Como en cualquier buen acto de magia, acá también algo distrae al espectador para que nunca note que alguna cosa no termina de cerrar y aun así piense que ha presenciado un milagro. En el caso de esta película, ese elemento distractivo tiene nombre y apellido. O mejor dicho, dos nombres y dos apellidos: ¿hace falta escribirlos de nuevo?
Cuestión de oficio Rodrigo Sánchez Mariño, el protagonista, es además el director de sonido. Y actúa al mismo tiempo que microfonea. Pero a pesar de ese marco de irrealidad, se hace un retrato “realista” del personaje. El sonido es fundamental en la trama y el devenir de El loro y el cisne, tercera película del argentino Alejo Moguillansky, tal vez tan importante como en pocas películas lo fue antes. Seguramente, aparecerán títulos en los que el trabajo con el sonido, los efectos y la edición son notables, incluso obras maestras de lo sonoro aplicado al cine, pero en ningún caso el sonido fue tan relevante dentro de la estructura narrativa como en El loro y el cisne. Sucede que el protagonista es además el director de sonido de la película. Se podrá decir que no es nuevo que un miembro del equipo se encargue de varios rubros técnicos o artísticos en la producción de un film: sin ir más lejos, el propio director oficia acá de guionista y montajista. Pero no es lo mismo, porque en este caso Rodrigo Sánchez Mariño realiza ambas tareas de manera simultánea. Es decir, actúa su personaje (el Loro del título) al mismo tiempo que microfonea y graba el sonido directo de todas las escenas. No sería extraño que algún lector necesite releer lo recién expuesto, pensando que hay algo que no entendió bien o que la información ha sido mal expresada, pero no. Es exactamente como se ha dicho y no hay problema en explicarlo con mayor detalle: el actor que encarna el papel protagónico literalmente carga y usa su equipo de sonido, incluyendo los aparatosos micrófonos que se utilizan en cine, la grabadora portátil y los auriculares, durante casi la totalidad de las escenas que componen la película. Una premisa tan absurda que puede parecer imposible, infilmable y hasta anticinematográfica, y sin embargo ahí está El loro y el cisne, que este año fue parte de la Competencia Argentina del 15º Bafici. Caso extraño de juego del cine dentro del cine, la película comienza retratando a un reducido equipo de rodaje que se dedica a filmar material para una serie de documentales sobre danza financiados por una productora de Miami. El Loro es el encargado del registro sonoro y al principio, mientras el equipo se aboca a la tarea de recolectar escenas de los ensayos de diferentes cuerpos de ballet, la cosa pasa inadvertida, porque es lógico que el sonidista vaya de acá para allá con su equipo a cuestas. Pero cuando el Loro no deja de actuar del mismo modo durante las escenas de su vida, las discusiones con su novia (una chica obsesionada y celosa), o las charlas con los amigos en un bar, el efecto sobre quien observa como espectador es tan desconcertante como cómico. Como el psicólogo que no puede dejar de analizar a quienes forman su círculo íntimo, el caso del Loro es el non plus ultra del tipo que vive con su oficio a cuestas. Pero a pesar de ese marco de irrealidad, salvo contados detalles que vienen a oficiar de excepciones que confirman la regla, Moguillansky hace un retrato perfectamente realista de la vida de su personaje. De sus de-sengaños y de cómo poco a poco va enamorándose de Luciana, una bailarina que forma parte de un grupo de “danza contemporánea” tan ridículo como posible. Que la película comience dentro del ámbito de la danza no es un elemento menor. Por un lado, porque la estructura del relato intenta replicar el dispositivo narrativo de una pieza de ballet (en este caso, El lago de los cisnes, de Tchaikovsky, algo que la película manifiesta con humor y abiertamente). Por otro, hay un indudable trabajo coreográfico en muchas de las escenas para hacer posible que este personaje pueda integrarse a la realidad con su equipo a cuestas y que todo el movimiento se vea natural. Aunque tiene un primer tercio muy innovador, donde parece que cualquier ilusión es posible, pronto el relato va perdiendo sorpresa hasta estabilizarse e incluso, en algunas escenas sobre el final, llega a olvidar su premisa distintiva, como si no consiguiera estar a la altura de la brillantez del inicio. Y aunque no deja de ser una comedia encantadora, queda la sensación de que El loro y el cisne pudo haber sido una película de verdad notable.
Guerra y venganza La obsesión del cine estadounidense por retratar las campañas militares emprendidas por su país es un hecho que puede darse por cierto. Y aunque suelen tener sus preferencias –la Segunda Guerra Mundial y la de Vietnam son sus favoritas, aunque las diferentes incursiones en Medio Oriente vienen sumando de a mucho–, también es cierto que hay películas para todas las guerras posibles. Aun así puede decirse que la participación de los Estados Unidos en el conflicto de los Balcanes en los ’90 es de las más invisibles para el cine. Tiempo de caza, quinto largometraje de Mark Steven Johnson, se mete de lleno con una ficción que tiene como disparador y fondo los horrores de esa guerra, una de las más crueles de la historia universal. El film cuenta el enfrentamiento de dos ex combatientes, uno de origen serbio (John Travolta) y otro norteamericano (Robert De Niro), vinculados a partir de un hecho ocurrido entre ellos durante la guerra. El objetivo del relato, que tiene como núcleo el tema de la venganza y las heridas que las guerras dejan abiertas, pareciera ser replicar la brutalidad de ésa, en particular en el duelo personal que sostienen estos dos soldados en la actualidad, con la intención de erigirse en fábula moral y antibélica. Curiosamente, el guión no ahorra en crueldad sino que, todo lo contrario, la coloca en primer plano y la lleva al extremo en escenas de tortura y otras de estética gore, pero carentes por completo del brutal sentido del humor o del espíritu lúdico que el gore puede tener en ciertos films de horror. En Tiempo de caza subyace la idea errónea de que para narrar lo atroz es necesario filmar atrocidades. La pregunta surge sola: ¿el cine necesita volverse sádico para mostrar que las guerras son el mayor espanto que puede generar la humanidad? Está probado que puede filmarse la guerra o, como en este caso, sus consecuencias, de forma maravillosamente descarnada, sin caer en una exhibición grotesca y torpe de la maldad humana. La abrumadora introducción de Rescatando al soldado Ryan puede ser un buen ejemplo al respecto. No: acá no hay ni belleza ni respeto, ni espacio para sutilezas, sino un regodeo pornográfico en la tortura y la violencia. Pero además la película cae a veces en una puesta en escena que se acerca peligrosamente a “Los especiales de Luis Buñuelo”, aquel sketch de Todo x 2 pesos en donde los personajes declamaban sus líneas de cara al horizonte y sin mirarse nunca a los ojos. Un síntoma que habla de las pretensiones de una película falsamente aleccionadora.
Estereotipos de trazo grueso Lo único que hay detrás de Apuesta máxima, de Brad Furman, es la banalidad del sueño americano y el american way of life, y quizá sea más interesante ver qué es lo que puede decirse desde ahí, porque no hay nada desde lo cinematográfico que merezca destacarse. Está claro que el hecho de que una película made in Hollywood sostenga una tensión básica o se vea fotográficamente bien no es suficiente para un producto de 30 millones de dólares. Es lo mínimo que se le debe exigir a la industria del cine más poderosa del mundo y por ese mismo motivo hay reproches para hacerle. Estereotipos de trazo grueso, banda sonora con un repertorio latino insoportable, actuaciones que no superan la corrección. Y Ben Affleck. No es agradable insistir con la dificultad de incluirlo en un reparto, porque se trata de un gran director y basta ver sus propias películas para saber que como actor también puede hacer (no mucho, pero sí) más que esto. No es que esté peor que sus compañeros de reparto: las actuaciones de Justin Timberlake y Gemma Arterton tampoco aportan mucho más allá de la fotogenia. Pero la mirada cae con más insistencia sobre su personaje, un mafioso cool de las apuestas online que Affleck a veces interpreta de modo excesivamente rígido y otras con saturado histrionismo. Apuesta máxima coloca a su protagonista, un estudiante de finanzas que corre apuestas en el campus para poder pagar su carrera (Timberlake), en la disyuntiva de involucrarse en una actividad ilegal para poder costear el “derecho” de pertenecer a una sociedad ABC1. Curiosamente, cuando el relato se traslada a Costa Rica, la imagen que se da es la de una sociedad esencialmente corrupta, donde hasta la moral y la ética son pasibles de ser parte de una transacción: alcanza con tener suficiente efectivo para poder comprar o vender. La película nunca es consciente de que la imagen que da de los Estados Unidos es exactamente la misma, la de un lugar en donde todo se puede comprar, como un buen título universitario. Aunque prefieran utilizar la palabra pagar y no vean ningún problema en que las cosas funcionen así. La película parece venir a criticar eso, pero pronto elige reducir todo a la maldad individual y seguir soñando una tierra justa y prometida donde todos tienen oportunidades. Sólo hay que ser lindo y contar con el dinero necesario para seguir comprando. O apostando, en este caso es exactamente lo mismo.
La saga de un personaje que siempre cumple Vin Diesel ha hecho de lo mínimo una marca registrada, en donde lo que importa no es tanto el despliegue de recursos, sino tener la habilidad de aplicar los pocos que se tienen en el momento justo. No se puede decir, por ahora, que Diesel sea un gran actor, pero sí que sabe qué personajes elegir –generalmente renegados– y cómo volverlos atractivos. Detalles que no parecen mucho, pero que pueden hacer de un actor regular uno respetado. El protagonista de Riddick, el mismo de Pitch Black y La batalla de Riddick, es uno de esos personajes que, como el Toretto de Rápido y furioso, parecen hechos para él. El regreso de este personaje a casi diez años de la película anterior confirma que la saga dirigida por David Twohy (un cineasta que tampoco será un auteur, pero que suele filmar películas cumplidoras) se ha convertido un objeto de culto. Esta vez viene a refrendar su pacto con los fanáticos e incluso a mejorar lo hecho hasta ahora, aunque de algún modo no hace sino contar más de lo mismo acerca de este peligroso pero noble criminal, que se la pasa huyendo de planeta en planeta. Riddick obvia lo ocurrido en su antecesora, cuestión que resuelve sin importarle gran cosa en un par de escenas que representan una enorme elipsis, y vuelve a dejar al protagonista como en “La balsa”: triste y solo en un mundo abandonado. Además de malherido y rodeado de monstruos del espacio. Pronto el personaje se da cuenta de que su única alternativa para salir con vida es activar un pedido de auxilio que al mismo tiempo revela su presencia a los cazadores de recompensa, que serán los primeros en llegar al lugar. De este modo, el film no sólo prescinde de todo lo contado en la segunda película, de estética más ampulosa y ligada a las ochentosas tapas de revistas como Metal Hurlant, Xymoc o la primera etapa de Fierro, sino que se vincula de manera directa con la atmósfera de western carpenteriano de Pitch Black. Aunque más que vincularse, en realidad repite aquella historia de enemigos íntimos que, encerrados, deben ponerse de acuerdo para luchar contra una amenaza común. Que en una película muy violenta la escena más traumática tenga como protagonista a un animal habla a las claras de la humanidad que esta rezuma a pesar de todo. Riddick no sólo cumple con las expectativas, sino que de yapa entrega una creación antológica del actor español Jordi Mollá, en la piel de un cazarrecompensas con muchísimos matices que, cómo no, responde al nombre Santana.
Un especialista del arte de producir terror El estadounidense James Wan es una gran promesa para el cine de Hollywood. Director que creó la exitosa y cuestionable saga El juego del miedo, Wan ha acumulado méritos dentro de géneros como el terror, el horror y el gore, hasta ubicarse de a poco como un nombre a seguir. Si el reciente estreno de El conjuro representó para muchos su consagración, a partir de un film de terror de corte clásico, la llegada a las pantallas de La noche del demonio: Capítulo 2 pone en evidencia que este joven director es además sumamente prolífico. Pero lejos de representar su definitivo ascenso, ambas son pruebas evidentes de lo que todavía le falta para confirmar lo que sus trabajos vistos hasta ahora apenas insinúan. Es mucho lo que estas películas, estrenadas apenas con meses de diferencia, tienen en común. En primer lugar a su estrella, el eficaz Patrick Wilson, quien tiene a su cargo ambos protagónicos, elevando a tres sus colaboraciones con el director (Wilson protagonizó en 2010 la primera La noche del demonio). Las tres películas abonan al subgénero de “familia que se muda a caserón maldito debe vérselas con entidades mal intencionadas, pero superan el trance con ayuda de expertos parapsíquicos”. Una y otra son también una muestra cabal de que Wan es, si no un hábil artista de la forma cinematográfica, al menos un aplicado copista, diestro a la hora de recrear de modo eficiente y preciso las atmósferas y estéticas clásicas. Mientras El conjuro lograba una interesante mimesis formal con los relatos de terror de los años ’70, la segunda parte de La noche del demonio lleva la cosa a un nivel de complejidad textual que hace recordar a las hipertrofiadas pretensiones narrativas de Christopher Nolan en El origen, sólo que acá la cuestión es paranormal-espiritual en lugar de metafísico-psicoanalítica. ¿Será casual que los nombres originales de ambas películas, Insidious e Inception, tengan un aire de familia? Por lo pronto puede decirse que Wan reproduce aquel juego de relatos dentro de relatos, corriendo en paralelo y afectándose unos a otros con sus acciones. Intención que ya aparecía en el primer episodio de lo que seguramente acabará siendo al menos una trilogía, pero que este Capítulo 2 lleva al extremo. Como ocurría con El origen, Wan hace alarde de virtuosismo y hasta puede discutirse si no se trata de un director cuya mirada esteticista raya el fetichismo formal. Desde lo narrativo vuelve a mostrar la solidez con la que sorprendió en El conjuro pero, igual que en ésta, el problema de La noche del demonio 2 está dado por una incapacidad para generar nuevos órdenes a partir de viejas fórmulas. Puede resumirse diciendo que Wan no cuenta nada nuevo pero lo cuenta lindo y, sí, es una forma de verlo. Pero si ya El conjuro dejaba claro que el director se quedaba al menos unos pasos más acá de sus influencias, este estreno encimado revela que tampoco logra trascenderse a sí mismo, incluyendo en esta película escenas que recuerdan a la otra. Por todo esto, James Wan sigue siendo una promesa de Hollywood, una a la que todavía le falta un golpecito de horno.
Caída a un mundo subterráneo y perdido El director de Caja negra regresa a su mejor forma con una obra contrahecha, pero que desafía la capacidad de asombro. Luis Ortega es uno de esos artistas que no ponen las cosas fáciles a la hora de pensar sus películas y Dromómanos, que le valió el premio al mejor director en la Competencia Argentina del Bafici 2012, es el ejemplo perfecto de las dificultades de semejante empresa. El primero de esos trances (una palabra que tanto remite a un problema como a un estado alterado de la percepción) surge de la idea de realidad que la película propone: un espacio en donde tanto pueden reconocerse muchos perfiles de “lo real”, pero siempre atravesados, envueltos, esfumados o saturados de formas y recursos que extrañan el relato de tal modo que hacen pensar en el concepto de universo paralelo. Pero hay realidades paralelas y realidades paralelas, y si se quisiera apelar al recurso siempre tranquilizador de encerrar dentro de una categoría a un objeto libre e inclasificable, puede decirse que aquello que construye Ortega en Dromómanos tiene menos del País de las Maravillas de Lewis, que de los fantasmagóricos y siniestros mundos lyncheanos de Imperio o Mullholland Drive. Dromómanos comienza en la calle, en la más miserable, penosa y sórdida de las versiones que pueden tenerse de lo callejero. Gente revolviendo la basura con avidez, la misma con la que los exploradores buscaban oro en el desierto a finales del siglo XIX. Un adolescente con enanismo junto a una amiga molestan a una anciana desencajada, pidiendo con insistencia una frazada, en una esquina muy cercana al Obelisco porteño. La cámara que se zarandea en torno de la escena y un montaje apresurado crean un falso clima de desprolijidad. Pero si de algo puede presumir esta quinta película de Ortega (las anteriores son Caja negra, Monobloc, Los santos sucios y Verano maldito) es de una precisión que no necesita hacer alardes de virtuosismo. Todo lo contrario: Ortega filma de un modo tan sucio y políticamente incorrecto como es posible, tratando de alejarse de los cánones hegemónicos de belleza. No es casual que muchos de sus personajes remitan a los protagonistas de Freaks (1932), de Todd Browning, o El tambor de hojalata (1979), de Volker Schlöndorff, basada en la novela de Günter Grass. La apariencia formal de Dromómanos es la de esos protagonistas, una película cinematográficamente contrahecha, pero tan capaz como ellos de desafiar la capacidad de asombro del espectador, exigiéndole dar, en lo ético o en lo estético, siempre un paso más. Ortega reúne una galería de personajes que habitan en los márgenes, e incluso más allá, pero no se regodea en la marginalidad (aunque es necesario decir que él mismo, como director, amenaza todo el tiempo con ir a parar también del otro lado). El niño enano y su novia, cuyas dificultades físicas no le impiden ser tan celosa como cualquiera; un joven border que reparte sus días entre el psiquiátrico y el caótico departamento de quien pareciera ser su doctor, pero que no presenta un estado mental muy diferente del supuesto paciente; una muchacha que tiene un cerdito por mascota y a quien su camino la dejará cara a cara con la mismísima muerte. Ortega parece caer antes que descender por sus propios medios, a un mundo subterráneo y perdido, para, desde ahí, ofrecer paisajes que tienen su mejor correlato en algunas de las escenas infernales creadas por pintores como El Bosco o Brueghel el Viejo. Nota bene: para quienes aún no se hayan avivado de que el final de El conjuro, la película de terror de James Wan que tiene a todo el mundo hablando maravillas, arruina un film hasta entonces muy bien construido, Ortega les regala un exorcismo que, sin intenciones de hacer terror, es uno de los más originales, inquietantes y siniestros que se hayan filmado nunca.
El futuro como una pesadilla social Para su primer largo en Hollywood, el director de Sector 9 elige un futuro cercano para volver a poner en escena la lucha de clases. Aquí la frontera caliente que separa a México de los Estados Unidos reemplaza al apartheid como fondo metafórico. Los Estados Unidos han sabido construir su propia leyenda, esa en la que se proclaman La Tierra de las Oportunidades. Hollywood es el mascarón de proa del sueño americano, la mejor encarnación de esa fantasía que representa (sobre todo para quienes no son estadounidenses) la posibilidad de que los cuentos de hadas sean reales y de que cualquiera pueda ser el protagonista. Son incontables los artistas –directores, actores, lo que sea– que llevan sus esperanzas al valle californiano para convertirse en estrellas, pero pocos los que lo logran, porque hay algo que el cuento omite: mejor no soñar ese sueño si no se tiene talento (o el dinero que lo supla). El sudafricano Neill Blomkamp es uno de los benditos que lograron alcanzar esa tierra prometida de productores y estudios millonarios. No es casual que Peter Jackson, otro que consiguió abordar el arca, haya sido productor de Sector 9, exitosa ópera prima de Blomkamp, donde una nave alienígena varada sobre Johannesburgo resultaba una oportuna referencia al apartheid. Elysium es su segundo largo y tiene muchos puntos de contacto con aquel debut de 2009. Ambos comparten no sólo un género, la ciencia- ficción, sino un dispositivo dramático compuesto por más o menos los mismos elementos. Si Sector 9 narraba en tiempo presente, Elysium elige un futuro no muy lejano que vuelve a poner en escena la lucha de clases, y en donde la frontera caliente que separa a México de los Estados Unidos reemplaza el apartheid como fondo metafórico. El mundo se ha convertido en una enorme favela desbordada de pobres, enfermos y criminales que siguen siendo la mano de obra que sostiene a la casta que está por encima. Literalmente encima: los ricos han abandonado el planeta para mudarse a Elysium, una mega estación orbital donde continúan sus vidas perfectas. Se trata de un juego de doble encierro, el sueño de Micky Vainilla hecho realidad: un country en el espacio para ricos y un gueto para pobres que tiene el tamaño de la Tierra entera. El problema es el de siempre, que los pobres quieren acceder a los beneficios de pertenecer. Pero Blomkamp es inteligente: no pone a sus pobres a desear banalmente el lujo y la comodidad, sino que deja en primer plano algunas cuestiones bastante más primarias, como la salud. Aunque, se verá, esos mismos elementos derivarán en un final algo recargado de melodrama. Pero para qué adelantarse. Max es uno de esos pobres que creció soñando con el ascenso social que esta vez coincide con un ascenso a los cielos –la metáfora religiosa forma parte de la receta y no debe descartarse–. Operario en una fábrica, Max recibe una descarga accidental de radiación que le deja sólo cinco días de vida y la única forma de salvarse es entrar ilegalmente a Elysium, meterse en una casa y curarse usando la unidad médica que todas familias tienen allá arriba. Como le ocurría a Wikus, protagonista de Sector 9, Max deberá buscar ayuda donde menos lo esperaba y como en aquella película, hay un mercenario que irá tras él. En ambos casos son intereses sociales y corporativos los que convierten a los dos personajes en presas de caza. La diferencia está dada por el punto de vista. Mientras Wikus era un funcionario pequeño burgués que debía buscar aliados entre los marginados para defenderse de la voracidad caníbal de su propia clase, Max es un lumpen cuyo destino lo forzará, no del todo contra su voluntad, a convertirse en subversivo. Y Matt Damon es el actor perfecto para ese papel, como lo demuestra la magnífica trilogía Bourne, donde el problema también era un sistema vicioso y corrupto. Más allá del final con regusto religioso, algo sensiblero y música al tono, Blomkamp demuestra que la ciencia-ficción, lejos de ser un instrumento para alabar la tecnocracia, siempre fue una eficaz herramienta crítica. Claro que eso no valdría nada si fracasara su mecanismo narrativo, pero Elysium es, antes que nada, una película capaz de imponer su relato a partir de legítimas virtudes cinematográficas.
Para atormentarse con la vejez y la fealdad Enfrentar un objeto inclasificable como Príncipe azul, de Jorge Polaco, supone varias dificultades, porque la película quizás amerite antes una lectura psicoanalítica que la de un crítico para intentar comprender las intenciones que en ella habitan. De nada sirve ensayar algunos puentes: podría parecer que hay algo de los universos barrocos de Guy Maddin; de los pastiches kitsch de John Waters o del desenfreno de Bruce La Bruce, pero se trata de contactos superficiales, ligeros. Tampoco son útiles otras referencias que escapan de lo cinematográfico, como la obra del artista gráfico catalán Nazario o las performances porteñas de Batato Barea, alusiones culturales ineludibles de los años ’80. Parece haber un poco de todo en la película, pero Polaco se queda a medio camino, o peor, muy lejos de los extremos que representan cualquiera de estas citas. Es el desarrollo estético que plantea el director lo que pone en cuestión la cosa misma: ¿es cine lo que filmó Polaco? El interrogante no intenta ser burlón, todo lo contrario: hay elementos que indican que Príncipe azul es antes teatro filmado que cine; de hecho los títulos avisan que se trata de la adaptación de una obra homónima de Eugenio Griffero, estrenada en los años ’80. Se puede decir entonces que algunas de las dificultades de la película tal vez tengan su origen en una adaptación fallida, como si no hubiera conseguido traducir con eficiencia el texto original al lenguaje del cine, como si se hubiera atado demasiado a él. Y ese problema lleva al siguiente, siempre en forma de pregunta. ¿Qué idea de teatro es la que tuvo en mente Polaco a la hora de filmar en 2013? Las referencias a los trabajos de Batato y compañía en los ’80 no son gratuitas. Príncipe azul se desarrolla en escenarios recargados de cruces blancas, de maniquíes desnudos, de arañas de cristal y bancos de plaza que escapan a toda pretensión realista. Sobre esa misma línea se orientan las actuaciones, que parecen más cercanas al divague y al discurso libre que al patrón de un texto. A mitad de la segunda década del siglo XXI, una pretensión de surrealismo tan crasa y obvia no puede ser vista sino con algo de fastidio. Sobre todo porque se trata de una idea de teatro que no sólo ha sido gastada en los ’80, sino que hasta fue parodiada con maestría por un grupo de actores surgidos de aquella misma escena, en el programa televisivo de culto Cha Cha Cha. Así como los personajes de Príncipe azul fingen ir tras un deseo pero se quedan atormentándose a sí mismos con la homosexualidad, la vejez y la fealdad, Polaco hace una película masturbatoria y tanática, que habla sola como los locos, no se sabe si por imposibilidad o por voluntad propia. Podrá argumentarse que Polaco es Polaco y que la dificultad para entenderlo dice más acerca de quien se ha quedado fuera de su obra que del propio director. Puede que sea así. Pero desde afuera cabe preguntarse si en realidad, como la profecía autocumplida de quien se impone a sí mismo el rango de maldito, no es el propio Polaco quien construyó su texto con toda la intención de abandonarse a la soledad de su torre de marfil cerrada por dentro.