El comienzo de una relación forzada El cineasta plantea una historia que podría ser como las de las comedias románticas de Tom Hanks y Meg Ryan si los personajes no estuvieran atrapados en sus obsesiones y la felicidad les llegara como un misterio que no es tal. Con una regularidad poco frecuente en directores argentinos, Daniel Burman vuelve a los cines con El misterio de la felicidad, película que también significa regresos de distintos órdenes para sus dos protagonistas, Guillermo Francella e Inés Estévez. Lo de él es casi un trámite: se trata de volver al cine intentando refrendar el enorme éxito comercial que representó Corazón de León, donde el actor se lucía como cabeza de un elenco que estaba muy por encima de los méritos estéticos de la película. Para ella, en cambio, significa el regreso a su oficio de actriz, luego de anunciar que lo abandonaba hace casi diez años. Y lo de Burman es la vuelta de un “hasta luego” de apenas un año, tras su película anterior, La suerte en tus manos, protagonizada por Jorge Drexler y Valeria Bertuccelli. Dentro de su carrera, la película representa un nuevo paso de Burman en su evidente deseo de anotarse en la lista de directores comerciales del cine argentino, una búsqueda que es posible detectar desde el inicio de su carrera. En ese sentido, y sin lugar para dudas, El misterio de la felicidad puede ser calificado como su trabajo más comercial. Esta afirmación se apoya no sólo en el tipo de historia que Burman decide contar, sino también en la mencionada presencia de un actor como Francella, de perfil decididamente popular, para hacerse cargo del rol protagónico. El argumento es sencillo: Santiago (Francella) tiene un presente soñado al frente de la casa de electrodomésticos que maneja con Eugenio, su socio y único amigo (de toda la vida). La secuencia inicial los muestra casi como mellizos, manejando autos iguales, vistiendo los mismos trajes, compartiendo oficinas siamesas, jugando al paddle en pareja o almorzando todas las semanas en el hipódromo, donde también se juegan unos pesos siempre al caballo ganador. Y aunque ambos parecen felices llevando la misma vida, las diferencias son evidentes. No sólo porque Santiago es soltero y Eugenio está casado con Laura (Estévez), sino que además este último parece añorar un destino diferente, inconfesado e inconfesable. Si se la piensa desde lo narrativo, bien podría tratarse de una comedia romántica estadounidense con Tom Hanks y Meg Ryan: el clásico encuentro de opuestos que inevitablemente se atraen. Y así es, podría serlo... si no fuera por los detalles. Porque si se la piensa desde los detalles, El misterio de la felicidad posee los elementos que suelen estructurar los relatos anteriores del director. Un protagonista obsesivo, dedicado al comercio, con cierta inclinación al juego y una gran dificultad para reconocer sus sentimientos, y un rol femenino que parece construido para potenciar el desarrollo de ese protagonista. Aun así, es probable que el papel de Inés Estévez represente el personaje femenino más fuerte de la filmografía de Burman. Aunque también puede decirse que se hace fuerte sólo porque viene a llenar el hueco que deja un personaje masculino al desaparecer. Porque Eugenio un día desaparece sin aviso ni razón aparente y su ausencia obliga a que su socio y su mujer deban comenzar una relación forzada, intentando saber los porqué de esa desaparición. Lo mejor de El misterio de la felicidad tiene que ver con la astucia de Burman para jugar a fondo y con humor los detalles homoeróticos de la historia, regalando un puñado de escenas antológicas. Además consigue que algunos contrapuntos entre Francella y Estévez rocen lo brillante. El trabajo de los actores también es un punto alto: él demuestra que en el proyecto indicado puede sumar mucho al cine argentino y ella vuelve a actuar como si nunca se hubiera ido. Ambos son apoyados por un elenco eficaz. Pero a pesar de los aciertos, el arco dramático que trazan los protagonistas no termina de ser verosímil. Tal vez porque resulta difícil de creer que ambos, atrapados en sus obsesiones (y por qué no compulsiones), puedan al fin reconocer y elegir tan libremente una felicidad que parece llegarles como un misterio que no es tal.
Tensión y unos cuantos sustos legítimos Si hasta acá la saga de Actividad paranormal era más exitosa en las boleterías que en sus procedimientos narrativos, en este tercer film logra despegarse de una forma de hacer más efectista que efectiva y representa un buen aporte al género de terror. A lo largo de 2013, y más allá de las objeciones oportunas que se les pudieran hacer, películas de estéticas diversas como La cabaña del terror, de Drew Goddard; El conjuro y La noche del demonio 2, de James Wan; Mamá, del argentino Andrés Muschietti; la nacional La memoria del muerto, de Valentín J. Diment, a la que podría sumarse la inquietante Berberian Sound Studio, de Peter Strickland, ganadora del Bafici 2013, cuyo estreno comercial es inminente, representaron buenos aportes al género de terror. Como aceptando el desafío de mantenerse más o menos dignamente dentro de ese piso, este primer jueves de 2014 trae entre sus novedades el estreno de Actividad paranormal: Los marcados, de Christopher Landon, tercer título de esta franquicia de bajísimo presupuesto que, apegándose a las convenciones del género y con algo de ingenio, consigue aportar tensión y unos cuantos sustos legítimos. Bastante más de lo que brindaron las dos entregas previas de la serie, más efectistas que efectivas. Aunque, la verdad sea dicha, tampoco hacía falta demasiado para lograrlo. Como las anteriores, Los marcados vuelve a montarse a partir del registro que los propios personajes van haciendo con sus cámaras personales de una serie de acontecimientos domésticos que finalmente terminan saliéndose de control. Un recurso que hizo escuela a partir del éxito de El proyecto Blairwitch, allá lejos y hace tiempo. A diferencia de ésta o de la Actividad paranormal original, que justificaban el uso de las cámaras subjetivas a partir de propósitos específicos –una investigación estudiantil en la primera, la comprobación de extraños fenómenos nocturnos en la segunda–, Los marcados libera sus posibilidades de registro a la conducta impredecible y deambulatoria de un grupo de adolescentes modernos, para quienes el uso de cámaras de video forma parte de la vida cotidiana, más allá de lo usual o inusual de lo que se filma. Por eso la película comienza con una serie de escenas entre triviales y pavotas para ir engrosando de a poco y con inteligencia el caudal de lo inesperado. En eso se parece un poco a la también interesante Poder sin límites, de Josh Trank, y es un acierto. Porque si en el género de terror los adolescentes suelen ser las víctimas habituales, acá se ha tenido la buena idea de dejar que sean ellos mismos los encargados de encuadrar y decidir sobre qué recorte de la realidad se contará esta historia de sectas, posesiones y portales parapsíquicos. Además, la película de Landon –quien, sí, es hijo de Michael Landon, alma mater de la serie La familia Ingalls– coloca a sus protagonistas dentro de la creciente comunidad latina de los Estados Unidos, aprovechando de esa manera el potencial de hallar lo siniestro en un ámbito que es a la vez extraño y familiar para un país de origen anglosajón atravesado por corrientes migratorias. El relato se apoya en la irrupción de ciertos ritos y costumbres surgidos de la intersección del cristianismo y las civilizaciones americanas, propios sobre todo de la comunidad mexicana, que hasta hace muy poco eran por completo ajenos para el imaginario de un país que es el paradigma de la cultura occidental. Una manera interesante de mirar a esos “otros” (ya no tan) extraños lejos de la demonización, a partir de generar un vínculo empático con ellos. Si a eso se le suma un interesante giro final, más oportuno que sorprendente, puede afirmarse sin dudar que Los marcados es la mejor película de la serie Actividad paranormal, hasta acá más exitosa en las boleterías que en sus procedimientos narrativos.
El frágil límite de lo real y lo virtual Aun con más fallas que aciertos, el director de origen húngaro Zoltan Sostai le propone al espectador un desafío, planteando una fantasía que basa su andamiaje en la teoría cuántica e incorpora referencias a la filosofía clásica. Grosso modo, El ciclo infinito, de Zoltan Sostai, asume el riesgo de probar un camino narrativo distinto, extraño, proponiendo al espectador un desafío, aunque el resultado final no sea del todo satisfactorio. Sin embargo, la búsqueda, el hecho de no conformarse con la repetición de simples fórmulas, es un mérito en sí mismo, más allá del éxito o el fracaso posterior. Para empezar, contar una historia de ciencia ficción intentando dialogar con películas como 2001: odisea del espacio, de Stanley Kubrick, o la primera Matrix de los hermanos Wachowski, planteando una fantasía que basa su andamiaje en la teoría cuántica e incorpora claras referencias a la filosofía clásica, ciertamente es una tarea riesgosa e interesante en los papeles. Y por ahí anda Sostai, quien comienza el relato citando el Principio de Church-Turing-Deutsch, que afirma que “Todos los sistemas físicos finitos comprensibles pueden ser simulados por una máquina de computación universal que opere en pasos finitos”. El director de origen húngaro intenta tomar al pie de la letra la teoría enunciada como excusa para la historia que cuenta en su ópera prima, una rara película animada de ciencia ficción. La acción comienza durante la noche en una terraza, donde un astronauta despierta aturdido y un hombre enmascarado lo alerta sobre una “niebla” que viene a llevarse todo. Sin entender, el astronauta corre y entra en el edificio. Pero ya dentro se encuentra dentro de un ciclo de infinitas realidades, en el que no termina de saber en dónde se encuentra el límite que separa lo virtual de lo real. De a poco irá enterándose de que se encuentra en una misión para desactivar una máquina cuántica que causó ese enredo de realidades. Así como el monolito representaba la brutal irrupción de un futuro inevitable para los primates de 2001, El ciclo infinito pretende imponer a su máquina como el final de un camino en el que las vidas virtuales van quitándole entidad a la vida física. De algún modo se pone en duda la humanidad de las existencias virtuales de la vida moderna, llevándolas al extremo de la alienación. Un nuevo futuro (y un nuevo horror) para la humanidad, del que en la película parece no haber salida. Salvo, tal vez, que el protagonista hubiera probado jugando al Ta Te Ti como Mathew Broderick en Juegos de Guerra, otra película en la que una máquina se volvía loca como en la de Kubrick, la de los Wachowski y la de Sostai. El ciclo infinito es una película animada cuyo tratamiento estético por momentos parece de avanzada y en otros realmente pobre. El rostro del protagonista, por ejemplo, carece de expresión, algo que parece consecuencia de un presupuesto bajo antes que un detalle de diseño. A favor puede decirse que se trata de la primera película que consigue replicar el estilo de narración de los videojuegos. Sin dudas El ciclo infinito tiene más fallas que aciertos, pero eso no significa que haya que meterla en la bolsa de las películas malas, caprichosas o realizadas con desidia por cineastas mediocres, para quienes el riesgo es un ítem que nunca entra en la lista de prioridades. Una experiencia que vale la pena atravesar.
Apenas un calco, que se quedó en la ruta Hay libros que son pesados. No por tediosos, sino porque poseen un valor simbólico que casi (o sin casi) los convierte en una suerte de Santo Grial. Libros que marcan épocas porque marcan a generaciones enteras, incluso más allá del universo exclusivo de sus lectores. Walter Salles, director de películas como Estación Central y Diarios de Motocicleta, declaró cada vez que pudo cuánto lo había deslumbrado en su adolescencia la lectura de En el camino y cuánto lo conmueve todavía. Justamente la novela de Jack Kerouac, obra capital de la Generación Beat que el autor comparte sobre todo con Allen Ginsberg y William Burroughs, y en parte responsable de haber cambiado la historia cultural del siglo XX, es uno de esos libros. Desde que se publicó en 1957, varios se propusieron filmar En el camino, pero el proyecto siempre fue abandonado a mitad del recorrido. Es cierto que Salles al fin lo consiguió, pero, a pesar de que su adaptación de los días motoqueros del Che Guevara permitía ilusionarse con un genuino relato rutero, la que esta vez se quedó a medio camino fue la película. Y no por falta de fidelidad, que no es necesariamente un problema a la hora del traspaso de la literatura al cine, ni por falencias técnicas. Tampoco por problemas de elenco: Salles reunió a un pequeño seleccionado con varios de los mejores actores y algunas estrellitas del cine actual (la notable Amy Adams y el “cuervo” feliz de Viggo Mortensen integran la primera categoría, y los jóvenes Sam Riley y Kristen Stewart la segunda). Lo que lastra, en el estricto sentido de la palabra, a este último trabajo del director brasileño, con el que compitió por la Palma de Oro en Cannes 2012, es una dificultad mucho más sutil que deriva de aquel peso del original. El primer indicio se encuentra en la superficie misma del relato, en la decisión de incluir un narrador omnipresente de excesiva intención literaria, que parece venir a certificar que lo que se está viendo no es una película cualquiera, sino la adaptación de un gran libro. Pero no es la figura del narrador el verdadero problema, sino la subrayada intención poética de su constante irrupción. Y cuando en el cine la poesía debe ser dicha todo el tiempo, es porque de algún modo se ha fracasado en su traducción al lenguaje cinematográfico. Del mismo modo, los viajes que realizan los protagonistas por las rutas de los Estados Unidos nunca consiguen transmitir del todo esa sensación de un devenir vital que desbordaban en el libro, sino que más se parecen a un ir y venir encaprichado. En el camino también exhibe dificultades para representar de manera vívida el carácter transgresor que el relato de Kerouac tuvo para su época. Pero no se trata sólo de que ese y otros detalles estén o no presentes, sino de que por delante, como un filtro que lo aligera todo, está el excesivo respeto de Salles por la novela. Como si su admiración por la pesada obra de Kerouac no le hubiera permitido trascenderla, sino apenas calcarla.
Juego de metáforas sobre la realidad Suerte de catarsis política hecha cine, Policeman traza un perfil sumamente duro de la sociedad israelí y no se priva de expresar varias ideas interesantes, aunque por momentos caiga en los mismos defectos que critica. La historia puede contarse como uno de esos chistes-adivinanza tan populares entre chicos en la escuela o que sirven para alegrar una sobremesa. Sería así: primer acto, un joven policía de elite en ropa deportiva va en bicicleta con un grupo de compañeros por una ruta que atraviesa un paisaje de montañas bajas color arena. Parecen felices, enérgicos, y él, con el acuerdo del resto, afirma que están en el país más hermoso del mundo. Segundo acto: el policía joven, derrochando autoridad y actitud manipuladora, convence a uno de sus compañeros, enfermo de un cáncer avanzado, de que debe hacerse cargo de la muerte de unos civiles inocentes que su brigada provocó durante una operación antiterrorista en Palestina y por la que todo el grupo está siendo juzgado. Tercer acto: el mismo policía, enfundado en su uniforme negro y armado con un arsenal, pero ya no tan seguro de sí mismo, se prepara junto a sus compañeros (incluyendo al enfermo) para reprimir a un grupo de jóvenes israelíes como él, pero que han secuestrado a tres empresarios como parte de un plan revolucionario que tiene por objeto dar a conocer un manifiesto, donde afirman estar en el país más injusto del mundo. ¿Cómo se llama la obra? La obra se llama Policeman y es la controversial película del israelí Nadav Lapid, que el año pasado resultó ganadora en la Competencia Internacional del Bafici de los premios a mejor película y dirección. Suerte de catarsis política hecha cine, Policeman traza un perfil sumamente duro de la sociedad israelí, camino por el que no se priva de expresar varias ideas interesantes, de utilizar algunas metáforas efectivas y otras no tanto, y de por momentos caer en los mismos defectos que critica. El relato, escrito por el propio Lapid, quiere dar cuenta de un determinado mapa de situación de la realidad de su país, al que retrata como un Estado policial y manipulador en el que la militarización parece ser un proceso irreversible. Si se acepta el juego de metáforas que la película propone, Yarón, el protagonista, puede funcionar como alter ego de la sociedad israelí. Lapid lo muestra entonces como a un policía machista, manipulador y racista, que gusta de exhibir sus músculos y está convencido de la justicia de sus actos, incluso de los más condenables. Pero no sería justo decir que el director define a su país sólo a través de Yarón: como en Fuenteovejuna, todos los personajes son Israel. Lo es ese grupo de jóvenes idealistas que por la fuerza quieren cambiar su aldea (porque saben que es la mejor forma de cambiar el mundo), aunque no tienen idea de cómo hacerlo. Israel también es un padre sobreprotector, que enterado de que su hijo forma parte de un grupo revolucionario y ante la imposibilidad de evitar su inmolación, toma la decisión de unírsele, sólo para estar cerca, para no descuidarlo. Israel es esa joven insensibilizada, enamorada de su líder y capaz de convertirse en mártir por amor, pero también es ese líder mesiánico, dogmático, algo histriónico y, por qué no, histérico, cuyo carisma arrastra a sus compañeros hasta un callejón sin salida. Israel es también el empresario secuestrado de cuyo poder e intereses son garantes las fuerzas militares del país. Israel son a la vez los muertos y los que matan; todo eso parece querer decir Lapid con la compleja red con que teje su historia. Sin embargo hay algo que puede causar desconfianza, algo que corre bajo las capas más ocultas del relato de Policeman. La sensación de que, en tanto espectadores, cualquiera es pasible de ser manipulado. Sobre el final será lícito preguntarse si no es eso lo que la película ha querido.
El insensible mundo corporativo Siempre tienen algo interesante las películas como Paranoia, que aprovechan aristas perversas del sistema social estadounidense para mostrar el dilema del hombre común ante la elección cotidiana entre el bien y el mal. O eso parece en principio. Es que, en apariencia, nadan contra la corriente del hiperindustrializado cine de Hollywood. No es menor mencionar el tema de las apariencias. Porque así como en los thrillers de espionaje hay cosas que terminan siendo lo contrario, en éste hay además una máscara de crítica social que oculta una mirada conservadora de la realidad. Emparentada de algún modo lejano con Enemigo público, una de las mejores películas del enorme (y desparejo) Tony Scott, Paranoia despliega un arsenal tecnológico de vigilancia en torno del protagonista, un joven aspirante a empresario, cuyas ambiciones lo empujarán a meterse en un laberinto de intereses entre dos magnates de las comunicaciones, sin hilo que lo ayude a salir. Pero el film nunca consigue crear una sensación de agobio convincente, y en eso está a años luz de la de Scott: Paranoia se extravía en escenas más próximas a las producciones fotográficas de la revista Vogue que a un thriller de espionaje. No es novedad que con el entuerto entre capitalismo y comunismo en principio resuelto, el cine de espionaje ha cambiado su eje, pasando de girar alrededor de la política para hacerlo en torno de la economía. Si hasta 1990 los que se espiaban eran los estados, en el siglo XXI la inteligencia encontró un horizonte en el mundo corporativo. Un cambio de paradigma del que el cine tomó nota. Paranoia es un ejemplo, aunque no el mejor. Aunque parece enjuiciar el carácter insensible del universo corporativo, esconde bajo el poncho del final feliz un perfil conservador que anula los impostados esbozos de crítica. Asume que la honestidad (o cualquier otro valor) es despreciable cuando no produce ganancia. Uno de los empresarios que interpretan Harrison Ford y Gary Oldman dice con claridad que no existen el bien y el mal, sino ganar o perder, por lo tanto el dilema esbozado al comienzo se vuelve ficticio y redunda en un relato sin densidad dramática. Sin bien ni mal a la vista y obligados a apostar a ganador, sólo queda elegir si ver o no la película.
El peligro de desconocer el Efecto Borges Sugerencia para directores noveles: evitar el Efecto Borges. Se sabe que el escritor era un notable autor de prólogos y muchos dicen, casi es un lugar común, que sus textos de introducción suelen ser muy superiores a las obras que preceden. Aplicando el concepto al cine, puede decirse que es un peligro empezar una película con una escena documental en la que un gran artista (un director o un escritor genial) dice una de esas frases que sólo un alma o una mente única es capaz de producir. El genio es un bien escaso y se corre el riesgo de que todo lo que venga después equivalga a no dar la talla. Desconocer el Efecto Borges es el primer problema de El amor dura tres años, de Frédéric Beigbeder. ¿O alguien cree que es fácil salir airoso del desafío de hacer una comedia romántica ácida, después de poner al propio Charles Bukowski diciendo con una sonrisa amarga y un cigarrillo entre los dedos, que “el amor es una bruma que desaparece con las primeras luces de la realidad”? Aun así la película no empieza mal, presentando en un clip que dura lo que el clásico de Elton John “Your song”, una eficaz escenificación del proceso descrito por el poeta, narrando sólo con imágenes el camino que va del surgimiento del amor hasta su disolución. Es decir, la película arranca con el divorcio de Marc, su protagonista, un crítico literario algo pedante y cínico pero en el fondo romántico, que luego de tres años de pareja se encuentra conviviendo con una extraña que lo detesta. De ahí a escribir un agrio libro de autoayuda con el mismo título de la película hay apenas un par de escenas. Como si se tratara de un diario personal filmado, el relato busca hacer cómplice al espectador, permitiéndole a Marc la posibilidad de quebrar la cuarta pared para hablar directamente a la platea, a la que le contará su historia e irá tirándole una lista larga de frases ligeramente ingeniosas. “En el siglo XXI el amor es un SMS sin respuesta” es un ejemplo que alcanza para ilustrar por dónde van las ocurrencias de El amor dura tres años. El guión apuesta al one liner constante, camino por el que se vuelve dependiente de las habilidades para la comedia de su protagonista, Gaspard Proust (el resto de los personajes, incluida la mujer de la que se enamorará, funcionan sólo de manera utilitaria, como anexos de Marc, lo cual no ayuda a dar relieve a la narración). Intercalando hallazgos visuales con el abuso de una iconografía ramplona de lo romántico, el film, aun sin ser brillante, tampoco es nefasto. Sin embargo, en el momento en que se descubre que el actor se parece a Lionel Messi algo cambia: hay que reconocer que imaginar al crack seduciendo francesas y sufriendo el mal de amores tiene su gracia.
Un film de propaganda anti Assange Como sucede con Diana, la película sobre Lady Di que también se estrenó ayer, El quinto poder es otro retrato de un personaje real cuyo destino cinematográfico era inevitable. Aunque está basado en la figura de Julian Assange, creador del portal de información libre WikiLeaks, el film dirigido por Bill Condon hace pie en la versión que Daniel Domscheit-Berg, portavoz y número dos de WikiLeaks hasta la monumental filtración de documentos secretos de los Estados Unidos, dio de aquellos hechos en su libro Dentro de WikiLeaks. Assange y Domscheit-Berg se encuentran hoy en veredas no sólo opuestas, sino además enfrentadas, por lo cual no es extraño que El quinto poder dé una imagen muy negativa del fundador del famoso portal, describiéndolo como megalómano, paranoico, psicótico, mesiánico y manipulador. Tampoco es casual que Assange haya contraatacado con el documental Mediastan, donde ofrece su propia visión, distribuyéndolo de forma parcialmente gratuita a través de Internet, el mismo día en que la película con el relato de su ex compañero se estrenaba en EE.UU. El quinto poder tiene algo del espíritu de thriller hi-tech estilo Red social, de David Fincher, aunque carece de su gracia. Con ella comparte cierto diseño visual que puede definirse como post Matrix y la verborragia de sus protagonistas. Lo que cambia son algunas intenciones: El quinto poder es una película política que toma una posición muy clara respecto del affaire WikiLeaks. Tanto que por momentos obliga a preguntarse si no se está ante un film de propaganda anti Assange. Acá se plantea una oposición entre el manejo responsable de la información –entre cuyos cultores no sólo se encuentran Domscheit-Berg y los editores de los diarios The New York Times y The Guardian y el semanario alemán Der Spiegel, sino también los funcionarios del gobierno de los EE.UU., interpretados por Laura Linney y Stanley Tucci– y el modo irresponsable, promovido por A-ssange. Es sabido que el media system estadounidense resulta un arma eficaz a la hora de estigmatizar a los “enemigos del pueblo”: que lo diga Chelsea Manning, ex Bradley, el soldadito norteamericano responsable de la filtración a WikiLeaks, quien es obviado por completo en el relato de El quinto poder. Uno de los recursos más curiosos que la película utiliza para poner en duda el sano juicio de Assange es la revelación de que su familia fue parte de un extraño culto religioso, que obligaba a teñir de blanco el pelo de los niños. Oportuno trauma infantil, cuya lógica equivale a la de la afirmación de que todos los musulmanes son terroristas. Al final, el personaje de Domscheit-Berg, a cargo de Daniel Brühl, dictará la sentencia: “Sólo alguien preocupado por sus propios secretos podría dedicar su vida a revelar los ajenos”.
Todos los clichés y un poco más Era inevitable, apenas cuestión de tiempo, que la figura de Diana Spencer –mejor conocida como Lady Di, primera esposa del heredero a la corona británica, el príncipe Carlos de Gales, y autoproclamada en su momento “reina de corazones”– terminara siendo víctima de una biopic, género / tentación en el que es muy fácil caer, pero del que es sumamente difícil salir airoso. Suerte de prueba empírica de ello, Diana, la princesa del pueblo resulta un ejemplo paradigmático de esas dificultades. Y de hecho puede decirse que el alemán Oliver Hirschbiegel, director de la película, se tropieza con cada una de las piedras con que a priori cualquiera podía imaginar que se encontraría al hacerse cargo de un proyecto semejante. Es cierto que la película no pretende contar la historia de la célebre princesa, aunque su engañoso tagline afirme misteriosamente que una verdad nunca dicha será ahora revelada. De hecho, la película comienza con Diana ya divorciada de Carlitos Windsor y relata la historia de amor que unió a la famosa princesa con un ignoto cirujano musulmán de origen paquistaní. La película reduce a la princesa al cliché de niña rica que tiene tristeza y sufre mal de amores. Melosa, condescendiente, sensiblera y de abusiva corrección política, Diana, la princesa del pueblo no sólo elude todo riesgo posible a la hora de contar el tramo final de la vida de esta “princesa del pueblo”, sino que busca usufructuar la popularidad de la figura de Diana, subrayando todo lo que la hizo uno de los personajes favoritos del reino de farandulandia. Es decir, lo contrario de lo que Hirschbiegel había intentado en La caída, la película que le dio cierta fama y en la que se narraban los últimos días de Adolf Hitler, buscando mostrar el costado humano e inseguro de quien se ha ganado con creces un lugar en el podio de los más grandes hijos de puta de la historia. Diana representa el opuesto perfecto de Hitler: ahí donde él sólo provoca rechazo, ella es toda delicadeza, sensibilidad, elegancia, pero también angustia, fragilidad y simpatía. Es curioso que Hirschbiegel se arriesgara con un personaje como Hitler, pero eligiera el camino más fácil con Diana, evitando profundizar (a veces sin siquiera rozar) los costados más polémicos de su vida y de su muerte. Diana, la princesa del pueblo es culpable entonces de uno de los peores crímenes cinematográficos que una película puede cometer: es culpable de comodidad.
Reyes del carisma en el universo Marvel La fórmula que combina acción, algo de humor y –sobre todo– personajes de una fortaleza irresistible sigue sumando capítulos en una franquicia que parece lejos de agotarse y que aquí explota muy bien temas clásicos de la mitología germánica. Los estudios Marvel Comics han llegado a establecer un estándar de calidad para las películas basadas en sus propios personajes, a partir de una fórmula que ha dado por resultado las mejores películas de sus series. Esta fórmula no es un misterio ni un secreto y ha tenido sus mejores exponentes en aquellos títulos en los que el carismático Robert Downey Jr. se encargó de interpretar el personaje de Tony Stark/Iron Man. La operación (acción + humor) multiplicada por protagonistas carismáticos le ha reportado a Marvel buenos dividendos cuando la ha cumplido, porque el público respondió a ese estímulo. No es casual que las películas de Iron Man estén entre las más vistas del estudio o que la primera de Thor haya resultado más exitosa en las boleterías que la de Capitán América. Y en vistas de que, en efecto, vuelve a cumplir a la perfección con los ingredientes de la receta, Thor: Un mundo oscuro repetirá esa performance. Esta segunda entrega que tiene como protagonista al Dios del Trueno, dirigida por Alan Taylor, aprovecha varios aciertos del episodio original, a cargo del gran Kenneth Brannagh, quien en primer lugar había sabido encontrar y explotar el costado clásico que estos personajes basados en la mitología germánica tienen en potencia. Las intrigas palaciegas, los celos entre hermanos que resultan ser hermanastros, la muerte del padre (o la madre) y las historias de amor entre seres de distinta clase, tan propios de Sófocles o Shakespeare como de las novelas de la tarde, siguen presentes en esta segunda parte. Del mismo modo, Thor: Un mundo oscuro tiene momentos brillantes de humor que, a pesar de no pasar de escenas o secuencias muy breves, la película utiliza con eficacia para ir apuntalando el relato en los momentos en los que podría empezar a flaquear. El punto fuerte del film de Taylor vuelve a ser la relación ambigua entre el protagonista y su hermanastro Loki, amo del engaño, personaje que consigue disputarle el protagonismo al héroe. El punto débil, un villano bastante estereotipado y, paradójicamente, desprovisto de todo humor. Hay otro acierto que las películas de Marvel han sabido trasladar de una a otra y que no es ajeno a Thor: Un mundo oscuro, cierta cohesión entre ellas que genera una sensación de realidad paralela. Un hecho que también es un éxito de adaptación, porque esa continuidad es una de las características fuertes del sello. Es decir, las películas de Marvel registran y promueven una idea de “universo” que siempre estuvo presente en las aventuras impresas de sus personajes. La versión cinematográfica del Universo Marvel se vuelve tangible sobre todo a partir de la interconexión cada vez más profunda que las distintas películas van teniendo entre sí y que en el caso de los personajes que integran los Avengers ya lleva al menos diez películas. Un fenómeno que tal vez sea único en la historia del cine. Eso no hace que sus películas necesariamente sean buenas, pero por lo general tienen un piso aceptable y el sentido de unidad generado a partir de la aparición sorpresiva de algunos personajes en las películas de otros, o de las ya clásicas escenas ocultas entre los títulos finales, permiten que ese efecto de encadenamiento retroalimente las virtudes del conjunto. Y, cómo no, ahí está el feliz cameo del gran Stan Lee, autor de muchos de los personajes más importantes de Marvel, como prueba definitiva de lo valiosa que resulta esa unidad estética en términos comerciales.