Amar a una mujer centenaria El documental de Belón es uno de esos casos donde no se necesita de una estampa de top model para sentir que es mucho lo que se ofrece, que hay tanto por compartir. Y donde se encuentran sentidos y significados ocultos que van más allá de la superficie. No es una idea descabellada pensar que muchas veces es posible acercarse a una película como a una mujer (las mujeres tal vez puedan pensarlas en masculino, como films). La belleza formal es apenas una primera capa superficial que encanta en lo inmediato, pero que no necesariamente conseguirá deslumbrar ni llegará a generar esa necesidad de más que permite a ese primer nivel desbordar hacia el siguiente. Es ese estado que a veces se llama amor (pero que también tiene otros nombres, menos solemnes, más pragmáticos) e implica una comunión más profunda, íntima, en la cual las fibras sensibles de un individuo y otro alcanzan un estrecho nivel de armonía. En el cine también hay algo físico, formal, que puede resultar atractivo a primeras vistas, pero que nunca alcanza por sí mismo para conquistar al espectador. Es necesario mucho más para que una película consiga penetrar hasta el hueso; pero cuando lo hace –como en el amor o como se llame–, hasta lo formal deviene accesorio. El documental de Hernán Belón, Sofía cumple 100 años –que no por casualidad tiene nombre de mujer– es uno de esos casos donde no se necesita de una estampa de top model para sentir que es mucho lo que se ofrece, que hay tanto por compartir. Desde la primera escena se percibe que hay en ella sentidos secretos, un significado sobrepasa lo dicho, lo filmado, lo editado. Un sentido más allá del primer nivel superficial de la mera sinopsis. Es por eso que enseguida aparecen preguntas, éstas u otras, que cada quien deberá tratar de responder. ¿Qué es lo que quiere contar una película que retrata a una mujer que está a punto de cumplir 100 años? ¿Qué pueden significar los 100 años de Sofía para una nación que apenas ha cumplido 200? Y sí, tal vez se trate de eso, de la memoria. Pero no de los recuerdos petrificados de la letra escrita, del bronce o del óleo. Se trata de la memoria todavía viva, en construcción, esa que requiere estar atento para no permitir que todo se escurra hasta el fondo del mar del tiempo. Eso parece querer decir la mencionada primera escena. Todo ocurre en un comedor, frente a una mesa de desayuno, con el sonido de los pájaros mañaneros muy de fondo. Sentada de frente a la cámara, Sofía se pone sus audífonos. Primero el de su derecha y así sucede el milagro: también sube para el espectador el volumen a la izquierda del estéreo y los pájaros se escuchan ahí más fuerte. Lo mismo ocurre cuando se calza el aparato en la otra oreja: con ese truco simple se presenta un nuevo mapa sonoro, más nítido, más claro, más rico. Sólo se necesita atención y las herramientas adecuadas para que los detalles de la vida no se pasen así, opacos y sin huella. Y la memoria comienza a cobrar sentidos diversos, que vienen a entrelazarse en tres dimensiones para ir ganando cada vez más profundidad. Primero Sofía le dice a su médico, en una revisión casi rutinaria, que ha comenzado a tomar Memorex porque siente que viene “más o menos con los recuerdos”. Sin embargo, a partir de allí Sofía, tan lúcida a sus 100 como cualquiera de los críticos de este diario, comienza a demostrar que su memoria funciona perfectamente. Recordará cómo conoció a su marido en 1932; la traumática muerte de su padre durante el terremoto de San Juan en 1944; su casamiento en el ’45; los nacimientos de sus hijos, de sus nietos; revivirá como una adolescente viejas disputas infantiles con Berta, su hermana menor, a partir del sentido de tal o cual foto tomada durante la niñez de ambas. Entra en escena entonces la desaparición de uno de sus hijos, el exilio de toda la familia en Brasil, entre 1977 y 1984, y con todo eso llega el dolor, un motivo válido para no querer perder esa memoria que funciona bien, aunque no gracias al Memorex. Será que en realidad lo que más teme es olvidar, que el olvido es peor que la muerte, esa desmemoriada amiga de Sofía, que para alegría de todos se olvidó de pasarla a buscar. Otra de las historias de Sofía vuelve sobre el tema de la mejor manera posible: hablando de otra cosa. Cuando una de sus nietas le pide que revele cuál era el secreto para seguir teniendo relaciones sexuales con su marido, hasta que él murió a los 88 años, ella responde intencionada: “Será que con tu abuelo no hablábamos de sexo. Lo practicábamos”. No alcanza entonces con hablar para sostener la memoria; tampoco con Memorex: la memoria se practica todos los días. Como amar a una mujer, aunque tenga 100 años.
Una ventana demasiado indiscreta La dupla de El artista propone una comedia negra ambientada en la única casa que Le Corbusier construyó en América y en la que los personajes que componen Rafael Spregelburd y Daniel Aráoz disputan un espacio de poder tan concreto como simbólico. Vecindad e intimidad son dos aspectos que fácilmente pueden ser relacionados con Lo siniestro, texto en el que Sigmund Freud definía su objeto de análisis como aquello que desde el seno de lo familiar (lo cotidiano) se vuelve extraño, o la intrusión de lo extraño en lo familiar. Esa fórmula ha dado a lo largo de la historia del cine algunas obras maestras del suspenso, que justamente tienen como eje principal de su narración este aspecto de lo siniestro. No es otra cosa lo que hace de La ventana indiscreta (Alfred Hitchcock, 1954) o de El inquilino (Román Polanski, 1976), dos films únicos. Con muchos elementos en común, pero con una más que interesante marca personal, El hombre de al lado, segunda película de ficción del tándem creativo Mariano Cohn/Gastón Duprat, vuelve a insistir sobre la combinación con un resultado digno de ser mencionado junto a tan ilustres antecedentes. Si con El artista (2008) la dupla había dado muestras de talento, oficio cinematográfico y buen gusto, con El hombre de al lado confirman todo eso y suben la apuesta. Haciendo gala de una capacidad y una potencia simbólicas infrecuentes, ya desde la tan simple como notable secuencia de los títulos iniciales –en donde la pantalla dividida en mitades, una blanca y otra gris, presenta los dos lados de una misma pared que comienza a ser demolida a mazazos–, los directores dejan en claro varias de las líneas que se entrecruzarán en su narración: la dualidad, la penetración, la decadencia. Leonardo es un hombre de clase media burguesa dedicado al diseño, exitoso y brillante en su trabajo. Junto a su mujer y su hija vive en la ciudad de La Plata, en la única casa que el famoso arquitecto suizo Le Corbusier diseñó y construyó en toda América, un hecho para nada menor dentro del relato y del universo plástico de la película. Una mañana Leonardo se despierta por una serie de ruidos insistentes que al principio no consigue identificar. Se trata de un grupo de albañiles que acaban de abrir un boquete en una medianera vecina para instalar una ventana, cuya vista caerá de lleno dentro de su propia casa. Sorprendido e indignado, Leonardo ordena a los obreros que se detengan y que le informen al dueño de la propiedad lindera que no puede instalar una ventana ahí, violando su privacidad. El desgano con que los albañiles aceptan la orden resulta un preanuncio de lo que vendrá: lo próximo que sabrá Leonardo al respecto será a través de nuevos ruidos de obra. Desde su ventana, Leonardo conocerá a Víctor, el hombre de al lado, que asomado al boquete, intimidante con la voz arenosa y su físico robusto, impondrá los ritmos de la relación que ambos tendrán partir de allí. “Sólo quiero capturar unos rayitos de ese sol que a vos te sobra, Leonardo”, le dice Víctor al afortunado habitante de esa casa con piel de vidrio. El hombre de al lado también pone en juego la relación de clases: Leonardo no podrá sino sentirse intimidado por la intrusión de aquello Otro que llega desde afuera a intentar penetrar su mundo, a quitarle el espacio que, según él cree, le pertenece legítimamente. Primero de forma física y evidente, desde ese gran ojo abierto en la pared que mira dentro de su casa; luego desde lo personal: Víctor irá forzando una relación de intimidad que Leonardo quiere inútilmente rechazar. Lo otro irá ganando la curiosidad de Leonardo, su deseo; una admiración velada de rechazo. Como en las películas de Hitchcock y Polanski, la mirada de Leonardo, su propia subjetividad, irán construyendo a Víctor hasta convertirlo en obsesión. Ese hombre expuesto a la mirada de cientos de personas desconocidas que se acercan a ver la casa de vidrio de Le Corbusier rechaza e intenta someter y extirpar la mirada abandonada de ese vecino que busca robarle “unos rayitos de sol” y amenaza con mostrarlo tal como es. Otro de los grandes méritos de El hombre de al lado es la elección de la pareja protagónica. Rafael Spregelburd consigue hilar un Leonardo de trama muy fina, en donde el hombre capaz de maltratar desconocidos y de humillar a sus alumnos es también el mismo que no consigue el respeto de su hija y da muestras de ser un ser humano miserable; el mismo que poco a poco se irá quebrando en la relación de amor/odio (admiración/envidia) que lo une a Víctor. Por su parte, Daniel Aráoz produce un Víctor magistral, capaz de intimidar en una escena, de causar ternura en la siguiente, de arrancar la carcajada franca cuando el relato lo necesita y, sobre todo, de que todo eso dé por resultado un personaje sólido y no una mera superposición de momentos. Un párrafo especial merece el guionista Andrés Duprat, autor de las dos ficciones de su hermano Gastón y su compinche Mariano, quien construye la historia de manera precisa, sin necesidad de recursos truculentos ni grandilocuencia. El resultado final es una comedia negra, que comienza con una ventana indiscreta y termina dándoles la razón a quienes no confían en sus vecinos. Pero, ¿en cuál de ellos?
Orgullosamente convencional La película puede servir para reírse con algunas de sus situaciones, o para lamentar el exceso de convenciones que desbordan su estructura. También se puede –por qué no– alegrarse por el ingreso que su recaudación le reportará, seguramente, al Instituto del Cine. Hay dos formas para ver cualquier película, o, más exactamente, dos formas en las que se las suele criticar. La primera consiste en pasar revista a aciertos y deméritos para esbozar una aproximación al intento creativo de los responsables de su factura. La segunda, mercantilista, se limita a reducir cualquier hecho artístico a su aspecto menos ligado con la intención propia del arte, al simple beneficio que se obtiene de su comercialización. Desde una u otra rara vez se arriba al mismo puerto. Igualita a mí es uno de esos productos testigo que pueden funcionar a modo de filtro decantador para ver de qué lado se paran unos y otros. Ciertamente la nueva película de Adrián Suar será bienvenida por aquellos que se excitan leyendo las tablas de las más taquilleras, de los libros más vendidos o de los programas de televisión con mayor rating. Y tal vez será lapidada en plaza pública por quienes no acepten que un producto regular no equivale a aburrido. Hay un punto intermedio para sentarse a ver Igualita a mí: para reírse con algunas de sus situaciones; para lamentar el exceso de convenciones que desbordan su estructura y –por qué no– alegrarse por el ingreso que su recaudación le reportará (se supone) al Instituto del Cine. Es cierto que el tipo de película que elige ser Igualita a mí necesita de lugares comunes; de atarse a uno o varios géneros para aprovechar sus fórmulas; de actores no necesariamente buenos, pero sí eficientes al abordar el personaje que les toca en suerte. Con todo eso cumple este segundo trabajo en el cine de Diego Kaplan, director de intensa trayectoria televisiva. Bastará mencionar que Freddy, su protagonista, es un cuarentón que se niega a abandonar la famosa adolescencia extendida de la posmodernidad, que va de boliche en boliche y a quien le gustan la noche, el bochinche y terminar cada día con una veinteañera distinta. Suerte de Isidoro Cañones modelo 2010, que se niega a las relaciones estables como a trabajar más de dos horas por día, este Freddy encontrará la horma de su zapato (o un corset para su vida ligera) cuando Aylín, una de las jovencitas que consigue llevar a su departamento de soltero, le revele que posiblemente ella sea su hija, concebida durante un viaje de egresados a finales de los ’80 con una hipona local. Esta idea, la del adulto que debe aceptar la responsabilidad de un vínculo inesperado –una de las más recurrentes del cine norteamericano–, alcanza para que una vez planteada cualquiera pueda trazar, con un mínimo margen de error, el derrotero posterior de la película. Sin dudas en este trazo esquemático (en ocasiones hasta burdo) con que la narración no se permite apartarse de lo previsible está lo menos positivo de Igualita a mí. Ante la fuerte sensación de que no se ha seleccionado a los protagonistas por lo que ellos pudieran haberle aportado a Freddy y Aylín, sino que éstos son construcciones a medida para Adrián Suar y “Floricienta” Bertotti, no queda sino aceptar que ambos actores conocen a sus personajes como baqueanos que han ido y venido toda la vida por los mismos senderos. A Bertotti le toca la jovencita inocente y algo atolondrada que ya desplegó con éxito en más de tres programas de televisión, y a Suar el petiso canchero le sale como si de interpretarse a sí mismo se tratara. (Aunque no estaría mal que agradeciera a Francella y a Darín por usarlos de espejo.) ¿Y es malo esto? Tal vez no. Hasta puede decirse que es lo mejor de una película que apuesta por las convenciones sin renegar de ellas. La química Suar-Bertotti funciona de modo razonable y eso hace que todo lo otro pase un poco más (muy poco) inadvertido.
Otro encuentro con el absurdo y la risa Para los que se sienten afines al tipo de humor desplegado por el director y los actores, es fácil simpatizar con esta película desde antes de verla. Afortunadamente, el film devuelve con creces esa confianza y entrega algunas escenas memorables. Para bien o para mal, es imposible disponerse a la contemplación de cualquier manifestación artística (dando por descontado que el cine muchas veces lo es) obviando la experiencia previa, las simpatías estéticas o las afinidades ideológicas. Por eso la cosa se pone difícil cuando se trata de decir algo sobre un trabajo del que participan tantos amigos de la casa. Y sobre todo si “la casa” es apenas uno y “amigos” sólo involucra diferentes clases y grados de cariño por tipos con los que no se tiene relación alguna, más que la que surge entre artista y espectador. Si algo puede decirse a priori de Pájaros volando, segunda película del trío Diego Capusotto–Luis Luque–Néstor Montalbano, siete años después de Soy tu aventura, es que quien elija verla irá al cine como yendo a juntarse con amigos. Y no sólo por la presencia ineludible de un Capusotto que goza del sostenido ascenso de su popularidad, a partir del éxito de su programa televisivo, sino por el largo listado de personas que intervinieron en el rodaje con papeles secundarios y pequeños cameos. El Ruso Verea, Juan Carlos Mesa, Víctor Hugo Morales o los músicos Miguel Zavaleta, Claudia Puyó y Miguel Cantilo son algunos nombres destacados, que con su participación siembran el terreno de lo inesperado. (Falta en la lista un nombre muy importante, dueño de la mejor y más sorpresiva de todas las apariciones en la película, que no conviene arruinar desde aquí.) Hecha esta enumeración, habría que ser invitado del palco de la Rural para que Pájaros volando no caiga simpática, aun sin haberla visto. Tan cierto como que todo lo anterior se iría directo al tacho si la película no lo respaldara con sustancia, con carne. El asado, en este caso, corre por cuenta del guión de Damián Dreizik, actor formado en el caldo nutritivo del under porteño de los años ’80, cuando junto a Carlos Belloso integraban el dúo Los Melli. Del mismo recetario salen las Gambas al Ajillo, inolvidable troupe de chicas comediantes que aporta a la película la presencia de Verónica Llinás y Alejandra Flechner. Y Oski Guzmán, surgido de los Match de Improvisación de Mosquito Sancineto. Pájaros volando rezuma un tono de oda al humor (y al imaginario) de esa época, que luego explotó en los ’90 con el colectivo De la cabeza (después Cha cha cha) donde aparecieron Capusotto y Montalbano. De esa estética vintage es subsidiaria la película, que comienza con la cabezota de Víctor Hugo flotando en el espacio –emulando a los anfitriones de esos programas de la televisión norteamericana que en los ’50 desbordaban ciencia ficción y clase B–, para avisarle al público lo que ya todos saben: que “no estamos solos en el universo”. Frente a esa apertura cabe esperar cualquier cosa y Pájaros volando cumple en entregar cuatro o cinco gemas de lo impensado y lo absurdo, que devuelven con creces el valor de la entrada. Es por eso que no es urgente decir que José es músico –violero– y que junto a su primo Miguel tuvieron una banda con la que metieron un hit (cuándo no) en los ’80; ni que Miguel se fue mal de la banda y con problemas de drogas, para radicarse en un pueblito hippón de las sierras cordobesas (igual que Luca Prodan recién llegado de Europa, antes de transmutar en líder carismático de Sumo); o que en la actualidad José sobrevive atendiendo el teléfono en una remisería. Como tampoco importa que Miguel regrese a la ciudad para convencer al primo de que se vaya con él, so pretexto de participar de un místico encuentro cercano de cuarto tipo. Todo eso queda en segundo plano cuando un gorila entra en escena sin aviso y con una tonada cheta que recuerda a cierto jefe de Gobierno bosteño pregunta: “¿Cómo salió Boca?”; o si un payador “de las cosas nuestras” despotrica en una peña parroquial contra el avance de los chilenos y los putos, y pide con sus rimas que los chinos se vuelvan con el sushi a su país. No interesa si el film se tiñe de berretismo, porque se entiende que ahí se juega desde la ironía con el estereotipo de un cine que en los ’70 reducía a los hippies a simples nenes de mamá encaprichados. Tampoco importa mucho si tras una andanada de gags que atraviesan todo el arco de humores posibles –desde lo inteligente hasta lo tonto, pasando por lo político, lo inocente y lo grosero–, la película cae en algunos baches o llega a un desenlace unos escalones por debajo de lo anterior. Ya no importa nada, porque habemus risa. Y porque tras tantos bañeros taquilleros pero empobrecedores, la comedia es, al fin, otro espacio recuperado para la causa. Entonces, ¡viva Perón! y nada más.
Disney reloaded Hace algunos jueves, estas mismas páginas tuvieron oportunidad de abordar el estreno de Príncipe de Persia, último trabajo en colaboración entre el productor Jerry Bruckheimer y el pulpo Disney en pos de conseguir los favores de la caja registradora. Eso hasta hoy. Jerry y Disney volvieron a unir fuerzas por segunda vez en el año, para intentar el asalto de la taquilla desde todos los flancos posibles. Y, como ya demostraron con el príncipe del desierto, sin necesidad de invertir demasiado en ingenio. El nuevo proyecto lleva por nombre Aprendiz de brujo, una película cuya genética es propia de los días que corren. Así como Príncipe de Persia era la adaptación de un clásico de los fichines (también llamados videojuegos por los neófitos), la dupla “creativa” vuelve a demostrar que siempre se puede volver a exprimir una vieja idea y que en tiempos de productos light, ricos en color pero faltos de sustancia, sobra con un par de gotas para preparar un jugo. Los muchachos decidieron que para construir un blockbuster alcanzaba con tomar no más que el título de aquel recordado fragmento de la formidable Fantasía (1941; clásico de Disney, de cuando Walt todavía no se había comprado el Invierno), en el que nada menos que Mickey encarnaba al aprendiz de marras, trabajo que ahora le toca a Jay Baruchel, cuyo único punto de contacto con el gran ratón del Norte es cierta fisonomía roedora. Esta nueva versión también necesita viajar a la Edad Media para comenzar su historia. Es nada menos que el mago Merlín (otro “guiño” autorreferencial de Disney) quien da origen a todo. Resulta que uno de sus tres alumnos dilectos, Horvath (interpretado por Alfred Molina, quien también formaba parte del elenco de Príncipe de Persia), ha decidido pasarse al bando de la malvada hechicera Fata Morgana –“el Lado Oscuro de la magia”– robando el más temible de los conjuros: el que permite devolver la vida a los muertos. En la lucha por mantener semejante poder en buenas manos, Merlín se batirá con su némesis y pagará con la vida. Será Balthazar (Nicolas Cage), otro de los alumnos de Merlín, quien conseguirá neutralizarlos, confinando a los malvados en unas mamushkas. Pero lo hará a costa de encerrar también a Verónica (la hermosa Monica Bellucci), tercera alumna en discordia, de quien está enamorado. Antes de morir, Merlín le entregará a Balthazar un pequeño dragón de hierro, una herramienta que lo ayudará en la tarea de encontrar al primer merliniano, un niño aún no nacido que será el único capaz de destruir a Morgana. La búsqueda lo traerá a la moderna Nueva York. A Aprendiz de brujo le alcanza con este breve prólogo para dejar claro el tono de aventuras que guiará la trama hasta la actualidad, donde la magia medieval fuera de época será suficiente excusa para desplegar el consabido arsenal de efectos especiales, infaltable en toda producción con ambiciones comerciales (o eso parece). Es justo decir que, sin cerrar del todo, Aprendiz de brujo representa un pasatiempo más eficaz que Príncipe de Persia y que, en comparación, sus toques de humor resultan más frescos cuanto más inesperados, aunque eso sólo ocurra de vez en cuando. Las subtramas románticas no escapan a las convenciones y la escena de las escobas vivientes con que se homenajea al Aprendiz original apenas logra validar la utilización del título. Sin defraudar, Jay Baruchel tampoco acaba de justificar su gran salto de soldado de la troupe Apattow a Chico Disney y así las cosas, lo más destacable termina resultando al fin Nicolas Cage, usualmente castigado (y no sin justicia) por algunas interpretaciones que dejan a la vista su madera de actor (de actor de madera). Lejos de la metáfora leñadora, Cage consigue darle humanidad a su mago y algo de magia a este Aprendiz de brujo. Un mérito que, para él y la película, no es nada menor.
En el reino de Poseidón Con un alto nivel de preciosismo visual y debilidades en lo narrativo, el documental busca generar conciencia acerca de los efectos devastadores de la humanidad sobre el equilibrio natural del planeta. Como ya dijo Homero Simpson en su película, no hay motivo para pagar en el cine lo que en la televisión es gratis. Mucho menos por un documental de animales. O sí, en realidad hay uno, el de siempre: el ritual mismo del cine (eso ya sería suficiente), y la promesa de encontrarse con imágenes que revelen una postal secreta de la naturaleza, mucho más allá de lo visto ya en las clásicas ediciones de La aventura del hombre que todos los lunes Mario Grasso presentaba en los ’80. Justamente es ése el valor agregado que ofertan (más que ofrecer) una serie de trabajos que han decidido probar suerte en la pantalla grande a partir del Oscar al Mejor Documental obtenido en 2006 por la francesa La marcha de los pingüinos. Pero no es mucho más que eso lo que distingue a estos productos de sus parientes catódicos. O al menos es lo que puede decirse de las tres o cuatro súper producciones del género apoyadas por Disney o la BBC, cuyo mayor exponente es La Tierra, estrenada el año pasado, a la que ahora se suma Océanos. Si bien es cierto que todos ellos alcanzan un alto nivel de preciosismo visual, en lo narrativo no consiguen dejar de ser una versión acromegálica de Animal Planet. A partir de un escenario marino, Océanos busca lo mismo que en La Tierra se intentaba de manera integral: generar conciencia acerca de los efectos devastadores de la humanidad sobre el equilibrio natural del planeta, con el lente puesto en las maravillas que esa acción hiere sin remedio en la morada de Poseidón. El intento en sí mismo no es lo criticable, como tampoco lo es (en general) el contenido de Océanos: es loable que un proyecto bregue por la protección de aquello que, amenazado, no tiene defensa. Sin embargo (siempre es incómodo encontrar unos cuantos sin embargos en proyectos con objetivos tan nobles) no se puede dejar pasar por alto la dudosa validez de algunos de los recursos elegidos para conseguir esa toma de conciencia en el espectador. Objeciones que minimizan la virtud innegable de su despliegue visual. La película abre con una iguana nadando en el mar como un Godzilla en miniatura y ése, entre otros, es un hallazgo simpático que revela hasta qué punto la naturaleza ha inspirado al cine. Pero el obstáculo más notorio de Océanos es el concepto sobre el que se ha construido, el intento de regir la narración con los mismos elementos ya devastados por la tele. ¿Cuántas veces más un director de documentales probará conmover con la clásica escena de las crías de tortuga que, devoradas por las gaviotas, nunca llegan al mar? Todavía menos necesaria es la escena en que un tiburón, mutilado por quienes codician sus famosos cartílagos pero aun con vida, se hunde en el agua como un tronco para acabar desangrado en el lecho marino. La pregunta duplicada vuelve a ser ¿por qué?: por qué tanto desprecio del hombre por la naturaleza pero, también, por qué tanta saña del realizador con el público. Sin dudas el documental es uno de los géneros más complejos y difíciles de realizar, sobre todo por su esencial pretensión de ser espejo fiel de la realidad. O, al menos, tan fiel como puede serlo cualquier construcción de la expresión humana, naturalmente tendenciosa. Desde ahí, nadie puede negar que la realidad es tanto más cruel que apenas ese único tiburón en medio de un holocausto marino y que sin dudas hay escenarios mucho más aberrantes que ése. Tan cierto como que Werner Herzog no necesitó más que su talento para presentar sus dilemas ecológico-existenciales en Encuentros en el fin del mundo (2007), con un lujo visual que nada le envidia a Océanos. A la que, por otra parte, no se le deben restar sus méritos como hipnótico retrato de la vida allá en el elemento mismo que la vio surgir, hace ya millones de años.
Un manual para Homero Simpson En Al sur de la frontera, Stone se hace, como norteamericano, una pregunta tácita: ¿cómo llegamos a ser tan ignorantes? Aunque sobrevuela muy genéricamente la realidad de la región, el documental sirve para alimentar el fuego del debate local sobre el rol de los medios. El norteamericano medio y promedio, parodiado con precisión por Homero Simpson (quien no por casualidad acaba de ser elegido como el mejor personaje de ficción de los últimos veinte años por la muy norteamericana revista Entertainment Weekly), necesita que le den todo masticado. Lo importante de este asunto reside menos en reírse de ese paradigma, del defecto ajeno, que en ver qué de propio hay en ese modelo, porque tampoco es gratuito que Los Simpson sean uno de los programas más vistos y longevos de la televisión argentina contemporánea: algo íntimamente argentino hay en ese gordo prejuicioso, ignorante, ventajero y envidioso. Al sur de la frontera, documental con el que ese buen y muy desparejo director que es Oliver Stone intenta poner en cuestión la imagen que en los Estados Unidos se tiene de los presidentes de América latina en particular, pero de toda la región en términos más amplios, resulta para quienes no pueden evitar convivir con la diaria tarea de ser latinoamericanos un manual para principiantes. En un balance final se debe decir que el documental de Stone es entonces algo así como Latinoamérica explicada a Homero. El motivo para incluir este concepto ya desde el primer párrafo es dejar claro que el trabajo de Stone no hace sino sobrevolar muy acotadamente la realidad de la región, consiguiendo enmarcarla en un relato histórico no mayor de veinte años. De este modo, la gesta chavista aparece como un emergente aislado y repentino, sólo ligado a la revolución cubana, con la muerte del Che en Bolivia incluida, como único antecedente. Como si no hubieran existido Perón, Allende o Sandino, por incluir algunos nombres clave. Es cierto: demasiada información para un pueblo ajeno a todo lo que no sea mirar el propio ombligo. Está claro también que Al sur de la frontera no busca ni puede ser una cátedra de historia. Pero cuando parece que la película de Stone se volverá definitivamente prescindible, allí brota su valor. En este presentar a sus compatriotas su propia visión de la América al Sur, Stone se hace una pregunta tácita: ¿cómo llegamos a ser tan ignorantes? Y comienza a responderse desde la primera escena. En ella se ve a la conductora de un noticiero de la cadena Fox (sí, ¡la misma en la que trabaja Homero!) dando con sorpresa la noticia de que el presidente de Venezuela acaba de admitir que es adicto al cacao. ¡Qué! Sus compañeros sorprendidos tardan en comprender que la chica quiso decir coca, costumbre que Chávez habrá tomado prestada de su colega Evo, en un simbólico cierre de filas. Pero ¿por qué comenzar con esa ridícula gaffe? Porque la guerra de Oliver es, una vez más, con los mass media y su costumbre de embuchar a la opinión pública. A partir de ahí, la película se centrará en el gobierno y la figura de Chávez y su permanente batalla contra los medios opositores (casi todos) que apoyaron y sostuvieron el fugaz golpe de Estado que lo alejó del poder por un par de días en 2002. Pero también en el poder que los medios hegemónicos tienen dentro de los Estados Unidos y cómo lo utilizaron para alimentar, en el sentido común de esos 300 millones de Homeros, la idea de que en Venezuela habita otro Saddam cuando sólo había, hay y habrá petróleo. En su novela Oil! (llevada al cine por Paul T. Anderson), Upton Sinclair escribió: “América tiene derecho a su parte en el petróleo del mundo, y no hay manera de conseguirlo de los rivales extranjeros sin echar sobre ellos la fuerza del gobierno”; o “la diplomacia es una pelea en grande por las concesiones del petróleo”; o “el petróleo está muy por encima de la cultura”. Todo eso en 1927. Está claro: ¡es el petróleo, idiota! O el gas de Bolivia; o el agua de Argentina, si es que uno se va a poner paranoico. Más allá de su utilidad como leña para alimentar del fuego del debate local en torno del papel de los medios, está claro que como documental en la vena de los trabajos de Michael Moore, Al sur de la frontera acumula deméritos cinematográficos. Es tribunera, poco profunda, narrativamente incompleta y comparte los defectos del objeto criticado: vuelve a entregar la comida masticada. Entre sus virtudes puede decirse que, aun en su parcialidad, no miente. Y cuenta con el incalculable carisma de un grupo irrepetible de líderes regionales. En caso de que se quiera ir más profundo en los conceptos que muy esquemáticamente toca Al sur de la frontera (y muchos otros), los interesados pueden conseguir por ahí The corporation, impecable trabajo documental de Mark Achbar y Jennifer Abbott. Porque Homero no se nace y él sólo es divertido cuando lo guiona Groening.
Imperio persa, imperio yanqui En un calco del modelo de acción que impera en el Hollywood actual, el productor Jerry Bruckheimer deja su sello para una historia legendaria que no termina de fraguar, pero se permite un par de chistes y paralelismos con la época actual. Los hombres de negocios no suelen equivocarse cuando deciden invertir en algo, lo que fuera, en este caso una película. Saben hasta dónde es seguro y en qué punto empieza el riesgo, y que a veces es más osado invertir en un film de bajo presupuesto y guión novedoso, que gastarse 150 millones en un refrito de viejas ideas. En el afiche de Príncipe de Persia: Las arenas del tiempo podría sin problemas leerse el tagline “Jerry Bruckheimer lo hizo” y a nadie le sorprendería. Es que Bruckheimer se ha cansado de producir éxitos, a tal punto que su nombre es más importante en películas como esta que el del propio director, por caso el británico Mike Newell. Sólo con la trilogía (pronto tetralogía) Piratas del Caribe, Bruckheimer recaudó casi 2700 millones. Príncipe de Persia es su nueva apuesta por la saga épica. Basada en un popular videojuego, cuya primera versión fue jugada por señores que hoy han pasado de largo los 40, Príncipe de Persia utiliza para su paso al cine el molde de los mencionados Piratas, al punto de que cualquier adolescente podría intentar el ejercicio de encontrar las correlaciones entre una y otra. Una historia que en este caso cambia los mares de la colonia por el desierto, escenario de las conquistas del Imperio... el de Persia: no faltarán los intencionados que buscarán enseguida el pelo, trazando un paralelo entre aquellas campañas persas de antaño y las más actuales incursiones estadounidenses en la arena. Y como Bruckheimer está más allá de todo, hasta se permite volverse obamista en tiempos de Obama. Dastan (Jake Gyllenhaal) es uno de los tres hijos del emperador, pero a diferencia de los otros él fue adoptado de niño, cuando el monarca descubre en él un valor y una nobleza inusuales. Ya grandes, los tres hermanitos parten en campaña para someter a quienes no guardan fidelidad al Imperio. Llegan así a las puertas de una ciudad sagrada que su padre ordenó no atacar. Sin embargo Tus, el mayor de los hermanos y comandante del ejército, ante la sospecha de que en esa ciudad se fabrican armas que son vendidas a los enemigos de Persia, reúne a los suyos para decidir si se debe o no respetar la orden paterna. A instancias de Nizam (Ben Kingsley), tío y consejero de los príncipes, y en contra de la percepción de Dastan, Tus decide atacar. Las escenas de acción en Príncipe de Persia son subsidiarias de la nueva escuela del cine de ese género, cuyo mejor y tal vez fundacional exponente sea la saga Bourne: mucha acrobacia, parkour y persecuciones a la carrera en opresivos escenarios urbanos. De ese modo y con Dastan como héroe, la ciudad es tomada, pero las fábricas de armas no aparecen. Tamina, la bella princesa/vestal de la ciudad sagrada, les espeta a los herederos que “ni la tortura más terrible hará que aparezcan armas que no existen”. Es posible imaginar a Bruckheimer muerto de risa, disfrutando de la picardía de esa declaración inesperada en una de sus películas. A partir de allí entrarán en juego una reliquia sagrada, una conspiración y un magnicidio, que acaban con Dastan y Tamina como prófugos, dando inicio a la esperable historia de amor-odio. En el camino la narración deviene fantástica, dando la vuelta de tuerca definitiva a la película. Que si bien mantiene su pulso no termina de fraguar. Como el protagonista, Jake Gyllenhaal, que con muy buenos antecedentes sobreactúa su Príncipe casi tanto como Orlando Bloom (un actor de menor valor) hacía con su pirata. Gemma Arterton contribuye con su belleza fría; Kingsley desarrolla su personaje con una ambigüedad que conoce de otros trabajos y Alfred Molina (de barba y pelo largo, casi un doble de Tom Araya, voz de los metaleros Slayer) da con gracia los infaltables pasos de comedia. Nadie duda del éxito de Príncipe de Persia en las boleterías, pero no estaría mal que Jerry B. le aportara algo al cine, que tantos favores (dólares) le ha hecho (ganar).
Fábula del argentino superpoderoso Si Superman es el héroe estadounidense por excelencia, el Zenitram de Barone, Juan Sasturain y Jesús de la Vega viene a patentar un patrón genético inesperado. Todo en el marco de una Argentina devastada, con escenario “gótico justicialista”. La aparición del superhéroe, junto a la figura del vampiro, representa quizá la única mitología propia del siglo XX. Surgidos en los Estados Unidos durante la década del 30, los superhéroes encarnaban los deseos, el ansia y las fantasías de un pueblo corroído por el desastre de la Gran Depresión, que depositaba en ellos su esperanza, pero también su vanidad egomaníaca. Entre ellos, Superman equivale a Drácula: tal vez no sea el primero, pero sí el que reúne por primera vez todos los rasgos de su clase. Algo caído en desgracia ante el fabuloso éxito de sus colegas de Marvel y de su hermano menor, el Batman de Christopher Nolan, Superman continúa siendo el más norteamericano de los superhéroes. Y no por nada es sobre su molde que los creadores de Zenitram le han dado forma al primer superhéroe que responde a un patrón genético inesperado: es incorregiblemente argentino. La historia de Zenitram es la de un porteño cualquiera, Rubén Martínez (Juan Minujín), que trabaja de recolector de residuos en una Buenos Aires colapsada. Ese porvenir que imagina la película no es ni muy lejano en el tiempo ni en sus alcances, si es que todos los caminos conducen a una crisis global: el agua se ha privatizado y se raciona con un sistema de tarjetas magnéticas. Como en las fantasías retro futuristas del cine estadounidense, por caso Blade Runner, el más exitoso de los fracasos de Ridley Scott, o más aun el Brazil de Terry Gilliam, Zenitram combina una construcción social y tecnológica asentada en el pasado (los años ’50 en la Argentina) pero en un contexto futuro, el año 2025. En ese desolador paisaje, Martínez pierde su trabajo de basurero en la primera escena de la película, convirtiéndose en uno más de los millones de roñosos muertos de hambre que se amontonan en una ciudad donde las villas han crecido hasta invadirlo casi todo. Más resignado que asustado por su incierto futuro, esa misma noche Martínez conoce a un extraño entre los mingitorios de un baño público, quien le revela un destino impensado, una personalidad dormida dentro de él mismo. Tras el semi-palíndromo de su propio apellido se esconde “el otro”; frente a un presente de miseria irremediable (el peor de los temores de la clase media vernácula), la fantasía del héroe que tomándose los genitales se vuelve poderoso. Un relato y un gesto que traen a la memoria la historia de superación del último gran héroe argentino, aquel que no duda en sugerir a sus enemigos “que la mamen”. Porque si en Superman se esconden uno y todos los norteamericanos, la vida de Martínez/Zenitram reescribe la fábula del chico que consigue gambetear un destino de hambre y pobreza a partir de un don que es a la vez natural y sobrehumano, sueño común cuya última encarnación resulta Diego Maradona. Pero también pueden ser Palito Ortega, Gatica o Eva Perón. No hay héroes sin masa, sin una multitud que siga sus hazañas con admiración o lo recuerde a través del tiempo, y en ese colectivo soñador también se sostiene Zenitram. La referencia al peronismo es directa: una estética monumental/ministerial que el artista plástico Daniel Santoro, director de arte junto a Martín Oesterheld, ha denominado con gracia y precisión como “gótico justicialista”, es el telón de fondo sobre el que transcurre la acción. Exagerando el gigantismo de edificios emblemáticos, como el viejo Ministerio de Obras Públicas o el imponente Kavanagh, asfixiando a la ciudad con una favela interminable e invadiendo todo con un complejo fondo de íconos peronistas, Oesterheld y Santoro logran crear un espacio de argentinidad reconocible a simple vista. Si a eso se suma un héroe amado por el pueblo aun por sus defectos, de quien el poder político intenta sacar provecho, cualquiera notará que el resultado se parece a un espejo deformante, en el que la propia imagen se ve más gorda o más flaca, sin dejar nunca de ser propia. Es cierto que Zenitram dista de ser perfecta en lo cinematográfico. Será que el trío Barone-De la Vega-Sasturain ha construido un guión que es más grande que la película que podían hacer, un problema económico habitual en el cine argentino. Sin embargo, Barone como director ha tenido buen pulso para poner esa imperfección de su lado. Ha entendido que el sainete era el mejor de los tonos para que los miembros de un elenco sólido (Luis Luque, Daniel Fanego, el propio Minujín, entre otros) pudieran jugar a ser personajes de historieta, lejos de un registro realista. Y justamente Zenitram es una buena película porque no se toma nada en serio. Ni a los superhéroes, ni al peronismo, ni a los Lo bien que hace.
Otro manotazo a la frondosa cultura helénica A veces una distracción puede ser fatal. Alcanza con ponerse a pensar en cualquier cosa un ratito, para que un segundo después todos los puentes con la realidad estén en llamas. Por eso no conviene entrar en babia a ver Furia de titanes, porque tras el anuncio de James Cameron, el desatento puede terminar pensando que lo que acaba de entrar a ver al cine es la secuela de Avatar. No es que en esta película los personajes sean azules y midan tres metros, pero entre la música pomposa e intencionada, la profusión de bichos, el 3D y Jake Sully –perdón, Sam Worthington– no sería extraño que alguien creyera que los paisajes desiertos de Furia de titanes corresponden al estado del planeta Pandora después de la conquista, de la tala de árboles sagrados y el posterior calentamiento global. Está bien: tal vez sea exagerado. Lo cierto es que la reiteración de algunos caracteres –el apego a estructuras de probado éxito; el abuso de la remake y otros soportes de universos u obras preexistentes; la vocación (o pretensión) de saga épica; las similitudes evidentes en bandas de sonido, diseño de arte, coreografías de acción, etcétera– permite suponer la existencia de una categoría a la que podría llamarse Nuevo Cine de Aventuras. Una variedad que quizá conjuró su forma actual a partir de El Señor de los Anillos de Peter Jackson (aunque podría mencionarse una lista de precursores) y que diez años después, habiendo tenido su más acabada joya en lo último de Cameron, ya se está poniendo vieja. Furia de titanes, versión muy libre del conocido mito griego de Perseo, encaja justo en esa descripción. Abandonado al nacer por Acrisio, rey de Argos, quien atemorizado por el vaticinio de un oráculo lo arrojó al mar junto a su madre, Perseo es hallado y criado por una pareja de pescadores que, como él, ignora su origen divino. Sin embargo, su destino es de héroe y pronto se verá envuelto en una disputa entre dioses y hombres, en la que deberá tomar parte. Lo que sigue es un catálogo de escenas de acción y una colección de criaturas míticas, que van de los esperables Pegaso y Caronte al injertado Kraken, bestia importada del imaginario nórdico, utilizadas como hilo conductor del mito del joven semidiós que se aventura en busca de la mortal cabeza de Medusa. Digna representante de ese Nuevo (Viejo) Cine de Aventuras, Furia de titanes es la revisión de un film homónimo de 1981, protagonizado por un grupo de grandes actores ingleses que incluía a Laurence Olivier y Burguess Meredith. Ya aquel original se valía del prestigio previo de la mitología y, por cierto, tenía el encanto (o el defecto, según se mire) de parecer una película de clase B filmada dos décadas antes, tan toscos eran sus efectos especiales: en esta nueva versión se permiten alguna broma al respecto. En ese sentido, como es lógico, el resultado aquí es muy distinto, ya que su factura demandó lo último en tecnología. Tampoco se escatimaron recursos para armar el elenco: la película vuelve a juntar a los protagonistas de La lista de Schindler, Liam Neeson y Ralph Fiennes, dos de los actores más versátiles de la actualidad, en los papeles de Zeus y Hades. Y a ellos se suma la ubicua omnipresencia de Worthington, quien viene de una seguidilla impresionante, con Avatar y Terminator, la salvación como estandartes. El es el hombrecito en medio de los efectos especiales, como dijo alguna vez Jeff Goldblum de sí mismo durante los ’90. Furia de titanes cumple como entretenimiento, aunque sufre de ese vicio industrial de simplificar los originales para hacerlos encajar en su redituable molde de lo predigerido. Soberana pretensión, si se atiende a que en este caso el original es nada menos que la frondosa mitología helénica, que hasta ahora se ha bastado por sí sola para cautivar, generación tras generación, a toda la humanidad.