Paso atrás En tus zapatos es una película rarísima para esta época. Desde la premisa (una máquina ancestral para arreglar suelas que hace que un zapatero se convierta en la persona cuyos zapatos se pone) hasta su carácter de comedia neoyorquina pequeña, de tono menor y sin pretensiones, todo resulta bastante anacrónico y recuerda más que nada a alguna que otra película de comienzos de los 90 (especialmente Milagro en Nueva York, o 29th Street, enorme peliculita de George Gallo que casi nadie recuerda). Y ese anacronismo se hace aún más presente si tenemos en cuenta que transcurre en el Lower East Side neoyorquino, una de las pocas zonas de Manhattan en mantenerse casi intactas con el paso del tiempo. Tal vez haya sido por esto, o tal vez simplemente porque aborrecen absolutamente todo lo que contenga a Adam Sandler, pero la crítica estadounidense trató a En tus zapatos con una saña -22/100 de promedio en Metacritic- que, tras ver la película, resulta más bien incomprensible. Y no porque se trate de una gran película; de hecho, ni siquiera llega a ser realmente una buena película, pero es tan amable e inofensiva que resulta bastante extraño que se la haya recibido con semejante desprecio. Lo que sí resulta significativo es el paso atrás que En tus zapatos significa en la carrera de su director, el otrora Tom y hoy Thomas McCarthy (quien también es un actor de reparto bastante prolífico). La filmografía de McCarthy venía en un importante crescendo: arrancó con The Station Agent (2003), agridulce comedia indie protagonizada por un Peter Dinklage pre-Tyrion Lannister, Patricia Clarkson y Bobby Cannavale con mucho subrayado innecesario y grasadas varias pero con grandes momentos y personajes entrañables. Las cosas mejoraron con Visita inesperada (2007), la única de sus películas en haber tenido un estreno comercial en Argentina hasta En tus zapatos y una que, en los papeles, tenía toda la pinta de ser un bodrio progre-culposo, pero que terminaba eludiendo muchos de los lugares comunes en los que podría haber caído, además de contar, nuevamente, con grandes personajes. Finalmente, McCarthy se afianzó totalmente, enfatizó en sus virtudes y dejó atrás sus defectos en la excelente Ganar ganar (2011) que, si todavía no la vieron, deberían correr a ver. Y que también está llena de grandes personajes. En tus zapatos, en cambio, no tiene grandes personajes. Se nota que McCarthy los quiere tanto como a los del resto de sus películas, pero algo falla en su manera de transmitir ese amor al espectador, y terminan resultando personajes incompletos, incluso su protagonista. Esto podría haber sido fatal porque es muy difícil que una película como En tus zapatos funcione sin personajes con los que uno pueda sentir empatía pero, a falta de personajes queribles, McCarthy logra por lo menos que su película lo sea: si bien En tus zapatos es una película despareja y llena de tropezones que no logra decidir su tono y lo cambia continuamente, esa misma indecisión la hace libre. Y es en sus momentos de mayor libertad cuando mejor funciona, como cuando se convierte en una especie de Después de hora, con Sandler poniéndose un montón de pares de zapatos para intentar salir de un quilombo importante con gente pesada. O en su casi superheroica vuelta de tuerca final, el único momento verdaderamente hermoso de la película que, lamentablemente, llega demasiado tarde.
Nueva Comedia Argentina El año pasado, Martín Piroyansky estrenó su tercer trabajo como director luego del gran corto No me ama y su opera prima Abril en Nueva York, una película algo despareja pero chiquita y amable que aquí fue recibida con un desprecio desmedido. Aunque este estreno del año pasado no fue en cine sino en YouTube, y se trató de la serie web Tiempo libre. Con muchos de los elementos de varias sitcoms que bien conocemos, esta serie producida por la Universidad Tres de Febrero tiene al propio Piroyansky interpretándose a sí mismo en un reality show apócrifo que muestra su vida cotidiana en un momento en el que está esperando a que le llegue su próximo trabajo actoral. Repleta de cameos y con una cantidad de referencias a la cultura popular que no estamos acostumbrados a ver en un trabajo local, en Tiempo libre ya puede verse lo que en Vóley se vuelve aún más evidente: que Piroyansky conoce perfectamente los códigos de la comedia americana y sabe traducirlos al ámbito local sin que esto haga ningún tipo de ruido. En los últimos años ha habido muchos intentos de trasladar elementos de la Nueva Comedia Americana al cine argentino pero, en la gran mayoría de los casos, esta traslación terminaba siendo contaminada por los peores vicios de la comedia argentina más vetusta y conservadora. Nada de eso último sucede en Vóley, donde incluso sorprende que se trate de un segundo largometraje y no la película número cinco de un director que ya tiene todo aceitado. Piroyansky se apoya en una locación acotada (una casa en el Tigre al que va un grupo de amigos a pasar un par de días, fin de año incluido) y un grupo de actores jóvenes y extraordinarios y saca provecho de eso con una historia de encuentros y desencuentros, de amores y desamores, de cagaderas y constipaciones. Vóley juega a dos puntas: por un lado, tiene mucho de cuento rohmeriano (Piroyansky menciona Paulina en la playa como una las principales inspiraciones del film). Por el otro, está la comedia americana de los últimos años, con sus pedos, sus garches y sus diálogos soeces. Y Piroyansky amalgama esas dos puntas con maestría: la película es muy bella desde lo visual, con unos planos perfectamente coreográficos en los que sigue a sus personajes mientras besan a uno, besan al otro, cogen con uno, cogen con otro, están enamorados de uno y después se enamoran del otro. Y, al mismo tiempo, logra una enorme cantidad de momentos de alta comedia, con timing y diálogos precisos y donde nada parece forzado. Incluso, Piroyansky juega mucho con la sorpresa; con hacernos creer que va a ir para un lado y después tomar el camino menos esperado. Perdonen por spoilearles uno de los mejores chistes que tiene la película, pero sirve muy bien para ejemplificar esto último: en un momento, a Belén (Justina Bustos), amiga del primario de Manuela (Violeta Urtizberea) que el resto de los personajes recién está conociendo, le proponen un juego que consiste en tener que responder a cualquier pregunta con “Cuando era chica”, por más disparatada que sea. Después de varias preguntas, Nico (Piroyansky) le pregunta algo así como: “¿Cuándo te tocó tu papá por primera vez?”. Manuela lo mira mal, Belén se pone seria, empieza a relatar una historia de tintes macabros, el tono de la película se pone grave, la cámara se acerca y, en el momento menos esperado, Belén se despacha con un one-liner perfecto que hace notar que todo fue un chiste. Ya el hecho de que la película no tenga miedo a hacer chistes con esas cosas es algo bastante meritorio pero, además, esa escena está construida de forma magistral desde la cámara, desde los diálogos, desde el sonido, y todo con el fin de hacer un chiste; apenas una muestra de cuán en serio se toma Piroyansky la comedia. Pero, si hablamos de seriedad, otra de las cosas con la que la película se arriesga, y lo cual también la emparienta con el cine de Nicholas Stoller, Judd Apatow y similares, es que tampoco le teme a volverse drama: en un momento, las circunstancias de la película hacen que todo vire para un lado bastante triste y dramático, y Piroyansky resuelve esto con el mismo oficio con el que pone en escena la mejor de las comedias posibles. Es probable que varios minimicen la importancia de una película como Vóley porque todos ya bien sabemos que todavía existe esta estúpida idea de que la comedia es un género menor. Pero la realidad es que aquí casi no existen películas como esta, realizadas dentro de la industria (si bien es una película relativamente pequeña, no deja de ser de Patagonik) pero con ideas, gracia, amor por sus personajes, grandes diálogos y actuaciones brillantes. Y necesitamos que existan más.
El desprecio En una escena poco después del comienzo de Birdman o (la inesperada virtud de la ignorancia) en la que vemos una ronda de prensa, un periodista “intelectual” -caracterizado como la idea que un niño de 12 años tendría sobre “un intelectual”- menciona a Roland Barthes en una pregunta dirigida a Riggan Thomson (Michael Keaton). Una periodista de espectáculos que también está presente en la rueda de prensa pregunta quién es Roland Barthes y si actuó en alguna de las tres películas de la saga Birdman que Thomson protagonizó veinte años atrás. Este es sólo un ejemplo entre tantos que muestran a las claras lo canallesco de Iñárritu y sus guionistas: crean un personaje con el sólo objetivo de ridiculizarlo; de ponerse por encima de él y hacerlo objeto de escarnio por representar una supuesta “baja cultura”. Porque esta gente -Iñárritu y secuaces- todavía cree en esa imbecilidad que es la supuesta existencia de una “Cultura Alta” y una “cultura baja”, y extienden esa diferenciación a toda la película desde un lugar que ellos suponen elevado pero que en ningún momento deja de ser de una elementalidad bastante alarmante. Iñárritu es tan creído de sí mismo que hasta se atreve a remarcarnos que su película es una obra de arte mayor: en una secuencia, Birdman, la voz en la cabeza de Riggan, le dice a este último que al “gran público” que, obviamente, es estúpido, no le gusta “la mierda filosófica” -que es lo que Iñárritu nos vino mostrando hasta ese momento-, y que prefiere ver explosiones y cosas que se rompen. A continuación, vemos cómo todo se convierte en una secuencia de acción que hace creer que Iñárritu en su vida vio una película de acción (¿y por qué iría a hacerlo, si Iñárritu pertenece a la “Cultura Alta” que no ve “esas estupideces”?) para luego volver a (optar por) “la mierda filosófica”, aquella que convierte a Iñárritu en el “artissssta” que él cree ser. Rara vez se ha visto ese nivel de megalomanía en un director (se me ocurre aquel autobombo espantoso en las placas del final de La mala educación, la peor película de Almodóvar, con su zoom en la palabra “pasión”), pero lo peor de todo es que esa megalomanía no se condice con el resultado final de la película: Birdman o (la inesperada virtud de la ignorancia) se cree que es algo así como la mejor película de la historia, pero es puro humo. Se hace la virtuosa con esa “propuesta estética” que consiste en falsear un plano secuencia eterno y mover mucho la cámara, pero eso no es más que ostentación. No hay nada que justifique que la película esté filmada de esa manera. En la extraordinaria Niños del hombre, de Alfonso Cuarón (y con Emmanuel Lubezki como director de fotografía), los planos secuencia tenían una razón de ser: transmitían una tensión y una urgencia que aportaba emoción a la película. Lo de Iñárritu es un “miren qué bien filmo”; es pura acrobacia visual vacía de ideas. Y encima está llena de momentos visualmente feos, especialmente cuando la película trabaja con planos cerrados. Pero es a la hora de “bajar línea” donde la película demuestra su torpeza y su infantilidad. Ya hablamos del temita de las culturas alta y baja, pero Iñárritu también se propone hablar sobre las redes sociales (sin conocerlas), sobre la crítica (desde el lugar más común de todos; aquel del “artista frustrado”), sobre el “show business”, sobre el público (diciendo básicamente que son todos tarados) y, en todos los casos, lo hace desde la obviedad más rampante. Aquella escena de “la periodista estúpida que no sabe quién es Barthes” debería ser suficiente como para descartar esta película como la tontería que es, pero resulta ser que hay mucha gente que piensa que Birdman o (la inesperada virtud de la ignorancia) es realmente una obra maestra. Incluso, hay muchos detractores de las películas anteriores de Iñárritu que piensan que esta es una excepción a la carrera del mexicano. Jamás entenderé esa postura: Birdman o (la inesperada virtud de la ignorancia) es Iñárritu en el más puro de sus estados, y esta es su película más personal, lo cual, en este caso, significa que es la peor de las películas posibles: ahí está esa gravedad (si bien se supone que esta es una comedia, no veo rastros de este género en ninguno de los 119 interminables minutos que dura) y esa autoimportancia que caracterizan a su cine; ahí lo tenemos a Iñárritu torturando a sus personajes, haciéndolos sufrir, humillándolos de las peores maneras posibles (la escena de Riggan Thomson corriendo en calzones por el Times Square debe ser uno de los momentos más vergonzantes de los últimos 120 años de cine); ahí tenemos a un director que cree que la calidad de una actuación es directamente proporcional al volumen en que el actor en cuestión grita y a la brusquedad con la que este se mueve. Lo más terrible de Birdman o (la inesperada virtud de la ignorancia) es que va a hacer historia. Mi amigo Diego Papic dijo, en su crítica para la Agenda Cultural del Gobierno de la Ciudad, que prefería una chantada como esta película por sobre las chantadas insulsas que son La teoría del todo y El código Enigma. Pero una película muy mala como El código Enigma (no menciono La teoría del todo porque a mí me gustó mucho) será olvidada al día siguiente de la entrega del Oscar, porque ¿acaso alguien se acuerda de El discurso del rey? No; esas películas están diseñadas para competir por el Oscar y esa es su fecha de vencimiento. Pero Birdman o (la inesperada virtud de la ignorancia) es de esas películas que generan fanatismos acérrimos; va a convertirse (o ya se convirtió) en una de las películas favoritas de demasiada gente; tal vez muchos jóvenes se decidan a estudiar cine gracias a esta película y la tengan como referencia. Y, cuando eso sucede con una película que, para uno, representa lo peor del cine, termina siendo muy triste y desesperanzador. Encima tiene un título de mierda.
Push it to the limit Damien Chazelle comenzó su carrera en el 2009 (cuando apenas tenía 24 años) con una enorme pero poco conocida peliculita llamada Guy and Madeline on a park bench. Filmada en Boston en blanco y negro y de forma casi amateur; con actores no profesionales y mucha cámara en mano, la película amalgama el contemporáneo mumblecore con la primera etapa de la nouvelle vague, el Cassavetes circa Shadows (la parte masculina del título es un trompetista de jazz y la película retrata la escena jazzera de Boston) e incluso el musical clásico, ya que cuenta con varios (extraordinarios) números musicales. Pero, a pesar de las similitudes genérico-musicales, Guy and Madeline… es una película muy diferente a Whiplash; casi su opuesto. Mientras la primera es una comedia amable y luminosa y tiene una mirada más bien festiva sobre el hecho de ser músico, Whiplash nos muestra la contracara de todo esto: Andrew (un perfecto Miles Teller que, nos aseguran -y Chazelle hace lo propio en la película al mostrarlo muchas veces en plano general- es quien toca la batería durante toda la película) tiene como único objetivo convertirse en el mejor baterista del mundo y, salvo en la brillante escena final (a la que volveremos más abajo), no pareciera disfrutar demasiado de lo que hace sino, más bien, padecerlo. En eso, Whiplash se emparienta más con una película que Chazelle no dirigió pero sí escribió: Grand piano (2013), de Eugenio Mira, uno de los thrillers más divertidos de los últimos años; un tour de force que toma como principal referencia el último acto de la versión americana de El hombre que sabía demasiado de Hitchcock, lo pasa por una licuadora depalmiana y convierte dicha secuencia en la película entera. En Grand piano también tenemos un músico (pianista, en este caso, e interpretado por Elijah Wood) para quien el hecho de ser músico representa un sufrimiento: es considerado el mejor pianista del mundo pero, luego de un pifie hace cinco años mientras tocaba una pieza compuesta por su mentor y considerada por todos como imposible de interpretar, no volvió a tocar en público hasta el día en que transcurre la película. Y, como si sus nervios no fueran suficientes, mientras está tocando encuentra un mensaje en su partitura, escrito con marcador rojo: “si pifiás una nota, morís”. El autor del mensaje es un villano (John Cusack) cuyo “motivo” es tan disparatado que se vuelve entrañable, pero el rol que juega en la película no difiere demasiado del de Fletcher (J.K. Simmons, genial como siempre), el instructor de Andrew en Whiplash, quien no llega a amenazarlo de muerte para que no le pifie pero sí lo tortura de todas las maneras posibles; lo sobreexige hasta lo insoportable cuando el protagonista ya se sobreexige a sí mismo. Lo más interesante de Whiplash es la manera en que renuncia a todo tipo de sentimentalismo fácil. Incluso se arriesga a renunciar a que uno no sienta empatía por el supuesto héroe de la película: en una escena, vemos a Andrew dejar a la chica con quien está saliendo de la manera más cruel posible. Pero Chazelle no humilla a sus personajes (como sí hace Iñárritu con todos y cada uno de ellos en la inenarrable Birdman): desde el comienzo, sabemos que Andrew simplemente tiene problemas para relacionarse con los demás. Y tampoco es condescendiente con lo antisocial de este personaje (como sí lo es Morten Tyldum con Alan Turing en El código Enigma, otra película horrible contra la cual Whiplash compite por el Oscar). No hay bajadas de línea en Whiplash; incluso, es bastante ambigua con el método de enseñanza de Fletcher. Sí, en Andrew puede funcionar, pero también llevó a otro de sus alumnos al suicidio. La película, con su profusión de escenas de “entrenamiento” en las que el protagonista sangra a más no poder mientras su instructor lo hace tocar cada vez más rápido; con esos planos detalle de sus manos ensangrentadas, de la sangre salpicando platillos y tambores, está más cerca de ser una película de boxeo. Y, de hecho (spoiler warning), termina con una secuencia que es pura emoción deportiva. Porque Chazelle podrá renunciar a sentimentalismos; podrá ser seco y crudo, pero no es cínico, y les regala a sus personajes (y a nosotros, el público) uno de los finales más eufóricos de los que se tenga memoria en el que, mediante simples gestos y miradas, hace que ambos protagonistas pasen del odio al respeto y la admiración mutua. Y decide terminar todo en el momento perfecto.
El canon Este año, la cinefilia ha dictaminado dos supuestos axiomas: Jauja y Adiós al lenguaje son obras maestras. Pareciera como si, para estar en “la pomada”, tuviéramos que tomar dichas afirmaciones como verdades absolutas. De lo contrario, nos quedamos afuera y no sabemos apreciar el cine. Estamos en presencia de la vuelta de la peor de las cinefilias: esa cinefilia que se vanagloria de una supuesta superioridad intelectual; aquella que dicta que “si no te gusta una película de Bergman es porque no la entendiste”. Incluso, he leído afirmaciones tales como que los detractores de Jauja lo son por envidia (!!!!!!!). Parece que a Jauja y Adiós al lenguaje no se les puede discutir absolutamente nada. Si queremos mantener nuestra reputación, ni debería pasársenos por la cabeza decir que los diálogos de Jauja (a cargo de un gran cuentista como lo es Fabián Casas) nos parecen risibles, que su tan mentada “escena de la cueva” constituye uno de los momentos más pavos del año, que su coqueteo con lo metafísico la hace entrar de lleno en el más feo de los subielismos. Diablos, si hasta nos da un poco de vergüenza decir que preferimos un millón de veces las dos primeras (enormes, hermosas) películas de su mismo director. Ahora se estrenó Adiós al lenguaje y la reacción parece ser la misma: es una película indiscutiblemente perfecta. Ahí está bien arriba (y acompañada de Jauja) en el 99,99 por ciento de las listas de mejores películas del año. Godard parece haber venido a salvarnos del cine de mierda. Adiós al lenguaje es, por lo menos para quien esto escribe, tan chantuna como Jauja. Pero lo que la hace muy superior a la película de Alonso es que no se toma muy en serio a sí misma -de hecho, la cinefilia antes mencionada se la tomó muchísimo más en serio que su propio director-. Godard hace aquí su primera película divertida y realmente libre y juguetona en quién sabe cuántos cientos de años: pareciera haber recuperado un poco ese humor que convertía en adorable a buena parte de sus películas de los sesenta, lo cual se evidencia especialmente en aquel gran momento en el que uno de los personajes tira reflexiones godardianas mientras caga con ruido. Y si hablamos de cosas adorables, ahí tenemos la subtrama del perrito a quien seguimos durante varios pasajes de Adiós al lenguaje y que se convierte en una de las minipelículas del año. Y, bueno, después está el 3D. Por supuesto, es la gran novedad: Godard en 3D, si bien no es la primera experimentación de Jean-Luc con el formato estereoscópico; ese lugar lo ocupa el corto Les trois Désastres, que forma parte del largo 3x3D. ¿Y qué hace Godard con el 3D en Adiós al lenguaje? Bueno, depende: por momentos, el 3D se ve más berreta que el del Drácula de Dario Argento y el de Sangriento San Valentín, y uno de los resultados más probables de su visionado puede ser un importante dolor de cabeza (el hecho de que los subtítulos de la copia local estén en 2D no mejora mucho las cosas). Me dirán que Godard siempre jugó con la imagen y que esta imagen deficiente es algo deliberado. Pero el hecho es que, por momentos, esta “obra maestra indiscutible del genio del cine Godard” se ve mal. Las cosas mejoran cuando Godard empieza a jugar de verdad con el 3D, especialmente en dos grandes secuencias en las que panea una de las cámaras mientras deja fija la otra y logra una orgía visual de superposiciones que hace desear que toda la película fuera eso mismo.
Los dos chiflados A la crítica y a la cinefilia le costó mucho recibir a los hermanos Farrelly. Recuerdo cuando se estrenó Tonto y retonto veinte años atrás, y cómo, para cualquier cinéfilo, esa película representaba algo así como el anticine; lo más bajo a lo que se podía haber caído dentro del género. Porque la llegada al cine de los hermanos Farrelly escandalizó incluso a quienes estaban en contra de que la idea de que la comedia es un género menor. Admito que a mí, que en esa época tenía 14 años y estaba en plena transición hacia la “cinefilia dura”, también me género cierto rechazo Tonto y retonto (si bien era más bien fanático de una película como La máscara, que envejeció todos los años que tiene). Digamos que los Farrelly significaron en ese momento una especie de acabose porque tal vez, a algunos, este tipo de comedia extrema nos pareció, bueno, eso mismo; demasiado. Semejante repulsa me resulta, hoy en día, bastante risible si tenemos en cuenta que sí se recibía un poco más naturalmente el cine de un director como John Waters. Pero tal vez haya tenido que ver el hecho de que Waters siempre fue más bien un outsider, mientras que los Farrelly entraron con un pie en la industria al tener de protagonista a Jim Carrey, el comediante estrella del momento. Lo cual hoy en día me resulta una idea absolutamente esnobista y reprobable, pero bueno, en mi caso, tengo la excusa de la edad. Creo. En fin, que luego de que una obra maestra como Kingpin haya pasado totalmente desapercibida (aquí fue directo a video), de repente llegó Loco por Mary y todo cambió. O, bueno, algo cambió, porque hubo muchos contreras que lo siguieron siendo. Pero ya para la época de Loco por Mary, muchos percibieron que acá había algo; qué acá había unos directores con una mirada personal, con un modo de hacer comedia diferente, con un don de hacer comedias a la vez oscuras pero con corazón. Luego de Loco por Mary, los Farrelly mantuvieron un alto nivel de calidad -si bien la crítica, especialmente la estadounidense, les soltó la mano hace tiempo-, con picos de maestría como la extraordinaria Irene, yo y mi otro yo y las subvaloradísimas Inseparablemente juntos (en muchos sentidos la película más personal de los hermanos) y Amor en juego, donde jugaron a hacer una comedia romántica convencional (con guión de los enormes Lowell Ganz y Babaloo Mandel) y les salió una de las mejores de la historia, con grandes películas menores como Pase libre y La mujer de mis pesadillas y con otras algo fallidas pero no descartables, como Osmosis Jones o Amor ciego. En 2012 hicieron la película más extraña y deforme de su carrera, pero también la película que siempre quisieron -y estaban destinados a- hacer: su versión cinematográfica de Los tres chiflados. Este proyecto tardó muchísimo en concretarse, y tuvo una serie de elencos tentativos en los que se barajaron nombres como los de Russell Crowe, Jim Carrey, Jeff Daniels, Sean Penn, Woody Harrelson, Mel Gibson y otras superestrellas. Pero, finalmente, los Farrelly terminaron optando por un elenco de bajo perfil, y ese bajo perfil (si bien cuenta con inolvidables cameos como ¡Larry David haciendo de monja!) terminó extendiéndose a todo el film. Esto hizo que la película no fuera tan notoria, y que muchos se hayan olvidado de ella en el poco tiempo que transcurrió desde su estreno (encima, a los genios del marketing que la distribuyeron acá no se les ocurrió mejor idea que orientarla “al público infantil” -si bien ya en la primera secuencia incluye chistes sobre el cáncer- y la estrenaron únicamente doblada al castellano). Pero Los tres chiflados es una comedia excelente de timing perfecto; una de las más logradas de la filmografía del dúo. Lo que nos lleva de vuelta a su opera prima, Tonto y retonto -cuyos Harry y Lloyd no podrían haber existido sin Moe, Larry y Curly- y a la película que nos ocupa, su segunda parte -luego de una “precuela” de 2003 realizada por otra gente con mucho menos talento (si bien en un momento llegó a ser un proyecto de Trey Parker y Matt Stone) y de la que cuanto menos se diga, mejor-. Vista hoy (literalmente; hace un rato), Tonto y retonto es, bueno, una obra maestra. Este detalle me llamó bastante la atención ya que, si bien con los años aprendí a quererla, siempre me resultó una especie de primer borrador de todo lo que vendría después; una película cuya importancia dentro de la historia reciente de la comedia era mayor que su calidad. Pero no, la película es endiabladamente brillante: detrás de esa sucesión de momentos a pura escatología y slapstick y de su aparente estupidez se esconde una película que es pura sofisticación, que está construida con inteligencia, que está narrada de forma sólida y que hasta incluye algunos momentos altamente bellos desde lo visual. Y Tonto y retonto 2, que podría haber sido fácilmente una secuela fallida y retrasada (no en el sentido Farrelly del término sino en el de “llegar tarde”), es una dignísima sucesora de su primera parte, si bien la crítica estadounidense -en quienes, igualmente, ya bien sabemos que no hay que confiar en lo más mínimo cuando de comedias se trata- ya la está haciendo pedazos. Jeff Daniels y Jim Carrey están demasiado grandes para ser Harry y Lloyd y, por un segundo, el hecho de verlos tan avejentados (especialmente Daniels, ya que Carrey arranca la película en supuesto estado catatónico en un loquero, con pelo y barba larguísimos) nos hace pensar que estos Harry y Lloyd van a verse un poco cansados; que la película no va a poder ser el tour de force que fue su primera parte. Pero, como dije, esto dura un segundo, porque Tonto y retonto 2 va directo a los bifes y no para hasta el último segundo de su brillante escena post-créditos. A pesar de haber sido realizadas con dos años de diferencia entre sí, Tonto y retonto 2 es el opuesto de Los tres chiflados. Si aquella película era puro perfil bajo, en Tonto y retonto 2 los hermanos la juegan de maximalistas: aquí los Farrelly dejan de lado todo tipo de decoro -aquel decoro que hizo que la crítica les empiece a prestar un poco de atención-, y esa libertad -que en Los tres chiflados existía gracias a su perfil bajo- se respira todo el tiempo. Los Farrelly hacen humor con todo, con todos; sin importarles en lo más mínimo que estén haciendo el chiste más estúpido del universo. O, mejor aún, haciendo que cada uno de los chistes de la película compitan entre sí para ver cuál es el más estúpido del universo. Harry y Lloyd, veinte años después, resultan aún más patéticos e irritantes, y los Farrelly lo saben muy bien y nos lo demuestran todo el tiempo, acumulando capas y capas de desenfreno y locura. Pero, a la vez, nos presenta a unos personajes secundarios que se integran perfectamente a este universo. El mejor de ellos es sin duda el de Fraida Felcher, un personaje que apenas es mencionado en la primera película y que aquí aparece en forma de una Kathleen Turner enorme, con la voz más ronca del mundo, con una presencia increíble y bestial que le sienta tan bien al cine de los Farrelly como Jean-Pierre Léaud al de Truffaut. Fraida solía tener un tatuaje de un smiley arriba del culo pero, a fuerza de los años, los kilos y las estrías, se transformó en una carita triste. Un chiste perfecto que, en un principio, nos hace creer que el personaje se convirtió realmente en eso. Pero no, los Farrelly vuelven a hacer honor a su eterno amor por sus personajes y convierten a Fraida en un ser hermoso y feliz. Pero si bien Tonto y retonto 2 está atravesada por ese espíritu anárquico, disparatado y de un festivo trazo grueso, los Farrelly se permiten ciertos momentos de comedia sutil y apenas perceptible, como en una escena que transcurre en un restaurante mexicano donde los mexicanos son… bueno, no voy a spoilear pero, cuando la vean, préstenles atención a los mariachis. Ah, y es muy probable que no se den cuenta porque aparece enmascarado, pero Ice Pick, el roommate de Harry, es un tal Bill Murray (pueden verlo aquí).
Endurance Test En un momento de la divertidísima Starcrash, de Luigi Cozzi (léase, el rip-off italiano de Star Wars), Akton, el Han Solo de cabotaje interpretado por Marjoe Gotner, quien porta una porra ricitos-de-oro tan increíble como la historia de vida de ese actor, debidamente documentada en la excelente Marjoe, demuestra que sabía que uno de los personajes era en realidad un traidor. A esto, la low-budget Leia, llamada Stella Star (!), le responde: “Entonces, ¡podés ver el futuro!”. Esa elucubración por parte de Stella, que no tiene ningún tipo de razón de ser, se convierte en otro elemento involuntariamente gracioso de una película hermosamente berreta y llena de efectos especiales truncos, escenografías de cartón pintado y muchas luces de colores, pero con un espíritu festivo que se contagia en todo momento (el Luke Skywalker de esta película está interpretado por ¡David Hasselhoff!). Incoherencias de ese tipo hay a montones en Interestelar. El problema es que acá no resultan adorables porque están impregnadas, como cada segundo de la película, de la autoimportancia y pedantería de un director como Christopher Nolan, quien goza de una legión de fanáticos a los que el hecho de que a uno no le guste su obra les parece algo inconcebible y digno del peor de los escarnios. Sí, el fanático nolanista medio es de llenar de comments agresivos las notas en contra de películas de Nolan (la gran crítica estadounidense Stephanie Zacharek sigue recibiendo insultos vía comment en casi todos los artículos que escribe en medios que incluyen comentarios de usuarios porque osó hablar mal de El origen cuando se estrenó, y ahora anduvo recibiendo una buena cuota de ellos porque tampoco le gustó Interestelar). Y este fanatismo desatado también es compartido por varios críticos: con motivo del estreno de Interestelar, pudimos ver disparates tales como reconocer las montones de fallas que tiene la película pero sugerir hacer la vista gorda y terminar poniéndole un puntaje de cuatro estrellitas y media sobre cinco (la cual se puede leer acá) o hablar de la “perfección intrínseca” de la película y tratar de “palurdos” a quienes optan por ver otro tipo de películas pertenecientes a una cultura supuestamente más baja (ver aquí) que aquella a la que Nolan pertenece. Y esto último está en perfecta concordancia con el cine de Nolan en general y con Interestelar en particular. Aquí Nolan hace todo tipo de esfuerzos como para quedar como un erudito; como un tipo instruido que hace un cine intelectualmente superior a la media. Ahí tenemos su supuesto “realismo”, porque no vaya a ser cosa que nos rebajemos a la aventura. Ahí lo tenemos citando TRES VECES a Dylan Thomas y una a Joseph Conrad (“Esto es un ‘corazón de las tinieblas’ literal”, dice un personaje). Ahí tenemos esa arrogancia supina que lo hace, por ejemplo, renunciar completamente (e incluso explicitándolo con aquello de la programación en los robots) a cualquier atisbo de humor, porque el humor, según pareciera creer Nolan, está reservado a aquellas películas “para la gilada” que ponen escenas post-créditos y que, según dijo hace unos días para seguir manteniendo su tan mentada pedantería, “no son verdaderas películas” (estoy completamente convencido de que hay muchísimo más cine en la escena post-créditos de Guardianes en la galaxia que en toda Interestelar). Todo en la película es pesado, moroso, importante, grandote: Nolan nos machaca en todo momento con imágenes enormes e imponentes (lo cual no significa que Nolan filme bien; la escena del planeta con agua, por ejemplo, está pésimamente resuelta y todo lo que sucede en ella es confuso), con música (y silencios) grandilocuente(s), con actuaciones que son el colmo de la afectación (a McConaughey, quien aquí está pésimo, no se le entiende nada de lo que dice), con (supuestas) emociones desbordadas en forma de líneas de diálogo (de parrafadas, más bien) que, si aparecieran en una película de Eliseo Subiela, a todos los que las celebran en esta película seguramente les resultarían ridículas. Y aquí está una de las falencias más grandes de Nolan: el tipo no narra bien. Lo siento, muchachos, pero alguien que necesite explicar en diálogos absolutamente todo lo que pasa para que se entienda -esto ya estaba en El origen, una película que bien podría haber existido solo en audiolibro- y que desconfíe totalmente del poder narrativo de las imágenes, los gestos y las miradas no es un buen narrador. Además, Interestelar está construida en base a una serie de caprichos de guión: aquel montaje paralelo que se come buena parte de la película pareciera estar ahí como para demostrar una supuesta maestría narrativa por parte de los Nolan, pero es pura ostentación, y todo está forzado. Y Nolan y su hermano y coguionista Jonathan siempre fueron maestros de la trampa guionística, pero en Interestelar llevan todo esto hasta límites canallescos, especialmente en los últimos cincuenta minutos, que son el colmo de la arbitrariedad (pero no una arbitrariedad hitchockeana, es decir, juguetona; lo lúdico es ajeno al universo Nolan) y el Nolan ex machina; una sucesión de coincidencias que, nuevamente, resultarían inaceptables en cualquier otra película. Nada de lo que sucede en la película pareciera darse de forma natural, sino más bien “porque lo dice el guión”, pero el último acto de Interestelar es el colmo de la chantada.
Caño de escape El extraordinario relato Este-Oeste, que abre Tres cuentos, el libro más reciente de Martín Rejtman, tiene poco más de 100 páginas y está dividido en dos capítulos. El primero narra un poco de la niñez y mucho de la adolescencia de Lara, una chica cuyo padre vive en Chile y cuya madre y tía paterna (que, en la separación, quedó del lado de su familia política) viven con ella en Buenos Aires. Pero, para el capítulo dos, Rejtman toma a Esteban, un personaje secundario de la primera mitad con quien Lara se encuentra varias veces a lo largo de un par de años y continúa el cuento desde el punto de vista de él luego de irse becado a Estados Unidos. Algo similar sucede con Dos disparos, el film más reciente del realizador. La película comienza narrando la historia de Mariano (Rafael Federman), luego de pegarse dos tiros -de los que sobrevivió sin ninguna consecuencia más allá de una bala que le quedó en el cuerpo y le trae un par de complicaciones (suena en detectores de metales; provoca un “doble sonido” en la flauta dulce que toca en un cuarteto de música antigua)-, y de cómo su madre (Susana Pampín) y su hermano (Benjamín Coelho) intentan “protegerlo”, si bien él dice que no está para nada deprimido y que lo de los tiros fue sólo un impulso “porque hacía mucho calor”. En todo este tramo, Rejtman vuelve a concentrarse en personajes de la edad de los de Rapado (en sus siguientes películas fueron creciendo: en Silvia Prieto están entre el fin de sus veinte y el comienzo de los treinta, mientras que la mayoría de los personajes de Los guantes mágicos están terminando los treinta) y, al igual que en el caso de Tres cuentos, el humor, si bien está presente en varios pasajes, aparece de forma más esporádica que en el resto de la obra rejtmaniana. Pero, en un momento de su segunda mitad, Susana, la madre de Mariano, decide escaparse unos días a la costa, y Rejtman no tiene mejor idea que irse de viaje con ella; abandonar por un rato a buena parte de sus protagonistas y presentar otros nuevos. Al viaje se suman Margarita (Laura Paredes), la profesora de flauta de Mariano, y una desconocida, Liliana (perfecta Daniela Pal), a quien le reenviaron un mail en el que Susana buscaba a un acompañante con quien pagar los gastos de la nafta. Y luego, ya en la costa, se sumarán varios personajes más, todos ellos adultos -de una edad promedio con la que sí vendría a continuarse Los guantes mágicos-. Y ese “humor esporádico” de la primera parte es reemplazado por la más pura y desaforada de las comedias. A partir del momento en que Liliana entra en escena, la película vira bastante en cuanto a tono: incluso los diálogos, breves y concisos en la primera parte, se convierten en parrafadas brillantes enunciadas con esa musicalidad perfecta que suele tener el diálogo rejtmaniano. Igualmente, este cambio de registro no sucede de una escena a otra; poco antes de que comience el viaje, Rejtman nos lo adelanta un poco en aquel excelente gag del diván. Y, luego del viaje, nos regala otro momento bellísimamente absurdo que incluye un niño, un auto, un perro y una canción improbable, para luego volver al tono algo más reposado (aunque no exento de altos momentos cómicos, si bien estos tengan un perfil más bajo) con el que empezó. Estos cambios progresivos de registro son una prueba de la meticulosidad casi obsesiva de Rejtman en la película, que también se extiende a los diálogos, a las actuaciones y, especialmente, a su puesta en escena, ya que Dos disparos -su primer largo de ficción rodado en video digital- es la que mejor se ve de todas sus películas: cada uno de sus encuadres es enormemente bello y preciso, y ninguno de sus planos se extiende un segundo más de lo que debería. Lo más extraño es cómo Rejtman logra que este nivel de cuidado no le quite un gramo de frescura a su película. Dos disparos, al igual que Tres cuentos hace casi dos años, nos muestra al mismo Rejtman de siempre aunque más perfeccionado; más “aceitado”. Tal vez Silvia Prieto siga siendo su mejor película -y una de las mejores de la historia del cine argentino, y del cine en general-, pero Dos disparos es la versión más acabada del universo rejtmaniano en cine.
La fiaca Making off sangriento es tan perezosa que sus realizadores ni siquiera repararon en el hecho de que “making of” se escribe así, con una sola “f”, algo que se descubre en dos segundos mediante un simple googleo. Esta corrección podría resultar detallista y rompehuevos, pero a) ¡es el fuckin’ título de la película!, y b) es una señal de pereza entre tantas que atraviesan esta película, de un descuido formal y temático que asusta. Lo que más resalta de este intento de slasher movie dentro del cine es la idea que tiene sobre cierto tipo de películas y realizadores: la película se embandera en una suerte de cruzada contra lo que, en algún momento, se ha dado en llamar “Nuevo Cine Argentino”, pero lo hace desde una elementalidad y una falta de inteligencia y conocimiento sobre el tema que hacen que todo lo que tiene de paródico se cancele. El director de la “película dentro de la película” es un pretencioso de aquellos; un pedante fanático del plano secuencia quien (¡spoiler!), antes de morir, dice “soy una obra de arte”. Y se llama Lisandro Acuña. Lisandro. Acuña. Ya el hecho de establecer una conexión entre el cine de Lisandro Alonso y el de Ezequiel Acuña demuestra que los realizadores jamás vieron películas de ninguno de los dos directores. Es meter todo en la misma bolsa; es decir que todo ese tipo de cine es exactamente lo mismo y está todo mal con él. Un monólogo a cámara durante los créditos finales se encarga de cerrar esta idea propia de un Jorge Carnevale ejecutada con la misma profundidad. Lo criticable no es que la película se mofe de toda una vertiente del cine argentino y de los estudiantes de cine en general, sino que lo haga de esta manera; sin ningún tipo de investigación previa del objeto a parodiar. Y lo peor (y esto es algo que habla muchísimo de la pereza antes mencionada) es que todo esto es muy fácil de parodiar. Cerca del final (sigue el spoiler) vemos una marcha de fanáticos del cine de Lisandro Acuña pidiendo justicia por su muerte con unas pancartas bastante graciosas (“Tu luz cyan seguirá encendida en cada película”). Pero los admiradores de este director supuestamente arty no están vestidos con atuendos hipsteroides sino con vestimentas más o menos cualunques, y entonan cánticos de cancha, algo muy alejado de personajes de este tipo. La película también es perezosa desde lo formal: Making off sangriento es una película de terror sin climas; una slasher movie en la que los asesinatos están filmados a desgano y sin ningún tipo de creatividad, algo más bien central dentro del cine slasher. Es chata tanto en lo visual como en lo argumental, y todo esto, sumado a unos personajes esquemáticos con quienes resulta imposible lograr algún tipo de empatía (y que encima están actuados con una afectación que recuerda a la sobrevaloradísima Mujer lobo, de Tamae Garateguy), hace que sus escasos 80 minutos de duración parezcan muchísimo más.
Publicada en la edición digital #263 de la revista.