Íntimo y personal La reina del cine de género argentino, Tamae Garateguy (Pompeya, Mujer Lobo, Hasta que me desates), da un salto brusco en su carrera profesional para alejarse de los vampiros, el sexo, el sadomasoquismo y la sangre e incursionar en el documental con 50 Chuseok (2018), un viaje personal e íntimo a la inmigración coreana argentina a través de la mirada del gran Chang Sung King (Pescadores). El actor Chang Sung King hace cuarenta y ocho años que dejó Corea para radicarse con su familia en Argentina. La realización de una película institucional por el aniversario número cincuenta de la comunidad coreana argentina lo llevan de regreso a su tierra natal para reencontrarse con sus raíces y un pasado que nunca dejó de estar presente. Tamae Garateguy logra un documental puro cuando todo daba para convertirse en un simple, previsible y didáctico video institucional sobre los cincuenta años del primer asentamiento de coreanos en el país. Lo que empieza como un recorrido por lugares, costumbres y personajes deviene en un imprevisible viaje hacia la Corea actual, medio siglo después de que Chang Sung King se fuera para comenzar una nueva historia. Así el documental da un giro de 180° y lo institucional se transforma en personal. Chang Sung King vuelve a encontrarse con un mundo que un principio lo es ajeno pero a medida que los minutos avanzan se vuelve reconocible, cercano, como si nunca se hubiera ido. Garateguy capta con un ojo clínico la emoción, la sorpresa y hasta la cotidianidad para mostrar así la raíz de una comunidad a través de una persona, contraponiendo lo nuevo con lo viejo, el presente con el pasado, y los que se fueron con los que quedan. Con momentos divertidos, otros cargados de la más genuina emoción, algo de melancolía y mucho de nostalgia, 50 Chuseok termina siendo una road movie que recorre las entrañas de una comunidad arraigada (también varias ciudades), alejado de lo institucional que quiso ser pero muy cerca del documental que finalmente es.
La libertad Fiel a un estilo observacional, de atmosferas, la chilena Dominga Sotomayor (Últimas vacaciones en familia, 2011), primera mujer en ganar el Leopardo de Plata a la mejor dirección en el Festival de Locarno, aborda en su último trabajo, Tarde para morir joven (2018), los primeros meses de la post dictadura chilena a través tres chicos integrantes de un grupo de familias que deciden vivir en comunidad a los pies de los Andes. Es el verano de 1990 y en Chile la democracia es un hecho. Un grupo de familias forman una pequeña comunidad autosuficiente lejos de la ciudad. Dentro del grupo, heterogéneo, la directora reposará su mirada sobre dos adolescentes y una niña pero sin descuidar el accionar de todo el colectivo humano para trabajar sobre la nueva condición a la que deberán enfrentarse: la libertad Sotomayor propone un relato intimista de diálogos distantes y grandes silencios, en donde cada uno de los personajes experimenta de manera interna ese nuevo momento en el que se encuentra. Planteada como un coming-of-age film, la directora trabaja sobre la transición política y social del país a través de los cambios a los que se enfrentan Sofía, Lucas y Clara, y de como ellos descubren una nueva forma de vida donde la libertad no es solo una palabra efimera sino algo tangible, un hecho en concreto, que deberán aprender a manejar para que no se les escape de las manos. Película de iniciación, Tarde para morir joven habla sobre las utopías de una sociedad que renace a través de la mirada representativa de tres personajes que como el país se enfrentan a grandes cambios, marcando el fin de una etapa donde el futuro es incierto y todo lo nuevo es un aprendizaje, un descubrimiento. Sofía, Lucas y Clara, como la sociedad de entonces, no solo deben enfrentarse a un nuevo modelo, sino que además tienen que aprender a vivir con él. Elegante y arriesgada, Sotomayor retrata de manera poco común un momento emblemático de Chile y lo hace a través de una historia de amoríos juveniles y perros perdidos, donde cada uno de sus personajes deberá, como el país, aprender a vivir en libertad.
Algún lugar encontraré En Puentes (2009) Julián Giulianelli abordaba, entre otros tópicos, la disfuncionalidad familiar, la pérdida de la infancia y la formación de nuevos vínculos en un relato iniciático que giraba en torno a un grupo de amigos que ante un hecho traumático debían crecer de golpe. Casi 10 años después regresa con dos de esos chicos, ya jóvenes adultos, para adentrarse otra vez en la pérdida pero esta vez entre padres ausentes e hijos que buscan. Ambientada durante el comienzo de un verano en las sierras de Córdoba, El otro verano (2018), un coming-of-age film, se centra en Rodrigo (Guillermo Pfening) un huraño, conflictivo y solitario hombre que administra un complejo de cabañas que pertenecen a su padre. Juan (Juan Ciancio), es un adolescente de 17 años que llega al pueblo con solo una mochila en busca de un padre al que nunca conoció. Rodrigo casi lo atropella con la camioneta y terminará ofreciéndole trabajo. A medida que transcurren los días descubrirán que el vínculo que los une no es solo laboral. .Juan no solo busca a su padre sino también respuestas. Rodrigo no solo busca un empleado sino que también busca respuestas. Dos personajes reflejados el uno en el otro con más semejanzas que diferencias. Un hombre que se niega a crecer y un chico que no quiere convertirse en hombre. El otro verano es una clásica película iniciática de búsquedas y aceptaciones, que si bien no funciona como una secuela de su antecesora tiene varios puntos que la conectan. Julián Giulianelli vuelve a trabajar sobre la construcción de vínculos nuevos a partir de una perdida, el descubrimiento del amor, el rechazo social, la melancolía por lo que fue y el miedo a lo que vendrá, además de contar de nuevo con los actores Juan Ciancio y Malena Villa, niños en Puentes, y ahora ya convertidos en adultos con vidas opuestas que tendrán su amor de verano. Sin ser original en lo que cuenta, el cine argentino transitó por esta temática en un sinfín de oportunidades, El otro verano se nutre de este momento de suspense que es la relación entre adolescentes y adultos en el paréntesis de la adolescencia, y de la incertidumbre que brota entre los sentimientos de sus protagonistas, incapaces de demostrar esas emociones que todavía no saben etiquetar. Delicada y sobria, El otro verano evita el sensacionalismo avanzando al paso de sus protagonistas: ligero e incierto, entre pasado y futuro, con padres e hijos que buscan encontrarse.
Pura confusión La ópera prima del director cordobés Hugo Curletto, La casa del eco (2018), propone un viaje a través de la mente de una persona que deambula entre la realidad y la fantasía por un trastorno provocado por el sueño. Alejo es un arquitecto que el día de su cumpleaños recibe de parte de su padre un extraño regalo: unas tierras situadas en medio de las montañas, de difícil llegada, que están en posesión de la familia desde hace tiempo. Alejo emprende así un viaje junto a su mujer, viaje en que la fantasía y la realidad se fusionarán para nunca saber en qué plano se encuentran los personajes. La casa del eco es un proyecto ambicioso desde lo narrativo, dotado de tanta pretenciosidad que lo interesante de su idea original se pierde ante los desniveles de un guion confuso, por momentos sin rumbo. A diferencia de otras películas, como podría ser Familia sumergida (María Alché, 2018), que juegan con la fantasía y la realidad, Curletto apuesta a límites tan difusos que la trama derrapa ante situaciones incoherentes, bastantes forzadas desde lo metafórico, donde todo se termina mezclando y nada encuentra sentido y lógica. La idea contrapuesta del deseo de la paternidad y el rechazo a la maternidad es un conflicto atractivo pero que también naufraga ante el abanico de temas propuestos, con subtramas innecesarias que poco suman y confunden aún más. Pese a esto, La casa del eco es impecable desde lo formal, como también las actuaciones de Gerardo Otero y Guadalupe Docampo, como una pareja con búsquedas e inquietudes tan confusas como toda la película.
Al final, todos me amarán Martín Rodríguez Redondo debuta en el largometraje narrando una historia sobre diversidad sexual y opresión de clase con la notable Marilyn (2018), un acercamiento profundo y certero inspirado en un hecho de la realidad. Marcos (formidable actuación de Walter Rodríguez despojada de todo tipo de clisés) vive junto a sus padres y hermano en una zona rural de la Argentina. Su padre es el único que vislumbra un futuro para el adolescente más allá de las tareas rurales. Pero el padre muere repentinamente y Marcos queda a la merced de su madre y hermano, dos seres que niegan lo que está delante de sus ojos con un hostigamiento feroz. A Marcos le encantan las lentejuelas, la ropa de mujer y un chico que conoce en un quiosco del pueblo cercano. Marilyn se inspira en la historia verdadera de Marcelo Bernasconi ocurrida en 2009, un chico de campo condenado a cadena perpetua por matar a su madre y hermano luego de sufrir un rechazo permanente, de encierros y maltratos, por su elección sexual. En la cárcel, Marcelo se asumió como trans y se convirtió en Marilyn. Rodríguez Redondo utiliza el colorido y la alegría del carnaval para ambientar una ópera prima con un trasfondo oscuro y trágico. Es el carnaval el único momento que Marcos tiene para liberarse pero también a partir de él comenzará la tragedia. Marilyn es una película sensorial donde la tensión se respira en el aire mientras uno espera un trágico desenlace que nunca llega, siendo ese momento fatal tan shockeante como liberador, tanto para el personaje como para el espectador. Marilyn le escapa a las convenciones del género policial sobre el que se enmarca la historia, su corazón late por un costado donde el riesgo es mayor. Rodríguez Redondo trabaja sobre la perturbación provocada por el rechazo de la propia familia ante mandatos sociales y opresión de clase. Patrones-Padres-Hijos, la santísima trinidad del poder y la dominación de uno sobre otros. El peor pecado de Marcos no es su elección sexual sino su condición social. Con una puesta en escena precisa, Rodríguez Redondo acierta en cada una de las decisiones que toma, ya sea en cuanto a la forma de filmar, de que mostrar o en qué momento musicalizar, como también la novedosa manera en la que decide contar una historia LGBTIQ donde el verdadero problema subyace en la pobreza.
Todo en su cabeza Protagonista de La niña santa (2004), segundo opus de Lucrecia Martel, directora de los cortos Gulliver (2015) y Noelia (2012), María Alché se sumerge por completo en el mundo del largometraje estrenando su ópera prima como realizadora Familia sumergida (2018), película presentada en la competencia Cineasti del Presente del Festival de Locarno y reciente ganadora de Horizontes Latinos en el 66 Festival Internacional de Cine de San Sebastián. Con una soberbia actuación de Mercedes Morán, su compañera de elenco en La niña santa, Familia sumergida se centra en Marcela, una mujer de 60 años que enfrenta un duelo por la muerte de su hermana durante un sofocante verano porteño. Tan sofocante y claustrofóbico como el departamento que habita junto a sus tres hijos adolescentes y el marido de siempre (Marcelo Subiotto). La ausencia de éste por motivos laborales y la invisibilidad a la que es sometida por el terceto de jóvenes, que entran y salen de la casa como si la madre fuera un fantasma, hacen de Marcela y su duelo un laberinto sin escape. Alché trabaja la perdida y el dolor con una puesta en escena que deambula entre la realidad y el surrealismo. Ya en sus cortos uno podía advertir que sus búsquedas estéticas y narrativas no eran para nada convencionales y en Familia sumergida lo reafirma. La trama está plagada de situaciones oníricas, derivaciones fantásticas, un humor absurdo a lo Martín Rejtman, mucho de la poética de Lucrecia Martel y ese universo lyncheano en donde los sueños son soñados de manera consecutiva. Marcela pierde todo sentido tras la muerte de su hermana y comienza a transitar por un mundo paralelo, cargado de simbolismos, que la hará atravesar una realidad muy diferente a la rutinaria vida en la que se encuentra. Alché pone en escena una especie de purgatorio mental donde nada es lo que parece ser y todo está teñido de ambigüedades y subjetividades. Familia sumergida es una película perceptiva, de atmósferas, rupturista, un de tour de forcé por la mente de una mujer que ha perdido toda noción de la realidad terrenal, habitante de un universo paralelo que la conecta con aquellos familiares que ya no están en su mismo plano. Para destacar la precisa dirección de fotografía de Hélène Louvart, tan expresiva como la subyugante actuación de Mercedes Morán sobre la que reacae todo el peso de la historia.
Los golpes de Clara Desde sus comienzos en la colectiva Upa! Una película argentina (2007) que Tamae Garateguy viene dando que hablar por su forma de ver y hacer cine. Se puede decir que su obra está atravesada por los diferentes sub géneros que conforman el cine de género. Y Hasta que me desates no es la excepción. Un cirujano plástico y una bailarina con la cara y el cuerpo destruido tras un accidente automovilístico son los protagonistas de esta historia bondage. La trama gira en torno a Gonzalo (Rodrigo Guirao Díaz), un cirujano plástico de dudosa moral, acusado de mala praxis, casado y con dos hijas, que vive en Nordelta, y Clara (Martina Garello), una bailarina, que luego de sufrir un accidente en el que pierde a toda su familia queda con la cara destruida. Cuando ella va a consultarlo por una cirugía reparadora se desencadena entre ambos un torbellino pasional en el que no falta el sadomasoquismo extremo con consecuencias irreversibles para ambos personajes. Hasta que me desates puede ser considerado un hibrido de cruce de géneros donde el thriller erótico da paso al melodrama dark originando terror psicológico. Hay claras referencias al Pedro Almodóvar de La piel que habito (2011), y al David Cronenberg de Festín Desnudo (Naked Lunch, 1992) pero con ese halo personal que Garateguy supo construir a lo largo de una obra que siempre tomó riesgos y estuvo teñida de cierta crítica social, en este caso a la hipocresía de cierta clase media acomodada de barrios como Puerto Madero y Nordelta. Las películas de Garateguy siempre se destacaron por lo visual con encuadres atípicos y planos que muchas veces llevan a preguntarse en qué lugar está puesta la cámara, pero a diferencia de sus anteriores trabajos, en Hasta que me desates se nota que tiene mayor producción y eso se ve un prolijo acabado final. Hasta que me desates puede parecer a priori una película no apta para personas impresionables o defensoras de cierta moral, pero esto no es así porque si hay una característica consecuente en el cine de Garateguy es el de tocar temas controversiales pero mostrando hasta donde quiere. Sin regodeos ni apelando al golpe de efecto. Y en momentos donde el exhibicionismo se convirtió en moda ponerse limites también es un riesgo.
Esto si es un golpe En El Proceso, historia de un golpe (O Processo, 2018), estrenada en la 68 Berlinale y ganadora del FIDBA, la cineasta brasileña Maria Augusta Ramos, ofrece un potente documental observacional sobre el proceso de impeachment que terminó destituyendo a la presidenta Dilma Rousseff. Un entramado que de apariencia legal concluyó con un golpe de Estado, no militar sino del Poder Legislativo. Ramos (Brasília, Um Dia em Fevereiro, 1995), en cuya filmografía anterior ya trabajó sobre cuestiones políticas-judiciales de su país, se centra en en el proceso de impeachment que terminó con la destitución a la presidenta de Brasil Dilma Rousseff el 31 de agosto de 2016. Hay dos palabras que podrían definir a El Proceso, historia de un golpe, la urgencia y la contra información. Filmar en el mismo momento en el que ocurren los hechos y mostrar todo aquello que los medios evitaron o tergiversaron de acuerdo a sus intereses. El recorte de El Proceso, historia de un golpe comienza con la sesión de la Cámara en que el alejamiento de Rousseff fue aceptada por una mayoría exaltada y emocionada, que a menudo recordó en sus votos favorables a Dios, la familia e incluso figuras siniestras de la historia brasileña, como dictadores y torturadores. Ramos filma la monotonía del juicio a la ex presidenta de abril a agosto, solo entrecortado por imágenes tras bambalinas, que se alternan entre reuniones de la defensa - con la presencia constante de los senadores Lindbergh Farias y Gleisi Hoffmann, además de José Eduardo Cardozo, entonces abogado general de la Unión -, y momentos de descentración, como la imagen de la abogada de la parte acusatoria Janaína Paschoal, tomando una chocolatada o relajada entre un debate y otro, siempre evitando interferir, mostrando lo que sucede en ambos lados, sin entrevistas a cámara, ni una voz narradora que sirva de guía ni conduzca el relato con tendenciosidad, solamente utilizando intertítulos para ubicar al espectador en cada uno de los espacios temporales. Tampoco se nutre de material de archivo, ni del emitido por los medios, exceptuando algunas tomas registradas por las cámaras del canal de televisión del senado. Y en ese sentido se diferencia de otros documentales que trabajan la contra información pero funcionando como una forma contestaría a lo que muestran los medios. En El Proceso, historia de un golpe hay una estética de la ética, y eso es lo que lo vuelve un trabajo valioso, sin maniqueos, cuyo principal atractivo es darle al espectador la sensación de ser testigo de los entretelones de un acontecimiento histórico. Y que sea el propio receptor del mensaje quien saque sus propias conclusiones a partir de lo que se muestra. Que no es más que como sucedieron los hechos. Algo que el periodismo televisivo debería aprender.
Cuento de amor, locura y muerte Walter Becker, de amplia experiencia en el videoclip y la publicidad, debuta en el largometraje con un género poco transitado en el cine argentino como es el vinculado a los fenómenos metafísicos. Narrado en dos tiempos. Entre el 2002 y la actualidad, Eterno paraíso (2018) bucea en la historia de amor entre Pablo (Matías Mayer) y Esperanza (María Abadi), dos seres destinados a pasar la vida juntos. Pero la muerte acecha a Pablo. Primero la de su padre y más tarde la de Esperanza. La historia conecta ambas perdidas para ahondar en cuestiones metafísicas relacionadas con la continuidad de la vida en un plano superior al que conocemos. Becker construye un melodrama asociado a la ciencia ficción a través de la existencia de mundos paralelos lo que implica todo un riesgo tanto narrativa como estéticamente, apostando a una puesta en escena sobria, sin grandes ambiciones -que termina jugándole en contra- y dejando que sea el espectador el encargado de dictaminar si lo que ve es producto de la realidad o la locura de un personaje obsesionado por el amor de alguien que ya no es parte de la vida tal como la conocemos. Con sólidas actuaciones de María Abadi, Matías Mayer y Guillermo Pfening, Eterno paraíso peca de austeridad, con momentos que remiten a un cine añejo, aunque arriesgado más en el contenido que en la forma.
Crecer de golpe En su debut en el largometraje Oscar Frenkel, reconocido director de videoclips, trabaja sobre la adaptación de la novela El origen de la tristeza, de Pablo Ramos, cuya transposición cinematográfica también le corresponde al autor. La historia se sitúa en un verano de la década del 80 en Sarandí, nombrado como El Viaducto, un barrio portuario rodeado de oleoductos. Allí vive Gavilán, un pibe de 12 años que junto a otros no hace más que jugar al fútbol, estar en la calle con amigos, conseguir plata para poder debutar sexualmente, robar alcohol... Pero pasan cosas y crece de golpe. El origen de la tristeza (2017) es una fábula iniciática con un único punto de vista: Gavilán será quien relate la historia desde el presente en base a la construcción de los recuerdos que él tiene de aquel verano. La forma elegida literalmente es la del relato off durante la mayor parte del metraje. Pablo Ramos le da vida a un Gavilán adulto al que nunca vemos y solo escuchamos. Que sea Gavilán quien tiene el punto de vista es fundamental para entender los cabos sueltos de la trama y lo que deja abierto. Todo es como él recuerda el pasado, lo que vivió en ese momento de su vida. Es la reconstrucción de la memoria con los baches y agujeros negros característicos. Frenkel trabaja una puesta en escena en torno a una fábula, que vira entre el artificio y el costumbrismo, con estética de videoclip, música de Ernesto Snajer y una sobre saturación de colores cálidos para construir un mundo idealizado que con el correr de los días se convertirá en un infierno. El pasaje brusco de la infancia a la adultez, la pérdida de la inocencia y el enfrentamiento con una realidad hostil son los ejes centrales de una película que asume riesgos narrativos pero que peca de cierta pretenciosidad estilística y de forma.