Decadencia El cine realizado de manera autogestiva, cooperativa y comunitaria viene abriéndose camino como y donde puede, primero a través de la presentación en festivales –José Celestino Campusano fue el emblema de este movimiento- y desde hace un tiempo también accediendo a estrenos comerciales dentro de un circuito caníbal cada vez más dominado por sectores privilegiados y multinacionales. Ahí viene (2018), ópera prima de Federico Jacobi, es otro ejemplo como se puede hacer cine alejado de los cánones comerciales que lo rigen. La historia es simple y concreta. Un hombre pasa sus últimos días en una decadente casona que en otro tiempo albergó a una familia que ya no existe, mientras el hijo, recién llegado de España, intenta reconstruir una relación que se rompió y parece imposible subsanar. Ahí viene es una película de personajes y espacios. Dividida en tres partes primero asistimos a la soledad de un hombre que se enfrenta a la muerte en una casa que funciona como la metáfora de la vejez, el deterioro y la decadencia. Daniel Quaranta interpreta a través de silencios y una actuación basada en lo corporal a un hombre encerrado en los recuerdos de un pasado mejor. En la segunda mitad la aparición del hijo (Nahuel Yotich) y la tensa relación que mantienen los (y nos) interpela sobre el sentido de la vida y lo material. Para el final, Jacobi se sale de ese espacio cerrado, claustrofóbico, para abrirlo al barrio, oxigenarlo, como tregua hacia una sanación del vínculo. Jacobi recurre a una puesta compleja como lo es trabajar la mayor cantidad del metraje en un mismo espacio, algo que podría devenir en una puesta netamente teatral, sobre todo al contar con solo dos personajes, pero logra salir airoso, apostando a una serie de encuadres, puestas y movimientos de cámara que se corren de lo convencional. Más allá de las imperfecciones que se le puedan encontrar, Ahí viene posee varios méritos, y no solo por la forma de realización, sino también por la mirada inteligente del director sobre una historia sensible que le evita todo el tiempo a la sensiblería.
Rompiendo las reglas Al cine documental muchas veces le cuesta salirse de ciertos cánones que lo rigen, de cruzar algunas barreras, de romper con lo preestablecido. Hay muy buenos trabajos de investigación, de observación y hasta pedagógicos pero a la gran mayoría le falta media vuelta de tuerca para diferenciarse de todo lo ya visto. Teatro de guerra (2018), el debut tras las cámaras de la artista polifuncional, Lola Arias, lo hace. Cruzando realidad con ficción logra uno de los trabajos más innovadores y desprejuiciados que se haya visto en los últimos tiempos. Partiendo de Campo minado, la obra teatral que ella misma concibió, Teatro de guerra junta a seis ex combatientes de la Guerra de Malvinas durante varias semanas. La particularidad es que tres son argentinos y tres ingleses. Dos bandos en un mismo escenario para interpelarse e interpretarse a sí mismos e interpelar al espectador sobre la guerra y el enemigo. Estos seis hombres actúan, recitan, cantan, se confiesan y sacan de sus entrañas las esquirlas de una guerra que nunca debió pasar. Seis hombres enemigos sin razón que se hubieran matado 35 años antes y que hoy, por una razón, conviven en armonía, tratando de entender los por qué. Arias, que en sus trabajos teatrales ya había cruzado ficción y verdad, toma personajes reales con historias propias pero los hace jugar, los lleva hasta límites insospechados, mezclando el humor con el drama, el psicoanálisis con el teatro, la verdad con la mentira, el documental con la ficción, sin la necesidad de tener que forzar la trama ni apelar a golpes de efecto, con una fluidez narrativa y de puesta en escena pocas veces vista. Teatro de guerra tiene influencias del cine de Rithy Panh (La imagen perdida, 2013), pero con mayor libertad y sin ataduras. Arias destruye el clasicismo, todo lo que se espera de una película sobre Malvinas, la solemnidad de un tema que 35 años después tiene cicatrices que no terminan de cerrar, los géneros, los tabúes del teatro y del cine. Teatro de guerra es todo lo que se espera de un documental y todo lo que se espera de una ficción. Es todo y fundamentalmente es cine en su estado más puro.
El último verano Gustavo Biazzi es uno de los directores de fotografía argentinos más relevantes de la actualidad. Sus trabajos recientes incluyen films como La Patota (2015), Fin de semana (2016), El cielo del centauro (2015) o Los dueños (2013). Ahora, debuta en la dirección con Los vagos (2017), una historia iniciática sobre el paso de la adolescencia a la adultez filmada en las ciudades de Posadas e Ituzaingó (Misiones). Ernesto está estudiando en Buenos Aires y comenzado el verano vuelve a su ciudad natal para pasar las vacaciones con familiares y amigos de la infancia. Entre asados, tardes de sol, viajes en lancha y enredos sentimentales transcurren los días abúlicos de la adolescencia que termina y una adultez que no se quiere asumir. Ambientada en una época donde los celulares no manejaban la vida de las personas, Los vagos es una película de tránsito, de pasaje, de crecimiento, pero con la particularidad de tomar a un grupo de jóvenes provincianos, en este caso misioneros, cuya idiosincrasia y costumbres pueden resultar diferentes a la de cualquier muchacho de la misma edad que vive en cualquier otra provincia argentina y más aun en la ciudad de Buenos Aires. Y por eso, desde entrada la historia debe ubicarse en ese contexto espacial, en donde los tiempos y el modo de actuar pueden resultar ajenos a como uno lo vive (o lo vivió). Esa parsimonia con la que se mueven Ernesto y sus amigos, en medio del desorden, la despreocupación, la apolítica y la ausencia de responsabilidades hace que la película se vuelva fría, distante, ajena a lo que sucede, provocando cierta apatía adrede, en contraposición al uso de una fotografía cálida y de claroscuros. Con referencias al cine de Richard Linklater y al humor seco de Judd Apatow, Biazzi transita casi en paralelo al personaje por el pasaje de la fotografía a la dirección, tal vez con más certezas que dudas, con más seguridades que titubeos, y con un futuro mucho más auspicioso que el presente de Ernesto.
La máquina Hacedor de La crisis causó 2 nuevas muertes (2006) y Bienaventurados los mansos (2017), entre otras, la obra de Patricio Escobar está atravesada por el documental de denuncia sobre hechos en que el estado es cómplice o culpable de un delito. Antón Pirulero (2018), su nueva película, trabaja sobre la Desaparición Forzada de personas en el periodo democrático que va desde 1983 hasta el 2018. Luciano Arruga desapareció en 2009 y recién en 2014 su cuerpo fue encontrado como un NN enterrado en el cementerio de la Chacarita. Este hecho es el que desencadena Antón Pirulero pero no el único, sino el hilo conductor de una investigación sobre algunos de los casos caratulados como Desaparición Forzada, que a lo largo y ancho del país, durante los diferentes gobiernos democráticos, y por diferentes motivos, tienen responsabilidad directa del estado argentino. Iván Torres en Chubut, Daniel Solano en Choele Choel, Núñez, Bru, López, Maldonado…todos victimas de Desaparición Forzada Antón Pirulero es un documental periodístico y a la vez performático, con dos estructuras narrativas que convergen entre sí. Por un lado tenemos la investigación periodística que reúne testimonios de abogados, jueces, fiscales, familiares de las víctimas, entrelazados a través de un montaje alternado para reconstruir cada caso, mientras que por el otro el Colectivo Fin de un Mundo realiza la puesta en escena en la vía pública de una performance en la que se aborda el tema. A lo largo de 70 minutos Escobar busca desentramar un mecanismo de eslabones enlazados entre sí cuyo objetivo es la Desaparición Forzada de personas. Sin el encastre de cada una de las piezas en la cadena sería imposible poder desaparecer a alguien sin dejar huella alguna. Antón Pirulero denuncia el funcionamiento de este engranaje desde el estado, con responsabilidades directas, complicidades y encubrimientos de todas las piezas que lo integran, en donde cada cual está atento a su juego. Como en sus trabajos anteriores, Escobar busca la información de todas las campanas involucradas. No se queda con las voces de las víctimas sino que también va atrás de los culpables para que expongan su versión de los hechos, aunque para ellos el silencio sea salud.
Un estado de sensaciones Filmada entre Buenos Aires y la región española de Las Loras, la ópera prima de ficción de Meritxell Colell Aparicio, Con el viento (2018), sigue el derrotero personal de una bailarina que, al enterarse de la muerte de su padre, se enfrenta a un pasado familiar y espacial que la tuvo ausente durante dos décadas. Mónica, una reconocida coreógrafa, regresa a un pueblo burgalés tras 20 años de ausencia para visitar a su padre enfermo. Al llegar, el patriarca ya está muerto y su madre le pide quedarse para vender la casona familiar. Mientras espera para regresar a Buenos Aires, Mónica se reencuentra, entre reproches y vinculos rotos, con su madre, su hermana y su sobrina. Con el viento se enmarca dentro de ese tipo de películas que se corren de los límites entre la ficción y la verdad. Colell retrata de manera magistral una ficción ambientada en una zona rural con personajes sosegados, como salidos de otro tiempo, en un registro cercano al documental de observación en su estado más puro pero que en su matriz resulta la más legítima ficción. La cineasta, de una sensibilidad extrema para lo sensorial, se alimenta de los silencios de sus personajes para penetrar en el caparazón de la protagonista (la coreógrafa Mónica García), una actriz que apela a la comunicación corporal, manifestando en cada gesto, por más mínimo que sea, la evolución de un personaje que busca expiarse tanto de su familia como de un pasado compuesto por un paisaje adverso que retorna a su vida como el peor de los miedos. En Con el viento, Colell transmite un abanico de sensaciones recurriendo a una cámara en mano y primeros planos constantes, cada escena es una coreografía que parece diseñada por su protagonista, aun cuando la quietud de los parajes nevados se apodera de las escenas marcadas solamente por el compás de la música que emana del viento.
Crónica de una muerte anunciada El nuevo largometraje de la realizadora británica Sally Potter (Ginger & Rosa, 2012), The Party (2017), es una comedia negra con un planteo alegórico sociopolítico que va más allá de las vidas de sus protagonistas y la sociedad que representan. Janet (Kristin Scott Thomas) acaba de ser nombrada ministra de la oposición y la película arranca con las felicitaciones que recibe por teléfono mientras está preparando en la cocina una fiesta de celebración con sus amigos más cercanos. Su marido, Bill (Timothy Spall), sin embargo, bebe vino en la habitación contigua y escucha música con una expresión en su rostro que no muestra signo alguno de felicidad. Los invitados empiezan a llegar. Primero aparece April (Patricia Clarkson), una estadounidense cínica, y su marido, el alemán Gottfried (Bruno Ganz), una especie de coach de vida. Les siguen la pareja de lesbianas formada por Martha (Cherry Jones) y una embarazada Jinny (Emily Mortimer), y, por último, la mitad de la otra pareja invitada: Tom (Cillian Murphy), que afirma que su mujer, Marianne, está retrasada, poco antes de tomar unas líneas de cocaína en el baño y mostrar la pistola que lleva encima. La fiesta comienza y los anuncios se suceden, pero Bill, no tardará en detonar la verdadera bomba de la noche: le han diagnosticado una enfermedad terminal. Es la primera vez que oye hablar de ello Janet, quien, a su vez, recibe mensajes de texto amorosos de un “desconocido”. Los elementos en The Party están dispuestos para que haya multitud de oportunidades para intercambios y reacciones que apunten opiniones diferentes, a menudo conflictivas, sobre la confianza en la medicina, la política, la moral, la filosofía de vida y las interacciones. Por un lado la izquierda idealista, clásica y culta opuesta a la derecha neoliberal y joven, materialista, arrogante y espídica. Y por otro el establishment socialdemócrata, ensimismado en su ensimismamiento. Sally Potter reparte a unos y a otros, sin piedad y a mano abierta. Poco a poco se irán cayendo las máscaras y los trapos sucios, el cinismo y la falsedad irá saliendo a la luz. En su octava película, Potter disecciona las principales preocupaciones de una burguesía ilustrada histérica en su lucha por el amor de una sociedad que con sus conflictos de clase, complejos y relaciones amorosas disfuncionales termina cavando su propia tumba. Una curiosa apuesta de aires teatrales que recuerda a Un Dios Salvaje (Carnage, 2012) de Roman Polanski, una sátira rodada en un cuidado blanco y negro que apuntala la crítica a la irrealidad caduca en la que viven los personajes interpretados por un reparto soberbio.
Un alemán en Jerusalén La ópera prima del israelí Ofir Raul Graizer, El repostero de Berlín (The Cakemaker, 2017) presenta un sutil y ambiguo relato pero con tono transgresor. El juego entre el nacionalismo, la religión y la sexualidad que presenta constituye una mirada rebelde sobre la definición de la “identidad” y sus significantes. La historia comienza en Berlín. Oren (Roy Miller), un ingeniero israelí viaja periódicamente a Alemania por motivos laborales, allí conoce a Thomas (Tim Kalkhof), un repostero que trabaja en la casa de té de su padre, a la que va a comer su porción de torta favorita y comprar galletas para su mujer. Elipsis temporal de un año con el comienzo de una relación amorosa que apenas vemos para que Thomas descubra que Oren murió durante un accidente automovilístico en Jerusalén. En la segunda parte, El repostero de Berlín se ubica en Jerusalen donde Thomas se dirige sin saber lo que busca pero que termina en el café del que es dueña la mujer de Oren, Anat (Sarah Adler), quien no tarda en ofrecerle un empleo de lavacopas. Thomas no revela su talento por la repostería hasta el cumpleaños del hijo de Anat, cuando decide preparar una sorpresa. Esto no le cae bien al ortodoxo Motti (Zohar Shtrauss), el hermano de Oren. A eso hay que sumar un hecho simple: Thomas es alemán, la comida que prepara un goy no es de conformidad con la ley judaica y un café en Jerusalén pierde clientes sin el certificado kosher. Graizer trabaja la estructura narrativa como si se tratara de uno de los pasteles de Thomas. Agregando los ingredientes adecuados para después mezclarlos y llevar el bollo al horno para que se cocine, adquiera consistencia y pueda ser saboreado pero sin revelar ese secreto que la da un toque especial y único. La primera mitad, la de Berlín, es limpia y disciplinada, mientras que la segunda, en Jerusalén, es más descuidada, salvaje y, por supuesto, sensual. Tras ellas, el realizador profundiza aún más en la sexualidad de Thomas y sus tendencias. En lo temático, no cabe duda de que El repostero de Berlín aborda los limites entre la religiosidad, el judaísmo, la homosexualidad y la posición de un alemán en Israel. Sin embargo, lo realmente arriesgado de todo esto es la negativa a conformarse con las normas de la sexualidad. Nadie parece ser aquí ni homo ni heterosexual; los protagonistas parecen buscar más bien ante todo amor y comprensión, ternura y cercanía, independientemente de los roles sexuales. El rechazo a reducir la identidad de alguien a divisiones tradicionales termina siendo el secreto principal en El repostero de Berlín.
Última nieve La obra póstuma del realizador iraní Abbas Kiarostami resulta la combinación perfecta de una serie de disciplinas artísticas en formato audiovisual. Fotografía, cine y pintura se conjugan en 24 cuadros (24 Frames, 2017) para dar origen a espectáculo visual donde las imágenes no necesitan palabras. Partiendo de diferentes fuentes y sirviéndose de distintos grados de manipulación digital, Kiarostami compone 24 cuadros en movimiento a partir de imágenes estáticas, casi siempre provenientes de paisajes naturales. Para 24 cuadros, utilizó fotografías tomadas en los últimos años, a las que añadió lo que imaginaba que podía haber sucedido antes o después de cada uno de esos momentos capturados. El resultado es un conjunto homogéneo de 24 tomas, con fotografías que cobran vida o vídeos en plano fijo, centradas en la naturaleza y el impacto sobre ella de la acción del hombre. Así, el primer cuadro es en realidad la imagen del cuadro de Pieter Bruegel, Los cazadores en la nieve. El preludio de todo lo que se observará a continuación. Tras el preámbulo que supone la visión del primer cuadro, los siguientes emergen con una naturalidad que el espectador puede llegar a creer que se halla ante “una toma de vistas” de las que nos regalaban los hermanos Lumière, pero no es cierto. La sencillez aparente de sus películas “naturales“, por denominarlas de algún modo, procede de un trabajo complejo. Dos horas de metraje y cinco minutos por toma, algunas en blanco y negro, otras en color, pero todas sutiles, elegantes y de composición impecable. Pájaros, caballos y algunos seres humanos interrumpen las imágenes, muchas de ellas provenientes de paisajes nevados o del mar.
Manuel Puig nació en General Villegas, un pueblo al noroeste de la provincia de Buenos Aires, del que partió siendo aún niño. Un pueblo donde la hipocresía era moneda corriente y que el escritor tan bien supo retratar en sus dos primeras novelas La traición de Rita Hayworth y Boquitas pintadas. Coronel Vallejos fue el nombre que Puig usó para hablar de General Villegas, el pueblo que le declaró la guerra condenándolo a un exilio permanente. En Regreso a Coronel Vallejos (2016) Carlos Castro no busca construir una biopic sobre el escritor argentino hacedor de obras como El beso de la mujer araña y nominado al Premio Nobel, sino que se propone entender la relación amor odio que unía a Puig con el pueblo que lo vio nacer. Donde aún hoy se lo recuerda como un niño solitario en un pueblo plagado de chismes. Un niño que prefería escuchar música clásica y que todas las tardes iba al cine con su madre. Un ser que se sentía el protagonista erróneo de un western fallido del que quería escapar. Patricia Bargero es una bibliotecaria que quedó hemipléjica tras un accidente en auto cuando regresaba al pueblo para casarse. Volvía con el flamante título bajo el brazo y el vestido de novia en el baúl. Ahora vive en la que fue la casa del escritor y muchos la llaman “La viuda de Puig”. Patricia será el hilo conductor en el trazado de ese puente que busca volver a unir a Puig con Villegas. Ajena a la obra del escritor local Bargero se encuentra con ella luego del accidente y nota cierta identificación con su vida, cierta oscuridad en sus personajes que no le resulta lejana. Así comenzará una suerte de campaña para demostrar que los planteos de Puig no son falsos, ni inventados, y que la hipocresía de la que hablaba en sus novelas aún sigue latente en el corazón del pueblo. Verse plasmados en el papel, dentro de una historia que los muestra desnudos, sin maquillaje, tal cual son, los deja demasiados expuestos a sus vulnerabilidades. Y eso es lo que molesta. Esa es la espina que llevan clavada en el corazón. Puig los puso frente a un espejo del que no quieren ver lo que refleja y ellos no lo perdonarán. Oriundo de General Villegas, Castro no hace una película sobre el escritor, ni sobre sus habitantes, ni sobre el pueblo, ni siquiera sobre Patricia Bargero, sino que la trabaja como una paleta de colores con la que intenta pintar un cuadro en el que todos esos elementos conectados entre sí puedan resolver las diferentes hipótesis planteadas acerca del rechazo hacia el ciudadano más ilustre del lugar. Una película sobre la hipocresía. "Mejor que no vuelva: ese será su peor castigo", decía un habitante del lugar en una nota en la revista Semana titulada “General Villegas no es como dice Puig". Y sí, nadie es profeta en su tierra..
¿Qué escuela queremos? Daniel Samyn (Kajianteya, la que tiene fortaleza, 2012) trabaja su nuevo documental, 16 a 18 (2018), en base a testimonios de alumnos de la Escuela de Reingreso 2DE4 Trabajadores Gráficos a la que concurren adolescentes de barrios como La Boca, Barracas o Isla Maciel, entre otros. El documental se construye básicamente en base a una serie de testimonios frente a cámara de un grupo de chicos que, por diferentes motivos, debieron abandonar sus estudios tradicionales y más tarde, por propia voluntad, reingresaron al sistema educativo pero no en una escuela clásica sino en otra que propone otro modo de enseñanza. La propuesta de Samyn es interpelar al grupo sobre tópicos que tienen que ver con la educación, la familia, las drogas, el bullying, la violencia, las carencias y los diferentes conflictos a los que deben enfrentarse en el día a día. Pero también trazando un paralelismo con la situación económica del país desde la crisis de 2001 a la actualidad para reflejar como la deserción o incorporación al sistema educativo van en total sintonía con esta. En los últimos tiempos varios trabajos cinematográficos han abordado el tema de la educación, pero lo novedoso en 16 a 18 es que el eje del relato lo llevan los propios alumnos. No son los profesores, ni los directivos, ni funcionarios, ni los padres quienes expresan las falencias del sistema educativo como lo conocemos, sino que a través de chicos y chicas con diferentes problemáticas Samyn realiza un mapa sobre el fracaso de la educación pública convencional. En su mayor parte, 16 a 18 se compone de fragmentos con alumnos hablando frente a cámara, algo que lo vuelve cinematográficamente pobre, pero más allá de esta falencia lo relevante es ver la articulación de un relato en donde queda claro que el sistema educativo actual necesita ser reformulado si lo que se quiere es evitar la deserción escolar de los adolescentes en estado de mayor vulnerabilidad.