Un ecosistema gastronómico En la segunda parte, los directores de Lluvia de hamburguesas (Cloudy with a Chance of Meatballs, 2009) radicalizan el elemento fantasioso y le dan vida a la comida que antes caía del cielo. Viaje al corazón de un Jurassic Park comestible. Lluvia de hamburguesas 2: la venganza de las sobras (Cloudy 2: Revenge of the Leftovers, 2013) comienza exactamente donde había terminado su antecesora: con el joven inventor Flint Lockwood y sus amigos entre los restos de comida gigante que dejó su aparato, que convertía agua en comida, ya desactivado. La isla Bocado, donde todos ellos viven, está tapada de pizzas, bananas y hamburguesas de un tamaño colosal. En medio de los festejos y la desolación, aparece Chester V, una especie de Steve Jobs científico, que anuncia que no sólo va a limpiar todo, sino que además va a contratar a Flint para trabajar en su empresa Live Corp. Es notable el parecido entre Chester V y Steve Jobs: los movimientos, la vestimenta excéntrica, el aire de gurú tecnológico; pero no sólo eso, cuando acompañamos a Flint a su trabajo en Live Corp, las similitudes con Apple se multiplican: la empresa está ubicada en un edificio gigante con forma de lamparita, y cada pocos metros hay café gratis y pantallas para motivar a los empleados. Sin embargo, la máscara de filántropo cae rápidamente y descubrimos sus verdaderas intenciones: adueñarse del invento, de nombre FLDSMDFR (un chiste intraducible, la sigla significa Flint Lockwood Diatonic Super Mutating Dynamic Food Replicator). Para esto, envía a Flint y a sus amigos a recuperar el aparato. Entonces, vuelve el equipo de la primera película: la novia de Flint, Sam; el camarógrafo Manny; el ex bully Brent; y el oficial Earl. Pero si el problema de la uno era la comida cayendo desde el cielo, ahora la cosa se pone más complicada, porque los alimentos se mueven, respiran, viven. En este sentido, Lluvia de hamburguesas 2: la venganza de las sobras puede leerse como una reinvención de Jurassic Park (1993): los velociraptors de Steven Spielberg ahora son hamburguesas araña y el tiranosaurio es un taco gigante. Las imágenes del ecosistema son irresistibles: mezclan la atmósfera natural de un bosque con el colorido brillante y llamativo de un envoltorio de papas fritas. Los sapos de manteca, las tostadas medusa, el brontosaurio rabanito, toda la fauna que se despliega en Lluvia de hamburguesas 2: la venganza de las sobras es un paraíso para los publicistas de golosinas. Si nos ponemos paranoicos, podríamos hacer una ecuación, quizás políticamente incorrecta: ante la proliferación de la obesidad infantil y el imperativo de que los niños coman sano, el alimento artificial adopta formas naturales. ¿Qué mejor campaña de marketing, en tiempos de Coca Life, que mostrar que mi producto crece en los árboles? En definitiva, esa es la cuestión en esta secuela de Lluvia de hamburguesas, la dicotomía artificial/ natural. Con algunos monstruitos comida -que recuerdan a los Minions de Mi villano favorito 2 (Despicable Me 2, 2013), sin duda LAS figuras infantiles de este año- y una animación potente y muy atractiva, Lluvia de hamburguesas 2: la venganza de las sobras dobla la apuesta de la primera: el hecho de dotar de vida a la comida que antes caía del cielo es tan retorcida y genial que puede llegar a terminar en una saga. Ojalá se dé.
Entre la infancia y la adultez Con un humor que remite tanto a la serie The big bang theory como a las propagandas de Quilmes, la nueva película de Sebastián de Caro demuestra que el humor "geek" también puede ser vernáculo. Para el sociólogo Pierre Bordieu, la coincidencia en los gustos era la mejor prueba de afinidad entre dos personas: muchas veces la atracción (¿el amor?) se origina a partir de los gustos expresados en los consumos culturales. Pero, ¿qué pasa si ocurre todo lo contrario? “¿Cómo me puede gustar una mina que no sabe quién es Morrison?” se desespera Juan (Walter Cornás), un treintañero adolescente de Villa Crespo. La mina en cuestión es Luciana (Carla Quevedo), una compañera de trabajo, una chica de Banfield algo aniñada y fanática del anime. Juan está recién separado. Sebastián de Caro, muy acertado, decide no mostrar la ruptura. Sólo lo vemos elegir algunos discos, tomar sus auriculares mientras se escucha el llanto de su novia. Y junto a él, conocemos a sus amigos: Goldstein, un Alan Pauls marihuanero y simpático; el Cinéfilo (Alan Sabbagh), que de alguna manera representa todo el ideario nerd que profesa De Caro; Lipe, un discreto Clemente Cancela; y el Escribano (Alberto Rojas Apel). El segundo paso para la recuperación de Juan es conocer a otras mujeres. Aparece Andrea Portela (Laura Cymer) una ex estudiante de letras devenida en standapera malhablada, tal vez una cita a la Loca de mierda. Y, en su trabajo, a Juan le toca trabajar con Luciana. El personaje de Carla Quevedo es tan insoportable como irresistible. A medida que avanza la película, la chica adquiere una sensualidad inesperada, no sólo para Juan, sino para el espectador. Al igual que Ted, 20.000 Besos (2013) es una película sobre la infancia y la adultez. Hay infancia en los juegos que Juan inventa a lo largo de la película, en el ánimo lúdico que todo el tiempo parece tener. Hay infancia en Goldstein, ese homenaje que Pauls le hace al El gran Lebowski (The Big Lebowski, 1998) de los Coen. Hay infancia hasta en la misma presentación de la película, una animación 8 bits. También como en la película de McFarlane, se pone en escena un personaje cada vez más paradigmático de nuestra cultura: el treintañero en crisis que se niega a crecer. En este sentido, el stand up de Andrea Portela sobre los hombres funciona como una especie de reflexión sobre el tema, de discurso final que le abre a Juan sus posibilidades y su condición, a la vez que funciona como uno de los cierres de la película. Aunque con algunos desaciertos, como la repetición permanente de la palabra “maestro”, o un ritmo narrativo por momentos aletargado, Sebastián de Caro construye una comedia sensible y sólida; y alimenta el mito del nerd argentino.
El oficio del horror Los primeros minutos de Cacería macabra (You’re next, 2013) funcionan como adelanto de toda la película: un hombre con la cara cubierta con una máscara de oveja asesina a una pareja (un gordo y una adolescente, profesor y alumna, como después nos enteraremos) en una casa de campo, mientras suena "Looking for the magic" de Dwight Twilley Band, un grupo de culto de los 70’s. Adam Wingard, el director, se dedica exclusivamente al terror: en 2010 dirigió A Horrible Way to Die y luego participó del grupo que lanzó Las crónicas del miedo (VHS, 2012) y Las crónicas del miedo 2 (VHS 2, 2013). En Cacería macabra, su última película, cuenta como un encuentro familiar terminaen una masacre. Crispian Davidson (A. J. Bowen), el hermano mayor, y su novia (Sharni Vinson) viajan a la casa del campo de la familia. Paul Davidson (Rob Moran), el padre, convocó a una reunión familiar debido a su retiro. A lo largo del viaje, Crispian no deja de repetir lo rara que es su familia, lo difícil que será la reunión. Y acierta. Pero no del modo en que él creía. Al poco tiempo de empezar la cena familiar, un flechazo atraviesa la cabeza de uno de los comensales. Y a partir de ahí, todo serán gritos, sangre y la familia luchando por sobrevivir el ataque de tres asesinos con máscaras de animales. Wingard conoce el oficio. Organiza las secuencias de la matanza de manera aséptica y eficiente. Además, va instalando el horror de a poquito, progresivamente, hasta terminar a todo trapo, con la que es, seguramente, la escena de asesinato más original del año: con una licuadora en la cabeza. Otro acierto es la elección de los actores, especialmente Sharni Vinson, que se destaca en su papel de asesina reprimida, de víctima que deviene en victimario en la lucha por la supervivencia. Una de las falencias de Cacería macabra es, sin embargo, todo lo que precede a la matanza. Los diálogos, las actuaciones, la presentación de los personajes, todo el a priori de los asesinatos, resulta poco creíble. Casi como si Wingard se lo quisiera sacar de encima para pasar al asunto que le interesa. El balance final de Cacería macabra es positivo, Wingard consigue una película entretenida, que deja intacta la herencia de Wes Craven, y que puede funcionar aún para aquellos a quienes no les entusiasma el género.
Un héroe todo terreno La nueva entrega de Percy Jackson redobla la apuesta de la primera: en su apropiación del universo mítico griego, no sólo adopta procedimientos propios de Harry Potter, en vistas de capitalizar a los fanáticos huérfanos por el fin de la saga, sino que desembarca en océanos fantásticos y le guiña un ojo a los seguidores de Piratas del Caribe. La palabra hybris, en griego, significa desmesura, pasarse de la justa medida. Para la civilización helena, que no concebía la moral como nosotros, a través de la tradición judeo cristiana, la ética consistía en un perpetuo término medio, en ninguno de los ámbitos de la vida se debía sobrepasar la medida razonable, sino que debía apegarse a la moderación. Luego el término mutó a híbrido: el resultado de mezclar diferentes especies, diferentes géneros, el mestizaje. La hibridez vendría a ser el término medio, la hybris, entre componentes heterogéneos, diferentes entre sí. En este sentido filológico, la saga de Percy Jackson se puede pensar como un experimento de hibridación. Percy Jackson y el mar de los monstruos (Percy Jackson: Sea of Monsters, 2013) es, ante todo, un ejercicio constante de mezcla. Un ensamblaje entre la estética helénica (centauros, columnas, ese imaginario que el Hércules de Disney resumía tan bien) y lo contemporáneo. Así, vemos cómo los papiros pasan a ser ebooks, cómo las armaduras pasan a ser ropa deportiva, y cómo el personaje del negro amigo que cuenta chistes (a esta altura casi un arquetipo cinematográfico) se convierte en un ¡fauno! Percy Jackson nació con este objetivo explícito, la difusión de la cultura griega. Su creador, Rick Riordan, profesor de mitología griega, escribió la saga porque se le habían agotado los mitos que le contaba a su hijo. Entonces decidió adaptar la cosmología griega a la actualidad. Esta secuela encuentra a Percy preocupado ante la posibilidad de ser un “one hit hero”: que la hazaña de la primera película de la saga, devolverle a Zeus su rayo, y salvar el mundo, haya sido una casualidad, sólo buena suerte. Además, su desempeño en el Campamento Mestizo, lugar de entrenamiento de héroes y semidioses, se ve opacado por el de Clarisse La Rue (Leven Rambin), la competitiva hija de Ares. Sin embargo, cuando las fronteras que protegen el campamento son vulneradas, Percy tendrá oportunidad de mostrar su heroísmo al enfrentarse a cíclopes, manticoras y toda clase de monstruos míticos. Incluso, enfrentará a Cronos, que vendría a ser algo así como su abuelo en términos de genealogía divina. Con efectos especiales brillantes, la nueva película de Thor Freudenthal funciona en la medida en que la aventura fluye. Percy enfrenta a un toro mecánico, Percy navega un barco de zombies, Percy surfea una ola gigante. Pero cuando vemos que Percy duda, reflexiona, se emociona, el hechizo se rompe y todo se torna pesado. Quizás la culpa, en definitiva, sea de Logan Lerman. No se entiende que alguien que demostró ser un gran actor en Las ventajas de ser invisible (The Perks of Being a Wallflower, 2012), no pueda convencer en este papel, que parecía mucho más fácil. De cualquier manera, Percy Jackson es un digno sucesor de Harry Potter.
American Hero Story Según Wikipedia, un héroe es un “personaje eminente que encarna la quinta esencia de los rasgos claves valorados en su cultura de origen”. A partir de esta definición, se puede pensar a jOBS (2013) como una suerte de mitologización, de construcción épica de la figura de Steve Jobs. Creador de Apple, multimillonario más joven del año 1982 y número 110 en la lista de millonarios que confecciona la revista Forbes al momento de su muerte, la figura de Steve Jobs es clave en ese mondongo conceptual tan de moda que mezcla nociones supuestamente metafísicas con clases de liderazgo empresarial, y crea términos tan divertidos como “coaching ontológico”. Las frases que el guionista Matt Whiteley le hace decir a Jobs apuntan justamente a esto: un humanismo de mercado. “El diseño es el alma de todo lo creado por el hombre”, vemos decir a Jobs rodeado de jóvenes, como un Sócrates/CEO. Ese es la primera razón de la existencia de jOBS: el ensalzamiento de la figura de Steve Jobs. Y también es el mayor error: en lugar de construir un personaje humano, contradictorio, se retrata a un Jobs que incluso cuando se enoja, cuando se caga en sus amigos, y los “garca” impunemente, es groseramente un héroe. Entonces, el primer motivo es ya un error: el ensalzamiento termina en condescendencia. Lo que podría haber sido un retrato de un personaje complejo, termina en una especie de caricaturización superficial. El segundo motivo es Ashton Kutcher. Una de las grandes sorpresas al momento de la muerte de Jobs y la proliferación de imágenes suyas, fue el enorme parecido entre uno y otro. Además, cuando la producción de jOBS había empezado a tener retrasos, y ya se hablaba de su cancelación, fue el aval de Kutcher lo que posibilitó su finalización. Y aquí llega el momento de responder la gran pregunta: ¿Está Kutcher a la altura de las circunstancias? Dejenme contestar con una metáfora. Las propiedades ópticas de la materia se dividen, básicamente, en tres. Transparente, translúcido y opaco, según la cantidad de luz que dejan pasar. Se puede pensar la caracterización en las biopic de la misma manera: la transparencia de aquel actor que se deja atravesar por su personaje, que funciona casi como un transmisor, incluso potenciándolo. El Johnny Cash de Joaquin Phoenix en Johnny & June: Pasión y locura (Walk the Line; 2005) funciona de esta manera: Phoenix aparece atravesado, casi transfigurado por Cash. La translucidez aparece, por ejemplo, en el Andy Kaufman que Jim Carrey compone en El mundo de Andy (Man on the moon, 1999). Vemos destellos de Kaufman, pero distorsionados bajo el filtro de Carrey. Lo cual no está mal, muchas veces la caracterización es también un trabajo de autor, una declaración identitaria del actor, una ecuación interpretativa. Y justamente en eso reside el logro de Carrey. El Jobs que compone Kutcher es opaco. No sólo tapa cualquier posibilidad de ver en él a Jobs, sino que él se pone en el medio. Es como cuando un pelado se nos sienta adelante en un cine. Lo que verdaderamente nos va a molestar no es no ver la película, sino que va a ser ese cráneo brillante y rotundo, emplazándose en el lugar de la pantalla. Ashton Kutcher es uno de los hombres más atractivos de la industria hollywodense, y es también muy buen comediante. Pero no tiene talento: es como un James Franco desprovisto del talento interpretativo. Otro de los errores de jOBS es el fragmentarismo en el que involuntariamente cae. Hay espacios y problemáticas mal resueltas: por ejemplo la negación de Jobs a aceptar a su hija, que se resuelve de manera abrupta, poco creíble. O todo lo que pasa entre su despido de Apple y su posterior regreso. Con la música pasa lo mismo: durante las escenas que retratan al joven Jobs (con un montaje que mezcla imágenes de él tomando ácido y viajando a la India) suena Dylan, suena The house of the rising sun. Luego asistimos al endurecimiento de Jobs, su versión adulta y garca, ¡y sigue sonando rock sesentoso! Si bien la historia de Steve Jobs es parecida a la de Mark Zuckerberg, que David Fincher retrató, carece del ritmo adictivo y los diálogos brillantes de Red Social (The social Network, 2010). La fábula posmoderna del software de garaje, el auge de los nerds que conquistan el mundo, aquí deviene en mito plomizo, en fanatismo infértil, ramplón. Por suerte, Aaron Sorkin, guionista de Red Social, anunció que está trabajando en una biopic sobre Jobs que se estrenaría en 2014. La esperamos con ansias.
Holocausto pitufo ¿Se puede pensar en la secuela como un género en sí mismo? Dentro del universo de las películas de animación infantil, el mecanismo es automático: las empresas de animación tratan de instalar un personaje para establecer una saga, hasta que finalmente se agota. A veces puede salir bien (Monsters University, Mi villano favorito 2, por ahora Toy Story), y otras veces no (la saga de Shrek, Cars 2). Está tan extendido este sistema que a una semana del estreno de Metegol, Gastón Gorali, uno de los productores, afirmó de la película que: “Lo mejor que le puede pasar es hacer la segunda”. Los Pitufos 2 (The smurfs 2, 2013) forma parte de otra estrategia: traer al presente personajes viejos, y aggiornarlos al nuevo público. Los antecedentes no son buenos: aunque hay ejemplo interesantes y respetuosos (El Zorro, de Antonio Banderas), la adaptación de Los tres chiflados, o la Scooby Doo muestran que a veces la resurrección de un personaje no significa necesariamente buenos resultados en términos de calidad o de público. Y termina arruinando personajes clásicos. ¿Qué es lo nuevo en esta secuela? Gracias a YouTube, Gargamel (Hank Azaria) se hace famoso y recorre el mundo como un mago excéntrico. Se las arregla para capturar a Pitufina del universo pitufo, e intenta sonsacarle la fórmula secreta de la esencia de los Pitufos, para terminar con el universo pitufo y dominar al mundo. Por error, Papá Pitufo recluta a Torpe, Gruñón y Vanidoso para la aventura, que los llevará a la casa de los Winslow (Neil Patrick Harris y Jayma Mays), y de ahí, a París, donde Gargamel tiene secuestrada a Pitufina. Abundan los planos turísticos de París, de noche y de día. Hay dos cosas que molestan a lo largo de la película. La primera es la presencia de la tecnología: resulta raro verlo a Gargamel planear su plan de exterminio pitufo en una Tablet (notablemente Sony), o verlo conectado a Facebook. En fin, marcas de época. La segunda es las constantes repeticiones del mensaje: la idea de que los padrastros funcionan como padres de verdad, abordada a partir paralelismo que se hace entre la relación entre Pitufina y Papá Pitufo, y Patrick Winslow y su padre adoptivo (Brendan Gleeson), se torna aburrida cuando se vuelve una y otra vez sobre lo mismo. Dentro de las pocas cosas buenas de la película encontramos las actuaciones de Azaria y de Gleeson: excelentes, sólidas. Sin embargo, no alcanzan para sacarnos las ganas de ver a Gargamel triunfar y, que de una vez por todas, los Pitufos desaparezcan de nuestras vidas. Y es que quizás, el culpable de la desaparición de nuestros amiguitos azules no sea Gargamel, sino Sony Pictures Animation, responsable de esta secuela.
Un papá genial Lo primero que entendemos en el comienzo de Mi villano favorito 2 (Despicable Me 2, 2013) es que el genio malvado que era Gru (voz original de Steve Carell), que en la primera parte había robado nada menos que la luna, quedó en la historia, y en su lugar hay un tierno padre de familia que se desvive por sus tres hijas. La prueba más contundente de esto es la transformación de su laboratorio, que ahora es una especie de fábrica de Willy Wonka, destinado a fabricar mermelada. Sin embargo, como consecuencia de un encargo de la Liga Anti Villanos, que lo contrata como espía en un shopping, Gru conocerá el amor con la agente Lucy (voz original de Kristen Wiig), y su nueva vida dará un vuelco. Si en la primera película la novedad pasaba por el desdibujamiento de la figura del archivillano (igual que Megamente, igual que el doctor Doofenshmirtz), en esta secuela el personaje de Gru se nos aparece mediocre, predecible, más parecido a un personaje de Adrián Suar que a un villano de Disney. No así el resto de los personajes: El Macho, uno de los personajes, es una caricatura acertadísima acerca del paradigma de lo latino, o el Dr Nefario (voz original de Russell Brand) que mezcla el Alfred de Bruce Wayne con el Doctor Strangelove. Al igual que los pingüinos de Madagascar, o Scrat en La Era de Hielo 4, los Minions, las criaturas que ayudan a Gru, se desenvuelven con independencia de la película, tanto es así que su spin off ya tiene fecha de estreno: diciembre del año que viene. Con la versatilidad de los Oompa Loompas de Tim Burton, y los movimientos de los marcianos de Toy Story, plantean un humor casi mudo, a la vez simple de formas y complejo de expresión, que recuerda la tradición clásica del slapstick. Es tan importante la presencia de los Minions, que definen tanto el bando bueno como el malo: el plan del villano de la película los incluye como parte fundamental de su plan de dominación mundial. Con momentos de brillante surrealismo – como cuando El Macho, antiguo villano, en un acto supremo de virilidad, se arroja a un volcán en erupción vestido con dinamita y montando un tiburón- y el protagonismo apto para todo público de los Minions, Mi villano favorito 2 supera la difícil tarea de hacer reír simultáneamente a más de una generación.
¿Otra película de canto y baile? Los primeros minutos de Ritmo perfecto (Pitch Perfect, 2012) parecen sacados de algún capítulo de Glee: un concurso interuniversitario de canto a capela, un escenario brillante, un grupo de chicas haciendo un cover de The Sign, de Ace of Base. Sin embargo, la magia desaparece cuando una de las cantantes deja abruptamente de cantar, y tras unos segundos de suspenso, vomita absolutamente todo el escenario. Ahí entendemos que no estamos ante un típico musical adolescente, sino en algo mucho más importante. Dirigida por Jason Moore, que llevó varios musicales a Broadway, y escrita por Kay Cannon, que fue guionista de 30 Rock, Ritmo perfecto es la historia de Beca (Anna Kendrick) una estudiante que llega la universidad y es obligada por su padre a unirse a alguna actividad: si no llega a encajar, le promete, él mismo la ayudará a mudarse a Los Ángeles y a cumplir su sueño de convertirse en productora musical. Mientras practica con las bandejas de DJ, Beca descubre un grupo de canto a capela formado por chicas: las Barden Bellas, que fueron eliminadas en la última competencia interuniversitaria y están rearmando su grupo a la sombra de los Treblemakers, el grupo de canto masculino, ganador de absolutamente todas las competencias. Beca se suma a las Bellas, y empieza a competir en el torneo universitario de canto a capella. Ritmo perfecto suma todos los elementos que hacen a los musicales adolescentes, pero además les agrega detalles saludables: personajes inolvidables, como la gorda Amy, encarnada por Rebel Wilson, algo así como una versión femenina y completamente desatada de Jonah Hill. O Lilly Onakuramara (Hana Mae Lee), una integrante de las Bellas que sólo habla con susurros inaudibles. Citas que hacen referencia a Glee (“este no es un club donde vienen a cantar y a bailar para superar algún problema social o confusión sexual”), un homenaje a Breakfast Club, y una aparición estelar de Elizabeth Banks y John Michael Higgins, hacen que la comedia no sea sólo una parodia a un género de moda, sino que tenga una vida propia. La película puede pensarse como una renovación de ese género que fueron (y son) las películas de Una película de miedo, y todas las que vinieron después (por ejemplo Epic Movie, 2007 o Vampires Suck 2010; etc). Cuando comparamos la quinta y última parte de la saga, un bodrio plagado de lugares comunes, con el vértigo humorístico, con la profusión de personajes cómicos que despliega Ritmo perfecto, sólo se puede pensar que el futuro del género parodia está aquí. Y de hecho lo es: pocos meses después de su estreno en Estados Unidos, Universal anunció la segunda parte, que saldrá en 2015. ¿Una nueva saga en puerta?