Thirty-five shots of rhum drunk at a gulp French director Claire Denis may be best-known for Beau Travail (1999), a remarkable tribute to masculinity as a rite of passage, as a beautifully choreographed and perfectly executed portrait of men living alone and flexing Nature’s muscle in the fading days of the Foreign Legion. That same fascination with gender (which does not necessarily refer to sex) permeates her lauded 35 Shots of Rhum (2008), which has a belated, limited release in BA this week.
Campesina, pero de Nashville Por estos días, en términos cinematográficos, es como si Buenos Aires hubiese firmado un acuerdo de ciudades hermanas con Memphis y Nashville. Específicamente, nos referimos al reciente estreno de El último Elvis, de Armando Bo (ver crítica y entrevista), y ahora la premiere, exclusivamente en el Cosmos UBA, de la última película de Alberto Fuguet, Música campesina (Country Music), cuya acción se desarrolla en Memphis, la clase de ciudad real / imaginaria que tanto abunda en el cine. Filmada en tan sólo seis días como parte de un proyecto de Estudios Latinoamericanos de la Vanderbilt University, en la cual Fuguet dictó clases magistrales sobre literatura hispánica, Música campesina, desde donde se la mire, es un film notable sobre el desarraigo, la melancolía, el arduo proceso de asimilación e integración a una cultura foránea, y finalmente el darse cuenta de quién es uno realmente, de dónde viene y hacia dónde se dirige. Con un presupuesto irrisorio, casi inexistente, Música campesina es un auténtico film indie que describe con humor y agudeza el territorio habitado por Alejandro Tazo, un turista chileno que aterriza -no se sabe muy bien por qué- en Nashville. Al igual que la aclamada y pionera película de Robert Rodríguez El mariachi (1992), Música campesina también concentra su mirada en un personaje y su devenir en un lugar ajeno en el medio de la nada; un lugar que podría ser cualquier parte siempre y cuando se cumplan ciertos requisitos narrativos. Tazo, notablemente interpretado por el actor Pablo Cerda, no es un lobo solitario ni un enigmático visitante. Tazo cae en Nashville luego de visitar la costa oeste de Estados Unidos, supuestamente atraído por la country music del título, pero en realidad ese estilo musical le es completamente indiferente. Lo que sí despierta la curiosidad de Tazo y un desconocido sentido de extrañamiento ante un paisaje urbano y humano es el saberse libre de desplazarse sin rumbo ni propósito, tratando de comunicarse en su media lengua porque no maneja muy bien el inglés. Fuguet no pierde tiempo en tediosas explicaciones sobre el pasado de Tazo ni sus motivaciones específicas, simplemente sigue su divagar, el físico y el espiritual, en una especie de viaje iniciático en el cual Nashville, por supuesto, es simplemente una excusa. Podría tratarse de cualquier otra ciudad, y la búsqueda sería la misma. Sabemos que los planes de Tazo son a corto plazo: hasta dónde le alcance el dinero, que no es mucho, o hasta que pueda mantenerse con algún trabajito temporario. Al comienzo, Tazo transita por no lugares, o sea, impersonales lobbies y corredores de hoteluchos; habitaciones una igual a la otra, y varios recorridos por los inevitables atractivos turísticos de Nashville. Tazo siente la necesidad de vagar sin rumbo fijo, pero no se trata de la necesidad normalmente asociada con la angustia existencial. Tazo observa y lo escudriña todo atentamente, al igual que la cámara de Fuguet, íntima pero nunca más allá de los límites implícitos del protagonista. Uno de los principales logros de Fuguet y de su Música campesina, precisamente, es el modo en que se aproxima al deambular de Tazo, mostrando sus encuentros casuales con extraños de manera descriptiva pero sin ninguna obscena intromisión. En otros casos, pero no en el de Fuguet, este tipo de narrativa sería probablemente descripto como una sucesión de viñetas, de postales sobre la vida cotidiana. Pero Música campesina es otra cosa porque la transición entre una y otra escena fluye con tanta naturalidad que no hay episodios que puedan identificarse como individuales o autónomos. Se trata de un todo abarcador, aparentemente simple pero en realidad extremadamente complejo, o al menos es lo que Fuguet transmite. Con una narrativa exquisitamente despojada, Música campesina, que dura 100 minutos, un poco más que los clásicos y cuasi-obligatorios 90 minutos del estándar, se desliza con notable fluidez. El film de Fuguet no produce jamás la sensación de extenderse en demasía o de detenerse innecesariamente en ciertos detalles. Así, bien podría decirse que Música campesina es un brillante ejemplo de compresión narrativa, ya que se explaya sin detenerse en innecesarios regodeos explicativos, ni concluye en medias res, ya que el relato está tan bien articulado que nada queda sin decir a pesar de que en el film no abunda la verborragia. Lo que Fuguet tenía bien claro al comenzar el rodaje – a pesar de contar sólo con el comienzo y el final de la película – es que los hechos debían ser espontáneos y filmados en tono naturalista. El Tazo de Fuguet, al igual que el personaje de El mariachi, arrastra pocas posesiones materiales consigo, pero lleva siempre la guitarra al hombro. Visualmente, es como si deambulara al compás del instrumento, a pesar de que Música campesina cuenta con una atrapante banda sonora, brevemente interrumpida por un tema romántico del actor devenido estrella pop Leonardo Favio (y un magistral director de cine, por supuesto). Sabia elección la de Fuguet, porque resume, en unos pocos segundos, la naturaleza y el mensaje de su film. Al igual que la canción de Favio, Música campesina no es un lamento, sino un estudio contemplativo sobre el devenir de la vida. En síntesis, el actor Pablo Cerda se mete bajo la piel de Alejandro Tazo, el extraño de paso por una ciudad ajena y una geografía distante; un ser humano que despierta con una mezcla de comodidad y sorpresa, que se trenza en desigual combate con su insuficiente manejo de una lengua extranjera, y que a pesar de todas las desventajas termina ayudando a los demás, y a sí mismo, a comprender mejor la vida, en cualquier lugar, bajo cualquier circunstancia.
Nothing but the naked truth Watching Steve McQueen’s new opus Shame — about an early middle- aged NYC sex addict — you realize that the writer-director is not trying to get under the male lead’s pants. Rather, it’s the mind he’s aiming at, or the soul, if you’re a believer. On the surface, Brandon (Michael Fassbender) is just like any other urbanite corporate exec. Early to work, out at 6 for a round of drinks at a nearby lounge, and back home it is, supposedly. But there’s a dark corner in Brandon’s private life. While developing an irrepressible, insane obsession with intimacy — the kinkier the better — there’s no way he can make a connection with another human being. One-night stands are followed by another round of meaningless, even brutal sex, watching porn, masturbating, filling his spare time with the pursuit of sexual encounters.
He’s caught in a trap, he can’t go out Armando Bo’s El último Elvis shatters a man’s delusions of grandeur They can’t go on together / With suspicious minds. But I certainly could go on and on about Armando Bo’s directorial début El último Elvis, an official selection at the last Sundance Festival and the Opening Night Feature of this year’s BAFICI. I must admit that I have seldom witnessed so much expectation about an upcoming movie. “Is it good?” is the first question people ask, and it’s evident from the look on their faces that they expect it to be. To answer the question, I must say that the film, minor quibbles and all, is indeed a very good study not in the personality of Elvis but in the self-replicating events in the life of an ordinary man, your average next-door guy who aches to be someone else. In El último Elvis, with exquisite cinematography by Javier Julia, there’s this forty-something guy, Carlos Gutiérrez (John Mc Inerny), who scrapes a living as an Elvis impersonator. Very little is left after picking up the crumbs at the seedy joints he and his band members play every weekend. That is, provided their agent can book them on a date. Estranged from his wife, Alejandra (Griselda Siciliani) and daughter Lisa Marie (Margarita López), Elvis/Gutiérrez leads a rather lonesome life, occasionally seeing friends at his life-time club de barrio and performing daylight chores to supplement his modest (insufficient) income as his alter ego — Elvis, the man he sees on the mirror instead of a chubby middle-aged man living in the southern suburbs of Buenos Aires. Succintly put, El último Elvis is a coming-of-age story developing against the background of someone who, for fear of perceiving his own emptiness, plays a game of mirrors doubling as the one revered personality he will never be. This Elvis (our own) is very good in this regard, with a profound bass voice that conveys Elvis’ (the real one) and his own excruciating pain over the lack of professional and popular recognition. He’s not alone there. In one of the film’s most hilarious and self-contemplating scenes, there’s dozens like our own Elvis — posing as somebody else, making a living out of their likenesses with certain personalities but knowing, deep inside, that all they will ever be is a shadow of the real thing. Writer-director Armando Bo — third in line of a dynasty of filmmakers-actors — is certainly familiar with the technical side of producing and directing compact, beautiful, self-contained scenes. After all, he’s been in the publicity business for over six years, running his own company with international success and renown. Producing commercials and co-writing the script for Alejandro González Iñarritu’s acclaimed movie Biutiful, Bo knows very well how to pull the strings at the right time, and evidently has a knack for perfection, which he almost always achieves on the sound stage or in the editing room. But before that process there’s this thing called script. In this regard, El último Elvis is very neatly laid out, developing and illustrating a conventional story in a gripping manner, interspersing the lead’s perambulations with the troubles and tribulations of pretending to be someone else, and having the world (mainly his estranged wife) remind him that his name is Carlos Gutiérrez, not Elvis, and that no way is he going up the Graceland way. Reality has strange ways of having us confront things as they are. Due to unexpected circumstances, Elvis/Carlos, nearing the age when the real Elvis died, is forced to take care of his little daughter, Lisa Marie.
La luz al final del túnel Escribir sobre una película tan singular y apremiante como El Pozo –opera prima del joven realizador Rodolfo Carnevale, con un guión basado en su propia experiencia familiar por tener un hermanito, Guillermo, que padece de autismo- se hace en extremo difícil. Por un lado, el desconocimiento general del síndrome de autismo, y por otro, la descarnada visión que nos presenta Carnevale en un admirable tour de force, digno de encomio por su valentía y honestidad, tornan casi imposible la tarea de separar las aguas. Es decir, estamos juzgando (“comentando” sería mucho más justo y apropiado) una pieza cinematográfica por sus cualidades intrínsecas como propuesta estética y narrativa, pero el valor temático, de incuestionable peso y dureza, nos enfrenta a la disyuntiva de tratar de analizar separadamente ambos enfoques. Es lógico que así sea, porque Carnevale, desde un guión que le demandara años de ardua tarea profesional y un viaje emotivo desde su infancia hasta el presente, se hace cargo de hablar por aquellos que, de otra manera, no tendrían manera de expresar lo que produce, tanto en el paciente como en su entorno familiar directo, un síndrome complejo como el autismo, no siempre de temprana detección, muchas veces mal diagnosticado y erróneamente tratado. El más que apropiado título, El Pozo, sumerge al espectador, desde las primeras imágenes, en un universo que, de tan insospechado y poco divulgado, se vuelve incomprensible: la protagonista, Pilar, autista y con un grado de discapacidad cognitiva, sufre un episodio del mal que la aqueja. Pilar, la figura creada por Carnevale como única salida para enfrentar la imposibilidad de escribir, de modo alusivo directo, sobre su propio hermanito, se retuerce físicamente y su rostro se distorsiona en una mueca irreconocible. A medida que nos internamos en su historia, en su padecimiento y en el de toda su familia, llegamos a atisbar, tal vez a vislumbrar, que convivir con un paciente con síndrome de autismo puede, y de hecho lo hace, trastornar a los espíritus más bondadosos y ecuánimes. El entorno familiar de Pilar es el típico hogar de clase media: un buen pasar con un padre con un buen empleo, una casa bien puesta y confortable, y los medios económicos necesarios como para asegurarle a la enferma los cuidados médicos y personales necesarios. Pilar (nombre no elegido al azar, seguramente) tiene el afecto y la contención de sus familiares: sus padres, Franco (Eduardo Blanco) y Estela (Patricia Palmer), y su hermanito menor, Alejo (Túpac Larriera. Lo que Carnevale nos muestra, sin apelar a golpes bajos ni facilismos, es el gradual derrumbe, la caída en el abismo, si se quiere, de una familia que, llegado el momento de elegir, de tomar una decisión vital, debe pasar por una serie de crisis que testean su capacidad de resistencia, y también su gran capacidad de amar. En su desarrollo narrativo, El Pozo atraviesa espacios y situaciones inevitables: aceptación casi obligada, reacomodamiento ante la llegada de un hermanito para Pilar, los problemas que se suscitan en el chico, Alejo, a medida que va creciendo y comprende que su hermana es diferente, y el resquebrajamiento de la pareja ante sus divergentes posturas sobre la solución más adecuada y justa para todos. Se trata, en gran medida, por la seriedad del caso, de la disquisición entre institucionalización o no institucionalización del paciente, decisión que determinará el presente y el futuro de toda la familia. En el proceso de deconstrucción y rearmado de su historia familiar y de su propia vida, el director y coguionista Carnevale arremete, casi sin tropiezos, contra los obstáculos que surgen, inevitablemente, al lidiar de frente con una lacerante historia y con el modo más lúcido y efectivo de contarla. El resultado es encomiable, tanto por la labor de los protagonistas, en especial la madre (Palmer), el verdadero pilar y soporte de todo el entramado. Tal como sucede en la realidad (y no es simple conjetura, sino observación), en una familia es casi siempre la mujer la poseedora de mayor fuerza, de obstinación, casi, para sostener un peso que doblegaría a los espíritus más fuertes. En este Pozo narrado por Carnevale, la actriz Patricia Palmer se lleva los mayores lauros por su conmovedor retrato de una madre en constante tensión entre el amor por su hija y los tironeos simultáneos de un padre y marido, y otro hijo que también reclama, y necesita, tanto sostén como todos. En el exigente papel de Pilar, la actriz Ana Fontán parece haber hallado todos los matices necesarios para conmover sin apelar a estereotipos, y lo mismo puede decirse de Ezequiel Rodríguez, quien interpreta a un muchacho, de la misma edad que Pilar, autista él también. En el papel de Alejo, el hermanito menor de Pilar, Túpac Larriera se muestra convincente y provoca identificación y empatía, tanto en los momentos más dolorosos (cuando expresa, ante un grabador, que desearía no ser el hermano de Pilar), como en las instancias en que la vida ofrece un respiro a tanto dolor y sufrimiento. Con un buen manejo de tiempos y emociones, El Pozo cumple, ampliamente, con la meta que se propone: concientizar, conmover, y enseñarnos a no ser indiferentes. En suma: una película abrumadora, contundente, necesaria.
Dos extraños son Desde que comienza el film, con una atractiva viñeta estilo 50s de un perfil urbano identificable con el West Side neoyorquino, el espectador, no sin razón, espera encontrarse con el tipo de comedia romántica brillante, inocente y eficaz tìpica de esa época dorada del Estados Unidos de posguerra. Epoca de prosperidad y esperanza, de hogares suburbanos equipados con la última tecnología y confort, y también la década que dio lugar a los “baby boomers”, como se conoce a la explosión demográfica originada en ese entonces. Sin ser demasido suspicaces, hay algo en la extraña conducta de Martín (Diego Torres) y Sol (Julieta Zylberberg) que nos dice que esta parejita de jóvenes músicos (él, pianista clásico; ella, “torch Singer” con aspiraciones de rockera) aguardan una especie de milagro o de fortuito golpe de suerte. No por carecer de talento, sino de oportunidades, Martìn y Sol se ganan la vida actuando en el bar-lounge de un lujoso hotel. Martìn al piano, prolijamente peinado a la gomina y con anteojos de negro carey, y Sol recostada sobre el piano al mejor estilo Michelle Pfeiffer en Los fabulosos Baker Boys, la pareja prosigue su rutina hasta que un incidente menor hace que se vean en la calle, desocupados. Sin mucho que hacer, salvo recorrer agencias artísticas y asistir a castings, un viejo amigo y ex colega, Freddy (Fabián Vena) aparece en escena con un irresistible canto de sirena. Devenido exitoso empresario y manager de artistas, Freddy sabe que Martìn, con su innato talento y carisma, es una mina de oro en potencia para el mercado de la música pop de consumo masivo. Pero Martín, dueño de un estricto entrenamiento clásico, se niega repetidamente a componer edulcoradas baladas pop. En el otro wing, Sol, poseedora de una excelente voz, recibe la oferta de una gira internacional como cantante de una banda manejada por Freddy, fabricante de estrellas. Sin mucho que hacer en casa (un departamento llamativamente coqueto de estilo francés, fuera del alcance de dos músicos empobrecidos), Sol se obsesiona con el vecino del piso de arriba y sus idas y venidas en medio de la noche. Ausente y silencioso durante el día, de regreso en la madrugada, el vecino deja de producir, por unos días, sus impetuosas entradas acompañadas del ruido de zapatos de tacón. Para no darle a Martín la noticia de que está embarazada, justo en momentos de aprietos económicos, Sol se concentra en el misterio doméstico y arrastra consigo al reticente Martín, a quien convence de que se ha cometido un crimen en el piso superior. ¿Comedia policial de fórmula? Sí, innegablemente. ¿Eficazmente ejecutada? No, por razones varias. El cantautor Torres despliega su encantadora inocencia por doquier, pero su partenaire, Julieta Zylberberg, no parece capaz, en todo el film, de encontrar el tono comédico adecuado. Con un antecedente impecable como su magnìfica interpretación de una oscura celadora de colegio secundario durante la dictadura en la película La mirada invisible (Diego Lerman, 2010), Zylberberg, sin incurrir en encasillamientos, intenta pero no logra ponerse en papel en Extraños en la Noche. Tanto la trama como la estètica y el espíritu risueño del film evocan la deliciosa comedia de Blake Edwards Un disparo en la oscuridad (1964, con Peter Sellers y Elke Sommers), pero Extraños en la Noche carece de algo que la cinta de Edwards poseía en abundancia: un guión sólido, previsible pero sin baches, y una manufactura casi perfecta. Tomadas individualmente, las escenas de Extraños en la Noche, sin llegar a semejantes alturas, son dignas, correctas, pero el dudoso ensamblaje transforma al film en una concatenación de intentos de comedia casi sin cohesión narrativa. Así, la película de Montiel, que tiene méritos artísticos de sobra, pero de manera un tanto inconexa, deviene un decepcionante desencuentro de dos extraños en la noche.
Ciudad de Dios “Tu barrio… ¿te gusta cómo está quedando?” La frase resuena como un eco cercano y atemorizante al final de la película y del trailer, y es una excelente síntesis del tema, y de la forma en que fue abordado, del nuevo film uruguayo Reus. Con un pie en el cine de género (el policial) y otro en la realidad (la de un Montevideo cada vez más clasista, discriminatorio y violento), Reus, que debe su nombre al barrio marginal de la capital uruguaya, convoca a la reflexión sobre temas candentes como la inseguridad y la consiguiente problemática social. Con un elenco profesional más un ensamble de actores amateurs convocados a lo largo de dos años de castings, Reus pretende ser dos cosas, al menos: testimonio social y obra cinematográfica lograda, con suficientes méritos artísticos para destacarse y diferenciarse de otros productos sensacionalistas, más dignos de la “prensa roja” que de la denuncia. Cuando “El tano” (Camilo Parodi) regresa a su viejo barrio, el Reus, luego de cumplir una condena presuntamente instigada por un comerciante israelita (quien ya no habita en el Reus, sino en el más coqueto y gentilizado Pocitos), se encuentra con una serie de cambios contundentes. La miseria y la violencia han crecido exponencialmente, y una nueva droga, la pasta base (el residuo del “fondo de la cacerola” luego de refinar cocaína de mayor pureza) hace estragos entre los jóvenes. También han cambiado los códigos: los delictivos y los de la ley, que impone una implacable “mano dura” para combatir el crimen. La intención de Reus, en principio, es poner en foco la confrontación y la escalada de violencia por parte de emergentes sociales varios. Pero en el derrotero reivindicatorio de “El tano” y de Don Elías (Walter Etchandy), el poderoso comerciante judío que lo enviara tras las rejas, no parece haber medias tintas: de un lado las clases sociales acomodadas, y del otro los marginalizados, sumergidos en la miseria material y casi sin posibilidades de escaparle al destino. Lejanamente emparentada (por la temática, no por la calidad) con el cine de Adrián Caetano (Un oso rojo, 2002), Reus se desploma a mitad de camino por su incapacidad para resolver situaciones dramáticas de modo convincente, y también por su poco efectivo cruce de géneros. Detrás de todo testimonio de confrontación social, es sabido, se oculta una malaise mucho más profunda que la exteriorizada por las diferencias económicas y de oportunidades. En ese sentido, el mayor fallo de Reus, tal vez, radica en su confusa premisa sobre buenos y malos, sobre el bien y el mal, con una balanza que zigzaguea sin rumbo alguno. Y su mayor logro, justo es aclararlo, es el intento, no del todo logrado pero siempre válido, de producir un cine socio-realista, actual, contundente en su intención.
When luck is not on your side Daniel Burman’s La suerte en tus manos comes across as overwhelmingly repetitious When the same theme keeps cropping up — at an relentlessly steady pace — in an author’s work, is it just revisiting the same old subject and staying true to a trademark peculiarity, or is it tantamount to an incapacity to outgrow the same old issues? In the case of screenwriter-director Daniel Burman, whose Messiah trilogy justifiably earned him critical accolades and positive public response, the issue in question boils down to identity crises of sundry kinds (community, paternal, filiation) and a young man’s understandable need for approval. In his latest production, the overhyped La suerte en tus manos, premièring today in Argentina, a young man’s idiosyncrasy is at the core of the story. Once again, Burman writes a clearly identifiable alter ego as the male lead: Uriel, played by Oscar-winning Uruguayan singer-songwriter Jorge Drexler (début) with a healthy dose of charm that translates his musicmaking talent into a seamless blend of candour and unapologetic selfassurance. Kudos for Burman as casting director and kudos for Drexler, whose presence illuminates the screen to the point of turning the trite into affable, obliging spontaneity. Drexler gets under the skin of Uriel, a successful financial entrepreneur in his mid-to-late 30s, unable to settle down to the point of considering a vasectomy and actually having it performed lest his proclivity to short-lived affairs lead to unwanted paternity. He has an 11-year-old daughter, but that’s where he has drawn the line. Oh, there’s also 8- year-old Otto, who may have been the result of a moment’s distraction in Uriel’s amorous life. But a vasectomy alone is not the solution if you want a human approach to relationships, like warning a potential partner or fiancée, “Hey, there’s no procreation here, just boudoir fun.” Not bad as the starting point for a situation comedy with a dramatic edge to it. Actually, it’s a good excuse to get the action going. The ensuing situations may be predictable as they come, but, if well handled, entertainment and food for thought are served on the same plate. At the opposite end of La suerte en tus manos is Gloria, played by the great stage and screen actress Valeria Bertucelli. Like Drexler, Bertucelli’s face and demeanour alone suffice to fill the screen with a potent mixture of innocence and natural, unaffected ways. Gloria is an old flame of Uriel’s, who dumped her for someone with less urgent aspirations. Yet, in Uriel’s view it was Gloria who dumped him for unknown reasons. Be that as it may, Uriel has abandoned all pretense of a self-charted future — probably in the volatile music industry — for a more profitable, stable position in the world of finance. He is a successful broker and an unbeatable poker player, to boot. And yet, he’s clearly afraid of approaching middle age, that stereotyped moment in life when men opt out Viagra pills for a red Porsche. Travelling to the city of Rosario to have the vasectomy performed — keeping it a secret is a key issue for him — Uriel stays the night at a luxurious hotel which Gloria, as chance would have it, has also chosen for a reunion with her mother (Norma Aleandro). From this point on — and this is not meant as a scathing remark — everything is predictable, as is normally the case with good comedy. The old scheme boy-meets-girl (chances on old flame), boy-loses-girl (refuses to take another chance), boy-gets-girl-back (decides to take a dive) is certainly unavoidable and what audiences rightly expect from this kind of product. In La suerte en tus manos, however, the string of comedy situations interspersed with moments of quiet or funny reflection are sloppily handled, even if, presumably, the screenplay was chockfull of promises of a perfectly choreographed and executed feelgood story. Good will permitting — massive amounts of it — you may try to dig deeper into the theme of La suerte en tus manos. You may argue it goes well beyond the restricted subject of identity, human fear of emotional bonding and commitment, the works. It may also be argued that chance — the way we mere mortals know it and the way better equipped Rabbis understand it through thorough study of the Torah — plays heavily on the storyline of La suerte en tus manos. However, revising Mr. Burman’s filmography, it may well be the case that, under a different format, he’s treading on safe, familiar territory. This may be comfortable for himself as writer and director, but a dud for audiences who’ve seen his previous movies. Which is very likely the case with filmgoers who run to watch “the new Burman.” Will they find something new, or at least something fresh by way of story and genre treatment? Doubtful. When it comes to box office, though, La suerte en tus manos is likely to do rather well, provided the right demographics turn to this formulaic dramedy.
Zombies made in Haedo Los zombies, se sabe, tienen una altísima capacidad de resistencia, incluso a los ataques humanos con armas de fuego o de cualquier otro tipo letal. Los zombies argentinos por antonomasia, los de la primera entrega de la trilogía estrenada hace 15 años, culminan su recorrido de ketchup, maquillajes exagerados al punto de lo inverosímil y lo ridículo, de harapos y formas de caminar que emulan, presuntamente, a sus hermanos haitianos. Ansiosamente esperada por los fans de la saga creada por los “masterminds” (o cabezas pensantes, en buen porteño), Plaga Zombie: Zona mutante: Revolución tóxica, retoma en tiempo real la lucha de un grupo de héroes truchos y sus esfuerzos para repelir una invasión alienígena de zombies. Al contrario de lo que sucede en películas sobre alienígenas, casi siempre de un enfermizo tono paranoico, Plaga Zombie probablemente sea el primer film de su tipo en tratar el tema en tono de comedia, de feroz parodia, siempre salpicado de buenos efectos gore, amputaciones y mutilaciones de todo tipo. Respetando estrictamente el estilo y la estética de sus antecesoras (arte, dirección calidad de imagen), el final de la trilogía cierra un periplo iniciado en 1997, cuando armados de cámaras súper VHS y de rudimentarios equipos, los miembros de Farsa Producciones salieron a concretar su mundo criollo y urbano poblado de zombies. Munidos de una admirable formación autodidacta perfeccionada a través de los años, los miembros de Farsa Producciones, incansablemente creativos y cada vez más audazmente truchos para delicia de sus seguidores de culto, salen al ruedo con la tercera y última entrega de un combate aparentemente desigual entre héroes chambones y desahuciados contra una tropa de alienígenas que aterrizan en un suburbio porteño. Bajo el más que adecuado subtítulo de Revolución tóxica, a esta tercera Plaga Zombie se la combate con un pobre remedo de hombre-bomba (perdón, zombie-bomba) que detonará en medio de sus pares y producirá su exterminio sin siquiera mover un dedo. El primer paso parece ser el más difícil: ubicar a un zombie lo suficientemente inocente y tonto como para tragar el anzuelo e ingerir (directamente de un bowl de comida para perros) una dosis masiva de explosivos. Al igual que en la ficción alienígena, es aquí donde los realizadores se topan con el primer obstáculo. Este segmento de Revolución tóxica, de hecho, es el más flojo y curiosamente extenso de una historia que no necesita ser estirada como un chicle para lograr sus propósitos. Cabe preguntarse, entonces, si también los zombies deben ceder a las reglas del mercado cinematográfico y extender su duración al caprichoso estándar de aproximadamente 90 minutos. Pero ésta es una objeción menor a un producto que combina lo mejor del cine Clase B, bizarro, gore, autogestionado (bueno, no tanto, ahora), y finalmente entretenido, lúcido, con inteligentes alusiones a los grandes referentes del cine de género y también a los grandes clásicos de films de aventuras, policiales y épicos. Las actuaciones, como siempre, impecables, especialmente el voluminoso Berta Muñiz, y los FX absolutamente delirantes.
La TV mató al ídolo de la radio La historia es simple pero no por ello menos eficaz. Esto se aplica tanto al esquema narrativo y a la realización, pero lo que hoy se conoce como agenda (o intenciones ulteriores, como se decía hasta no hace mucho) es harina de otro costal. Tiempos menos modernos, ganadora del Premio de la Crítica y del Público en la reciente edición de Pantalla Pinamar, nos trae a Payaguala, un gaucho de origen tehuelche que vive satisfecho y feliz en la soledad de su rancho al pie de la Cordillera de los Andes. De manera casi idéntica a un comercial estatal que se emite por TV en estos días, su vida se transforma con la llegada, inesperada y sorprendente, de una caja de madera, con contenido desconocido, acercada por la Gendarmeria y remitida por el Ministerio de Desarrollo Social. Payaguala guarda la caja intacta en un rincón, donde permanece olvidada. Hasta que Felipe, un joven buscavidas chileno y el único amigo de Payaguala, insiste en abrirla. "Una vez que recibís algo gratis del gobierno, abrilo, aunque sea para ver de qué se trata", chicanea Felipe amablemente. La caja contiene un televisor (los CRT de tubo de hace unos años), una antena satelital y un manual de instrucciones. Payaguala insiste en su postura, pero deja que Felipe, más emprendedor y con más entusiasmo, instale todo el equipo et voilá: televisión y telefonía, cosas de las que Payaguala había prescindido hasta ese momento, dependiendo y confiando exclusivamente en su radio portátil. Como es de esperar, la caja boba deja de ser tan boba y se convierte en un artefacto imprescindible, sobre todo por las tardes, cuando el gaucho arriero sigue absorto un culebrón titulado Alma mía (hubo una película argentina del mismo nombre, pero no hay relación aparente). A esta altura, hasta el espectador menos avezado percibe la nada sutil alusión al programa gubernamental conocido como TDA (o televisión digital abierta), instrumento eficaz para la comunicación, el aprendizaje y la igualdad de oportunidades sociales, pero también un arma de doble filo que materializa la ambición mandataria de la filosofía del pensamiento único, de la sutil pero eficiente maniobra de manipulación de mentes y voluntades. Ahora bien, aparte de este breve injerto/parlamento a cargo de Felipe (Nicolás Saavedra), Tiempos menos modernos discurre como un mecanismo bien aceitado, sin los tropiezos que implicaría una agenda impuesta como premisa. El film entretiene, arranca sonrisas por la simpleza y por la innata sagacidad de Payaguala (interpretado por el auténtico tehuelche Oscar Payaguala, actor y periodista de reconocida trayectoria y luchador por la reivindicación de los pueblos originarios). Como un crítico no acostumbra (no debería, al menos) incluir spoilers en sus comentarios, no hemos de revelar cómo continúa la trama, pero lo cierto es que, al final del film, muchos se preguntarán, no sin cierto grado de confusión, cuál es el verdadero mensaje de Tiempos menos modernos. La película, dirigida por Simón Franco en su debut como largometrajista, parecía, al comienzo, vehiculizar los beneficios de la inclusión social a través de los últimos avances tecnológicos, pero el resultado, muy bien delineado y ejecutado, parece plantear otro escenario. La respuesta a este enigmático dilema radica, tal vez, en el hecho de que Tiempos menos modernos alude al presente mediante el programa TDA, y a la historia reciente mediante claras alusiones a los dos mandatos del archineoliberal y privatizador Carlos Menem, quien dejara un tendal de víctimas de la desindustrialización del país y de la eufemística flexibilización laboral. Tiempos menos modernos, entonces, responde a esta dualidad con un artilugio historiográfico que sirve como excusa para articular la doble lectura política. Haciendo una lectura despojada de exhaustivos análisis ideológicos, la película funciona, y muy bien, como una divertida fábula sobre un intento de transformación y sus resultados, predecibles o no. Pero también queda claro que la película fue concebida con un claro propósito vehiculizador de los planes igualitarios del gobierno de CFK.