Como un paisaje lluvioso amable y transparente, la película de Ana Guevara y Leticia Jorge es una aglutinación de varios motivos alineados con enorme sutileza, un conjunto de pequeñas figuras que construyen los grandes temas de su mundo. El escenario es el de las vacaciones que Alberto (Néstor Guzzini) y sus hijos Lucía (Malú Chouza) y Federico (Joaquín Castiglioni) disfrutan en Uruguay, y que se ven afectadas tanto por la lluvia como por las distancias entre los personajes. Durante el trascurso de los días —que llevan la impronta de lentitud y tedio típica de los días sin trabajo ni escuela— los integrantes de la familia se dispersan y viven sus aventuras personales, no sin dar lugar a que sus propios vínculos cambien con la velocidad que sus días no tienen. Pero lo más valioso de Tanta agua no se encuentra tanto en la progresión como en la fluidez y naturalidad con la que recorre su mundo, y que permite disfrutar el viaje sin esperar grandes resoluciones. Así es que es posible verla como un ecosistema de protagonismos múltiples, un campo de luchas y uniones entre el clima y las diversas circunstancias del ánimo. Pero también, y de cerca, como los efectos claustrofóbicos de la lluvia, las dificultades de la adolescencia, las presiones de ser padre, la angustia de las vacaciones o el sol y la necesidad de actuar. Y quizás no sea más que por el humor (y sospecho que también por ese hinchapelotas absolutamente querible que es Alberto, el padre) la razón por la que todo transcurra con una liviandad casi mágica. Incluso hacia el final, cuando Lucía y su angustia adolescente se vuelven el centro del relato, Tanta agua se mantiene bajo un misterioso sostén, como con una alegría oculta e inamovible que no conoce de edades y momentos, y mucho menos de fenómenos meteorológicos.
A Capitán Phillips se la juzga con el mismo criterio pero desde lugares opuestos: a la crítica a su excesivo realismo se le opone la de no ser fidedigna respecto de los hechos y, sobre todo, en relación a la construcción de personajes. Esto último es lo que sostienen los marineros que protagonizaron los sucesos verídicos sobre los que está basado el film, y que ven al heroísmo con que se retrata la figura del Capitán Phillips como una gran exageración. Lo cierto es que a la película de Paul Greengrass le preocupa mucho menos el realismo que lo humano dentro de los límites de su mundo; límites demarcados no tanto por la moral y la cultura como por el mar y sus (no) reglas. El gran cuidado de la continuidad de espacio y de tiempo no es, entonces, un fetiche realista sino la manera de llegar a ese núcleo de humanidad que, por cierto, poco tiene que ver con lo heroico. El Capitán Richard Phillips (un Tom Hanks inmejorable) y su tripulación viajan a bordo del Maesrk Alabama, un barco carguero estadounidense que al bordear la costa somalí es secuestrado por piratas. Greengrass aprovecha la idea del secuestro para narrar no tanto la tensión como el tedio y la angustia, y encara el género con una especie de frescura que se sostiene sobre la laxitud corporal y moral a la que son sometidos sus protagonistas en el mar. Así es que la lenta saturación de los personajes coincide a su vez con la de los tiempos y espacios en pantalla (las escenas en el bote salvavidas que comparten el capitán y los piratas llegan a volverse tan sofocantes y tediosas como para ellos es estar allí). La ausencia de todo lo que pueda interrumpir la tensión que se gesta en sus personajes y el contexto y especialmente el control sobre la elipsis y de la omnipotencia del montaje son, entonces, la gran prioridad. Capitán Phillips escapa así de suscribir a un cine que arriba demasiado pronto a las soluciones, que une sus hilos argumentales sin pensar en sus personajes y, hablando de Hollywood, que también suele utilizar maniobras de montaje para disertar sobre lo efectivo de sus fuerzas. Por el contrario, incluso el proceso de rescate se vuelve aquí un proceso desesperantemente lento y burocrático. Hacia el final, la película se topa con los límites: el Capitán Phillips pasa de la maniobra inteligente al shock, los piratas de la confianza a la violencia, y las fuerzas de rescate de la diplomacia a los disparos. Tras ese punto, Greengrass acierta en no perder a sus personajes entre las vueltas de la resolución sino que intenta retratarlos en lo inmediato. Así, y luego de un clímax sangriento, el director se detiene en el shock del capitán y las preguntas de rutina de la enfermera y de ese modo hace urgente la idea de contención, acaso el alma del final de un relato que esquiva por todos los medios la elipsis. Por eso es que no hay ceremonia, medalla de honor ni recibimiento del pueblo, lo cual podría haber sido ya que el verdadero Capitán Phillips recibió honores e incluso la llave de la ciudad de Nueva York (una vez más, la tesis del exacerbado heroísmo se cae). La verdadera resolución del film de Greengrass tiene en cambio la fuerza de no ser más que eso que sigue a todo fin de un secuestro y que es el sutil reencuentro con la confianza, el contacto y la falta de miedo, y acaso ese pequeño logro aún en medio del mar signifique ya el fin de una historia sobre lo humano.
La del director Rawson Marshall Thurber es una road movie, un film de actores y también una película cuya única y principal ambición es hacer reír. Y si no hay mucho más allá de ese propósito es porque ya desde el comienzo promete un simple juego de humor con lo conocido; una mirada de complicidad al encuentro de la cultura visual hollywoodense grabada en nuestras retinas. ¿Quién *&$%! son los Miller? es una historia situada en un mundo prestado, frágil, falso, pero con una idea clara de lo que sus actores y los clichés del género pueden aportar a la construcción de una comedia desinhibida e inconteniblemente risueña. La historia que sirve de excusa tiene como protagonista a David (Jason Sudeikis), un traficante de drogas que convence a tres extraños de hacerse pasar por su familia para traer marihuana desde México hasta Estados Unidos. Lo que importa allí es, en realidad, todo aquello que esos extraños que interpretan Sudeikis, Jennifer Aniston, Will Poulter y Emma Roberts pueden ofrecer como actores en el juego de representar una familia en una situación de tensión constante, y más allá de toda lógica o verosímil. La escena del striptease de Aniston frente a su familia y enemigos es, en este sentido, muy clara: durante esos minutos en que comprobamos junto a los personajes que la actriz sigue en plena forma a sus cuarenta y tantos, la ficción se diluye. Por eso es que no resulta del todo inoportuno que, en la misma escena, Sudeikis mire a cámara y haga un gesto de complicidad, como un permiso para abstraernos del mundo Miller que la película no sólo nos permite a nosotros sino también a sus protagonistas. Con todo, hay algo de magia en lo que ¿Quién *&$%! son los Miller? consigue gracias al humor y la confianza en sus actores y a costa de la desprolijidad y el desperdicio de otros recursos audiovisuales. En medio de todas las falencias, la película reemerge desde el cliché y reafirma su condición de comedia, acaso con la fuerza de uno o dos pilares a los que se aferra con la fuerza suficiente como para nunca llegar a desmoronarse.
Las últimas tres películas Robert Redford no sólo marcan una línea en cuanto a los temas sino también en cuanto a las fórmulas que el director ha encontrado para fortalecer su mirada. Tanto Leones por corderos como la casi inadvertida El conspirador y Causas y consecuencias están atravesadas por el dilema moral, la necesidad de transmitir valores y la seducción, y todas aúnan esos temas en el marco de las conversaciones. Como en ningún otro aspecto en sus películas, Redford confía en la vitalidad construida en el debate y la discusión, de manera que allí es donde se tersan los lugares del héroe y el antagonista y se instalan entre ellos tensiones sexuales. Así, accionar es persuadir y persuadir es encantar: eso hacía Tom Cruise con Meryl Streep y Redford con su alumno en Leones por corderos; lo mismo que James McAvoy ponía a funcionar cada vez que trataba de convencer a toda una corte de abogados en El conspirador. Causas y consecuencias, por su lado, lo hace principalmente a través de Ben (Shia LaBeouf), un periodista que descubre la verdadera identidad de un ex activista acusado de asesinato llamado Jim Grant. A su vez, Grant —el otro seductor interpretado por el propio Redford— debe buscar la forma de huir de la policía y encontrar a Mimi Lurie (Julie Christie), la única persona capaz de limpiar su nombre y evitar que lo encarcelen. Lo que está en la base de la tensión con la que se logra la fuerza de los diálogos es, en realidad, la decisión de construir un mundo parido por los mismos ideales. Y allí radica también, si se quiere, el norteamericanismo propio de las películas de Redford: todos los personajes buscan algún tipo de justicia y, por lo tanto y en algún punto, todos tienen razón. La integridad como la discusión, entonces, está asegurada al punto de que ni siquiera un extra corre peligro de quedar sin el plano que lo redima de una posible traición. Por eso es que hasta esa mujer de pies veloces y corazón helado que es Mimi Lurie puede salir del antagonismo, ganar su humanidad y salvar a todos en apenas un plano cerca del final. La relevancia de ese instante musicalizado en el que Mimi hace virar el velero en el que escapaba comprueba que, en un mundo como el de Redford, cambiar de opinión y hacer el bien es tan fácil como heroico. Justamente, gran parte de lo que no funciona en Causas y consecuencias tiene que ver con la flexibilidad con la que caracteriza a sus personajes secundarios. Así es que, en tanto criaturas nómades y con menos discusiones que trayectos por recorrer, sus protagonistas principales llevan a cabo una especie de seducción impune. Entonces, Redford quiere convencernos de que huye de cualquier situación apenas con una gorra y un pequeño trote —incluso aunque tenga que pasar delante de los ojos de policías que no buscan a nadie más que a él—, o de que Ben consiga que su chica le revele sin querer datos fundamentales para el resolver el caso. Pero lo importante no es tanto la inverosimilitud como la evidencia de una direccionalidad ciega hacia el final: con la mirada en un horizonte libre de culpas y no falto de suerte, la película se vuelve cómoda y, paradójicamente, el nomadismo de sus personajes la vuelve sedentaria en cuanto a las posibilidades del cine. Si el final esperanzador y políticamente correcto de Redford cobra esta vez menos fuerza no es por un exceso de ingenuidad, sino por una falta de resistencia: de sus personajes, sí, pero también de esa parte de su mundo que es amiga de las tensiones, la ambigüedad y la seducción mutua.
El tiempo y los despertadores Esta película de Stéphane Brizé está a punto de correr una suerte a la vez extraña e injusta. Con poquísima difusión –incluso desde la crítica– ya se hunde, con todos sus méritos y aún en cartelera, bajo la rápida y brutal emergencia de los nuevos estrenos semanales. Lo cierto es que nada en ella lo justifica: Algunas horas de primavera compensa con precisión e intensidad lo desvaído de su título, y además siembra en este la primera señal de su mayor logro, que se ubica en la enorme conciencia con la que registra el tiempo. La historia parte desde la salida de Alain (Vincent Lindon) de la cárcel y el regreso a la casa de su madre Ivette (Hélène Vincent), con la que siempre ha tenido una mala relación. El film de Brizé es, entonces, la casa en tensión, las paredes y puertas como muros, el abandono del hogar como mayor herida. Pero, a la vez, Ivette está pensando en contratar un programa de suicidio asistido que le permita morirse cuando quiera y no cuando su cáncer lo decida. Entonces es cuando Algunas horas de primavera toma esa relación con el tiempo y la destina, antes que a la disposición de suficientes golpes bajos, hacia el registro de las horas de negación, hacia la increíble resistencia a reconciliarse incluso ante la posibilidad de saber la hora de la muerte del ser querido. Así, gran parte de la película transcurre en planos largos de almuerzos, charlas triviales, discusiones o silencios. En ese sentido, la laxitud del tiempo que atraviesa los planos en el film de Brizé tal vez sea más angustiante que esas horas de amor y de silencio cómplice que preceden a la muerte en Madre e hijo de Sokurov. Por eso mismo es que los personajes de Algunas horas de primavera aceptan cronometrar la llegada de la muerte: sólo la posibilidad real de un fin seguro y próximo es capaz de acercarlos. Sin embargo y a pesar de la carga de sus protagonistas, la de Brizé no es una película que aproveche tanto el drama y lo relacionado a la muerte como sí la cotidianeidad y, dentro de ésta, el humor. Las apariciones del humor son mayormente obra de Callie, la perra bóxer que convive con Alain e Ivette, y que podría decirse que no sólo comparte vivienda sino también protagonismo. Pero, además, la omnipresencia de Callie en los planos y los diálogos se complementa con su importancia en el vínculo entre Ivette y Alain. No existe mejor prueba de eso que la escena en la que, al ver que pasan los días y su hijo no vuelve, Ivette envenena a propósito a la perra, que luego de descomponerse logra traer a Alain de vuelta a casa. Al fin y al cabo, Callie no sólo representa el vínculo y el humor sino también una especie de alarma. No sólo porque duerme patas para arriba, tal como un insecto muerto, o porque casi se muere con el veneno para ratas que le da Ivette, sino porque además es el recordatorio de la plausibilidad de lo trágico en un momento en que Alain no parecía ser consciente de ello. Así es Algunas horas de primavera: una película acerca del conflicto con el tiempo y la inconsciencia de su paso que ofrece, acaso como esperanza, la magia de lo cotidiano y la posibilidad de que alguien, aunque sea un perro, nos despierte antes de que sea tarde.
El tipo de conciencia que Ritmo perfecto arrastra y que la hace completamente disfrutable toma lugar en un espacio distinto al de la cita o la parodia. Por mucho que se pueda leer el desafío a Glee, Hairspray o High School Musical, la de Jason Moore es una película cuya mayor preocupación es agregar pequeños ajustes y precisiones a aquello que otras decidieron dejar de lado. Uno de los personajes que inaugura las audiciones de canto a cappella lo dice muy bien: aquí ya no hay lugar, como en la secundaria, para los conflictos ya sea sociales o sexuales, sino que —así lo expresa— esto es la vida real. Pero, en realidad, la frase no representa otra cosa que la inauguración del canto y el baile ya no como alegoría de los conflictos internos o relacionales, sino como un espacio autónomo e ideal para la improvisación y la expresión más espontánea. Lo que los protagonistas de Ritmo perfecto dan a conocer de ellos es, entonces, un tiempo en que los grandes conflictos ya están superados. Así, no es extraño que los personajes dejen a la vista las pulsiones bisexuales que los atraviesan, que la gorda del grupo se llame a sí mismo gorda —por cierto, otro gran papel de Rebel Wilson— o que el gran secreto de una lesbiana no declarada sea que es adicta al juego. Pero no sólo eso. Ritmo perfecto supera, aun con su mayoría femenina, el impulso de construir una masculinidad insulsa y apenas funcional a los deseos de su personaje principal. Por eso es que otro de los mayores méritos de la película es la construcción del objeto de deseo de Beca (Anna Kendrick), la protagonista; alguien cuyo atractivo va más allá de la perfección física y también de la dulzura. En ese sentido, Jesse (Skylar Astin) es un ajuste a la belleza falta de personalidad y de carisma del Zac Efron tanto de High School Musical como de Hairspray o al Aaron de Chicas pesadas, por nombrar films comparables. No menos significativo es que Ritmo perfecto haya logrado tantos buenos momentos de humor como personajes memorables, y que toda esa fuerza de su mundo encuentre una vía de expresión en las canciones. Los pequeños shows afinados y atinados en relación a la historia que Glee suele preferir para sus momentos musicales, acá se trasforman en tiempos para tomar decisiones, improvisar y liberar broncas. Quizás sea por eso que los covers de la película de Moore suenan menos chatos y con más matices que los de la famosa serie, al punto en que uno desea volver a escuchar esas canciones tal como sonaron en el film. Así, la comprensión de lo coral de Ritmo perfecto —y no sólo en la música sino también en la historia— traspasa los lugares comunes con pequeñas explosiones y festejos individuales. Son vómitos, gritos y golpes de caderas que, por el puro placer de la expresión, y porque ya no hay clóset que atravesar o etiquetas de las que deshacerse, hacen de la música su lugar.
Un mundo (ya) montado Seguido de unas primeras imágenes de la Hiroshima de 1945, dos madres dan a luz al mismo tiempo. En la escena siguiente, dos nenas (las hijas de esas mujeres) se toman la mano y se hamacan juntas mientras que, al lado de ellas, una de las dos madres consuela a la otra. En la imagen que sigue, uno de los padres de las niñas deja la casa, mientras que el otro padre levanta a su hija en brazos. Esta serie de flashbacks que de algún modo resumen la historia de la amistad entre Ginger (Elle Fanning) y Rosa (Alice Englert) también muestra, al comienzo de la película de Potter, aquello que constituye su tesis. A lo largo del film y de una u otra forma, Ginger & Rosa volverá siempre a esa serie de recuerdos, con los que intentará marcar la inevitabilidad de la separación de las amigas, una inevitabilidad que sólo puede tener lugar en un mundo de opuestos. Ginger es una adolescente alegre y apasionada de la literatura que, siguiendo el camino recorrido por su padre, comienza a interesarse en la militancia. Rosa, en cambio, está totalmente abocada a la religión y a la búsqueda del amor verdadero. Sin embargo, y al menos hasta que surge el gran conflicto que las separa —es decir, cuando Roland (Alessandro Nivola), el padre de Ginger, se acuesta con Rosa—, ambas comparten una amistad muy cercana y de mucha complicidad y el cariño. Pero, por más que los problemas comiencen con ese repentino romance entre Roland y Rosa, todo en la película deriva en lo irremediable de las diferencias no tanto morales como ideológicas que separan a las amigas. Así, y cuando Rosa finalmente le pide a Ginger que la perdone, esta le escribe en un poema en el que le explica que son diferentes, y que esa diferencia que priva la amistad es que una sueña con un amor para toda la vida, mientras que la otra sólo quiere vivir. Por ahora, sin embargo, nada de esto deja de ser coherente y verosímil; tanto Ginger como su padre y varios de los amigos que la acompañan tienen una perspectiva de lo real radicalizada y casi sin matices. Pero sí hay algo de brusco y sobre todo de forzado en la forma en que la película cuenta la historia de esa amistad, como si los antagonismos furiosos y la falta de ambigüedad entre los personajes también obligara a construir un mundo sin búsquedas y cerrado en sus propias intuiciones. Potter, así, no sólo filma los extremos sino que también toma de ellos una mirada en parte ciega y en parte fragmentada que cobra su forma más visible en el descuido de la continuidad, ya sea entre las escenas como en los personajes y sus recorridos. El resultado es una película de espasmos y explosiones entrelazadas a la fuerza, donde los personajes de repente abandonan el cariño o la consideración por el otro y se vuelven indiferentes e incluso perversos, y donde los diálogos, los escenarios y hasta la música se sujetan a las escenas como apéndices amordazados. En un universo donde la tiranía se encarna no tanto en el tiempo y en sus estragos sino más bien en la elipsis, a Ginger & Rosa no le queda más que abandonar a sus personajes al gesto superficial, vacío y forzado de la ideología que representan. Y es por eso que, en la película de Potter, las verdades no se encuentran en los personajes ni en sus trayectos particulares sino en seguidillas de imágenes caprichosamente montadas. En este sentido, el comienzo de la película es también el final, y Ginger & Rosa no podían ser más que amigas y tampoco más que opuestas. Paridas al mismo tiempo por las ruinas de Hiroshima, la creciente polarización de un mundo partido en dos le quitaba a una el padre, y le daba a la otra el suyo: en un universo de extremos donde además las madres se muestran no sólo sumisas sino también insignificantes, ese hecho no podía llevar más que hacia dos senderos contrarios.
Los ojos de Blaszko El retrato de Martin Blaszko como artista y como mirada al mundo se configura, en este tercer y último segmento del documental de Ignacio Masllorens, sobre la base de un espacio abierto y móvil; una especie de convergencia en tiempo y espacio de lo artístico, de los objetos y las personas. Si la primera y la segunda parte fijaban pensamientos y creencias permanentes, por un lado, y por otro las fotografías de los rostros y hechos del pasado, Martin Blaszko III es, entonces, una actualización, una puesta en movimiento de esos pensamientos e historias particulares. El registro de los preparativos para la muestra que Blaszko hizo en el Malba en 2010 ofrece el marco de caos y convergencia perfecto. La gente que lo acompaña y lo ayuda, las obras de la muestra, los curadores e incluso las distintas concepciones estéticas se unen y se chocan constantemente en un mismo plano. Pero en esas largas secuencias en su taller o en el museo, y lejos de perderse entre sus esculturas altas y coloridas y el andar rápido de sus ayudantes, la figura de Blaszko se expande. El escultor argentino nacido en Alemania, que es también un gran comediante, se pasea por los planos y no queda más que seguirlo: el vínculo reflexivo y a la vez alegre con sus obras y con la gente se vuelve un imán que, asimismo y desde dentro del cuadro, se propone como manera de observar. De hecho, y a lo largo de todas las partes del documental, la mirada siempre fue desde los ojos de Blaszko. En lugar de inmiscuirse entre sus obras y espacios privados y someterlos a una cierta perspectiva, Masllorens siempre se detuvo allí donde el artista señalara, no para dejar su figura de lado sino como un modo de aventurarse a descubrir con él las formas, el humor, la estética en lo cotidiano. Al revés que sus esculturas, rígidas y prolijamente cerradas, Blaszko es una figura abierta y flexible que constantemente actualiza el pensamiento, que pide críticas y opiniones de sus obras y que tiene una relación fresca y activa con su entorno. Y así es, también, la forma de la película: un mirar que no encierra ni fuerza emociones ni pensamientos, y que en cambio confía en lo arbitrario y en el valor por sí mismo de cada instante en el tiempo. Martín Blaszko III es, en suma, un punto de vista abierto y relacional que consigue la reflexión acerca de lo que es ser un artista; del trabajo intenso y de la relación con las obras, del rol de los museos y los curadores y los ayudantes. Pero por sobre todo, la película es una entrada alegre y profundamente lúcida al arte, que no sólo está en una escultura o un cuadro sino también en la mirada y en un cierto modo de acomodar y recorrer espacios. A través del artista, Masllorens consigue un film repleto de curiosidad y vigor que se distingue por una relación con aquello que filma a la vez afianzada y flexible. Un poco como Blaszko, que pide entre sonrisas que le señalen la peor de sus esculturas.
La nueva película de Danny Boyle no sólo trata sobre la hipnosis sino que es en sí misma un ejercicio del encantamiento y la seducción. Pero también es un film sobre engaños e ilusiones; un relato acerca del poder de construir imágenes para, una vez ahí dentro, dar paso libre a lo imprevisto. Así es como se revela, capa tras capa, el conjunto de hipótesis y enigmas que se deshacen al mismo tiempo en que los personajes dejan caer sus máscaras. Pero, más allá del ingenio y de lo atractivo del mundo de desconciertos en que nos sumerge En trance, hay una especie de sombra invisible que recorre las escenas e hilvana en silencio una segunda trama. Esa esencia transversal en que la película de Boyle encuentra un ritmo propio y que logra crear una hipnosis ciega e intensa a la vez no es otra que el deseo. Por eso es que En trance no es tanto una historia sobre el robo de una obra de arte como la pintura de un mundo cuyo impulso de poseer comienza y termina en el deseo por el otro, como una tensión entre cuerpos que se repele y se distrae con auras diversos y que al final se rinde ante la belleza humana. Así, Simon (James McAvoy) es el violento que sufre una pérdida de memoria pero que sin embargo vuelve a obsesionarse con su ex Elisabeth (Rosario Dawson). Elisabeth es la mujer golpeada que retoma el vínculo con Simon y lo hipnotiza para que le consiga la famosa obra de arte. Franck (Vincent Cassel), a la vez aliado y enemigo de Simon, quiere poseer el cuadro pero mucho más quiere a Elisabeth. Y lo mejor de este enredo de criaturas desbordadas por anhelos febriles y casi caprichosos es que posterga su encuentro con lo moral, que sí se hace posible en la resolución. Sólo ahí se puede pensar que el robo del cuadro y todas sus consecuencias obedecían a un verdadero y cuestionable capricho; recién al final y después de que saciaran su apetito sexual es que aflora la violencia de Simon o la perversidad de Elisabeth. Así es que la película revela aquella estructura que la sostiene y que no es más que un entramado de deseos carnales y estéticos cuyo peso sobrepasa al de cualquier otro aspecto (véase, sino, la gran impotencia de la tecnología en el film). Finalmente, esa es la fuente del gran poder hipnótico de En trance: un encantamiento que se desprende de la tensión entre cuerpos, un querer poseer implícito que, además, se parece a aquello que puede generar el arte cuando nos embruja y nos invita a entrar a otros mundos. Después de todo, puede que la película se parezca a la mitad superior de Vuelo de brujas, el cuadro de Goya robado por los protagonistas en que tres seres devoran a otro con un deseo monstruoso y voraz. La parte inferior, en la que dos hombres se tapan horrorizados los ojos y los oídos ya no cabe: el de Boyle es un film que pide ser visto con ojos bien abiertos, no para descifrar enigmas sino para disfrutar el pulso de su hipnosis oculta.
De jueves a domingo es una película como esas que uno tiene grabadas en su mente, sólo que en forma de recuerdos. Los viajes, de la mano de los eternos juegos de adivinar colores, peleas con hermanos, aburrimiento y sándwiches de pan lactal, tienen toda una estética que Sotomayor recrea con suma calidad y fluidez. Lo particular se encuentra aquí en que los padres de esta familia de viajantes están casi a punto de separarse, y la tensión entre ellos ya es imposible de esconder. Lucía, la hija mayor de ambos, observa cómo se acercan, se alejan e interactúan con otras personas, con la sensibilidad y la desesperación por entender el funcionamiento de las relaciones típicos de una niña de su edad. El recorrido resulta al fin una búsqueda constante de la mirada recortada pero siempre atenta (y muchas veces subestimada) de los niños, todo en un contexto vacacional en el que los vínculos no tienen más opción que la de desarrollarse, ya sea para bien o para mal. El guión, así como la forma en que está interpretado y la fotografía y el montaje que lo organizan en el cuadro son no solamente acertados sino también admirables. El reflejo de su eficiencia se encuentra concentrado en el final, dentro de aquel gran plano en el que la familia llega a un lugar desértico, ansiado destino en donde sólo parece habitar una incertidumbre que va desapareciendo. Una película deslumbrante sobre la fragilidad y la fortaleza de los lazos familiares en el contexto de su eterna prueba a superar: las vacaciones