El amor incondicional de un padre. En este filme, el director Felix van Groeningen nos propone sumergirnos en forma descarnada en el infierno de la drogadicción. Basada en las memorias del prestigioso periodista David Sheff y de su hijo Nic, la película narra la incansable lucha de toda una familia –los padres del joven (Steve Carell y Amy Ryan) y la esposa de David (Maura Tierney)– para alejar a Nic (Timothée Chalamet) de su severa adicción a las metanfetaminas. Así, se muestra con total crudeza la incesante y agobiante pelea de Nic por recuperarse y sus reiteradas recaídas. Por momentos podemos contemplar su esplendor, su brillantez como escritor, como estudiante universitario pero, por otros, sale a la luz su degradación física y mental, su paulatina autodestrucción como consecuencia de la enfermedad. En ese marco, la película elige poner en primer plano el difícil vínculo de Nic con su padre, absolutamente condicionado a partir de la adicción del joven. La relación entre ambos tiene idas y vueltas, de acuerdo a la ruleta rusa en que se convierte la vida de Nic, con sus etapas de sobriedad y de adicción. Entre ambos puede haber una unión indisoluble, incomprensión mutua, enojo, pena, culpa, decepción. David es un personaje activo que no se queda en la desesperación que le provoca la situación de Nic sino que lo ayuda efectivamente: lo convence para que realice innumerables tratamientos de rehabilitación, decide internarlo, investiga por su propia cuenta los efectos de la droga –leyendo sobre el tema, hablando con especialistas, probándola él mismo– para intentar acercarse más a Nic, tratar de ponerse en su lugar y comprender lo que le pasa realmente. Allí radica el nudo del filme: en el amor incondicional e infinito que un padre puede tener por un hijo y en todo el sacrificio que es capaz de hacer al respecto para el bienestar del mismo. Hay escenas fuertes, por ejemplo, cuando Nic se inyecta y vemos su brazo destrozado, lleno de marcas producto de su adicción o cuando su novia sufre una sobredosis, que hacen que el espectador se involucre personalmente en la trama. La mayor virtud del guion es el delineamiento de los personajes del padre y del hijo, y de su vínculo, aunque quizás se podrían haber desarrollado más otros aspectos de la personalidad de Nic aparte de su enfermedad: su talento como escritor, su vida afectiva, la relación con sus pares. Esto le habría sumado ingredientes muy valiosos al personaje. Tanto Steve Carell como Timothée Chalamet brindan una actuación de una entrega única, dejando todo en la pantalla. Carell, consagrado comediante, da una muestra cabal de que también tiene capacidad para otro tipo de registros. Por su parte, Chalamet está encauzando su carrera de una manera muy inteligente eligiendo con cuidado sus trabajos, lo cual le augura un futuro enorme –recordemos que fue nominado al Globo de Oro por este rol. En definitiva, se trata de un relato crudo, sin medias tintas y totalmente verosímil, del flagelo de la drogadicción, con un potente desarrollo de los personajes y actuaciones sobrecogedoras, lo cual conmueve al espectador.
Un vínculo enriquecedor. Esta comedia dramática retrata la peculiar relación –basada en una historia real– entre Phillip (Bryan Cranston), un tetrapléjico millonario, culto y serio, con su cuidador, Dell (Kevin Hart), un hombre de clase baja, con antecedentes penales, divertido, atrevido, quien está en libertad condicional y debe encontrar un trabajo si no quiere volver a la cárcel. Además, mientras siga desempleado tampoco podrá ver a su pequeño hijo. Se trata de la versión norteamericana –que transcurre en Nueva York– del famoso y exitoso filme francés Les Intouchables (2011). Recordemos que en 2016 se estrenó la versión argentina llamada Inseparables, dirigida por Marcos Carnevale y protagonizada por Oscar Martínez y Rodrigo de la Serna. Volviendo a Amigos por siempre, Phillip contrata a Dell a pesar de ser el candidato peor calificado de entre los tantos que se presentaron para ocupar el puesto de auxiliar de enfermería. Sin embargo, en el mismo instante en que lo conoce algo le atrae de ese ser descarado y alegre, algo que no encontró en ninguno de los otros postulantes altamente preparados. Al principio, Dell tiene un vínculo problemático con Yvonne (Nicole Kidman), una especie de ama de llaves y secretaria de Phillip, quien rige todos los movimientos de la casa y rechaza de plano la contratación de Dell porque descree de su capacidad para el trabajo asignado. Pero después ella prioriza el bienestar de Phillip y comprende que él está más feliz desde que Dell llegó a su vida. A pesar de ser absolutamente opuestos y de provenir de entornos diferentes, el lazo entre Phillip y Dell de a poco va fluyendo: ambos se van enriqueciendo mutuamente, se van encontrando al compartir sus respectivos mundos. Por ejemplo, cuando van a ver ópera –de la cual Phillip es un apasionado– o cuando Dell muestra su fanatismo por Aretha Franklin. Una película de estas características podría prestarse fácilmente para el golpe bajo; sin embargo, el guion no apela a eso sino a construir un lazo complejo, con tintes divertidos y dramáticos al mismo tiempo, en la cual ambos personajes van creciendo como personas y van descubriendo las claves de la vida. Bryan Cranston se luce como ese ser desencantado que vuelve a tener ganas de vivir. En tanto, Kevin Hart muestra una vez más sus dotes de comediante sin caer en la sobreactuación, uno de los riesgos que entrañaba su papel. Ambos están bien acompañados por Nicole Kidman, quien encarna a una mujer estructurada que luego suelta sus sentimientos. En una palabra, estamos hablando de un filme que entretiene y emociona –sin golpes bajos– con un guion bien trabajado y unas actuaciones descollantes. Si bien puede sonar reiterativo por ser la tercera versión de una historia ya conocida, vale la pena ver la película dada la buena construcción de los personajes y del vínculo entre los protagonistas.
Vendaval de sentimientos reprimidos. En esta segunda película de Assaf Bernstein, el eje de la historia está representado por María (India Eisley), una adolescente de 18 años que lleva una vida deprimente. Tímida y solitaria, sufre bullying por parte de un compañero de curso (John C. MacDonald) y es incomprendida por sus padres (Mira Sorvino y Jason Isaacs). En el colegio tiene sólo una amiga, Lily (Penelope Mitchell), que la maneja a su antojo; y también está Sean (Harrison Gilbertson), el novio de Lily, que se compadece de la joven y de quien María está secretamente enamorada. Su existencia dará un giro total cuando aparezca —en el espejo del baño de la lujosa mansión en la que vive— su alter ego, una muchacha con una personalidad absolutamente opuesta a la de María llamada Airam: segura de sí misma, atrevida, sensual, vanidosa. María se confiesa ante Airam y le cuenta todos sus problemas, aunque Airam sabe todo sin necesidad de que nadie se lo cuente. Así, desde la primera escena, el filme nos brinda pistas —que no revelaremos— acerca de quién es en realidad Airam. Después de padecer una dura humillación en el baile de invierno, María se rinde y decide intercambiar su lugar con Airam, quien emprenderá una sangrienta venganza contra todas las personas que hirieron los sentimientos de María y le provocaron su profunda tristeza y dolor. Es interesante que como espectadores no sabemos si Airam existe en la realidad o es producto de la imaginación de María —puede tratarse de la faceta oscura de María que, después de tanta pena y sufrimiento, sale a la luz. Esta confusión entre ficción y realidad está muy bien lograda y le otorga al filme un clímax especialmente lúgubre. A partir de este momento, el planteo inicial de la película —que parecía interesante— se desnaturaliza por completo y la trama se vuelve lineal y previsible, ya que sólo restar saber quién será la próxima víctima que caerá bajo las garras de Airam. De este modo, la violencia se termina convirtiendo en el único ingrediente que rige la historia y se diluyen la sorpresa y el suspenso. De todas maneras, debe destacarse la fotografía como uno de los aciertos de la película, ya que crea el clima de sordidez que requiere el relato. Con respecto a las interpretaciones, India Eisley se revela como una actriz de gran talento y carisma en su doble papel de María y Airam. Es una figura que pronto dará que hablar —será protagonista junto a Chris Pine de la serie I am the night, a estrenar este mes. En tanto, Jason Isaacs y Mira Sorvino suplen satisfactoriamente, con su oficio, las debilidades de la historia. En suma, No mires es un thriller psicológico sólo apto por los amantes del género debido a la endeblez de un guion que no termina de cerrar, y si bien se trata de un producto entretenido, el interés que presentaba la idea original se queda a mitad de camino.
Esta segunda película de Inés María Barrionuevo —que viene de presentarse en los festivales de San Sebastián y Mar del Plata— plantea la historia de Julia (Umbra Colombo), una ex actriz, viuda y su hija de doce años Emma (Victoria Castelo Arzubialde), quienes se instalan en una casona de veraneo familiar situada en un pueblo cordobés, con el fin de venderla cuanto antes. Cuando llegan, se encuentran con una imagen penosa: la propiedad fue vandalizada, se llevaron hasta la heladera y hay destrozos por doquier. La muerte de su marido y padre de su hija ha sumido a Julia en una profunda depresión. Se muestra abatida, apática, sin poder hacerse cargo de Emma ni de ella misma. Apenas le dirige la palabra a su hija, es muy distante con ella. Así, surgen la tensión y el conflicto entre ambas, sobre todo porque Emma reclama atención y no tolera la indiferencia de su madre. Esta situación, teñida por un duelo que no cesa, parece cambiar cuando Julia se encuentra con un amigo de toda la vida, un colega actor llamado Gaspar (Pablo Limarzi), quien le propone que retome su carrera artística participando en una obra que él está montando. A partir de ese momento, se abre una ventana de esperanza para madre e hija, debibdo a que Julia deberá decidir si desea reconstruir su vida e intentar conformar algún tipo de familia o si ahondará en su pena. Este drama con todas las letras pretende reflexionar sobre el dolor, el vacío y el mandato social de la maternidad. Se pregunta si es posible “rehacerse” después de una tragedia o si el único camino que queda es la inercia y la autodestrucción. El ritmo lento de la narración parece reflejar la propia melancolía de Julia, su errática existencia. La directora busca adentrarse en ese mundo interior tan rico de Julia, quien por momentos parece aflojarse y entregarse a la vida cuando va al boliche, baila un tango, actúa en una desgarradora escena teatral, tiene una relación ocasional con una chica del pueblo o se confiesa frente a Gaspar. Sin embargo, enseguida vuelve a la oscuridad, como si tuviera su vida suspendida, esperando algo que no sabemos qué es y no tomando la iniciativa. En tanto, Emma es su contracara: sale a cabalgar, se encierra en una carpa con un chico que le gusta y muestra sus dotes de cocinera; en definitiva, va tomando las riendas de su existencia pese al entorno hostil que la rodea. Umbra Colombo se pone la película al hombro y logra trasmitir esa tristeza arraigada hasta en los huesos de su personaje. Su mirada de desesperación y desamparo cuando se llevan el auto destruido de la familia, auto que suponemos fue protagonista del accidente fatal, lo dice todo. Por su parte, Victoria Castelo Arzubialde compone con frescura y espontaneidad a esa Emma autónoma, decidida y combativa que no se deja abatir por la congoja sin fin de su madre. En suma, estamos frente a un filme desolador pero que transita por metáforas —como la presencia reiterada del zorro en las noches, un zorro omnisciente— y por aspectos oníricos que lo vuelven introspectivo, profundo. La lentitud del relato puede resultar tediosa por momentos pero está plenamente justificada por la trama. Se trata de una película densa y difícil en el sentido de que puede despertar sentimientos encontrados en el espectador, quien probablemente se identifique con el personaje de Emma mientras el de Julia le genere rechazo.
Este thriller psicológico basado en hechos reales pone en el centro de la escena a Lizzie Borden (Chloë Sevigny), una joven acusada de haber asesinado a su adinerado padre Andrew (Jamey Sheridan) y a su madrastra Abby (Fiona Shaw) con un hacha, suceso ocurrido en Massachusetts en 1892 que fue muy famoso en su época. Lizzie vivía con ellos y con su hermana Emma (Kim Dickens) en un clima de absoluta opresión y bajo reglas muy estrictas. Seis meses antes de los crímenes llega a la casa una nueva criada, Bridget Sullivan (Kristen Stewart), gracias a la cual Lizzie encontrará un alma gemela con quien sentirse acompañada y desahogarse de todas sus penas. La relación, que al principio se limita a una amistad plagada de confesiones y secretos, se va tornando más profunda y se transforma en un vínculo íntimo donde ambas se refugian, en el caso de Lizzie, del abuso psicológico que sufre por parte de su padre y, en el de Bridget, del abuso físico al que la somete su patrón. Lizzie se va encontrando cercada en todos los frentes: ante su rebeldía y el gran enfrentamiento que mantiene con su padre, es constantemente amenazada con ser internada en un psiquiátrico y, además, aparece su tío, un fracasado al que sólo lo mueve llegar a administrar la cuantiosa herencia de las hermanas, lo que tiene la anuencia de Andrew Borden. Esto hace que la joven denoste a su padre cada vez más y su furia creciente anuncie consecuencias trágicas. El guion ofrece, en el tempo justo, una radiografía exhaustiva de todos los personajes, relatando minuciosamente los hechos que sucedieron en los seis meses previos a los asesinatos. El director se juega por una hipótesis respecto a los crímenes, que puede ser tanto tomada como dejada, sin ser esta cuestión lo más importante del filme. Por el contrario, la película acierta en mostrar cómo, paulatinamente, se va creando el clima propicio que determinará el sangriento suceso, en una especie de espiral violento que ya no tiene retorno. Otro hallazgo está en la construcción del vínculo entre Lizzie y Bridget, que parece totalmente verosímil y justificado en la trama, ya que se retratan esas dos almas que se necesitan y se entregan, sin medir consecuencias, la una a la otra. En cuanto a las actuaciones, resulta notable Chloë Sevigny —productora de la película— encarnando a esa criatura sometida que no se deja avasallar y se rige por una autodeterminación temeraria, saliendo airosa de los numerosos primeros planos en los que aparece. Además, está bien acompañada por Kristen Stewart, quien se va afianzando en su carrera con papeles cada vez más arriesgados —entre ambos personajes surge una química que traspasa la pantalla. También es digno de destacarse el trabajo de Jamey Sheridan como un personaje execrable y autoritario. Se trata, en definitiva, de un thriller psicológico con todas las letras, que cumple a rajatabla las características del género: una película que no se queda en la superficie sino que da pie —gracias a sus múltiples aristas— a leer entrelíneas acerca de la sociedad de fines del siglo XIX y el sometimiento que padecían las mujeres en dicha época. Una apuesta inteligente y atrapante con un guion bien desarrollado que delinea con precisión a los personajes.
Escrita y dirigida por Martín Deus, esta ópera prima se centra en la relación que entablan dos adolescentes con características opuestas: Lorenzo (Ángelo Mutti Spinetta), introvertido y estructurado, vive con sus padres (Moro Anghileri y Guillermo Pfening) y con su hermano menor en la Patagonia, mientras que Caíto (Lautaro Rodríguez) es un rebelde y marginal adolescente que acaba de dejar su casa a causa de un grave conflicto familiar y se aloja en la de Lorenzo (Caíto es hijo de un amigo del padre de Lorenzo). El vínculo, que comienza a los tumbos por las diferencias entre ambos, se va volviendo cada vez más estrecho y profundo. Cada uno va tomando cosas del otro y se va creando una amistad muy fuerte que, en ciertos momentos, puede emparentarse con el amor. A Caíto, por su conducta irresponsable y errática, le cuesta adaptarse a la vida de una familia armónica como la de Lorenzo. Es en ese momento cuando Lorenzo —en un gesto de gran afecto— decide protegerlo bajo su ala. A su vez, la independencia de Caíto le rompe el molde al comportamiento responsable y recatado de Lorenzo y le da el impulso necesario para que descubra la sexualidad, entre otras cosas propias de su edad. Caíto, por su parte, le transmite su libertad, la cual Lorenzo toma con cuidado, tratando de no caer en los excesos de su amigo. El filme, que representa otro interesante abordaje del género coming of age, plantea cierta ambigüedad desde el guion debido a que juega hábilmente en torno al tipo de relación que mantienen los adolescentes, es decir, no deja en claro si la misma puede asimilarse a una entrañable amistad o a un incipiente amor. Este hecho no le quita ni agrega nada a la película aunque hace que el espectador se comprometa más con la historia y se sienta partícipe de la misma. El guion refleja en forma genuina el proceso tan difícil que pasa todo adolescente para crecer y volverse adulto, reflejando ese abanico de emociones que cuesta tanto manejar, donde el peligro está latente. Tanto Ángelo Mutti Spinetta como Lautaro Rodríguez se muestran naturales y espontáneos, y sobre todo muy creíbles en sus roles protagónicos, que implicaban una gran entrega y un gran riesgo interpretativo, del cual salen absolutamente airosos. Guillermo Pfening y Moro Anghileri logran dar el tono justo a los personajes de esos padres desconcertados por ver la otra cara de la realidad: la marginalidad de Caíto. En una palabra, el filme es una valiosa apuesta que retrata ese momento crucial de la vida que es la adolescencia, con un guion sencillo pero acertado que deja con ganas de más. La fotografía de los bellos paisajes patagónicos complementa el relato de una manera eficaz. La película llega al estreno con excelentes pergaminos, ya que ganó el Gran Premio Écran Junior en la 71° edición del Festival Internacional de Cine de Cannes. La particularidad de la consagración es que el jurado que reconoció el filme estuvo integrado por adolescentes franceses de entre 13 y 15 años.
En su tercera película, Benjamín Naishtat se aboca a retratar un período pocas veces abordado por el cine argentino: la etapa previa al golpe del 76. La acción transcurre en 1975 en un pueblo de provincia. Un prestigioso abogado local llamado Claudio Morán (Darío Grandinetti) mantiene un fuerte altercado con un hombre desconocido (Diego Cremonesi) en un restaurant. Este hecho, que podría haber quedado como una simple discusión, tendrá, sin embargo, consecuencias trágicas y hará que el profesional entre -casi sin darse cuenta- en la espiral de violencia, secretos y silencio presente en esa época. A partir de ese momento, Morán estará perdido en la vida y ya no tendrá retorno. Tres meses después, vendrá un famoso y siniestro detective chileno (Alfredo Castro) a descubrir el paradero del hombre extraño. Naishtat describe con absoluta precisión e inteligencia el clima enrarecido de violencia soterrada que antecedió a la atroz dictadura. En todos los hechos cotidianos, en las relaciones sociales había un ingrediente violento. La complicidad civil con el golpe, el tratar de sacar la mayor ventaja posible de la situación reinante, el “sálvese quien pueda”, la apropiación por parte de ciudadanos aparentemente respetables de los bienes de los desaparecidos, la degradación moral general, el discurso de la profesora de música que dice que “los argentinos sólo queremos trabajar y vivir en paz, no queremos involucrarnos en política” y la falta de sensibilidad social son mostrados con maestría en el filme. Son excelentes la fotografía (bien lograda la escena del eclipse) y la reconstrucción de época tanto en los aspectos visuales como en los sonoros. Esto se nota en los peinados, el vestuario, la música, las publicidades. En un verdadero hallazgo, se presenta una insólita publicidad de Bonafide, protagonizada por un joven Antonio Grimau, que se constituye también en un símbolo violento. Hasta en la publicidad se sugería el horror y la sangre. Resulta muy interesante el duelo actoral entre Darío Grandinetti y Alfredo Castro: uno, contenido y recatado, y el otro, desbordante y expansivo. Grandinetti ratifica una vez más que es uno de los mejores actores argentinos. Son correctos los trabajos de Andrea Frigerio como Susana, su esposa, y de Laura Grandinetti como Paula, su hija. Sorprende la labor de Rafael Federman como el novio patológicamente celoso de Paula —sin duda, habrá que seguir muy de cerca a este joven actor en sus futuros papeles. Asimismo, Diego Cremonesi es otra figura promisoria a la que habrá que prestarle atención ya que su desempeño es brillante. Además, hay una pequeña participación de Alberto Suárez como el interventor de la provincia, resuelta con su habitual solvencia y gracia. En definitiva, se trata de un drama policial complejo que admite múltiples lecturas y pone el foco, con gran sustento narrativo y estético, en una de las etapas más ominosas de nuestro país, llevando a cabo una exhaustiva y profunda descripción de la misma. Los premios obtenidos en la última edición del Festival de San Sebastián a la Mejor Dirección, Mejor Fotografía y Mejor Actor (Darío Grandinetti) ya preanunciaban esta verdadera joya cinematográfica que puede convertirse en la mejor película nacional del año.
En su segunda película, el director Édouard Deluc nos introduce en un período de la vida del pintor francés Paul Gauguin, aquel en el cual se establece en Tahití, en la Polinesia Francesa. Estamos en 1891. El artista (Vincent Cassel) siente un profundo hastío por la vida convencional y superficial que lleva en París, por lo cual no halla inspiración para pintar. Con el objetivo de renovar su arte y encontrarse a sí mismo, se exilia en Tahití, abandonando a su familia, ya que su esposa decide no acompañarlo en esta aventura. Gauguin se instala en una aldea, lejos de la capital, y comienza a pintar de forma desenfrenada. Se sobrepone a la pobreza, la soledad y la enfermedad cuando conoce a la joven nativa Tehura (Tuheï Adams), de quien se enamora perdidamente. Ella se convierte en su esposa y en la modelo de sus grandes cuadros. El pintor parece renacer, está efusivo, se siente fuerte, está feliz. Su arte se retroalimenta gracias a su relación con Tahura. Se redescubre a sí mismo en su contacto con la naturaleza y con los nativos. Sin embargo, los buenos tiempos se acaban debido a que en la última etapa de su estancia en la isla, el vínculo de Gauguin con su esposa se deteriora cuando Tahura es cortejada por un joven nativo. El tema central en el cual el realizador pone el foco es la ruptura de los cánones morales y estéticos de la civilización occidental, que Gauguin produce a partir de su arte y su estilo de vida en la isla. De la prisión asfixiante que vivía en Francia pasa a un estado puro y salvaje en el cual transforma el arte establecido en un arte romántico y rebelde sin ataduras de ningún tipo. El guion, escrito por el propio Deluc junto a Étienne Comar, Thomas Lilti y Sarah Kaminsky, se basa en el diario de viaje que el pintor publicó en una revista francesa. Si bien los lineamientos generales de la historia son satisfactorios, el relato no termina de conmover ni convencer, le falta fuerza, contundencia. Esto se debe a que el periplo de Gauguin en Tahití podría haberse explotado mucho más a nivel narrativo, haciendo énfasis en la fase introspectiva del artista, en su viaje interior. Sin duda, el filme alcanza su punto cumbre gracias a su protagonista, Vincent Cassel, en uno de los mejores trabajos de su carrera, quien en un auténtico tour de force interpretativo compone con total entrega todas las facetas del complejo personaje: el débil y enfermo, el exaltado y apasionado. Tuheï Adams lo acompaña correctamente, mostrando la dulzura y la delicadeza de Tahura. La fotografía de Pierre Cottereau realza con justeza los bellos paisajes de la isla mientras que la música de cuerdas de Warren Ellis subraya acertadamente los tramos más salientes de la película.
En La número uno, la directora, productora y actriz francesa Tonie Marshall alza la bandera del empoderamiento de la mujer, tan en boga en estos días, para construir una historia convincente que se constituye en un auténtico retrato sociológico. La trama gira en torno a Emmanuelle Blachey, una brillante ingeniera de unos 45 años que escaló en su carrera y actualmente integra el comité ejecutivo de una importante compañía de energía. El detonante tiene lugar cuando un influyente club feminista le propone que se postule para presidir la empresa de aguas, ubicada dentro de las top 40, siendo, en caso de ganar, la primera vez que una mujer ocupe ese cargo en una firma de tal envergadura. A partir del momento en que Emmanuelle comienza su campaña para conseguir su objetivo, el hombre fuerte de la empresa de aguas (Jean Beaumel) emprenderá una batalla feroz para neutralizar a nuestra protagonista y lograr que quien ascienda a la presidencia sea su protegido. Así, Emmanuelle tendrá que enfrentar presiones, trampas, chicanas e intromisiones en su vida privada para llegar a ser la número uno, debiendo pagar un alto precio sólo por pretender alcanzar un puesto para el cual demostró con creces estar capacitada. Marshall nos sumerge en un estudio minucioso de las entretelas del poder, del juego de influencias y las miserias del mundo empresarial. A su vez, la directora nos muestra las pequeñas humillaciones cotidianas a las cuales son sometidas las mujeres en el campo laboral y cómo deben transitar un camino lleno de espinas si procuran destacarse de acuerdo a sus méritos en ese entorno predominantemente masculino. La realizadora señaló en una entrevista que para elaborar el guión se basó en testimonios de varias mujeres que ocupan altos cargos en importantes compañías, lo que se refleja en una historia absolutamente verosímil. Además, realizó una profunda investigación que redundó en un guión compacto y fiel a la realidad actual. A pesar de que por momentos la narración tiende a ser lineal y un poco morosa, se redime en la parte final cuando va in crescendo y alcanza un clímax que atrapa al espectador. En cuanto a las actuaciones, una sólida y expresiva Emmanuelle Devos encarna con total entrega las dos facetas de su personaje: la frágil Emmanuelle de la vida privada y la avasallante Emmanuelle de la vida pública. En la piel del malvado Jean Beaumel se luce Richard Berry, con un magnetismo que traspasa la pantalla y una mirada penetrante que hiela la sangre. Asimismo, la buena interpretación de Benjamin Biolay cobra más importancia al final ya que su personaje se torna clave para la resolución del filme.