Uno de los momentos nodales de Luciferina tiene lugar cuando Natalia, la joven monja que interpreta Sofía del Tuffo, le explica a Abel ‑ese adolescente nervioso, que se sabe o cree enfermo, en la piel de Pedro Merlo‑ sobre el don que la persigue: ella es capaz de observar el aura que desprenden las personas. Se trata de un fulgor luminoso que es como el que ves allí, le dice; corte a la ventana por donde ingresa un haz de luz solar refulgente. La relación entre estas imágenes no sólo expone una resolución argumental, de claridad narrativa, sino que ahonda en una cuestión más profunda, de índole formal. Luciferina ‑nombre que esconde otros, entre ellos el de Natalia‑ es esa luz, evidentemente. El cine es luz, y también ‑al decir paradigmático de la alemana Lotte Eisner‑ "pantalla diabólica". Nada hay de mentira en ese plano que realmente captura el ingreso del sol, a través de la ventana de la iglesia abandonada (una locación, además, real). El cine de Gonzalo Calzada (La plegaria del vidente, Resurrección) se vale de esta necesidad inmanente, y lo hace a través de locaciones palpables, ciertas, en donde la luz recupera el sentido primero del arte cinematográfico (situado ahora en una instancia crítica, de carácter digital). Es por esto que Luciferina es mucho más que el título de una película, es también el nombre de una manera de pensar el cine: el cine se ve en compañía de sombras. Por otra parte, el desafío de la película de Calzada es para remarcar, ya que se trata de la primera parte de una trilogía ‑la Trilogía de las Vírgenes‑, a completar con Inmaculada y Gótica. Este desafío surge como consecuencia de un trabajo de encargo, que el realizador ha asumido así como proyectado en forma de tres episodios; si todo va bien, se tratará de un salto cualitativo para el cine de terror argentino. En cuanto a la película en cuestión, Calzada erige el relato desde tópicos que el género ha cultivado ‑el grupo (más o menos) adolescente, el viaje, la oposición diablo/dios, los ritos religiosos y paganos‑ pero con una idiosincrasia que le acerca a un tono de verosimilitud propia. De este modo, Natalia se integra al grupo de su hermana ‑oscura, de brazo pinchado y novio violento‑, con el fin de protegerla. El sexo acompaña desde alusiones, chistes, miedos. Más aún, habrá consecuencias no deseadas que serán descubiertas, y que aportan motivos sobre el peso con el que carga Natalia. Mientras tanto, el padre de ambas está postrado, con secretos de armario que atemorizan durante la primera parte del film. Es decir, hay algo de pecado de adultos dando vueltas, y los más jóvenes tendrán que decidir cómo comportarse con lo que les toca. El grupo viaja en busca de la experiencia alucinada que promete la ayahuasca, entre cánticos indígenas. La travesía es extraña, y asombra cómo la cámara puede volver raro un entorno familiar (como lo significa una isla del Tigre). Lo que parece una aventura culmina por revelar otro costado, que sabrá ser descubrimiento personal para la propia Natalia, virgen que encuentra su espejo en Abel: nombre que ofrece otros matices. Este proceso gradual ofrece varias caras que sabrán coincidir, a través de un motivo icónico ejemplar: puede ser un crucifijo, también la forma del útero o la silueta de un carnero. Cualquiera de las acepciones elegidas deriva en las otras. Es en ese diálogo mutuo, de requerimiento recíproco, por donde transcurre el film de Calzada, hasta el arribo de ese bautismo que Natalia dice no haber tenido pero que, sin embargo, es el que da título a la película. El rostro de la actriz Sofía del Tuffo acompaña de manera creíble, porque ofrece una piel encantadora, mirada que es ternura, sonrisa reprimida, pero hay algo más y que de a poco se revela. Una primera escena de ducha, en donde ella se entrega al placer de su cuerpo, ofrece matices que derivarán, ocurrido el film, en uno de los momentos más llamativos dentro del cine de terror argentino. Para descubrirlo, mejor ver la película. Ahora bien, lo llamativo no oficia sólo por lo denotativo ‑los cuerpos son vistos sin pudor, bellos, entregados al goce de las marcas que una garra puede dejar‑, sino por la inferencia que desprenden, con la carne como lugar de redención, a la manera de un sacrificio que salva a los personajes pero que no renuncia, todo lo contrario, a cierta cuota de malicia. Otro punto a favor, que es momento de tensión, lo ofrece la resolución del exorcismo, en donde bien les vendría a tantos defensores de la película El conjuro ‑cuyo momento exorcista es cuanto menos lamentable‑ atender a lo que pasa aquí, entre sueños de ayahuasca y pasado familiar escondido, en donde el infierno mismo podría ser un parto; un parto tal vez no deseado pero a la vez obligado por las monjas, que pelean contra un demonio. Hay que dar a luz, como sea. No vaya a ser que triunfe el demonio. Por eso, por esto, es notable la caracterización dual de Marta Lubos, vieja espectral y monja de caridad. ¿Cuál de todas estas caras es la verdadera? Luciferina tiene el mérito de ahondar en todas ellas mientras toca con lucidez a ese género que se llama terror.
Resulta que Olguita era la prima que solía venir de visita. Una vez se acostaba con uno, otra vez con otro, finalmente con un hombre casado. La prima, pobre, apareció flotando en el lago. Y vos, sí, vos, ¡te parecés a Olguita!, advierte la vieja sin años que compone Mirta Busnelli. Sucia, desarrapada y malhablada. Atiende el bar mugriento de la estación de servicio donde para la camionetita del grupo protagonista. Estos chicos y chicas -de viaje, rock y marihuana, alguno más alegre, otro taciturno, ellas bonitas‑ van en plan de rodaje con el objetivo puesto en documentar el presente lúgubre, ominoso, que desprende Epecuén, vuelto ruinas de un pueblo fantasma. Les acompaña una testigo del hecho trágico, con los recuerdos de infancia intactos, perdida ahora en silencios largos. Lo cierto es que tras la inundación bestial sufrida en 1985, Epecuén semeja ahora el sueño perfecto de una película de horror. Habrá sido esta experiencia visual, sensorial, la que prendió de lleno en el ánimo de los hermanos Luciano y Nicolás Onetti. De este modo, Epecuén es locación real y alterada para Los olvidados, la tercera de las películas del binomio hermano, luego de las declaraciones de afecto al giallo que fueran Sonno Profondo (2013) y Francesca (2015). Con el pulso puesto en el slasher (género primo del giallo, con sus maníacos y homicidas), el inicio de Los olvidados sacude la iconografía de las películas previas a partir de una imagen más directa, cuasi documental, decididamente gore. Advertencia: la secuencia primera no ahorra sangre. Los olvidados tiene matriz evidente, señalada ipso facto en las truculencias y climas macabros que perfilaran las pioneras películas -acá retomadas‑ de Tobe Hooper (El loco de la moto sierra) y Wes Craven (La última casa de la izquierda, La colina de los ojos malditos). Si bien es cierto que los Onetti apelan a estas citas de manera casi textual, lo también cierto es que los hermanos ya tienen un bagaje propio, y saben asumir las referencias como parte de un sentir cinéfilo que les distingue: si en Francesca la localidad de Azul se vuelve maleable en función de la necesidad de época trastocada (volverla una ciudad italiana en los '70, con sus personajes doblados al italiano y subtitulados), con Epecuén sucede un procedimiento similar, pero desde otras características. La diferencia destaca en que la alteración oficia ahora a través de la inserción ‑en el espacio real‑ de interiores oxidados, carniceros, más o menos inventados. En esos ámbitos abandonados -indudables, vistos en sus fachadas ciertas‑ habitan los seres imaginados y roídos, que a nadie importan: es ésta la intervención estética, la inserción de cita cinéfila, que la película de los Onetti propone. Y lo que surge, así como un nuevo ejercicio de estilo ‑en tanto diálogo con películas preexistentes y paradigmáticas‑, es también una mirada distintiva, que permite un comentario crítico y sarcástico. Hay elementos de la puesta en escena que permitirán, así como distinguir a una familia lunática -en donde la Busnelli es la madre de unos hombretones brutos, malolientes, que visten cráneos animales‑, darle al film sus matices urticantes. Así, fotos de la Guerra de Malvinas adornan o recuerdan desde las paredes (recortes nada ingenuos de la revista Gente son preferentemente elegidos), algunas recopiladas en un álbum escondido prolijamente en el matadero. Allí va a parar también ese personaje lugareño y fantasmal que interpreta Gustavo Garzón: si bien él descubre para el espectador algunas de estas cuestiones, lo que tiene dentro es un dolor en silencio. En algún momento averigua qué le ha pasado, así como la falta de salida y el desánimo consecuente. Esta incomodidad, que está sugerida, esbozada, alcanza una sensibilidad mayor cuando las escenas de tortura, caníbales, sucedan. Algunas de las fotos aludidas permiten entrever algo más, como nexo macabro, posible: los estaqueamientos que los militares argentinos practicaran con sus propios soldados aparecen sugeridos. Alguna gorra militar, de hecho, adorna un cráneo entre el amontonamiento de baratijas y porquerías que pululan por la casa de la familia carnicera. Y todavía más: escuchar un tango de Julio Sosa mientras sucede una escena cruenta es un hallazgo estético, no sólo por el contrapunto que suscita, sino porque evidentemente es un momento en donde se alegoriza la radio a todo volumen con la cual los procedimientos de tortura eran silenciados, durante el terrorismo de estado argentino. Que se trate de un tango, con voz viril, "bailado" por un macho asesino que confunde partenaire con víctima, es un procedimiento bien arriesgado, que vale destacar. Es por esto que Los olvidados encierra mucho más que lo aparente; no se trata -solamente‑ de una exposición de momentos crueles -algo que el cine carga consigo desde sus inicios, que ha validado de forma conceptual‑, sino sobre todo de una película de terror que expone un estado de malestar por el cual el cine argentino de este género no ha transitado demasiado: el malestar suscitado por las heridas sociales perpetradas durante la última dictadura cívico‑militar. La familia de muerte que Los olvidados propone, evidentemente, es expresión iconográfica que refleja la del film genial de Hooper, pero también excusa para una relectura que apela a la historia cercana -social y familiar‑, vestida de inundación letal, real, con sus restos de muerte todavía a la vista.
Cuando el brillo es pura cáscara Provista de ¡cinco! nominaciones al Oscar (seguramente con alguna de ellas vuelta hoy premio), Lady Bird corrobora el momento penoso del cine norteamericano. Los Globos de Oro tampoco le fueron indiferentes (Mejor Actriz, Mejor Musical/Comedia), al igual que los Bafta, aun cuando aquí no le tocara ganar. Todo esto para dar cuenta de que la ópera prima de Greta Gerwig (si se exceptúa su co dirección en Noches y fines de semana, junto a Joe Swanberg) atraviesa un momento de reconocimiento que es, así como fulgurante, mera cáscara. En otras palabras, por si alguien anda distraído, el premio Oscar a estas alturas es un galardón sobrevalorado, vuelto franquicia todavía redituable, finalmente encaramado sobre los estertores del mismo medio que legitimaba. Con todas las salvedades de otros años y otras épocas, el Oscar podía al menos validar un hacer industrial/artístico que efectivamente conoció momentos paradigmáticos. La historia del cine lo señala. En este sentido, la organización publicitaria oficia de modo coercitivo, y predetermina la "seriedad" presunta de películas como Llámame por tu nombre o Lady Bird. La primera, una sucesión de postales diáfanas, que difícilmente logren ahondar en el sentir de sus personajes, mucho menos en posibilitar una revisión formal en el cine desde la diversidad sexual (con la enunciación de un amor homosexual no alcanza). La segunda, una batahola teenager educada, que bien podría oficiar como episodio de alguna de las series de mismo tenor del Disney Channel. La referencia televisiva viene a cuento, Lady Bird es una película delineada de modo rutinario, con la promesa aparente de revisitar ese lugar de vida que se llama Sacramento y queda en California. Una cita a Joan Didion sirve de prólogo, y el film de Gerwig se sumerge en la vida de "Lady Bird", una chica de vida atareada, con ganas de hacer mucho y un nombre sobre el que insiste y recuerda a todos, como si se tratase de un segundo bautismo, pero hecho por ella y para ella. Lady Bird discute y perfila su identidad, mientras se cruza por el camino cotidiano con padre y madre, colegio católico, amores y amistades. En el film, todo indicaría un espacio limitado, en donde la geografía oficia de manera hundida, sin perspectivas. Las peleas con mamá son cada vez más intensas, papá se queda sin trabajo siendo un buenazo, el hermano se llena la cara de piercings junto a una novia igual de "oscura", y la única amiga de Lady Bird está tan marginada de los demás como ella. Una vida bastante estancada, que la niña comienza a entrever desde otros lugares; fundamentalmente, a través de la obra musical que el mismo colegio incentiva. Allí, las dos amigas tendrán cierto esplendor, y Lady Bird podrá entonces encontrar un primer amor. Bien, así las cosas, así la historia. Lo peor no es esto, sino las elecciones formales de la película, los modos desde los cuales se piensa y estructura. La construcción estética decide, y esto es evidente, apenas señalar pliegues, de los cuales rápidamente se desmarca. A la manera de un light food fílmico, Lady Bird es la historia de una chica que quizás ‑seguramente‑ tenga esquirlas autobiográficas de la directora, mientras asume el retrato diáfano de una localidad a la que, de todos modos, quiere. La familia y la Iglesia son las principales instituciones de ese ámbito querido y algo repelido. Entre ellas, hay un vínculo que Lady Bird discute, tal vez desafía: irse a Nueva York, obtener el ingreso en una universidad de prestigio, allí sus deseos (porque las universidad públicas, en Estados Unidos, parecen ser siempre remedio mediocre). En medio de ello, otras situaciones espejan, como la supuesta por el despido del padre y la coincidencia entre éste y su hijo en la entrevista por un mismo trabajo. La reacción del papá es la siguiente: palmear al hijo (quien ya no tiene piercings) y alentarle con una especie de "¡Ve por ellos!". Con este solo gesto, el film de Gerwig desdibuja lo que hubiese sido una herida mayor: ya no queda claro si el padre es desempleado por las inequidades del sistema o por su presunta ineficacia. El hijo termina por ser impulsado, de esta manera, a la misma maquinaria empresaria. La palmadita, en todo caso, podría estar dada por una persona que se cree o sabe acabado, por fuera de las necesidades sociales, ya relegado y resignado. Ahora le toca al hijo, la mejor de las suertes para él, tal vez triunfe. El caso de la niña pareciera diferente, dado su empecinamiento en salir de allí y buscar otros horizontes. Eso sí, hay un brusco malestar que entre madre e hija no puede resolverse. Esto es algo que la película trabaja como hilo y aguja: el inicio argumental las muestra compartiendo un viaje en automóvil, escuchando el audio de Las viñas de la ira, de John Steinbeck, lloran, luego discuten. Sobre el final, cada una conducirá un automóvil distinto: metáfora visual tan obvia que vuelven a estas palabras un subrayado igualmente torpe. Desde luego, el gusto salobre de la situación tendrá que ser remediado ‑a recordar: no se trata ni siquiera de una película de sinsabores, sino de una comedieta políticamente correcta; peor aún: es una película conservadora‑, y para ello no hay mejor (re)solución que la misma Iglesia, que es una en todas sus capillas, estén éstas en Sacramento o Nueva York. Allí, finalmente, lamentablemente, Lady Bird se dirige para renunciar a su bautismo personal y asumir el nombre con el que fuera traída al mundo. Una sumisión que no es novedad en el cine norteamericano ‑tan predecible y espantoso se ha vuelto‑ sino constatación de que hay que andar con los ojos atentos, no vaya a ser que todavía haya quienes crean que Greta Gerwig es algo así como una referente de lo que se entiende como "cine independiente".
Entregar la placa, he ahí el dilema. Desde Gary Cooper en A la hora señalada a Clint Eastwood en Harry el sucio, más Glenn Ford en Los sobornados y Samuel Jackson en Shaft. Allí está el asunto. Al menos como gesto en el cual anida lo demás, en tanto síntesis de lo acontecido y lo que todavía podría suceder. Para llegar allí, a ese momento, habrá que esperar a que Tres anuncios para un crimen suceda y de paso abra unos pertinentes puntos suspensivos. A la manera de un juego de ajedrez, tal como lo expone el sheriff de Ebbing (Woody Harrelson), la película de Martin McDonagh (Escondidos en Brujas) reparte las fichas sobre el tablero y deja que la partida comience. Podría decirse que el juego estaba sobre tablas, casi dormido, pero hizo falta una movida pícara para sacudir el avispero. De esta manera, Mildred (la estupenda Frances McDormand) alquila tres carteles a la vera de una ruta poco transitada, y les deposita consignas, slogans, dedicados a la apatía policial tras la violación y asesinato de su hija. Cuando caiga la primera ficha, las demás comenzarán a atajarse. Y lo que acontezca no tendrá, vale subrayar, consecuencias esperadas. Mediante ardid semejante, apuntado a tocar la base de un nido humano y social, en este caso escondido en un pueblito profundo de Missouri, el director inglés traza una historia que se abruma de sombras. Tres anuncios para un crimen es una película noir, abocada a hundir sus imágenes en la duda y con ellas a sus personajes. ¿Quién mató a esta niña, de manera tan aberrante? Así como lo hiciera David Lynch en Twin Peaks, el enigma que el suceso encierra abre otras puertas, más o menos coincidentes, a veces tangenciales. Por ejemplo, el parlamento de Mildred al cura, dedicado a responsabilizar a todo aquel que decide ser parte de un grupo de comportamientos réprobos, es ejemplar, extraordinario. Podría pensarse que el film de McDonagh contiene muchas (y correctas) bajadas de línea semejantes, pero no, lo que prima es lo hediondo que puede ser el agujero cuando se descubre que todos, más o menos, chapotean en él. Seguramente, la Mildred de McDormand esté destinada a convertirse en uno de los mejores papeles femeninos del último cine, sobre todo por ser pasible de encerrar tantas contradicciones. Con ella habrá de ocurrir en mayor medida la empatía del film, pero hasta ahí nomás. Hay que descubrir por qué y de qué manera nadie es nunca lo que aparenta. Porque Mildred tiene sus momentos vacíos, sin dudas, aun cuando sepa qué decir y cómo, tan segura de sí misma. Ella, sin embargo, nunca ríe. ¿Quién te creés? le dicen, y no sin dignidad. Podría también decirse, dado el caso, que se trata de un film cínico. Pero no, nada de eso. Antes bien, es una película que retrata una hipocresía compartida, para la cual los roles pueden variar de acuerdo con lo tolerable. Allí donde se crea hay buenos o malos venales, mejor ver la película y aceptar que nadie es tan unívoco como para pensarlo de igual modo. En todo caso, la propuesta de McDonagh lo que hace es matizar de maneras incómodas, de cara a una sociedad ‑la norteamericana, en este caso‑ que deja impactarse por la publicidad y la televisión como no lo hace por otros medios. Un comentario semejante valida al cine como tal, todavía resquicio de una mirada crítica. Lo hediondo que puede ser el agujero cuando se descubre que todos, más o menos, chapotean en él. Si Mildred es la (anti)heroína, la mejor de sus réplicas la encarna Sam Rockwell: el perfil de su policía Dixon es hediondo, bruto, vive con mamá, racista, torturador. Cuando estas características sean puestas frente al espejo correspondiente, surgirán otros rasgos; entre ellos, los de una madre que lamenta los buenos viejos tiempos de negros perseguidos. Si el fuego era el arma letal y simbólica con la que los negros eran perseguidos en el sur, a Dixon le sucederá algo no tan alejado de tales características. Ese momento de la película es espectacular, entre otras cosas porque es la situación clásica del western, el duelo: un enfrentamiento que también es mímesis edilicia, entre el edificio de la agencia publicitaria y el de la policía. Dos caras de una misma moneda, dos instancias de control, de consignas imperativas. A las dos ‑allí el quiebre‑ las toma por asalto Mildred, y de una manera que bien podría ser tildada de "terrorista". Ese choque hará surgir de entre sus entrañas de concreto hirviente algo distinto. Pues bien, llegado el momento de dejar la placa ‑y descubra el espectador desde su butaca quién es el protagonista verdadero del asunto, puesto que dicha situación se desdobla en dos escenas‑ lo que asoma tras ese gesto es un manto de connivencia repugnante entre la política y la policía. De los retratos más cáusticos que se le han visto a película norteamericana en estos últimos tiempos.
¿Por dónde anda Pablo Fayó? Más vale acercarse a la película que le contiene, para saber de él antes que otra vez se piante. En verdad, anda siempre cerca, está entre todos y no hay quien no lo aprecie. Lo que llama la atención es por qué, con el talento que es, la historieta no lo haya retenido como merece. Mientras sus compañeros de ruta trazan anécdotas y admiración -entre ellos, Diego Parés, Lucas Nine y Esteban Podetti‑, lo cierto es que Fayó no comparte mismo cartel en el medio y esto es algo, vale subrayar, por derecho propio. Porque, ¿quién dijo que dibujar es cosa grata? Es un laburo de mil demonios, de espaldas torcidas y vista que se arruina. Lo dice el propio Fayó, mientras presenta la recopilación de una sus obras, rescatada del olvido por otros, nunca por él. Fayó, vale destacar, es parte de esa generación extraordinaria que transitó las páginas de historietas a partir de mediados de los '80. Dueño de un estilo propio, que actualiza los trazos de Elzie Segar (Popeye) y Herriman (Krazy Kat), Fayó dio luz a obras tal vez clásicas, como Shotaro va a la guerra, Pamela y el extraterrestre, Agapito. Las revistas Fierro, Cóctel, País Caníbal, entre otras, lo contuvieron mientras pudieron. Pero Fayó fue esquivo y se disparó hacia otros lugares, no demasiado claros pero sí personales. Ahora canta tangos, y el film de Santiago García Isler da cuenta de todo esto mientras procura no quedar atrapado por el influjo magnético de su personaje. Es decir, todo el tiempo Fayó parece querer sabotear la entrevista o el plano en cuestión: se equivoca, pierde el hilo de lo que dice, se entrevera con otros detalles. Busca excusas, en suma, que le permitan salirse de lo previsible. Al hacerlo, Algo Fayó encuentra los matices mejores de la figura que retrata. Entre los episodios que el film privilegia, está el de la visita al Dr. Chung, un acupunturista con el que el film pareciera involuntariamente construir uno de los segmentos de Peter Capusotto. Ese momento es de una tensión rara, casi cómica, pero sin embargo bien seria. Así de increíble es Fayó, en bicicleta, entre tangos, pizza y cerveza. Vos vas a comer, ¿no?, le dice al cámara. De este modo, Santiago García Isler construye un fresco que es de cariño hacia Pablo Fayó, pero también de referencia en cuanto a una época que los entrevistados reconstruyen en breves flashbacks, en procura del motivo por el cual Fayó no quiso seguir dibujando. Es decir, Fayó logra -según dice Nine‑ que se hable de él aun cuando no esté haciendo nada. Otro momento magistral es el de la emoción de Parés al descubrir originales de Fayó, algo que al susodicho apenas si le mueve un pelo, es más, parece tal vez arrepentido de haber encontrado esas páginas. ¿Por qué? Quizás porque tenga ganas de irse a cantar tangos. O porque no quiere hacer lo que de él se espera. Puede que sea así, no está claro, tampoco tiene por qué encontrarse una respuesta. Tal vez el mejor misterio esté en la visita a la casa de la infancia, allí cuando Podetti toca el timbre con la intención de ingresar, mientras Fayó huye decidido. Toda una imagen.
Con pulso poético, que toca de modo consciente al cuento de hadas, Luna: una fábula siciliana recrea el hecho traumático que significara el secuestro y muerte del niño Giuseppe Di Matteo (tenía 13 años), a manos de la mafia siciliana, en 1993. Sin caer en voluntad alguna omnisciente o sapiente de todo detalle, el film de la dupla Fabio Grassadonia y Antonio Piazza -los responsables de Salvo, de 2013‑ prefiere la recreación libre, se aleja de los datos documentales, y permite al film revolotear alrededor de la figura de su personaje. Así como lo hiciera el director Steven Shainberg en Retrato de una pasión, de cara a la fotógrafa Diane Arbus, enmarcada en una imaginería de cuño carrolliano, otro tanto sucede aquí. Pero a diferencia de ese film norteamericano, los realizadores italianos optan por una figura paralela, que sea contrapunto y principal protagonista. De esta manera, Luna es quien sigue a Giuseppe desde un primer momento, en secreto. La secuencia inicial ya expone las piezas del drama: un sendero guía a los niños a un bosque, a su belleza y silencio, hasta que el rugido de un rottweiler provoque la ruptura y constituya el mal presagio. Como si fuera el lobo feroz del cuento, el perro guardián sabrá esperar una segunda oportunidad. Los realizadores italianos optan por una figura paralela, que sea contrapunto y principal protagonista. Luna, por su parte, convive con una edad que la inquieta, que le plantea diferencias con sus padres: él es atento con ella, pero todavía la mira como la niña que está dejando de ser; la madre, por otro lado, es una especie de figura de cera vieja, que se desvencija mientras trata de parecer lo que irremediablemente no puede. En otras palabras, una familia que se sostiene por costumbre, con este fusible que es Luna, entregada a un enamoramiento prohibido. Es decir, todos saben qué hay detrás de Giuseppe pero nadie lo dice. Un secreto a voces con el que Luna tendrá que pelearse y dilucidar. Será ella, justamente, quien pregunte desesperada en la escuela por la ausencia prolongada del compañero. El pupitre permanece vacío, pero nadie parece tomar demasiada atención al hecho. A excepción de ella. Esta invisibilidad trocará en sueños, porque Luna -su nombre lo indica‑ los invoca. Descansa en ellos y les cree. Si el mundo adulto no puede o no quiere dar respuesta, será entonces el camino de ese sendero compartido, soñado, el que la guíe de otras maneras. Al hacerlo, Luna pone en jaque al tejido social, la pelea será ardua. Puesto que se trata de cine, ningún medio mejor para materializar esta posibilidad: ¿dónde comienza o culmina el sueño? No tiene sentido precisarlo. De este modo, la película da razón también al título original: Sicilian Ghost Story alude a fantasmas. Ellos pueden ser verazmente invocados por el cine, que les materializa y devuelve a la vida. El film guarda, por otro lado, un parentesco notable con una de las obras maestras del argentino Carlos Hugo Christensen: en Si muero antes de despertar, film de 1952, el realizador versionaba los miedos infantiles a partir de un relato de William Irish. Con maestría, Christensen adentra al espectador en un derrotero de caramelos tristes, con presagio mortuorio. El niño protagonista era testigo desesperado de la ausencia de sus compañeritas de escuela, secuestradas a la salida del colegio pero resguardadas por el silencio disimulado de los mayores, incapaces de dar respuesta. A la búsqueda de ellas, entonces, se dirige el pequeño, tras las huellas de una historia que le dirigirá hacia la misma morada del lobo. El desenlace es excelente, de un temor a punto de volverse realidad. Así como en aquel film, Luna: una fábula siciliana elige un ánimo nocturno, de pinceladas amarillas, azules, hermosas pero roídas por un clima de sótano. Luna es una soñadora, está enamorada, se da cuenta de que los adultos no son lo que dicen o parecen. Es una pieza de reloj desajustada, capaz de reanimar el entorno y vivificarlo. En suma, ella es una ebullición que lleva a preguntar acerca de ese otro estado de ánimo, aletargado y engrilletado, que debe haber sido ese otro niño, espejo de este relato y de nombre Giuseppe, a quien está dedicada con amor la película.
Explosiones, atentados, guerras, elementos a través de los cuales cinematográficamente exorcizar pero también moralizar. El implacable es, antes que una mirada dolorida, una variación en clave sofisticada del ojo por ojo. No es ninguna novedad, el cine norteamericano tiene una larga tradición al respecto; lo que en todo caso puede promover "sorpresa" es el rol algo dramático de Jackie Chan, en la piel de un padre que pierde a su hija en un atentado terrorista en Londres. A partir de allí, el asedio del hombre sobre un ministro (Pierce Brosnan), de vínculo pasado con la misma célula irlandesa que se adjudica el hecho. Entre los enredos diplomáticos y la atención a la imagen pública, lo que emerge es el pasado de este chino de vida aguerrida, que ve actualizar los mismos hechos crueles aparentemente superados. La alusión a Vietnam incide en el drama y lo justifica, en tanto Chan encarnando un Rambo de rasgos orientales. Por otra parte, el conflicto entre Irlanda e Inglaterra se inscribe entre los extremismos y la corrección discursiva del funcionario de moral maleable que interpreta Brosnan, quien comenzará a ser asediado por este padre apacible pero peligroso, que le pide los nombres de los responsables, convencido de que él los sabe. El enfrentamiento se traduce como duelo entre el hombre solo y el hombre custodiado, mientras se complejiza el devenir de los atentados. Mientras sucede esta persecución esquiva, los terroristas son vistos por el espectador no hay misterio sobre ellos ni sobre sus rostros. Ahora bien, es llamativa la figuración que de la prensa el film promueve, contenida en la figura de un periodista distraído, que sabrá ofrendar su herramienta de trabajo ‑su ordenador‑ a las fuerzas del orden. Esa sujeción, de por sí, significa abdicación. Tal elemento es sintomáticamente perverso, pero lo que de veras corroe al film por entero es el beneplácito que exhibe sobre la justicia por mano propia, corporizada en un viejo soldado (Chan) que vuelve a poner las cosas en su sitio. Lo hace de una manera tal que culmina por promover palabras de agradecimiento: "con él tenemos una gran deuda". Estas palabras estarán puestas en boca del oficial que comanda agentes que no dudan en utilizar la tortura así como el disparo en tanto resolución final. Se podría pensar, llegado ese momento de muerte innecesaria (muy fuerte, llamativa), en cierto matiz irónico, pero no es así, sino que funciona como una aserción fatal.
Con la gracia y seguridad que la experiencia en el género le significa ‑donde la saga Rec oficia de emblema‑ La posesión de Verónica es la nueva apuesta terrorífica del español Paco Plaza. Y el saldo vale lo suyo, esgrime claridad propositiva, y revuelve desde una mirada compleja, que inquieta. En principio, lo perturbador no necesariamente pasa por el telón de fondo o bendito sostén sobre el cual tanto cine se cree serio; vale decir, La posesión de Verónica se basa en el denominado "Expediente Vallecas", un caso paranormal ocurrido en Madrid en los años '90. Se trata del único ejemplo en donde un informe policial reconoce no encontrar explicación lógica para lo sucedido. ¿Qué es lo que el inspector mira con horror al llegar a la escena? El contraplano que el espectador espera, de hecho, es toda la película: una pretendida fabulación dedicada a (re)imaginar lo que podría haber sucedido. Con el acento puesto en la adolescente Verónica (Sandra Escacena), dedicada al cuidado de sus tres hermanos menores, en un departamento siempre solitario, sin papá y con mamá (Ana Torrent) trabajando en el bar todo el día, el film construye un contexto desde el cual permite verosimilitud. Es decir, el asombro se meterá por allí, entre las fisuras que la situación contiene: soledad, pubertad, la primera sangre del ciclo femenino, las amistades y primeros (y ajenos) amores. Verónica está en una situación que le mantiene maniatada, cumpliendo rol de madre sustituta. El asombro aludido tiene asidero a partir de una de las secuencias primeras y mejores: en el colegio las monjas llevan a los alumnos a la terraza para observar el eclipse. Munidos de un trozo de película, los niños miran el cielo que oscurece. Uno de ellos esgrime unos clásicos lentes 3D, que la monja rápidamente retira con un reto. En otras palabras: cine, milagros, ciencia, niños. Los ingredientes justos para que la función comience, y sin la zoncería tridimensional. Los aspectos referidos evidencian un juego metalingüístico, mientras sumergen a su protagonista y amigas en el sótano de la escuela para practicar la ouija entre las sombras. La situación se revela lumínicamente inversa respecto de lo que sucede arriba, mientras el sol se apaga. Es más, la simetría consecuente estará presente a lo largo de todo el film, mientras Verónica experimenta la alteración de su vida habitual, entre puertas que cierran o abren, luces que titilan, manchas sin razón. En este sentido, el elemento nodal con el cual Plaza lleva al límite su propuesta es el espejo. Hasta tal punto que lo sitúa como un umbral que atravesar, de un lado a otro y también al revés. Así, la comunicación con esa entidad (¿paterna?) que se manifiesta progresivamente será también móvil que procure una respuesta inversa, que le persiga. Un límite que es también, como se indicaba, momento de vida de la protagonista, niña adolescente de rutina y responsabilidades pesadas, que intenta lidiar con los dictámenes de sus mayores ‑madre, médica, monja‑, imposibles de satisfacer. La respuesta sobrenatural es expresión directa; si es real o no, no viene al caso discernirla, lo que importa es el vínculo emocional y la solidez que al film le permite. Sí puede observarse la resolución de algunos momentos desde cierto "efectismo", que sitúan al film de manera cercana a la fórmula que exhiben muchas películas. De todos modos, el film de Paco Plaza tiene identidad y logra, por caso, una cruz invertida recortada contra el cielo, delineada por el contorno de tres edificios contiguos (un hallazgo extraordinario, de un director que evidentemente mira, con fruición y lucidez, lo que le rodea). Dialoga, también, con momentos musicales que parecen tomados de viejas películas de los setenta (gran labor de Chucky Namanera). A la vez que es uno de los contados ejemplos dedicados a la intervención de los niños, de forma real y sin montaje, en las mismas situaciones truculentas. Miradas extraviadas, canibalismo, mucha sangre, con niños y niñas que actúan el horror y resultan adorables. Justamente, entre los agradecimientos figura Chicho Ibáñez Serrador, autor de la obra maestra ‑de niñez terrorífica‑ que es ¿Quién puede matar a un niño?, y Paco Plaza, evidentemente, es uno de sus discípulos dilectos.
El espacio abierto y la cámara que procura abarcarlo. Esa relación entre el recorte al que obliga el recuadro y lo que le desborda está en la esencia misma cinematográfica, traducida en una de sus expresiones más puras: el western. El término remite no sólo al género narrativo, sino a una modalidad de relación estética, espacial, que excede las referencias geográficas o localistas de las películas. Por caso, allí está el spaghetti‑western, pero en verdad se trata de algo más, mucho más, y tiene que ver con asumir una atracción sísmica entre el movimiento que el cine captura y la vastedad de un horizonte inmóvil. Con la Patagonia como escenario, Al desierto encuentra en Julia (Valentina Bassi) el resorte a partir de donde ahondar y exteriorizar. Es decir, ella es quien se examina y pregunta para encontrar respuestas o, mejor, una incógnita más profunda. A partir de allí, la acción, el cine. Vale decir: salir hacia la inmensidad del desierto, caminarlo, sufrirlo, dejarse herir, ver qué más hay, por allá, lejos, sobre el término de ese horizonte quieto. La película de Ulises Rosell (Bonanza, El etnógrafo) procura este recorrido a través de una mujer que está, como ese horizonte lejano, también quieta. Atada a un trabajo mal pago, en un casino de confort prefabricado. Uno de los habitués le ofrece ir a trabajar en una planta petrolera; es así como Julia conoce a Armando (Jorge Sesán, premio al Mejor Actor en el Festival de Mar del Plata), y se embarca en esta alternativa que le significará varias cosas. De esta manera, el límite que distinguiría lo que sucede o podría ser en la relación entre Julia y Armando se borronea de manera progresiva. El viaje en camioneta se hace largo, raro, toma recodos que no figuran en el mapa, mientras los contornos de la ciudad ya se desdibujan, quedan lejos. La velocidad del vehículo estira la tensión, vuelve inútil al teléfono celular, y tiende sospechas sobre el cometido de Armando. El viaje en camioneta se hace largo, raro, toma recodos que no figuran en el mapa. La velocidad estira la tensión. Tal vez se trate de un rapto. Tal vez sea otra posibilidad. Lo cierto es que los dos tendrán que valerse uno de otro para proseguir en ese derrotero del que se saben invariablemente compañeros. Algo ya trabajado por tantas otras películas; entre ellas, Figuras en un paisaje, de Joseph Losey, donde Robert Shaw y Malcolm McDowell se encuentran encadenados en una huida que sólo les permite seguir hacia adelante. El film de Rosell tiene rasgos similares, se estructura desde la misma premisa, que es direccional: hay que proseguir, porque sólo allí, al término del camino, podrá haber un reparo, un descanso, tal vez respuestas. Mismo camino, trágico, que transita la emblemática Busco mi destino, de Dennis Hopper. Paulatinamente, la película de Rosell adquiere matices que la complejizan. Estos rasgos distintivos aparecen, paralelamente, en las figuras de los perseguidores o investigadores. Es decir, policías dedicados a dar con el paradero de Julia. Un dúo que es también réplica de otro lugar cinematográfico común: a caballo, en camioneta, a pie, la dupla ?comisario y compañero, el experimentado y el aprendiz‑ troca también en inquisidora. Persecución o búsqueda, que podría llegar a tener ribetes cercanos a los sufridos por Bonnie y Clyde, cuyo desplazamiento zigzagueante en el film de Arthur Penn culminaba por roer la caracterización criminal para dibujar un drama más profundo, de urgencia y escape imposible. En algún momento, el lugareño que interpreta Germán Da Silva habrá de invocar las historias aquellas donde los indios llevaban a sus cautivas a la fuerza. Si lo que sucede es esto o parecido, no tiene demasiado sentido tratar de verificarlo. Eso sí, la relación estética entre gauchesca y western adquiere acá otro empuje, evidente. En cuanto a las intenciones de Armando, tal vez puedan dilucidarse. Ahora bien, lo más incómodo será indagar en las contrariedades de Julia, para dejarse llevar por sus arrebatos o intuiciones. Cuando el film logra llegar de manera explícita a esta instancia, su resolución no sólo será final de viaje sino también culminación introspectiva. Además, por lograr este momento suspendido, Al desierto se construye como un melodrama, en donde sus personajes se saben atraídos y repelidos, y aun cuando puedan entender sobre lo inasible del asunto, habrán de insistir, porque saben que en ello les va la vida, ni más ni menos.
Resulta que la rubia se despierta en una habitación que no recuerda, con un chico al que tampoco, se emborracha (tal vez se drogue, pero ninguna de estas cuestiones son vistas), mantiene relaciones con su profesor, tiene una amistad odiosa con su compañera de cuarto, y termina el día asesinada por alguien con careta de cerdo. Pero se despierta. Y otra vez: misma hora, hechos, dichos, etc. Y así, día a día, hasta entender por qué le ocurre esto para lograr resolverlo. La referencia a El día de la marmota, el clásico de Harold Ramis, es evidente, y Feliz día de tu muerte guarda, de hecho, una cita explícita, por si hiciera falta. Además, hay en ella otras referencias, también obvias, como el afiche de Sobreviven, de John Carpenter. Se trata, desde ya, de una alusión cruzada, con foco en Noche de brujas, del mismo director. Es decir, Feliz día de tu muerte juega con muchos elementos ya comunes, identificables, que se reiteran dos y tres y tantas veces más, en función de la cantidad de muertes que la rubia en cuestión, Tree (Jessica Rothe), padezca. Este subrayado, en tanto repetición, es el lugar desde el cual discurre la propuesta formal del film, sin demasiado ingenio más que el supuesto por algunos de estos primeros días reiterados; puntualmente, allí cuando Tree se crea presa de un desequilibrio que vuelve caótico lo que parece predecible. Pero esto no es más que una ilusión o sensación pasajera, que la película rápidamente abandona. Por otro lado, como para incidir más en su epidermis cinéfila, Feliz día de tu muerte no tiene rubor alguno en copiar cierto plano y situación idénticos a los que Jim Carrey sufría en The Truman Show. En tanto compendio de referencias cinéfilas ?entre las cuales, desde ya, sobresale Scream y su careta de susto‑, el film de Christopher Landon no se permite apropiación o relectura alguna, sino que culmina por ser un repertorio de situaciones ya vistas que acá, uf, son re‑vistas una y otra y otra vez. Seguramente, en tal menester haya tenido que ver el hacer de Scott Lobdell en guión, alguien apenas iniciado en el mundo del cine pero con trayectoria profusa en el ámbito del cómic, fundamentalmente con X‑Men. Afín a los viajes temporales y alocados de los mutantes del cómic, Lobdell quizá haya querido practicar algo similar, en diálogo con otras películas. Si esto fue así o no, poco importa, lo cierto es que la película es de una moraleja insoportable. Porque habrá que tener en cuenta cuál es la mirada que el film construye, cuál es el saldo que arroja. A ver: rubia, extrovertida, desenfadada, libertina, un castigo que le llega todos los días. Así las cosas, la resolución es clara: si Tree no reordena su vida, si no atiende los llamados de papá, si no deja de recostarse con todos los que tiene a tiro, las cosas no van a mejorar. No hay planteo más bobo. Esta bobería, vale aclarar, no es nada tonta. Implica una adecuación conservadora, una mirada reaccionaria. Cierto cine de terror ha trabajado en esta dirección de manera incansable, y es éste el perfil que adquiere la mayoría de este tipo de películas norteamericanas, de estreno permanente, evidentemente dedicadas a un público juvenil o de edad indeterminada pero infantiloide. Por otra parte, la resolución argumental guarda ?como es costumbre al mal cine‑ una vuelta de tuerca, que es caprichosa así como imposible de detectar en el desarrollo del film. Es una sorpresa última que no hace más que repercutir sobre la sumatoria misma de golpes de efecto que el film es. Un recurso semejante es, y no otra cosa, una falta de respeto al espectador. Basta con verificarlo desde los grandes ejemplos. Busque algún caso similar en cualquiera de las películas de Alfred Hitchcock. Eso es cine.