De espaldas y de cara al frío Presentada en el festival de Berlin, con estreno en Cine El Cairo, el film retrata la permanencia indómita de una mujer entre la nieve del sur, el dinero que no aparece, los requerimientos familiares, y sus deseos personales. El encuadre elegido para los planos iniciales ofrece una incomodidad que habrá de ser trabajada a lo largo de La omisión. La protagonista está de espaldas, en plano medio, encapuchada. Hace frío, es el sur, mucho abrigo. Camina y la cámara la sigue. Hay cortes, elipsis, pero el ángulo de cámara continúa igual. A lo sumo, habrá algún perfil un poco más descubierto, que permita de a poco acercarse a la intimidad de Paula (Sofía Brito). El inicio, en este sentido, es una apuesta que se sale de lo habitual; es decir, allí cuando -se supone‑ la protagonista debiera ofrecer su rostro a la par de la claridad espacial del lugar, de la ciudad por la que transita, nada de esto sucede. El film de Sebastián Schjaer elude, busca un sesgo desde el cual iniciar su historia. O también: es una elección formal que permite adentrarse en una historia que ya venía sucediendo, que ahora conoce un paréntesis crucial, el momento nodal que vendría a ser, justamente, toda la película. Puede practicarse, también, una alusión godardiana, y pensar como referencia, entre varias posibilidades, Vivir su vida, la magistral película de Jean‑Luc Godard donde Nana (Ana Karina) inicia de espaldas, en la barra de un bar, junto a alguien con quien dialoga. La cámara la espera, se desplaza entre uno y otro, se demora mucho, rompe con la normativa narrativa habitual. (Esta presentación no es del todo exacta, ya que a Nana se la ve antes, durante los títulos del film, modelada desde primeros planos que desglosan su rostro de una manera prácticamente cubista). En otro orden, el comienzo del film de Schjaer recuerda también a una serie fotográfica del alemán André Gelpke: también allí el paisaje es glacial, el personaje está de espaldas, ¿qué es lo que guarda, qué hace allí, hacia dónde mira? En suma, ¿por qué? Schjaer elige sostener su film desde primeros planos cercanos. Esa pregunta despunta y permite que la historia de Paula avance, con matices que la delinean entre compañeras de trabajo, un sueldo que no aparece, el dinero que no alcanza, y oportunidades que surgen de manera inesperada. Cuando se llegue a la primera de ellas, habrá que prestar atención a la decisión fría con la que Paula decide trocar sexo por dinero. Allí se dibuja algo espeso, que la vuelve alguien todavía más ensimismada, con el afecto guardado bien adentro. Esa cáscara no es necesariamente apariencia que esconda fragilidad -algo, por lo demás, tan habitual como tendencioso en ciertos retratos del mundo femenino‑, sino armadura con la que contrarrestar el frío de la temperatura y sobrellevar sus decisiones de vida. ¿Por qué Paula tiene familia? No hace falta responder, sino saber que hay una niña pequeña, y que su padre -mi novio, dice ella‑ está también en el sur. Los dos trabajan, como pueden, en lo que pueden, pero no son oriundos de por allí. Ushuaia es el lugar al que Paula, en todo caso, ha ido a parar, por decisión un tanto ambigua, aparentemente en la búsqueda de un dinero que permanece esquivo. El dinero, por eso, surge como McGuffin, porque habilita suposiciones varias y permite el vínculo social o su falta. Ahora bien, la transacción sexual que Paula lleva adelante se toca también con el film mencionado de Godard, en donde Nana elegía salir y seguir adelante desde la práctica de la prostitución. En Nana y Paula hay elecciones que provocan escozor, que procuran separar sexo y afecto, aun cuando ellas sepan que esto no sea ‑tal vez‑ del todo posible. De hecho, tanto una como otra terminarán víctimas de una sensibilidad malherida. De todos modos, vale aclarar, no pueden pensarse ambos desenlaces de manera análoga, ya que en Godard éste es desalmado ‑Susan Sontag, de hecho, no pudo perdonarle al director tamaña resolución‑ y en Schjaer oficia como conclusión del paréntesis aludido, en tanto punto seguido en la vida de Paula. Paula, a diferencia de Nana, podrá proseguir, decide de manera voluntaria, luego de tantear entre posibilidades para finalmente reorientar su vida. Esto no significa que no haya dolor, su mirada lo esconde pero en la convicción de haber elegido lo que todavía demoraba. En este sentido, hay planos que el film reitera como situación reincidente, también acciones: el agua de canilla sobre la nuca de Paula, por ejemplo. El clima ya es bien frío, así que esa agua también fría evidentemente calma o retarda algo de otro orden, que está en revisión constante. De esta manera, podría pensarse en La omisión como en un detenimiento personal, de temporalidad extrañada, dedicado a encontrar el momento oportuno. Cuando éste aparezca, será ocasión para reconocerlo y, así, dejar a Paula consigo misma. La película no puede concluir, sino trazar el paréntesis pretendido, como instancia íntima, en la que Paula buscará qué es lo que le permita proyectarse. En el camino hay alguien más, empecinado en su cariño por ella. Si la correspondencia es cierta, no vale declararlo aquí, mejor intuirlo, entreverlo en las miradas y en los fuera de cuadro. Schjaer elige sostener su film desde primeros planos cercanos, que perfilan un paisaje de sonidos y silencios blancos, bastante cerrado. Las más de las veces se trata de permanecer en recintos que protejan, que den amparo y calor. Paula se refugia en ellos, prefiere no acompañar en la invitación a una caminata. Pero cuando lo hace, sola, es la eventualidad la que le ofrece otra compañía. En esos detalles se cuela algo más, que la empujará a pensar de otras maneras. Más aún, son cuestiones que sobresalen y se adelantan a las secuencias de familia, con su novio y su hija. La elección del montaje sitúa estas acciones desde una cronología que permite deducir dónde hay un acento mayor, qué es lo que se está desgastando. Por eso, mejor atender al inicio, porque allí está la puesta en escena general y de manera sincrética: Paula huye, no responde, le gritan por su nombre, los autos pasan a su lado. Ella imperturbable, mientras el espectador teme ante la cercanía de los automóviles, algo que tendrá correlato posterior, en ese golpe que señalará de modo sintomático sobre el momento en el que Paula está hundida. Un golpe que la hiere, pero la decide.
Por momentos pareciera asistirse a un espectáculo grotesco, absurdo. Cuando Annie (Toni Collette), la madre desesperada por la muerte que circunda a su familia, se desahoga entre los asistentes del centro de ayuda, su historia pareciera estar al límite de lo verosímil. Son demasiadas las desgracias, todas juntas. Y esperan otras. El legado del diablo --título alejado del matiz supuesto por el original: Hereditary‑- llega con instantes así a tocar un equilibrio delicado, para trocar el relato de manera más honda, en una espiral donde yace otra historia. La película se transforma, de a poco, y hunde las uñas en un abismo que guarda razones en el árbol genealógico. Ahí, entre todos y todas, la abuela. Porque es éste, precisamente, el inicio del film: la muerte de una matriarca de quien sólo quedan ahora recuerdos persistentes, caricias difuntas, una habitación vacía, y fotos en un álbum familiar. Un legado que todavía habita la casa, entre voces, sombras y cajas con libros, que parecieran ejercer una impresión indeleble. Para adentrarse en esta situación de extrañamiento progresivo, el plano secuencia inicial delinea en el film lo que habrá de ser: lo hace al relacionar el afuera con el adentro --la casita exterior, de madera, vista desde la ventana de la casa familiar-‑, para luego ingresar en el vientre de una de las maquetas con las que Annie replica su mismo hábitat (esto es algo que se sabrá después). Allí dentro, comienza la acción, en el vientre, puede decirse, de una casa que está circundada por sí misma. Las razones del devenir argumental habrá que buscarlas en este planteo formal: como si fuese un hoyo cavado en el centro de la casa; y en ese hoyo, la casa reaparece. La dualidad --o reiteración interior, porque se trata de una historia de suerte ya decidida, cuya lógica descansa en algo/alguien que ya ha deglutido a los personajes-‑ habilita a pensar la repetición de una maldición, un legado congénito, familiar, un mismo comportamiento del cual no poder salir. Hija vuelta madre, por un lado. Pero el destino de la nieta promete algo diferente, maniatada como está entre la madre y la abuela. Al respecto, el hacer de la actriz Milly Shapiro es excepcional como la púber Charlie, con su rostro de herida honda, en quien la pérdida de la abuela duele. Entre lágrimas sin secar, nariz sin limpiar, de un perfil casi geométrico y expresionista, en ella, con ella, algo hubo. Entre abuela y nieta alguna instancia secreta sucedió. Algo tendrá que ver esa paloma que se estrella contra el vidrio de la escuela, y esa tijera con la que la niña se aplica al pájaro. También con su alergia a las nueces. Una serie de elementos que terminarán por delinear un panorama que, vistas las consecuencias, todo el tiempo estaba a la vista. Este descubrir tendrá, así como a Annie con sus maquetas neuróticas (algunas de ellas, por trabajo, pero son las que más les cuesta hacer) y los encuentros de amigas con dolencias similares, también a Peter (Alex Wolff) por protagonista. En verdad, este chico de adolescencia maniatada --tironeado entre los mandatos maternos y el cuidado de su hermana-‑ terminará quizás por descubrirse a sí mismo, pero desde el lugar menos pensado, en medio de un entuerto que le engendrará un sentimiento de culpa que tal vez no pueda nunca redimir. Él y la madre habitarán sueños compartidos, que pondrán en duda el origen de éstos así como la veracidad que de ellos se desprenda: no sólo en cuanto a lo que se ve, sino en cuanto a las palabras que entre ellos se digan, palabras que esconden rencores de años y explican mucho sobre el destino fatal que se cierne. Es por todo esto que la "herencia" sugerida en el título original aparece como una maldición legada entre generaciones. La abuela, se decía, aparecerá como el agente de un plan trazado de forma minuciosa. En este camino o periplo maldito, la ópera prima del norteamericano Ari Aster se codea, evidentemente, con cierto clima ya trabajado en películas como la magistral El bebé de Rosemary, de Roman Polanski, o El hombre de mimbre, de Robin Hardy: la atención cuidadosa de ciertos amigos o vecinos comienza a provocar, así como en aquellos films, cierta sospecha. Una telaraña engañosa que culminará por revelar un plan maléfico, en donde los protagonistas serán títeres de la fatalidad. Cuando se den cuenta de esto tal vez sea tarde, o quizás decidan ser parte activa de lo que ¿involuntariamente? engendraron. Lo mejor de El legado del diablo es la preparación de este banquete de pesadilla. Esos momentos pequeños, de matices sugerentes y sucesos horribles. Sobre todo el que tiene por protagonistas a Charlie, Peter y la fiesta, son momentos de tensión palpable, resueltos desde el fuera de cuadro y la elipsis. Luego habrá algunas --tal vez varias-‑ situaciones un tanto previsibles, enmarcadas en tópicos del género fantasmal, con invocaciones y médiums, además de un fuego con conciencia propia. Más algunos golpes de efecto quizás inevitables, entre puertas que se cierran solas, apariciones veloces y chasquidos de lengua invisible. Nada de todo esto se sitúa a la altura de la primera hora del film. Como comentario inmanente, El legado del diablo es también un film capaz de perfilar al grupo familiar como nido de una enfermedad sostenida en el tiempo, neurótico y dedicado al bienestar propio, aun cuando esto le suponga el castigo y la represión sobre sus integrantes. Cuando alguno de ellos decida salirse, tal vez sus acciones no hagan más que continuar una misma inscripción casi genética, hereditaria, sujeta a un pacto con fuerzas tan extrañas como las que significan ciertos mandatos que siguen vigentes, aun en ausencia de sus responsables.
La pantalla debiera estar siempre poblada de miradas diversas, ni qué decir respecto de la miríada de sensibilidades que el cine argentino implica o debiera. Un film proveniente de Tucumán no tendría que ser noticia, pero así las cosas. Ahora bien, por encima de ello, lo que se impone es el trabajo cinematográfico, la calidad formal de la propuesta. Y El motoarrebatador ofrece un sostén narrativo que obedece a varios aspectos. En primer lugar, la película en solitario de Agustín Toscano señala una confianza que se desprende del anterior film, Los dueños, co‑dirigido con Ezequiel Raduzky. Con una mención especial en Cannes, además de premios nacionales, Los dueños proponía un cruce de límites respecto de la propiedad privada, alterando la semántica misma del título que el film elige. De esta manera, serán los peones, las criadas, quienes habitarán la casona en ausencia del patrón. Así como sucedía con Viridiana, de Luis Buñuel, en Los dueños hay una situación que se extraña de manera progresiva y culmina por poner en duda lo que se creía supuesto. De igual manera, con El motoarrebatador -exhibida también en el último festival de Cannes‑ Toscano continúa en la senda de una mirada social crítica, atenta al entramado cercano y a cómo éste destila en tanto ejemplo micro de algo mucho más complejo. El motoarrebatador del título es Miguel (Sergio Prina), alguien afectado por el maltrato que recibe la víctima del robo que él ayuda a efectuar, una mujer que sale del cajero del banco para resultar violentada y tirada al piso. Esa situación encierra una violencia que es, por un lado, sensación que late, que presagia lo que está por suceder; cuando esto ocurre, el momento más gráfico del asunto es sorprendente, dada su virulencia y el logro técnico que significa su concreción visual. La mirada de Miguel quedará unos segundos suspendida en lo que acaba de suceder, algo de lo que él se sabe responsable. Esta responsabilidad comenzará a conectarse con otras facetas, a través de su relación con el padre, con su hijo y con la madre de éste. No hay demasiada información explícita sobre qué es lo que ha sucedido con estos vínculos familiares, sino matices que permitan su elucidación: los tiempos que el niño pasa con papá y mamá, el trabajo de la madre, la falta de empleo de Miguel, y sus robos secretos en compañía de alguien que será, dada la cuestión, el desliz por el cual Miguel podría terminar por derrapar del todo. Ese contexto sobre el cual el personaje se inscribe, guarda todavía una seña mayor, contenedora, que replica desde los televisores que informan sobre saqueos continuos y una huelga policial que los habilita. El hecho podría fecharse alrededor del año 2013, en Tucumán. Pero si bien el film lo alude, nunca lo señala de manera fehaciente. Podría ser cualquier otro momento. Esta decisión hace de El motoarrebatador una propuesta decididamente actual, ya que ninguna película podría quedar supeditada a un tiempo pretérito sino que, antes bien, apela a éste desde la inmediatez, desde su actualidad. La situación de violencia naturalizada que expone, no sólo puede y debe vincularse con cualquier tiempo y lugar, sino sobre todo con lo que por estos mismos días sucede. Es en medio de este momento crítico, donde el film de Toscano decide hacer pie, y lo logra a partir de detenerse en su personaje, en su sensibilidad. A través de él, la película indaga en las consecuencias de lo hecho y en la salud de Elena (Liliana Juárez), esa mujer de la que poco se sabe y de quien de a poco se sabrá. Hasta dónde la amnesia de Elena es verdadera, cuánto de cierto hay en sus alusiones al "campo", a una vida de la cual no hay rastros veraces. Empleada doméstica, de familiares y amigos ausentes, sólo fotografías -que el espectador no ve‑ son las que contienen algunos rastros. Miguel indagará en esta intimidad, casi como un "ocupa", pero sobre todo desde una preocupación que le valdrá una amistad en ciernes. Esta situación la película la aborda de manera paulatina, hasta que lo que podría ser una situación ideal culmine por revelar el costado que se pretendía disimular. En este equilibrio precario, intervendrán todos los demás personajes, a través de acciones que se reiteran ‑¿cuántas veces una misma mentira logra funcionar?‑ y procuran el desenlace inevitable. En esta decisión formal de la película se inscribe algo que descansa de modo inmanente: evidentemente, la preocupación por una mayor acción policial no es solución alguna. Hay algo más profundo, invisibilizado, que la película decide afrontar. En primer término, esta decisión se logra desde la misma elección del título. "Motoarrebatador" no es sinónimo de "motochorro". La semántica se altera y con ella la visión maniquea del asunto, las más de las veces proliferada por una tendencia discursiva obtusa. Por otra parte, la película de Toscano logra un momento nodal, sobre el cual se erige todo lo demás, puesto que oficia como bisagra que toca al medio el devenir argumental y lo reúne: allí cuando Miguel se sienta y sepa observado por la cámara vigía del supermercado, durante el saqueo. Es un momento que dialoga, desde el contraste, con la función misma de esas cámaras. Al respecto, vale el recuerdo de The Creators of Shopping Worlds, el documental de Harun Farocki donde el realizador alemán recopila imágenes de cámaras de vigilancia y mercadeo dedicadas a los shoppings. A través de ellas, los paseantes son leídos como meros datos, puntos de color que caminan y trazan trayectorias de consumo. A través de ellos la tabulación consecuente, dedicada a predecir comportamientos y adecuarlos a los dictámenes del mercado. Por eso, hay una afrenta perfecta en El motoarrebatador cuando Miguel mira a la cámara que lo mira, porque se humaniza, porque se sabe alguien, y porque logra que el cometido vigía quede nulo. El desenlace, estupendo, hará que El motoarrebatador adquiera un equilibrio de simetría, allí cuando los roles queden invertidos. Situación que, en verdad, no hace más que replicar sobre el planteo de fundamento, dedicado a descansar en Miguel, síntesis de tantos otros personajes caricaturizados por una plétora de imágenes inmorales. El cine, justamente, salva.
Un lugar para todas las narices frías Con un cuidado meticuloso, donde cada encuadre obedece a un orden estético y simbólico, el mito se renueva entre perritos, un niño y el tío malvado, con la técnica del stop motion como herramienta ideal para el mundo que crea el director. Minimalismo y haiku por partes iguales. Ya está tan afilada y depurada la puesta en escena del director Wes Anderson que no hay manera de encontrar nada por fuera de su sitio. Prolijo, pragmático, poético. Así en cada una de sus películas. Isla de perros tiene, en este sentido, su síntesis en forma de prólogo. Lo que se verá después --extendido, expandido-‑ es esto mismo. Esta situación responde, en esencia, al equilibrio simétrico que Anderson desarrolla en todo el film. El prólogo cuenta, por defecto, lo que se habrá de ver. Lo que refiere el relato inicial tiene que ver con una historia lejana, que explica la decisión presente de exiliar a todos los perros de Japón a una isla de basura, merced a una enfermedad perruna que parece amenazar a la humanidad. Ese relato ya erige a sus personajes, como mitos que esperan renacer, en un pleito cuyo desenlace promete descansar en el reinicio. En otras palabras, la reiteración surge como matriz mítica. Porque sin ella no hay actualización de la historia y de sus símbolos. Por otra parte, es también réplica que se explica en la meticulosidad con la cual el film construye cada uno de sus planos. Isla de perros está realizada con la animación stop‑motion, cuadro por cuadro. Se entiende que Anderson elija esta técnica (ya lo hizo con El fantástico Sr. Zorro), porque le permite observar todos y cada uno de los detalles que hacen al frame, al cuadro detenido, y a partir de él custodiar también el movimiento. Por esto, la animación ofrece una particular manera cinematográfica, en donde movimiento y tiempo son simulados y obedecen al esmero con el cual se los piense y conciba. Al ser un director tan obsesionado por el cuidado formal --percepción que ya es milimétrica en Moonrise Kingdom y El gran hotel Budapest-‑, el stop‑motion aparece como el juguete perfecto. Wes Anderson es prolijo y poético, y para eso construye cada plano con meticulosidad. Pero no se trata de un alarde estético o epidérmico, sino de una herramienta y recurso que habilita a la temática y sus matices. De acuerdo con la historia que esgrime Isla de perros, es en un Japón de futuro cercano y residuos feudales en donde se decide la suerte trágica de la vida canina. Hacia esa isla de desperdicios habrá de dirigirse el sobrino protegido del alcalde, en busca de esa mascota‑guardaespaldas que extraña. Allí está el nudo verdadero, en el cariño profesado por este niño hacia su perro, en la mirada infantil como manera única de poder pensar un mundo diferente, mejor, algo por otra parte habitual al cine de Anderson, así como el retrato de los adultos en tanto meros estúpidos, llevados por sus odios y prejuicios al borde de la sinrazón. Cuando Atari, el niño héroe, tome en sus brazos a una de las crías de su querido "Spot", lo cubra con su campera y le dé de comer, se asiste a la verdad que anida en el cine del director. Es por esto que, para salvarse, los humanos deberán comportarse como niños, atenderles y escucharles. Allí, no es casual, la rebeldía como manera de poner en aprietos al entorno. Es por esto, también, cómo se explica el lugar creciente y protagónico del irascible perro callejero "Chief" (en la voz de Bryan Cranston), alguien que sabe de la vida de manera diferente, a quien la calle le ha enseñado a morder y desconfiar. ¿Por qué obedecer a un humano?, se pregunta. Porque es un niño de 12 años, le responden. A partir de allí, el cambio en el perrito y el descubrimiento de algo que subvertirá cualquier tipo de dominio: el afecto. En esta historia de descubrimientos, con la mira puesta en el paradero del desaparecido "Spot" --el primero de los perros enviados a esta isla de la perdición-‑, lo que culminará por suceder, se decía, es la reverberación de la simetría inicial. Cada encuadre en el cine de Anderson posee un eje central, e Isla de perros está lejos de ser la excepción. La línea vertical divide la imagen de forma interna, otras veces externa (será por esto, seguramente, que entre los agradecimientos del director aparezca el nombre referencial de Brian De Palma); en otras, el centro lo ocupa un círculo que irradia. Ese círculo puede tener forma de dispositivo electrónico o de núcleo humano/perruno. Esta fusión habrá de suceder a su vez en los cuerpos: tras un accidente, Atari, el niño, tendrá alojado en su cabeza parte de un embrague mecánico; los perros mecánicos no tardarán en aparecer; y la cirugía robótica sabrá ocupar un lugar de resolución argumental y armónico. La fusión entre hombre y máquina obedecerá a una relación fluctuante entre la escisión y la reunión. Una mixtura que cambia según las intenciones que se persigan. En cuanto al argumento, el desenlace habrá de rubricar la duplicidad entre el perro de la calle y el perro amaestrado, entre el humano y la máquina, entre el haiku inicial y el haiku final. Es decir, con otras palabras y otros personajes lo que sucedió oficia como remembranza profética, como recuerdo y como explicación. Con animalitos peludos a cuyas narices frías se les quiere culpar por las desgracias que los humanos --y nadie más que ellos-‑ supieron invocar. Es por esto que vale atender a los residuos que en la isla de la basura descansan, restos mecánicos e industriales dementes que nadie quiere ya recordar (entre los cuales se lee un apellido que todo lo puede, que es marca empresarial y nombre de político poderoso), capaces de destrozar los sueños alguna vez sentidos tal vez por esos mismos adultos, pero cuando fueron niños. Volver a ese mundo de posibilidades plenas pareciera ser el desafío que Wes Anderson ofrece y renueva con cada uno de sus films. Sin olvidar un sentido del humor que hace del gag un artificio distintivo, elaborado desde una perspicacia personal, en donde los tiempos para su resolución y gracia se han vuelto ya distintivos, cada vez más precisos. Se trata, en suma, de uno de los directores más relevantes dentro del panorama del cine contemporáneo.
Golpes en la pared, cañerías de sonidos guturales, huellas de sangre reseca, presencias bajo la cama. Todo un repertorio que crece aún más. Que oficia como hilo y aguja dedicados a suturar una película que recurre a tópicos ‑apariciones, posesiones, zombies, maldiciones‑ para perfilar un micromundo de barrio, encerrado en una cuadra, apenas unas casas. Con personajes que aparecen para desaparecer y permitir sean otros los protagonistas. Flashbacks y flashforwards delinean el entramado donde se interna y queda adherido el espectador. Se trata de Aterrados, la cuarta película de Demián Rugna y, parece ser, es el film que viene a ratificar de una vez la buena y próspera vida para el cine de terror argentino. Basta con repasar el estreno sucedáneo, de un tiempo a esta parte, de títulos como Necronomicón: El libro del infierno, Los olvidados, Luciferina, en la procura de vencer un nicho específico que permita la respuesta de otros públicos: como la de ese mismo espectador que no duda en elegir una película de terror norteamericana o coreana. Con Aterrados parece que el asunto comienza a conocer, felizmente, una variación. Sea porque el género se lo merece ‑dada la cantidad y calidad de títulos realizados, cada vez mayor y mejor‑, pero también porque Aterrados es una gran película. Como se señalaba, el film de Rugna utiliza elementos fácilmente reconocibles, repartidos en infinidad de películas parecidas. En virtud de un mismo propósito, Aterrados se sitúa en un barrio porteño que no es definido; tranquilamente, podría pensarse en alguno de esos suburbios por donde transcurre mucho del terror norteamericano. En este sentido, el primer film de Rugna ‑The Last Gateway, 2007‑ no sólo se valió de esto de modo explícito ‑inventando una localidad de nombre Pleasantville‑ sino que hizo hablar en inglés a sus personajes. El terror cinematográfico ha instalado marcas verosímiles con las que hay que necesariamente dialogar: algo que supo hacer el mismísimo Emilio Vieyra con Extraña invasión. Si en aquel film de Rugna el condicionante era aceptado para jugar con él, en Aterrados se lo asume y reelabora desde una cotidianeidad que todo espectador ‑y no sólo quien sea habitué del género‑ podrá apreciar. Es por eso que el film significa un salto cualitativo. Por otra parte, Aterrados es también una profundización en cierta concepción del horror que ya latía en The Last Gateway, para vestirse ahora de una concepción formal, por depurada, más elegante. Si en aquella película el horror provenía de un arroyo lleno de excrementos, merced a una ebullición intestinal ‑que profanará inodoros de hotel y agentes del Vaticano‑, ahora se trata de un monstruo polimorfo escondido, de venas que son tuberías, repartidas por todas las casas, vinculando secretamente las vidas de quienes no se saben observados. De esta manera, a través del desagüe, tras una grieta en la pared, hay algo que espera. El agua tiene algo que ver. Sus microorganismos guardan vida, la que se bebe de la canilla, con la que se lavan los platos y se enjuagan los cuerpos. El aviso al niño, por esto mismo, es de alerta. Pero el susto, también, determina el destino trágico. Filmar la muerte de un niño no es algo fácil, no son demasiadas las películas que se han atrevido. Aterrados no sólo lo hace, sino que al mismo tiempo provoca una de las imágenes que, se intuye, habrá de ser arquetípica para el género mismo: la del niño cadáver con el vaso de leche. Si la figura del muerto es efigie en todo concepto vinculado al terror ‑algo que el film expone de manera artesanal, real, sin factoría digital‑, la desolación enloquecida de la madre tal vez sea, justamente, la mejor expresión del horror. Por tocar un ánimo semejante, el film de Rugna se atreve de manera intuitiva y perspicaz en la conformación de un tejido de miedos compartidos, en donde nadie está exento de lo que le sucede al otro. Aun cuando las paredes y puertas guarden vidas particulares, encerradas, entre todos ellos hay una relación ineludible, de cercanía y convivencia (es esto lo que también da forma al miedo que se entreteje en Malditos sean!, el segundo film de Rugna, codirigido con Fabián Forte). Vale señalar que el terror, los miedos, son compartidos socialmente. Nadie está exento de este sentimiento. Es más, y no casualmente, el niño fallecido tendrá su réplica en el amigo, hijo de la vecina. Sólo un tapial separa las casas. Dos familias muy parecidas, sin embargo es una de ellas a quien golpeó la mala suerte, lo inexplicable.Es en la elucidación de este misterio donde intervienen un equipo policial y otro paranormal, imprevistamente reunidos. Ahora bien, lo todavía mejor que permite la propuesta de Aterrados es la constatación de un clima de angustia generalizada. El ánimo de sus personajes es fúnebre, las puertas de las casas están cerradas (en Halloween, de John Carpenter, pasaba esto mismo), y lo que aguarda parece tenebroso; y esto es algo que ‑se quiera o no‑ termina por ser radiografía de un malestar de época. Habrá que estar atentos a cómo estas películas plasman tales cuestiones, porque es en estos síntomas donde puede descansar una mirada lúcida, que sin pretenderlo culmine por ser un signo inequívoco de su tiempo. Es para preguntarse, por ello mismo, por qué es ahora cuando el terror argentino tal vez conozca uno de sus mejores momentos: Aterrados espera lograr una importante proyección internacional, y ojala así sea, ya que también rebotaría en la suerte de los demás títulos y creadores. Por esto mismo, el cine permite catarsis, y ahí está Aterrados para permitirla. Una angustia que se identifica, se proyecta, pero que no por ello desaparece. Peor aún, parece que es ella quien gana la partida. El buen cine de géneros sabe cómo decir sin ser explícito. Y Aterrados se inscribe en esta tradición.
De visita reciente en el Festival de Cine Independiente de Buenos Aires, la posibilidad de ver la más reciente película de Philippe Garrel en la cartelera comercial agrega un corolario feliz. Que su nombre esté donde debe estar ‑en las salas de cine (o en la única sala que en esta ciudad lo permite)‑ vislumbra por un momento breve lo que el cine debiera ser: un lugar de encuentro de propuestas diferentes y plurales. Amantes por un día significa, por un lado, una relación triádica, que el film completa con las anteriores La jalousie y A la sombra de las mujeres; a la vez, comparte con esta última el mismo guionista: Jean‑Claude Carrière. De manera tal que el gusto viene depurado, entre dos veteranos del cine prestos a sostener una de esas relaciones que no pueden menos que resultar irresistibles. (Un vínculo que podría pensarse de manera similar al que han encontrado Woody Allen y el fotógrafo Vittorio Storaro.) Desde una impresión general, puede emparentarse Amantes por un día con ciertos aspectos del cine de la Nouvelle vague, debidos a la gracia inmanente de la participación joven y femenina ‑los rostros y el caminar, las frases sesgadas, el disfrute sexual, la tristeza‑, los comentarios omniscientes a la manera de Truffaut ‑desde una voz en off (femenina) que introduce, aclara, infiere; y también, por ser una voz omnisciente femenina, nada impide pensar que Dios, que todo lo sabe, es mujer‑, y las elipsis godardianas, en tanto saltos (aparentemente) bruscos en el relato. Hay, también, una belleza compositiva que une todos estos elementos como unidad, a la manera de un fresco pintado en blanco y negro (así como sucede con las dos películas anteriores), en donde la ciudad ‑o sus fragmentos, específicos ydefinidos‑ se convierte en un escenario apenas habitado o suficientemente poblado para permitir que sean los personajes elegidos quienes tengan primacía de movimientos. En este mundo de cine premeditado, de naturalidad dada por oficio, viene a recalar Jeanne (Esther Garrel), abatida por dejar a su pareja en medio de la noche, con su valija a cuestas, mientras golpea la puerta del departamento de su padre. Es la voz en off la que sutura los vacíos que la imagen no puede comentar, para que las dos historias converjan en una: el padre vive ahora con otra pareja, una chica de la misma edad que Jeanne. De manera relacional, sin subsumir las acciones a lógicas de narrativa causal, el film de Garrel provocará gradualmente la asociación libre entre las diversas escenas. Por un lado, el ordenamiento de las mismas es suficiente para encontrar la ilación temporal, para que el relato prosiga, pero lo más interesante habrá de surgir allí cuando el vínculo asociativo se sitúe por encima de la mera concatenación, y alcance momentos espejados, tendientes a suponer una o varias posibilidades dramáticas. En este sentido, Jeanne es espejo de Ariane (Louise Chevillotte), la amante de Gilles, su padre (Éric Caravaca). Y Ariane lo es a su vez de Jeanne. Pero también ‑inevitablemente‑ de la otrora esposa de Gilles, sin olvidar que ella es (¿ha sido?) alumna de éste en la facultad; Gilles, a su vez, es amante y profesor, padre y esposo. Son varias las caras que cada uno de los personajes tiene para sí, mientras replican características concomitantes. En suma, podría pensarse la llegada de Jeanne al nido del padre ‑complejo de Edipo mediante‑ como el inicio de la rivalidad femenina, con un mismo hombre como vértice. Pero también hay entre ellas una amistad casi imprevista, que deriva en una especie de lealtad adolescente. Nada de todo esto guarda explicación alguna o sugerencia evidente por parte del film, sino sólo la preocupación formal por el discurrir verosímil de la historia y sus múltiples resonancias. Se advierte, por ello, una maestría narradora que atiende a la construcción de escenas perfectas, de diálogos precisos, apenas dichos, de pocas palabras, acodadas en cuerpos de movimientos ajustados; por ejemplo: cuando Jeanne sea encontrada por Ariane al borde de la ventana, dispuesta a saltar, no hará falta ver el proceso anterior (que tanto cine banal se esmeraría en ofrecer para, así, explicar y psicologizar), sino sólo la silueta de ese cuerpo recortado por el recuadro que significa la ventana. Hay, por eso, una atención puesta en lo esencial de lo que se ve y escucha, en donde la plasmación de estos aspectos sean mínimos pero indispensables. Por otra parte, la reiteración de ciertos comportamientos tiene en los decorados una de sus fijaciones, así como lo sugiere el lugar elegido para el sexo, oculto pero a la vista, como si fuese un umbral frágil (cuando el sexo sucede, el encuadre y ángulo es siempre el mismo, reiterado, como un disfrute corporal que se aplaca y repite). El deseo amenaza una y otra vez el equilibrio de las parejas, así como las une también las resquebraja. Las miradas tienden otros puentes, y lo curioso es cómo las reorganizaciones que surgen persisten en la reiteración de un mismo patrón. Como si las fichas del tablero se reordenaran con formas que no dejan de ser similares a las anteriores. Es por esto que al concluir Amantes por un día, se tiene la impresión de que lo que hizo la película fue trazar una curva que la devuelve sobre sus primeros pasos, para quedar situada ‑como Charles Foster Kane‑ entre dos espejos de réplicas interminables.
De maneras imprevistas, la renovación semanal permite todavía alguna fisura. Una oxigenación que logra, a veces, un respiro entre tanta película parecida. Es así cómo ha venido a instalarse el cine de terror surcoreano, fundamentalmente desde esa película notable que es Invasión Zombie (Train to Busan), cuya respuesta de público abrió las puertas a más títulos. En esta vertiente se inscribe Mimic: No sigas las voces. (Y acá, si se permite, viene la digresión, porque el título elegido para su distribución no está nada mal, ya que dialoga de modo irónico con otro tipo de espanto, instalado y peor que cualquier previsión: el doblaje. De esta manera, la película coreana conoce la mayoría de sus funciones en castellano. Por las dudas, la calificación es para mayores de 16 años. Apenas un síntoma, lamentable por donde se lo mire, del estado de las cosas, sean éstas cinematográficas y/o sociales. La del cine de terror coreano es una estela bienvenida, por dar cuenta de las otras y varias maneras que el género conoce. El caso de Mimic: No sigas las voces es buena muestra, a partir de una historia signada por una tragedia familiar que promete carcomer los ánimos y afectos. En principio, el film de Jung Huh (director de Las escondidas, de 2013) ofrece un prólogo que obliga, literalmente, a agarrar la muerte con las manos. El impacto del cuerpo del perro sobre el parabrisas aumenta la tensión ya existente en la pareja. Es de noche en el bosque, y el destino del viaje está detrás de un alambrado. Allí existe un ingreso tapiado, y sobre estos ladrillos se golpea con una maza. ¿Qué guardan esas entrañas? ¿Qué extraño hálito proviene de la oscuridad? De todo ello quedará un resquicio con forma de rectángulo, a raíz de un ladrillo faltante que oficiará como agujero negro y ojo vacío. Esta referencia es nodal, porque permitirá estructurar la puesta en escena. El motivo geométrico no sólo se reiterará como recuadrito que escapa a los espejos amordazados (como si de aplicarles una mortaja se tratara), que pululan a lo largo de toda la película, sino también en el cuidado de los decorados y encuadres, que replicarán este rectángulo desde una omnipresencia. Con esta cobertura ominosa ‑disfrazada de encuadre prolijo, calculado, casi hermoso‑ lo que se perfila es un malestar creciente. Si la pareja del inicio enfrenta un dilema (maléfico, mortal), quienes siguen y acompañan el argumento principal serán réplica simétrica. La reiteración figurativa esconde una misma historia. De la primera pueden intuirse aspectos, en la segunda los detalles son más significativos, aunque tampoco puedan aclararse de modo taxativo, al menos desde una primera instancia. En todo caso, de lo que se trata es del trauma que una pareja atraviesa tras la pérdida de uno de sus pequeños hijos. La abuela, por su parte, no está bien de la cabeza, o al menos es eso lo que se cree. Ella, de hecho, fue una de las protagonistas del suceso trágico (algo que el film sabrá cuándo narrar, y de modo sesgado). Pero la abuela esconde otros matices, que dicen de manera más profunda, como si supiera algo que ya no puede describir o decir. Por otro lado, hay una anciana ciega que se les aparecerá a estos padres en crisis, con una alerta en ciernes: la puerta está otra vez abierta, les dice; el ingreso o egreso de ese otro lado ‑la cueva‑ nuevamente sucederá. De esta manera, hay un límite que se traza entre la oscuridad y la luz, con personajes cuya vista dañada y ánimo trastocados evidencian haber visto o sentido lo que no se debía. Allí las marcas en el cuerpo, como recuerdos que no se olvidan ni debieran referirse. De todos modos, la anciana ciega sabrá explicar la historia de un demonio adorado por magos. Uno de ellos, devoto, se volvió su huésped, un cuerpo que el demonio habrá de habitar para luego reiterar otras víctimas. Allí, entonces, la hija del mago, receptáculo preferido por su alma pura. Es desde esta niña cómo la maldición se propaga. Tan dulce y pequeña, que difícilmente podría decirse guarde consigo algo indecible. Su aparición será, justamente, a la mamá, quien le dará cobijo en el hogar, y en la habitación contigua a la de su propia hija. Este efecto espejado tendrá consistencia durante todo el film, mientras la niña misteriosa no dice palabra hasta que decide repetir lo que escucha. La absorción del lugar, de sus costumbres y afectos, comienza. Lo extraordinario es cómo el film narra mientras introduce ambigüedad. Porque la niña maldita tiene, además de candor y timidez, un cuerpo golpeado, lacerado; está perdida. No sólo oficia como duplicación de la hija verdadera (de quien adoptará, de hecho, el mismo nombre) sino también como sustituto progresivo del hijo que ya no está. A la vez, las lágrimas de la pequeña sucederán cuando algo torcido deba ocurrir, alterando la simpatía/antipatía que sobre sí podrían suponerse. Así como sucede con los insectos que no pueden evitar dirigirse a la luz eléctrica que los mata ‑imagen que el film reitera‑, otro tanto sucederá con ese foco de atracción que supone la cueva hundida en el bosque. Dentro suyo descansa la resolución del misterio, pero también la sujeción respecto de una pena que no podrá diluirse. Habrá que estar atento a estas cuestiones para entender no sólo el comportamiento de los personajes "vivos", sino también el de los fantasmas que por allí rondan. En otras palabras, ¿desde cuál lado del espejo se está narrando la película? Hay indicios suficientes como para suponer que se trata de un acento indistinto.
La última entrega de Globos de Oro y premios Oscar dieron una nominación a Willem Dafoe por su tarea en Proyecto Florida. Sin dejar de ser un reconocimiento al actor, la distinción significa otra cosa: la aceptación por el mainstream de un cine del margen, que circula por la trastienda de eso que todavía se llama Hollywood. (Por las dudas, ese reconocimiento llega hasta ahí nomás. Rédito suficiente.) En otras palabras, ¿qué es Hollywood? ¿Un sueño en crisis, terminado? Tal vez. Lo curioso es que el más reciente film de Sean Baker ‑el mismo de esas otras películas cercanas y raras, casi estrambóticas, como Starlet y Tangerine‑ pone en escena esta misma cuestión, al inscribirse desde el off, en tanto costado social que es parte de ese mismo estado que se nombra Florida, famoso, entre otras cosas, por su Walt Disney World. Al respecto, no estará demás recordar una de las magistrales fotografías de Diane Arbus, aquella que retrataba el castillo Disney desde un expresionismo lúgubre. La contracara de los fuegos de artificio está allí, en esa imagen que troca en castillo de vampiro. La cercanía entre esta fotografía y la película de Baker radica en la empatía por una mirada alternativa, dedicada a eludir el retrato tradicional de la efigie Disney, asociado a sus brillos y placeres. Desde ya, la estética del film de Baker nada tiene que ver con los claroscuros de la fotógrafa, sino que se sitúa más cerca de los colores pop, de chicle masticado, marca John Waters. Esto es bien curioso, porque el kitsch de Waters es iracundo, festivo. Y en el film de Baker estos rasgos están también, pero a merced de un lazo social que los ha institucionalizado en forma de complejos de vivienda, hamburgueserías, heladerías, jugueterías. Ese mundo de colores chillones ‑que el film de Waters exponía desde un título todavía emblemático y cromático, como lo es Pink Flamingos‑ es parte inmanente de la puesta en escena de Proyecto Florida. Los escenarios que el film describe, por donde los personajes derivan, son reales, habitados a su vez por quienes están allí de veras. Baker puede, por esto mismo, hacerse piel con el lugar, con sus inquilinos, y recrear el día a día de quienes viven en una especie de micromundo de reglas propias. Este hotel de vidas pegadas ‑ventanitas miméticas, sin una definición arquitectónica que comunique rasgos diferenciales‑ no tiene para ofrecer otro glamour más que la cercanía de ese otro mundo de fantasía y fuegos de artificios diarios que es MagicKingdom. No casualmente, como ironía explícita, habrá de recabar allí una pareja recién casada, con la ilusión puesta en el hotel del ratón, porque ¿quién no quiere su luna de miel en Disney? Todos, le responden al marido furioso, confundido, que exige una explicación. Está claro, también, que ese sueño no es tan plural. Ahora bien, quien habita este complejito fucsia, en donde se grita, pelea y bravuconea, es la pequeña Moonee (Brooklynn Prince), cuya madre a duras penas puede pagar la habitación. La pequeña hace amigos, teje itinerarios de paseo, planea diabluras con amigos ‑un festival de escupitajos es el prólogo del film‑, y pone en jaque las emociones del encargado atento, siempre sensible, que compone Willem Dafoe. Moonee y amigos se erigen desde una combustión violenta, que convierte en juegos los exabruptos de los adultos, corporal y verbalmente. El trío de niños no deja de ser una variante del humor delirante, transgresor, de Laurel & Hardy. Así como ellos, los pequeños pueden poner en peligro el concepto de la propiedad privada: los destrozos serán, en este sentido, el corolario de las escupidas y cortes de energía, más otras "travesuras" con las que el film se entretiene. De tal modo, la niñez aparece en la película de Baker como un lugar tendiente al desborde, y no es casual que a lo largo del film se escuche repetidas veces la palabra "propiedad", como enunciación de pertenencia y lugar económico (Baker deja ver una publicidad de armas, de manera evidentemente intencional). Justamente, Moonee y su madre están desarraigados, como también, parece ser, quienes habitan allí, en ese hotel. Vale decir: paredes que se desgajan, sin concreto resistente, colores chillones que se reciclan, parafernalia de plásticos en vidrieras comerciales, como elementos de un paisaje tendiente a la mutación permanente. Por su parte, Baker elige depositar en esta madre e hija el conflicto dramático;ellas, a la manera de un mundo en sí mismo, a las que no duda en delinear de modos a veces insoportables: frenéticas, atiborradas de televisión y azúcar, malhabladas. Es extraordinario, por esto mismo, cómo el film retrata la sensibilidad que las une. El cariño entre madre e hija está dado, no hace falta subrayar ni darlo a entender (así como tanto cine de climas retóricos, insoportables, lo hace). El amor entre ellas es el lugar contra el cual el entorno habrá de rebelarse, policías y asistentes sociales incluidos. En ese momento, la película estará espiritualmente cercana a El pibe, de Charles Chaplin. El vínculo fílmico delata, por eso,una puesta en escena que, así como con el humor de Laurel & Hardy, dialoga con la pantomima de la niñez y también ‑cómo no‑ con la inmediatez y frescura que de ellos Francois Truffaut sabía aprovechar. Proyecto Florida se sitúa y ratifica en los niños como lugar auténtico, feliz y sufrido, supeditado a los designios adultos, en consonancia con un sector social, marginal, al que al parecer estándestinados. Vale pensar, por ello mismo, en el desenlace irónico que el film propone, en donde las correrías de las amiguitas permiten una suerte de imagen acelerada, de cine cómico, mientras el concepto familia se revela como un ideal construido por publicidades y princesitas Disney, a partir del consecuente sufrimiento de quienes no puedan caber en él.
Decir sobre la jovialidad de la realizadora Agnès Varda, quien con casi 90 años dirige y protagoniza junto al fotógrafo JR Visages Villages, no es lugar común, tampoco comentario gratuito. La jovialidad excede edad, se debe a una persistencia estética que es expresión indisoluble en el cine de Varda. Protagonista de la joven guardia cinematográfica francesa, vanguardista sin rótulo ‑estos "títulos", bien válido en ella, por cierto, son tarea de críticos e investigadores‑, la directora de Cleo de 5 a 7 continúa una tesitura que bien lejos está de ser carcomida u olvidada por los "nuevos" tiempos. Y esto es así porque situada como se la ve, en un momento vital lúcido, con consciencia de lo hecho y lo que todavía falta, Agnès Varda puede hacer cine con una candidez que es fibra íntima y estética inmanente. Es lúcida porque sabe que está situada en el umbral final de su vida ‑si el colectivo demora tres minutos en llegar a la parada, es demasiado tiempo, mejor caminar; se dice‑, y consciente, porque sabe poner en acto lo vivido y amado (recordar, tener memoria, con Jacques Demy como su nombre ángel que invocar, compañero de cine y de vida) a la par de la necesidad faltante: la Varda sabe de lo que habla cuando dice que al cine le hacen falta más personas como Jean‑Luc Godard, ese filósofo solitario ‑así lo señala‑ que supo cómo cambiar el cine. De este modo ‑y tantos otros‑ Visages Villages es un film de amistad; en primera instancia, a partir de una tarea conjunta, emprendida junto a JR. Los dos componen una pareja de contrapunto ameno, afectuoso; él es alto, ella baja; él es ágil, ella lenta; se admiran mutuamente; los comentarios jocosos son repartidos; mientras la línea que dividiría al documental de la ficción se vuelve lábil y entreteje desde la compañía del azar, ese otro amigo en quien tanto confía la cineasta. Fotógrafo y directora de cine se hacen a la tarea, viajan y descubren pueblitos y personas, fábricas, trenes y barcos; con el afán puesto en retratar tantas caras como sean posibles, y con ellas tatuar las fachadas de casas, murales, paredes imprevistas. Las caras se agigantan y visten lo que es visto y vivido casi como rutina, pero agregan ahora una sobrevida. Al tocar cada uno de estos lugares, hay un salto cualitativo y estético en donde las impresiones cambian, los interrogantes surgen, el asombro se comparte. ¿Cuál es el sentido de poner sus dedos (gigantes y móviles) en el vagón de tren?, le preguntan con sinceridad corriente a Varda. La imaginación, responde. Tarea que JR y ella comparten como nudo a desatar. Es así como también burlan en clave cinéfila a Bande à part, mientras replican la escena y fulgor del film de Godard en el Louvre, correteando como locos entre pintores y pinturas, con la Varda empujada en una silla de ruedas. Ese espíritu adolescente, de cine en las venas, se percibe de una manera tan sincera que difícilmente no contagie. Es así como el niño que obtiene una selfie se disculpa de su poco profesionalismo, sin embargo ella lo alienta, le dice que tiene talento. Las imágenes están por todos lados, no hay quien no las produzca, y sin embargo el ojo de la Varda destaca. Obtener imágenes es, al fin y al cabo, habitar en ellas. Y ellas les hace preguntas, con más imágenes. Por ejemplo, Varda dice recordar el momento exacto cuando hizo click a su cámara para obtener la foto de su amigo ahora fallecido ‑una de tantas, él, un modelo habitual para sus imágenes‑, esa misma imagen que ahora habitará de modo efímero un resabio de hormigón de guerra, alemán, hundido en la arena como si de una obra de arte apocalíptica se tratara. La marea se llevará la impresión del papel de foto adherido a la textura áspera. El agua, el viento, acompañan la película mientras estos dos caminantes de cámara en mano visitan y transforman lo que tocan. Mirar, se sabe, no es un acto ingenuo. Mientras lo hacen, Varda y JR observan, seleccionan, destacan. Lo hacen al celebrar los principios de la mujer que cría cabras a las que permite la cornamenta (que otros, en virtud de la rentabilidad, queman a edad temprana); al destacar la compañía femenina entre la vida masculina portuaria (containers apilados con imágenes de sus esposas, y ellas sentadas dentro de sus imágenes); al resaltar la continuidad de la lucha obrera y sus conquistas, que no deben olvidarse; al rememorar la vida de los mineros y sus cuerpos magullados, junto a la estoica mujer que quiere morir en el barrio minero donde siempre vivió porque, al fin y al cabo, se trata de su hogar (¡Bien por ti!, le dice Varda; luego, el rostro de esta mujer al verse a sí misma estampada sobre su propia casa, trasluce una sensibilidad tan profunda como sólo el cine puede capturar). Visages Villages es también, por si no quedó claro, una road movie que se pasea con el horizonte puesto en la dirección del viento. Revolotea liviana y se dirige a los vivos y a los muertos. Visita amistades idas y homenajea vidas admiradas, como cuando descubre la tumba de Henri Cartier‑Bresson. El (casi) desenlace del recorrido descansa en el encuentro que el film augura, mientras prolonga ‑cual Mac Guffin‑, con Jean‑Luc Godard. Decir lo que allí sucede no viene a cuento, para eso es que se va al cine. Basta con señalar que lo que allí pasa no es menor sino bien intenso, bien cinematográfico, con la vida como escenario. Los lentes oscuros de Godard tienen, eso sí, réplica en los de JR. Varda los mira y desafía, quiere que JR le permita observar sus ojos, por fuera de ese distanciamiento oscuro. Una lejana película suya ‑Les fiancés du Pont Mac Donald‑ hubo de provocar ese milagro: allí Godard se quitaba estos lentes. Visages Villages reitera la premisa, mientras sabe que es ella, Agnès Varda, quien ya no puede hacer foco como antes. Hay que saber cómo mirar, responde, ¿por qué preocuparse?
Para filmar el miedo -dada la propuesta de la película‑ parece que el cine tiene que ingeniárselas cada vez más. Al menos desde lo que significa establecer lazos publicitarios, que financien lo que se ve y permitan, señalamiento de la marca mediante, la dramática. El juego -si es que lo es‑ tiene sus limitaciones y contradicciones. Hay ejemplos obtusos y otros que saben salir airosos. La reina del miedo, afortunadamente, está en la segunda de las instancias. Lo señalado viene a cuento, porque evidencia una matriz económica que está subsumiendo todo lo que toca. El cine, todo arte, tiene derecho a ser desconfiado. Será, tal vez, por el miedo mismo que la película de Valeria Bertuccelli y Fabiana Tiscornia tematiza, que la empresa de seguridad mencionada -reiteradamente‑ y asumida como personaje sirve a la trama de manera concreta y ambigua. Concreta, porque es quien dice ser, con sus operarios solícitos al llamado del cliente y demás, pero también ambigua porque es su función la que evidencia un clima o malestar inserto entre sombras y fantasmas. Un enrarecimiento que tales empresas, dedicadas a dar "soluciones" o evitar problemas de "inseguridad", alimentan desde un temor que procuran y logran instalar. En otro orden, Valeria Bertuccelli ofrece en La reina del miedo un film que podrá distinguirse como un salto cualitativo, porque está destinado a significar un despunte de relieve en su trayectoria. Actriz, guionista y directora, Bertuccelli es dueña de una puesta en escena capaz de lograr y ahondar en un clima rarificado, que trabaja a través de matices, suaves pinceladas, mientras se sumerge en las contradicciones de su personaje: Robertina, más conocida como la célebre Tina ("¿Usted no es?", le dicen, ella asiente, y asegura cabizbaja que se queda de piedra cuando alguien la mira), está a punto de estrenar una nueva obra. Los carteles y marquesinas la anuncian, con sonrisas que ella no tiene. Todo a punto, pero cuando sube las escaleritas del escenario para ensayar, siempre hay algo que la retrae, la devuelve al lugar anterior, su casa. Sale de esa puerta y sin embargo vuelve, otra vez. En este sentido, el inicio del film ofrece una situación sintomática, puesto que Tina está en su cama, dentro de la seguridad ilusoria de las sábanas que la tapan, acunada con luces que acompañan el dormir y esconden las sombras, así como sucede con los niños. Pero la luz se apaga y los temores se encienden -y a la par, la molesta mención de la agencia de alarmas aludida, en fin‑; Tina está y no está cómoda en esta situación de cuerpo ensimismado, vuelto sobre sí mismo. Sale de la cama, se viste rimbombante, pero hay algo que no cierra del todo con sus lentes enormes, que se empecinan en caer sobre su nariz. Mientras, repite los mismos pedidos de siempre al jardinero y a su mujer de limpieza: joven y del interior, con acento evidente y un respeto vuelto miedo, asumido como tal en el decir y comportamientos hacia su "patrona", ante la cual llora en cuanto puede. Un devenir repetido se siente en el día a día de Tina, mientras se dirige a ese teatro fatídico que promete una obra de título "El tiempo de oro". Hay distintas cuestiones que la tienen casi atada, en un mismo lugar, pero sin razón aparente. O sí. Porque se suman aspectos nada menores, entre ellos una separación en curso, tal vez consumada. Pero, ¿por qué el empecinamiento en hacer quitar el árbol del jardín? Tal vez no esté seco, es lo que responde el jardinero. Peor aún, ese árbol tiene que ser parte de la escenografía teatral, insiste Tina, pero no sabe explicar por qué. Este árbol, vale agregar, será uno de los mejores elementos de la historia, tendiente a provocar una imagen desolada, trasplantado de su hogar al escenario, volcado con sus raíces desnudas junto a su dueña, observada de modo inclemente. Justamente, este mirar sin reparo no deja de aludir a la participación misma de todo espectador teatral -lugar diferente al cinematográfico, mediado por la cámara‑. La reina del miedo parece sumergirse en ese lugar indeterminado y determinante, con Tina atrapada. Ahora bien, todo esto ocurre mientras su mejor amigo (Diego Velázquez) se muere, en Dinamarca. Hacia allá viaja Tina, y con ella otros miedos al encuentro. Pero entre ella y Lisandro opera un contrapunto, dado por quien exterioriza temores y quien parece -tal vez‑ ocultarlos. Entre ambos, una retroalimentación invisible: de sus diálogos surgen cuestiones ligadas a la descendencia, la reencarnación, la creencia. o invisible sucede porque La reina de la noche nunca es explícita. Es una de sus virtudes. Por ejemplo, Tina sale de Buenos Aires e ingresa en Dinamarca, prácticamente desde el corte directo. No hay necesidad de narrar de modo obvio, sino que lo que cuenta es lo elusivo, lo elíptico. Son puntos suspensivos los que quedan flotando, mientras obligan a completar de otras maneras. También en relación a esa obra tal vez nunca ensayada, así como sobre las decisiones mismas de Tina, sugeridas por varios diálogos, pero nunca cristalizadas. Habrá que estar atento, por eso mismo, al desenlace elegido, que acumula vientos de tormenta, desánimo y ladridos. Por momentos, el film acude a cierta construcción que linda con el suspense o thriller, luego la deja repicando para después retomarla, a la manera de una sensación que reflota y habrá, de una buena vez, que enfrentar.