Un suburbio que no es cualquier otro Hay una iconografía tan vasta como definitoria por parte de Hollywood hacia sus décadas. Los '50 son uno de sus ejemplos suficientes, en tanto escenario que visitar tantas veces haga falta. Enunciar aquellos años es también rememorar la imagen de almanaque de una organización económica con familia modelo, en suburbios cuadriculados, de plástico naciente y luz blanca. Un modelo idílico, que cuadra en la imaginería de mucho cine, sea como escenario de infancia ‑lúdica para el caso de Steven Spielberg, taciturna para el de Tim Burton‑ o como fresco de matices irónicos ‑la desmemoria que practica Frank Darabont con El Majestic o la saña que David Lynch introduce en forma de oreja con Terciopelo azul‑. En todo caso, no es casual que los '50 sean la década predilecta del naciente medio televisivo, de pregnancia irrebatible y en confrontación con el cine. Si el cine era "más grande que la vida", la TV vino a decir lo contrario. El macartismo tuvo asidero en esos años; un mundo que el cine del realizador George Clooney ya recorriera con la notable Buenas noches, y buena suerte. Ahora lo hace con Suburbicon, así que bienvenidos, otra vez, a los suburbios mentirosamente encantados de la "vida americana". A partir de la argucia y su promesa de un paraíso de clase media, el film de Clooney se mete a vivir dentro de esas paredes de textura lisa con jardín bien verde, para descubrir un crimen que hará foco en la vida familiar de Gardner (Matt Damon), financista adusto, templado, que vive con su mujer y cuñada (ambas, interpretadas por Julianne Moore). La importancia no estará puesta en él, sino en su hijo Nicky, quien habrá de saber de a poco que los adultos no son lo que parecen y que más vale desconfiar. Al mismo tiempo, una familia de color decide vivir en el mismo vecindario. De manera tal que los problemas no tardarán en agudizarse. En este sentido, el film se articula desde una narrativa dual, de acción paralela, pero sin perder el acento en la mirada de Nicky. Puede achacársele al film no contener en demasía la propuesta, que patina hacia situaciones extravagantes. Podría, por ello, pensarse en que la participación de Joel y Ethan Coen en el apartado guión seguramente suscitara mucho del absurdo, tendiente a sobresalir como una selección de momentos que podrían desequilibrar el asunto. De todos modos, la mirada del film no pierde tino. Clooney, tal vez, no se haya resistido a filmar esos momentos delirantes protagonizados por el investigador de pólizas (Oscar Isaac). ¿Cómo culparlo? Isaac es un actor de corte tan "coeniano" como John Turturro, es brillante; además, el propio Clooney es parte preferencial de este séquito de palurdos marca "hermanos Coen". Así que, ¿por qué no dejar que el film juegue esos momentos desde un divague casi estrafalario? Visto que el cine norteamericano se ha vuelto tan conservador, tan repetido, tan carente de vigor, mejor un par de escenas disparatadas, casi tendientes a trastabillar, antes que cualquiera de esos panfletos de estreno semanal. Por otra parte, no hay que perder de vista que el enunciado con el cual Suburbicon se presenta es el de la patraña publicitaria, con sus caritas sonrientes y música adocenada. Algo que trocará en mueca, en el mismo market donde las familias de bien hacen las compras. El absurdo del film, por todo esto, no merecería ser cuestionado. Menos aún cuando el desenlace guarda una imagen que replica otra: Nicky mira televisión luego de lo sucedido. ¿Qué destino le espera? Es por esta imagen (que no es la última, otra escena presagia algo mejor) que George Clooney reitera ‑como en Buenas noches, y buena suerte‑ una misma práctica, la de un mundo de imágenes (cine) en contraste con otro (televisión). El cine siempre pudo mirar y mirarse críticamente. No es poco.
La mafia como una fuerza aliada en democracia Con dedicatoria a Ettore Scola, A la guerra por amor inicia su viaje en el tiempo, durante la segunda guerra, con Italia a punto de ser liberada por las fuerzas aliadas. El film de Pif (Pierfrancesco Diliberto) se inscribe, así, en un mundo de cine en el que su país supo brillar, dando lugar a la vanguardia neorrealista. Las alusiones no faltarán, aun cuando el hacer del realizador italiano esté más relacionado con ciertos tintes de superproducción: reconstrucciones digitales detalladas, una fotografía que funciona como "selfie", y un guión que construye a sus personajes desde gags premeditados, de poca espontaneidad. El argumento cruza dos direcciones, que permiten vincular América e Italia, y permitir un equilibrio simétrico. De un lado, las tratativas con el mafioso Lucy Luciano (entonces en prisión en Estados Unidos) para facilitar el ingreso de las tropas aliadas a suelo italiano; del otro, la larga marcha de Arturo hacia Italia, de donde es oriundo, con el fin de encontrar al padre de su novia y pedir su mano. Las dos vertientes conviven y estructuran un relato que posee algunos buenos momentos ‑como el que protagonizan las estatuas de Mussolini y la Virgen, mientras son cargadas camino al refugio antibombas‑, así como personajes que se esfuerzan por resultar simpáticos al público. En este sentido, se nota el respeto hacia un guión que no deja huecos por donde se filtre lo que la realidad dice, algo que el gran cine italiano supo hacer. Destaca, eso sí, la voluntad crítica del film por evidenciar el acuerdo mafioso y político que la guerra, o su victoria, trajo aparejado. Al hacerlo, el guión no se oculta tras segundas lecturas o una retórica engañosa, sino que lo expone desde el hecho, con o sin sonrisas, de acuerdo con el momento dramático. Al respecto, la Democracia Cristiana aparece como el resultado de un acuerdo ignominioso, entre cargos políticos para delincuentes y el establecimiento de la mafia como solución "americana": un discurso encendido dará inicio a este acuerdo entre partes, con el capo‑mafia vuelto autoridad, explicitando sus maneras personales desde las cuales saber entender la "democracia". De igual modo, la efigie de la Casa Blanca, con sus ventanas de luces que se apagan durante la espera del soldado que quiere ver a Roosevelt, da cuenta de un silencio cómplice, dedicado a sustentar un proceder criminal ante el cual, sin embargo, algunos norteamericanos no fueron indiferentes. A su manera, el film de Pif denuncia un hecho histórico que es poco difundido, y desde la urgencia que supone el momento actual, en donde el daño se ha instalado como una cáscara que parece fija.
Con su segundo largometraje el realizador austríaco‑argentino Lukas Valenta Rinner se adentra en un barrio privado, de placeres exclusivos y prejuicios validados. Pero lo hace desde Belén (la notable Iride Mockert), una empleada doméstica que descubre desde su lugar y funciones cómo es la vida que allí la rodea: una casa enorme y de blanco inerte, una mujer sola y desvencijada, con indicaciones precisas para la limpieza (la escena del piso de cemento es perfecta), un adolescente que entrena para el tenis todo el día, poco más. Pero, resulta que Belén mira más allá de la cerca mientras poda. Y lo que descubre es distinto, está ahí nomás, en medio de una vegetación que sobrevive como puede ‑en contraste con el lago artificial y los árboles premeditados del barrio country‑, habitada por hombres y mujeres desnudos. Hacia allí se decidirá, finalmente, furtivamente, para inmiscuirse y así revivirse. A partir de ese momento, una convivencia partida habrá de suceder en los días de Belén: mientras descubre las miradas y caricias de otras personas, el guardia del country también la corteja. Entre lo mucho que destaca en Los decentes puede señalarse el cuidado formal de sus encuadres. La información que el diálogo entre los planos aporta permite, llegado el momento, saber cómo es el country, averiguar qué tipo de tenista es el hijo acomplejado, conocer mejor el campo nudista. La articulación mejor puede pensarse en el hacer de la actriz Iride Mockert, capaz de alterar su físico según el mundo que habite: caída y sin voz, esbelta y sonriente; huidiza y opaca, sublime y hermosa. Belén es una correa de transmisión entre estos dos mundos, tal vez tres, si se tiene en cuenta la ciudad de Buenos Aires, ese ámbito desde el cual es enviada para cumplir funciones de limpieza. Puesto que sin ropas Belén resplandece, lo también cierto es que se borran las diferencias de clase. De todos modos, el film de Rinner omite caer en un retrato obvio, mientras roza momentos casi absurdos. El viraje que Los decentes propone en el desenlace es consecuente con una fricción que se siente y acentúa. Que lo aborde desde el desprejuicio es completamente acertado, así como espiritualmente lúcido. Más aún, es esta toma de acción salvaje la que hace de Los decentes la última variación guerrillera posible, orgiástica y organizada ‑cercana a Los idiotas, de Lars von Trier‑, capaz de masacrar con sus salvas los mismos escenarios reales de un country, de un barrio privado, de una residencia exclusiva.
Bienvenidos al viaje criminal El tren, un crimen, los años '30, ¿cómo resistirse? Todavía más cuando el nombre en cuestión es el de Hercule Poirot, héroe detective de Agatha Christie, acá en una de sus aventuras más recordadas. Al respecto, el film de Kenneth Branagh se sabe consciente de la remake que propone, vista la recordada versión de Sidney Lumet, de 1974, con un reparto de nombres asombrosos para la época. De forma tal que aquí sucede otro tanto. Así que bienvenidos al viaje criminal. Los tiempos, desde ya, son otros. Ahora la recreación de época se impone digital y lo cierto es que, aun cuando lo visto sea extraordinario ‑planos abiertos que permiten sobrevolar ciudades enteras y un tren capaz de rodar como nunca antes, entre ventiscas, nieve y tormenta‑ hay algo que se resiente. Pero el cine es ahora digital, y las aventuras clásicas deben, necesariamente, releerse. En este sentido, la caracterización que el propio Branagh ofrece del querido detective contrasta con las de Albert Finney o Peter Ustinov, ahora con un físico menos prominente, y movimientos precisos pero no menos ágiles. Igualmente, este Poirot ama los postres ‑si bien sabe hasta dónde comer, tal como lo supone una especial escena junto a Johnny Depp‑ y tiene especial predilección por la literatura de Charles Dickens. Esos momentos donde entre risitas sardónicas, Poirot lee Historia de dos ciudades se cuenta entre lo mejor de lo que le aporta Branagh. En rasgos generales, este Expreso de Oriente es leído como un carruaje de duda moral. No es casual que el inicio del film tenga lugar en Jerusalén, con integrantes de distinta fe en clave de sospecha, y con la misma policía como responsable ineficaz. El dilema entre fe y razón encarnaen Poirot ‑preocupado por encontrar para el desayuno dos huevos de mismo tamaño‑, quien tiene una indudable manera de entender el curso del mundo: si pisó bosta con un pie, también habrá de hacerlo con el otro, el equilibrio ante todo. De esta manera, el tren de Oriente es un viaje de alegoría en descenso, cuya detención temporaria ‑en una noche de tormenta blanca, otra vez el contraste‑tendrá que ver con la dirección que adopte: o culmina su cursoo cae para siempre. El problema está en que la resolución mejor no habrá de aparecer. En última instancia, es el carácter del propio Poirot el que será puesto en jaque. La resolución del dilema, desde ya, será alcanzada, con la clásica escena de sospechosos en ronda. Aunque aquí el motivo visual sea frontal, como si de La última cena de Leonardo se tratase, con doce apóstoles/sospechosos. La moral, por eso, estará puesta en entredicho. Poirot tendrá que vérselas con cada uno de los personajes, todos contracara de esa misma moneda que es él. La duda ‑herramienta deductiva del personaje‑ lo llevará a dudar dos veces. La razón, finalmente, será más o menos infalible. Y es eso lo que la secuencia inicial ya predica, con el policía vuelto herramienta corruptible de la justicia. Ahora bien, porque el detective puede mirar de otra manera ‑con Dickens y un bastón como armas‑ será capaz de devolver al rostro propio de sus responsables el dilema, pero de una manera más profunda. En tanto, cada ventana del tren es encerrada en un mismo plano secuencia, en una toma sin cortes que ubica espacialmente a todos y a la vez, recurso que Branagh elige al inicio y al desenlace del viaje. La cuestión descansa, por último, en quién podrá descender y enfrentar, otra vez, una misma aventura.
La pantalla como cuaderno de poemas Paterson camina, tranquilo. Lo hace de un modo peculiar, suyo. Tiene los pies muy grandes, las piernas extensas. Parece disfrutar cada uno de sus pasos. Se diría que es un minimalista. Paterson es también un despertar, un comer, un beber, un besar. Además, Paterson escribe. Mira su alrededor y lo vuelve poesía en su cuaderno. Las palabras surgen, invitan otras. Su voz se hace introspectiva, y la película la comparte. Mientras se le escucha, los sonidos son escritos sobre el mismo cuadro cinematográfico, la pantalla queda intervenida. El film se vuelve el cuaderno, el film es el cuaderno. La totalidad y síntesis que es el nombre Paterson implica al personaje, su ciudad, el título del film, así como al poema/libro de William Carlos Williams. Paterson no puede ser nadie más que Adam Driver, porque Adam Driver es, como su apellido indica, chofer, de colectivo. Paterson es una mirada integral, sensibilidad depurada en forma de cine. Es la más reciente y una de las mejores películas de su director, Jim Jarmusch. Si el film es capaz, como lo es, de hacer resonar un diálogo entre palabras, pasible de despertar sentidos dormidos o de un adormecer plácido en plena tarea diurna, es porque se deja embriagar desde la misma relación entre imágenes. La poesía que destila Jarmusch es la del juego de atracción entre planos, atentos al filo que despierta la luz sobre el paisaje urbano, a los movimientos del agua, a la altura de su actor protagonista ‑encorvado por el techo del sótano‑, al follaje enrevesado, al reflejo vidriado. También los sonidos, que circulan entre la ciudad del día a día, en donde se producen diálogos que el oído de Paterson sabe cuándo escuchar, mientras conduce el mastodonte que es su colectivo, de brillo metálico y andar tan pausado como el suyo. Todo el film es expresión de este mismo ritmo, quieto, mentirosamente quieto. El Paterson de Driver/Jarmusch parecería ser, epidérmicamente, expresión benigna de un hombre "común". Pero nada hay de algo semejante; más aún, sería su reverso. Si las cabezas gachas, ensimismadas y aisladas, caen ante la mirada a la que obligan los teléfonos celulares, Paterson elige hacerlo sobre su cuaderno. La relación es evidente: mientras todos escriben o leen en pantallitas, es en Paterson donde sucede la poesía. Este desdoblamiento ‑de "escritores"‑ estará presente a lo largo de todo el film, a partir del sueño sobre hijos gemelos que Laura, su mujer, le cuenta, a la par de personajes que habrán de replicar de maneras mellizas. Justamente, será una niña quien atraiga la curiosidad del chofer, sentada y con un cuaderno donde deposita sus imágenes en palabras. Una hermanita, melliza, surgirá después. Si lo que el film muestra es real o fabulado por el caminar sonámbulo de su personaje, no hay necesidad de que sea aclarado. En todo caso, el deambular cotidiano de Paterson es alterno. Por eso, él no es nada común, no se parece a nadie. Para más señas, elige no depender de teléfonos o televisores, así como ir al cine a ver películas en blanco y negro. No se trata de una postura reaccionaria, sino de la carnadura misma del personaje, capaz de actuar como piensa. El film de Jarmusch está lejos de defender una mirada inquisitiva o díscola, sino que prefiere dejarse abrumar por un sentir profundo, pero al que debe intentar llegar. Toda la película es ese intento. Es por esta razón que la duración del argumento de la película se corresponde a una semana. Por un lado, porque es el cumplimiento del día a día ‑el despertar, el trabajo, la cena, el paseo del perro, el bar‑, es decir, el mero (e importante) devenir argumental; pero por el otro, porque indica la idea de un ciclo. El ciclo es noción filosófica. Al arribar allí, a esta comprensión, la película culmina porque sabe que puede volver a comenzar. Este reinicio ‑que es desenlace‑ termina por subvertir la abulia que propone cualquier domingo. Parado allí, el personaje no puede menos que quedar subsumido por el encantamiento poético. Lo habitual ha quedado revertido. Y tal vez de una manera mucho más profunda que cualquier otra, como la supondría el nombre en relieve que el propio Paterson no se anima a tener en el lomo de un libro. Quizás porque ya lo tiene, porque su nombre es también el título de ese libro escrito por William Carlos Williams, así como el de esta película dirigida por Jim Jarmusch.
Como un manual de instrucciones O se narra o se predica. Si se hace esto último, el relato se resiente, la película se torna explicativa y preocupada por decir(se). Es por esto que la importancia de un film está en su abordaje formal, no en su temática. Si fuese ésta quien tuviere el acento, bastaría por validar a Te esperaré, en donde la relación padre/hijo (Darío y Juan Grandinetti) provoca un enfrentamiento que toca a la memoria del abuelo, una de las víctimas de la última dictadura militar. Pero esto no es todo, el abuelo peleó contra los fascistas en España y tuvo vínculo con la revolución cubana, entre mucho más. Se trata de un personaje que el film postula de manera "legendaria", y que ha sido recreado desde una ficción casi documental por la literatura; aquí es donde se inscribe el personaje que interpreta Juan Echanove, en tanto literato dedicado a completar una trilogía sobre este personaje casi mítico. Por eso, el viaje a Buenos Aires y el contacto histórico y familiar sobre el que descansa el film de Alberto Lecchi. Como se decía, en Te esperaré hay predilección por la declamación antes que por el relato. Pareciera que la película no se cree lo que está contando, y culmina por caer víctima de sí misma. Puesto que se trata del realizador Alberto Lecchi, uno extraña aquí mejores resultados, como los que significan, por caso, Operación Fangio y Secretos compartidos. Allí, el relato está por delante de lo que sucede, mientras que en Te esperaré las resoluciones son prácticamente inverosímiles, y no llegan a sentir ni encarnan lo que la película procura tematizar. En este sentido, los diálogos amenazan con llevarse por delante todo lo demás, de tan evidentemente escritos (y recitados). Como si cada una de las líneas dichas tuviese encima la carga de tener que enunciar algo importante. El efecto, justamente, es el inverso. Así como el subrayado que las acciones suscitan, como lo supone la coincidencia entre el diálogo entre padre e hijo en el automóvil, en tanto pie a la discusión violenta que a continuación se genera con otro automovilista. Esta caracterización logra una caricaturización que termina por hacer perder la seriedad que se pretende. Como caso suficiente aparece el militar interpretado por Hugo Arana, cuyas gesticulaciones lo sitúan al límite del cartoon. Ni qué decir de la resolución en la iglesia, entre mordazas y armas de fuego. No queda claro qué es lo que persigue la película luego de algo semejante. De paso, sí viene bien destacar el hacer de Jorge Marrale como el cura en cuestión, con ciertos diálogos algo afilados, a los cuales el actor les imprime ironía propia. Pero lo cierto es que no alcanza. Mucho menos con los amoríos que el escritor español lleva adelante, con un Echanove que parece explicar lo que sus respuestas aparentemente ingeniosas dicen. Seguramente, la participación de los Grandinetti sea una especie de espejo de límite difuso entre pantalla grande y realidad. Pero sus enfrentamientos están tan diagramados en palabras y poses y gestos, que no se alcanza a respirar conflicto alguno. Mucho menos desde las intromisiones "psicoanalíticas" de la esposa y madre que compone Inés Estévez, cuyos decires parecen rúbricas perspicaces. En otras palabras, Te esperaré está llena de buenas intenciones, pero la virtud que guía al cine es la acción. A partir de ella, lo demás.
Algo más que las mieles del éxito La gran actriz francesa compone una mujer de pasado artístico y presente oscuro, que reencuentra el deseo. Sin estridencias ni sensiblerías, el film propone un cuento casi mágico, donde el amor sabe mejor que cualquier fama televisiva. No hay nada que Isabelle Huppert no pueda componer, ahora también desde la interpretación musical. Las canciones sobrevuelan Volver a empezar (un título tan ridículo como desatento respecto del original: Souvenir), y ella resplandece. Pero ojo, nada de purpurina, revuelos de marquesina ni ascenso de éxito para película desbordada, sino todo lo opuesto: apenas pocas canciones, tan sucintas como la propuesta general de este film, dirigido por el belga Bavo Defurne. Es este pulso justo, de precisión, el que guía a un film que aborda su narrativa con premeditación, a través de una composición y duración estricta de planos, junto a diálogos sesgados, que saben cuándo intervenir y de qué maneras sugerir. Volver a empezar es la historia de Liliane (Isabelle Huppert), una olvidada cantante de época dorada, capaz de haber rivalizado con los mismísimos ABBA. Ahora trabaja en una fábrica de paté, presa de una rutina que el montaje inicial traza de modo ordenado, en tanto sucesión de planos que dirige la atención dramática a través de una rítmica sin sobresaltos: del trabajo al autobús, de éste al hogar; sin alteraciones y con el televisor como compañía nocturna. Esa sola situación permite atisbar al personaje, pero también dar cuenta de la propuesta rítmica que el film propone y al mismo tiempo desafía. Cuando aparezca en escena Jean (Kévin Azaïs), un joven de veintipocos años, con ganas de desafiar un título boxístico, Liliane verá de a poco trastocar su monotonía. Porque es él quien reconocerá en ella a Laura, esa fugaz estrella de la canción a quien su papá todavía recuerda. Entre Liliane y Jean surge, así, un vínculo afectivo, en tanto chispa que anima la vida artística de quien supo finalmente elegir pasar los días decorando comida en serie. ¿Qué pasó con Laura? ¿Cuándo fue el retiro, debido a qué? Las preguntas operan como falso McGuffin; no le interesa al film ahondar en ellas ni encontrar respuestas, sino utilizarlas como dardos que una "opinión pública" -de lobotomía televisada‑ rápidamente actualiza. Hay algo más profundo que todo eso, y es por allí donde sucede la propuesta fílmica. Lo hace desde una caracterización de personajes que no descansa en grandilocuencia ni cosa parecida, sino a partir de una conciencia de puesta en escena que acerca al film a la construcción de un mundo propio, casi mágico, algo raro. Ese logro radica en un verosímil de comportamientos y sentimientos apenas pero suficientemente insinuados, en donde no son las actuaciones ni los diálogos los encargados de "explicar" nada, sino que es el mismo montaje el que orienta desde la ambigüedad: son muchas las escenas que Volver a empezar elige cortar de modo mentirosamente abrupto, tales como las presuntas respuestas a las preguntas sobre el retiro de Laura, así como en acciones concretas: ella busca y encuentra a Jean en el vestuario del gimnasio, mientras se baña, el corte omite lo que sucede, ¿lo esperó allí mismo, entre el vapor y la desnudez? Este recurso -de guión elaborado, que sabe hasta dónde llegar con la acción para permitir que ésta se complete en quien mira el film‑ se reitera a lo largo de toda la película, y se disfruta, porque permite espacios en blanco en el devenir dramático. Tanto como los detalles que dan cuenta de un medio impiadoso como el televisivo: el peluquín del presentador de la ronda de cantantes, sus palabras de bienvenida a Laura ("fénix que resurge de las cenizas"), la asistente de modales violentos, los puntajes para las mejores canciones, las "votaciones" telefónicas; todo un cúmulo de aspectos fácilmente identificables. Es el retrato de ese mundo de sonrisas prefabricadas el que seguramente justifique la lejanía artística de Laura. Pero la película es, en verdad, otra cosa. Al respecto, vale atender al romance entre una mujer mayor con alguien mucho más joven, como desafío mismo a una convención que todavía supone el vínculo inverso como más "lógico". La resolución del film, en tanto puesta en juego de un dilema renovado por el que debe atravesar la cantante, atiende a la ratificación misma de un cariño, de un afecto, que está por encima de cualquier éxito de sentencia televisiva.
Una recreación bella sin correlato narrativo Desde una apreciación rápida, que permiten los mismos minutos iniciales, Loving Vincent predispone al disfrute. Las pinturas de Van Gogh cobran vida, el trazo del maestro se anima y abre las tres dimensiones a sus cuadros. Los personajes se desenvuelven dentro de ellos y es el propio espectador el invitado preferencial. Un mismo recurso que el cine ya ensayó, hermosamente, con Vincente Minnelli en Sed de vivir (con Kirk Douglas en el rol del pintor) y Un americano en París (en donde la secuencia final permitía una recreación pictórica de la ciudad, con Gene Kelly y Leslie Caron bailando), así como con Akira Kurosawa en Sueños (junto a Scorsese en la piel de Vang Gogh, caminando por el sendero de sus propios cuadros). De esta manera, el film de Dorota Kobiela y Hugh Welchman encuentra una filiación filmográfica que lleva a un grado por momentos excelso. El inconveniente está en que el proceder parece inverso al acostumbrado, como si la forma elegida -animación stop‑motion y rotoscopio‑ estuviera por delante de la trama. De esta manera, no parece ser la historia quien guíe la necesidad de las elecciones estéticas, sino éstas las que la hacen germinar. Conforme a esta premisa, se percibe cierta desorientación entre la gracia que la animación despierta, a partir de la admiración que se le declara al pintor, y el relato que el film propone. Este último aspecto aparece casi como un simple ardid, sin resonancia dramática profunda, con el propósito puesto en la construcción de un relato de trama policial, dedicado a sondear en las dudas que rodean a la muerte del pintor. Dedicado a tales faenas aparece Armand Roulin, el hijo del cartero y amigo de Van Gogh. Hay una carta que el padre quiere que su hijo entregue a Theo Van Gogh, y es éste es el disparador para el derrotero posterior, al descubrir que Theo también ha muerto. Roulin visitará lugares y amigos de Vang Gogh, en un ir y venir que habilitará a la dinámica de los cuadros que se espera aparezcan durante la película. Para más datos, Loving Vincent demora 90 minutos, una duración que es demasiada, que culmina por subrayar un tramado estético que de sorprendente culmina por ser reiterativo. Dada la misma relación problemática entre pintura y cine, la rapidez de la película (de toda película) no permite detenerse demasiado en cada pintura, aun cuando pueda parecer lo contrario. El film, de esta manera, culmina por redundar en la propuesta.
El enemigo no es lo que parece Con la versión magistral de Don Siegel como referencia, la remake es una película incómoda, de personajes que replican una sociedad cínica. Pantanos, bruma de ciénaga, y un caserón blanco y sureño en una versión centrada en lo femenino. El plano inicial descansa en el follaje de la arboleda, entrevé rayos de sol; pero la cámara desciende y los haces de luz se interrumpen, la bruma anuncia una tierra húmeda; mientras, una niña recoge hongos en su cesta. En ese plano está toda la película, lobo feroz incluido. Basada en la novela de Thomas Cullinan, con versión cinematográfica previa de Don Siegel en 1971, junto al protagónico de Clint Eastwood, El seductor se sitúa durante la guerra de Secesión, con un soldado de la Unión gravemente herido y hospedado en un internado de señoritas sureñas. Las damas de blanco cubrirán de cuidados y caridad cristiana al paciente involuntario, en un vértigo que adquirirá semánticas varias, parecidas y contradictorias. Es a partir de esta superposición de sentidos cómo El seductor se desenvuelve, en función de la mirada repartida que compone -fragmentadamente, coralmente‑ un grupo de siete mujeres, de edades diferentes. Niñez, adolescencia, adultez, distintas instancias que dialogan y confrontan. Entre miradas esquivas y decires sesgados, el grupo se debate en torno a las decisiones sobre este lobo seductor, que ha entrado en la morada y alterado la convivencia. Entre ellas, es Miss Martha (Nicole Kidman) la encargada de impartir enseñanzas, órdenes y religión. Su cualidad estatuaria, de mirar determinante, la erigen. Pero hay una gradación que, así como voluntariamente provocada -este grupo femenino no deja de ser contraparte del mundo militar masculino‑, contiene también sus propios síntomas de resistencia. El cabo McBurney (Colin Farrell) sabrá dónde tensar la paciencia; su propio apellido, de hecho, contiene fuego, quema. Avivará entonces las llamas aletargadas de este mundo femenino níveo, como una luz que agrieta lo que parece inmaculado. Ahora bien, el film de Coppola es todavía más. Puede, desde ya, leerse en función de la fricción de género -entre hombre y mujeres, o entre mujeres‑, así como ser parábola hiriente sobre la sociedad de su país. En este sentido, El seductor es recuerdo traumático de una guerra civil que contiene ahora otros matices, denunciados en la forma del patriarcado y en el ejercicio bélico que éste promueve. El plano final, por eso, es una rúbrica magistral: es letal pero también conmovedor, a la manera de un pedido de ayuda; puede ser una cosa, podría ser la otra; también las dos. En otro orden, si la versión previa -y magnífica‑ de El seductor privilegiaba el punto de vista masculino, ahora es el turno femenino. En todo momento, la película es construida desde la mirada de estas mujeres (¿distintas posibilidades de una sola y misma mujer?), son ellas quienes permiten al cabo McBurney aparecer en pantalla, hablar, o quedar suspendido en el fuera de cuadro. Son ellas quienes le arman (o desarman). Hasta dónde este cabo es un personaje cierto, entonces. Podría ser una aparición, la materialización de un sueño; con cualidades de jardinero, padre y amante; sometido a un cuidado materno férreo: de hecho, la cárcel es referida como figura temida por el propio soldado; tal vez, su miedo se torne verdad. En última instancia, el notable plano inicial de El seductor sitúa al espectador de manera inequívoca en sueño fangoso, de gótico sureño. El clima de pesadilla es tangible, la bruma todo lo toca. La sensibilidad extrañada de estas mujeres es lo que prevalece, encerradas como están en una morada a salvo del paso del tiempo, con ardores adormecidos o reprimidos. Él podría ser, se decía, un lobo feroz, pero ellas no reniegan de ser brujas, hermosas y fatales. Sofia Coppola transita estas caracterizaciones desde un cuidado formal que envuelve a sus personajes de candor. Nada es lo que parece, así que más vale andar con cuidado. Pero a no confundir, son varias las lecturas a las que este film habilita. Si McBurney está encerrado, ellas lo están también. La equidad del planteo oficia como una mirada de dardo sobre la misma sociedad, cerrada como está sobre sí, malherida. Que en El seductor todo y todos sean blancos -con destellos rosáceos, como el atardecer que rebota sobre el frente del caserón‑ no hace más que ahondar en un mismo trauma, en donde lo negro, en tanto contraste y dilema, está inserto o queda fuera de cuadro. La misma guerra, desde ya, dice sobre el problema racial. Y estas damas, claramente también.
La belleza a pesar de todo Hay una vibración que resuena tras la proyección de Sinfonía para Ana, tiene que ver con la sensibilidad que la película contiene, evidentemente, pero también con una intuición precisa, que el film despliega más allá de toda premeditación. Su estreno coincide con el reconocimiento del cuerpo de Santiago Maldonado, y esto es algo insoslayable. Situada históricamente en el umbral escabroso que se articula entre los años que van de la presidencia de Cámpora al golpe de estado de 1976, la película de Virna Molina y Ernesto Ardito toma por escenario el Colegio Nacional de Buenos Aires, con su estudiantado en ebullición. Basada en la novela homónima de Gaby Meik, Sinfonía para Ana se construye desde el relato en off de una adolescente a su amiga. Voz que será relevada desde una amistad contenida en recuerdos, junto a la delineación de un contexto que hábilmente el film lleva adelante. Esta reconstrucción de época se conforma a través de detalles y matices, en tanto comentarios visuales que informan sobre literatura, música, filosofía, el mismo cine. Nunca subrayando, sino mientras se acompaña lo que sucede. Hay un solo momento, de hecho, en donde el plano musical cobra una relevancia de reconocimiento inmediato. Sin embargo, Sinfonía para Ana supedita esta canción al drama, al momento particular en la vida de su protagonista -es el quiebre sentimental, sobre el cual aquí no se revelará nada, tampoco de cuál canción se trata‑. Ana (Rocío Palacín) narra su vivencia al espectador. Pero es su mejor amiga quien le escucha, quien vuelve a esa época que el film rememora. Es un recurso a destacar, porque el relato se construye mientras alterna tales puntos de vista, y propone una narración de a dos, a partir de la memoria de vida que contienen las palabras de Ana, pero atravesadas por el recuerdo de su amiga; al contarle a ella, dice Ana, lo sucedido toca tierra, se vuelve cierto. Sinfonía para Ana se construye desde el relato en off de una adolescente a su amiga. Esta cuestión es esencial, ya que es el lugar preeminente desde el cual Sinfonía para Ana se proyecta: desde la pantalla, hacia el espectador. Es allí, en última instancia, donde el film culmina mientras se recrea. Vale decir, hay una tematización de la memoria que interpela, a partir del mismo momento en el que el espectador acepta la convención narradora. Al hacerlo, ya no puede quedar afuera, será parte inmanente. De esta manera, los elementos del decorado y el vestuario provocan el ilusionismo propio del cine: se viaja en el tiempo y se logra, de hecho, el verosímil. Además, hay una rememoración que toca invariablemente a la adolescencia en sí, en tanto lugar de combustión que es epítome de lo personal y social. "Todo lo joven es bello", decía Héctor Oesterheld, y es esta misma aserción la que el film expone. "Fue lo mejor que viví", dice Ana. En otras palabras, dada la belleza de la juventud, corresponderá entonces el ejercicio de un terror organizado. Allí se juega la síntesis y simetría. A las miradas que persiguen horizontes, exilio y muerte. Para llegar allí, la película de Molina y Ardito se sumerge gradualmente en un tono de angustia, que la dirección fotográfica acompaña, en donde los encuadres cerrados ya no sólo permiten una reconstrucción histórica lograda, sino que se vuelven espacios de ahogo. La sensibilidad a la que se aludía es un rasgo inherente al film, y se traduce desde una identidad discursiva que siente lo que a sus personajes les sucede. Jóvenes y hermosos, los protagonistas de Sinfonía para Ana hablan y dicen sobre política, mientras pintan y se aman. El candor que despiden logra una película singularmente bella, que asume la tragedia -de lágrimas que todavía duelen‑ mientras reafirman una juventud, una militancia, maravillosas.